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¿Y yo qué sé? por Luis García-Chico
De pequeño, engañar se me daba increíblemente bien; sabía expresar con presunción veraz un sentimiento farsante para no ir a la escuela y quedarme en casa, procrastinando. Era una habilidad de la que me sentía orgulloso pero a la que no podía dar divulgación atributiva; una suerte de superpoder.
Con los años, entrada la adolescencia, al intentar engañar mi rostro dibujaba sin quererlo una mueca furtiva y delatora que “de golpe y porrazo” borraba toda posibilidad de triunfo a la construcción de un relato embaucador (pero falso) sobre el que conseguir mis objetivos.
Pero durante mi adolescencia tardía me di cuenta de algo: el secreto. Si lo que fallaba a la hora de trasladar mi mensaje falso era mi cara impostora, debía “ocultarla”. Trasladar los engaños bajo la gabardina del secreto devolvía la presunción de veracidad a mis mensajes, y además daba un componente de credulidad extra. Solo pronunciar la frase “lo que te voy a decir es un secreto…” volvía golosos los sentidos de los receptores, y su in fine “no se lo cuentes a nadie” terminaba por darles ese toque de exclusividad y distinción para ellos equiparable a la concesión de un título honoris causa. Aunque les pareciera imposible de creer lo que les contara, se lo creían “porque era un secreto”… ¡Resultaba mágico! Y en ese juego de sensaciones no se podía distinguir lo verdadero de lo falso factual, sólo lo sentido, lo empatizado.
El secreto que quiero contarles es el siguiente. No nos ha tocado vivir en el mundo de la felicidad; me apresuro a señalar que tampoco en el mundo del descorazonamiento. No comprendo que se deba ser optimista porque la historia avance nominalmente; de igual manera no comprendo que se deba ser pesimista porque el cuerpo o la mente sufra pese a que (y uniéndose con el argumento optimista) la historia avance nominalmente. Ese tejemaneje repetitivo y abstracto, de unos y de otros es lo que amarga, contándonos prácticamente secretos de “lo que hemos visto” en una suerte de viaje onironauta.
Hay que aceptar dónde estamos cada uno y lo que somos como especie. Creo que ¿dónde estamos? se responde fácil, leyendo este artículo; y a la pregunta ¿lo que somos?… pues gilipollas, permítanme. Pero no lo digo con pesimismo o desarraigo, ni tampoco con un virtuoso optimismo levantando una copa de vino; lo digo estupefacto, ni lo uno, ni lo otro. Somos seres mentirosos, y por tanto, prácticos. La mayor verdad es la mejor de las mentiras. Y como sujetos mentirosos nos da igual hacia dónde vaya la historia pues pensamos que a nosotros nunca nos afectará, es “la gente” la que se equivoca, no tú, ellos viven en Matrix; si optamos por ser pesimistas al evaluar a “la gente” y su trayectoria futura eso no influirá en nada, solo en nuestra condescendencia, y si optamos por ser optimistas tampoco influirá, solo en nuestra condescendencia nuevamente. Lástima no poder salvarles, diría un pesimista… Lo estamos haciendo bien (porque soy tan listo que predigo el futuro), diría un optimista…
En ocasiones todos somos Thamsanqa Tantjie. Este hombre fue intérprete de lenguaje de signos durante el funeral de Nelson Mandela, traduciendo allí a grandes personalidades de la política internacional, entre otros. Lo que sucedía es que Thamsanqa no tenía ni idea del lenguaje de signos, y así pasó: se lo inventó todo. Luego alegó que le había dado un brote esquizofrénico… Un espectáculo. Y así nos sentimos muchas veces con esta clase de tesituras que aquí discutimos en el hilo. Igual que Thamsanqa, a veces queremos comunicarnos con los “sordos”, pero no tenemos las herramientas para transmitirles las palabras ni la experiencia para aprehenderlas, y claro, “la cagamos” estrepitosamente.
Debemos tener presente que ya sea poner cara triste, o poner cara alegre, ser pesimista u optimista, se delatará la falsedad práctica pues no sirve para nada posicionarse de una manera u otra acerca del devenir histórico más allá de la propia planificación individual de cada uno, siempre difícil y sorpresiva. Pongamos cara de póker, de estupefacción…
Luis García-Chico
Stop, por Fernando Savater
Simpatizo con el pesimismo radical aunque tenga pocos adeptos. Artículo publicado en El País el 12 de enero de 2019.
El siglo pasado nos amenazó con dos modelos distópicos: uno antipático, el de 1984, su Gran Hermano y sus multitudes esclavizadas; el otro, Un mundo feliz, de Huxley, con su droga del bienestar, su sexo sin límites ni consecuencias, su perpetua adolescencia indolora… nos repugna un poco pero no nos desagrada del todo. En su ensayo El mundo feliz (ed. Anagrama), subtitulado provocadoramente ‘Una apología de la vida falsa’, Luisgé Martín acepta el programa distópico huxleyano, radicalizándolo incluso con dosis de la terapia Matrix. No por un hedonismo barato, sino como reflexiva consecuencia de la desesperación. El autor nos repite que “la vida (supongo que humana. FS) es, en su esencia, un sumidero de mierda o un acto ridículo”. Lo que antes se llamaba, con más recato, “un valle de lágrimas”. Dignidad, felicidad, libertad, fraternidad, etcétera, son embelecos perversamente románticos para resignarnos a penar entre la caca, la bobada y la humillación. Si renunciamos a ellos, podremos aceptar sin remordimientos cualquier anestesia escapista que nos faciliten las novedades de la tecnología o de la química…
Fernando Savater
¡Pesimistas, en pie! por Fernando Sánchez Pintado
Es sabido que en el mes de agosto apenas hay noticias y por eso los periódicos se rellenan con artículos de viajes que hagan sentirse de vacaciones a sus lectores. Como este año (2018) me encontraba fuera de España, tuve la suerte de escapar del agotador y creciente raca-raca de los independentistas catalanes y las correspondientes piruetas del presidente del gobierno para hacernos creer que las agresiones y amenazas que dirigen al Estado, al derecho y a los ciudadanos son prueba de su voluntad de diálogo. A cambio, me encontré el domingo doce de agosto con una serie en Le Monde titulada ¿Era mejor antes? Hay que ser francés para publicar esto en pleno verano.
Tal vez fue esa galbana veraniega la que me hizo leer por encima el titular de portada, La nueva carrera mundial de armamentos. Me entregué, en cambio, a la lectura del segundo capítulo de la serie, que era una entrevista a Michel Serres, filósofo francés que ha obtenido todos los galardones posibles en su disciplina y tiene el mérito de ser un optimista defensor del cientifismo en un país como Francia tendente al pesimismo y al pensamiento de la sospecha. El suyo es, por el contrario, de un progresismo pragmático, porque, como él mismo dice, “he tenido la suerte de vivir cuarenta y siete años en Silicon Valley”. Como defensor del progreso afirmaba que hoy disfrutamos de una situación enormemente favorable en relación con cualquier época anterior, debida a tres factores: la democracia como forma de convivencia, la inexistencia de guerras globales, por lo que ha disminuido radicalmente el número de víctimas por conflictos bélicos, y la revolución médica que ha hecho que la esperanza de vida a nivel mundial haya crecido, en un siglo, entre treinta y cuarenta años. Ni el más pesimista podría ponerle la menor objeción. No obstante, aun pasando por alto que la democracia es más un reducto occidental que poco o nada tiene que ver, en gran parte del mundo, con las mejoras (indudables) a las que hace referencia, su afirmación de que el progreso había hecho disminuir la violencia me hizo recordar el artículo de portada sobre la carrera de armamentos.
Desde la caída del muro de Berlín y el hundimiento de la Unión Soviética, la carrera de armamentos parece pertenecer a una época lejana y ha pasado a segundo o tercer plano, un problema que damos por resuelto y sólo reaparece cuando un presidente americano advierte del peligro de que Estados poco amistosos dispongan de armas nucleares. Sin duda es un peligro, pero para la opinión pública resulta una amenaza vaga, porque se asocia a un conflicto regional de los que creemos que estamos inmunizados, y no al riesgo de destrucción masiva que en algunos momentos se vivió en la segunda mitad del siglo pasado. El artículo de Le Monde no era en absoluto alarmista, ni mucho menos tomaba partido ni ponía en tela de juicio las armas nucleares. Se limitaba a informar, y por eso daba qué pensar.
Partía del anuncio del vicepresidente americano de crear en 2020 una “fuerza del espacio”, que sería la sexta rama militar del ejército de EE.UU., porque sus adversarios (China y Rusia) ya disponían de armas indetectables, y de otras que bloquean y hacen inoperantes los sistemas antibalísticos y los satélites de comunicación, y en breve pondrían en el espacio nuevas armas de guerra frente a las que no tenían defensa. Un par de meses antes Donald Trump, con su innegable desparpajo, ya había advertido: “no basta con tener una presencia americana en el espacio, debemos conseguir una dominación americana del espacio”. Podría parecer la “Guerra de las galaxias II” de Reagan, pero no es así, porque el equilibrio nuclear ya no es el mismo, por más que los izquierdistas recalcitrantes aprovechen para decir que EE.UU. no se conforma con ser el gendarme del mundo y quiere extenderlo al universo. No es tan simple; el mundo, las armas y los desafíos geopolíticos han cambiado. En el mismo artículo se recogía que China lanzó, el tres de agosto, un ingenio hipersónico (velocidad del orden de Mach 6, es decir, 7.344 km/h), que puede ir dotado de armas nucleares y escapar a la detección de los sistemas actuales de defensa antimisiles. Esto no es más que un adelanto, afirman que están construyendo ingenios que podrán alcanzar veinticinco veces la velocidad del sonido, es decir, 30.600 km/h. Por su parte, Putin afirmó, el mes de marzo pasado, que Rusia disponía ya de un sistema de misiles hipersónicos capaces de alcanzar veinte veces la velocidad del sonido. Como era de esperar, otros estados han comenzado a prepararse para la “batalla del espacio”, concretamente el ministerio de Defensa de Francia declaró que “no cabía duda de que el armamento hipersónico formará parte de los arsenales de varias potencias” en un plazo no superior a 2030.
Esta lectura de verano me hizo preguntarme si, cuando Michel Serres afirmaba que los desastres de la guerra son hoy incomparablemente menos terribles que en nuestro pasado reciente, no se refería más que a una situación (históricamente coyuntural) de equilibrio entre las dos grandes potencias del momento, debida a la disuasión nuclear que ha sido decisiva durante más de medio siglo, lo cual es muy de agradecer para los que lo vivimos, pero como reflexión resulta bastante trivial. Lo que es evidente es que no tenía en cuenta la carrera de armamentos que aparecía en el mismo periódico y el mismo día de su optimista entrevista. Porque ese equilibrio y la consiguiente disminución de los conflictos bélicos no tienen por qué ser permanentes ni se han logrado por medio de razonamientos ni gracias a las instituciones democráticas. Serres no es un fanático dispuesto a creer que el progreso está escrito en un libro sagrado o en el corazón de la historia. Al igual que Steven Pinker, se limita a acumular datos para demostrar “empíricamente” que hoy estamos mejor que antes, lo que, repito, tomando aisladamente estos datos, es innegable. Para estos inveterados optimistas se trata de un proceso acumulativo que, gracias a la ciencia y la democracia, anuncia un futuro aún más radiante.
Se podrá argüir con toda razón que la historia es una guerra continua, y eso no ha impedido que vivamos hoy una situación de incomparable bienestar y seguridad. Esto es cierto, pero de ahí no se sigue, como Steven Pinker parece considerar, que en el mundo actual se ha realizado el “triunfo de la Ilustración”, a menos que haya llegado a la conclusión de que el pensamiento ilustrado no daba para más. No es necesario recordar un artículo periodístico sobre la carrera de armamentos para mostrar lo lejos que estamos de ese triunfo ilustrado. Hay que ser más fideístas que optimistas para pensar que esa carrera sólo servirá para producir armas y nunca para usarlas.
Tomar como modelo la disminución de la violencia o los avances científicos o las instituciones democráticas, a partir del cual puede establecerse el progreso de la humanidad, es tan parcial y limitado como cuando se sostenía que el desarrollo de las fuerzas productivas daba cuenta de la historia. Sin entrar a valorar si la metodología histórica de Pinker es consistente, e incluso suponiendo que los “hechos” de los que se sirve son contrastables y, hasta cierto punto, extrapolables, hay que reconocer al menos que un montón de datos, como dice Samuel Moyn, no constituye una filosofía de la historia. Puede que se trate, precisamente, de eso, de prescindir de ella y considerarla no sólo imposible, sino una forma de pensamiento perniciosa para la vida social. Una vez que se han desvanecido las utopías que anunciaban una sociedad ideal, o al menos pacificada, y hemos escapado del sueño perverso de la realización del hombre nuevo, debemos preguntarnos a qué clase de progreso, cuando ya no es una línea ascendente y sin retorno, nos estamos refiriendo. Aunque parece que ya no hay que interrogarse sobre qué es el progreso, sin que por ello dejemos de creer que es necesario progresar.
Esta vaga forma de optimismo antropológico, que es hoy dominante en las sociedades avanzadas, lleva a entender la vida como un indeterminado y necesario progresar, y va unida, paradójicamente, a cómo los individuos viven ese cambio incesante, que no es en absoluto optimista. La vida cotidiana está marcada, por motivos indudablemente más triviales que hace un par de generaciones, por la queja y vindicación permanentes, por un temor agobiante y difuso, por la sobreprotección que se exige, por la culpabilización de los otros y la irresponsabilización propia. Esta nueva y contradictoria forma de optimismo no pasa de ser una ideología que excluye la posibilidad de encontrar algún sentido al progreso, o dicho de otra manera, que lo reduce a una línea ascendente y continua. Y contribuye a justificar y alentar la aceleración de nuestro tiempo en el que aceleración y progreso son equivalentes, es una especie de motor de un cambio sin límites cuyo contenido es estrictamente factual y estadístico.
Es obvio que cualquier tiempo pasado no fue mejor, como tampoco cualquier tiempo futuro será mejor, lo que es verdaderamente peor es la continuidad de la sinrazón en ambos. Frente al “presentismo” dominante y su vago optimismo en el que todos los gatos son blancos, es necesario mantener el difícil equilibrio entre pesimismo y lucidez para comprender lo que han hecho y hacen los hombres.
Fernando Sánchez Pintado
Optimistas, pesimistas (y Arcadi Espada), por Cecilio de Oriol
No cabe duda de que Steven Pinker tiene una nutrida y entusiasta audiencia. A Espada le parece insuficiente y aboga por establecer el ultimo libro de Pinker como referencia obligatoria del sistema educativo.
No es una propuesta descabellada si tenemos en cuenta el actual nivel de recomendaciones (y de tergiversaciones) instaladas en la educación de nuestros jóvenes entre los 11 y los 18 años.
Pinker, como es bien sabido, argumenta que cualquier tiempo pasado fue peor. Y da paso a la idea de que hay que combatir a los agoreros. Sobre todo a los agoreros interesados en mostrar una realidad social tan nefasta que se hace imprescindible y prioritario su cambio más o menos revolucionario. Para estos “apóstoles del cambio” como obligación ineludible vienen bien las reflexiones que Espada hace en su artículo publicado en El Mundo del domingo 2 de Septiembre de 2018 y titulado “Orgullo de especie”.
Pero la discusión sobre si el pasado es añorable o el presente es satisfactorio tiene en su interior una cuestión más interesante: divide al mundo entre optimistas y pesimistas, especies ambas caracterizadas por el prejuicio como anteojera de la realidad. Y tras esta primera división de urgencia aparecen otras con matices ya más sutiles ya más indirectos.
Así divide también en conservadores y progresistas, en prudentes y oportunistas, en satisfechos de su vida y resentidos con la suya. Toda una constelación de posibilidades a cual más interesante.
Y, sobre todo, hace aparecer una clase omnipresente y molesta: los demagogos y los mentirosos. Clase que, dicho sea de paso, tiene su caldo de cultivo preferente en dos ámbitos clave de la sociedad de nuestros días: la política y el periodismo en todas sus facetas y manifestaciones.
Pinker diría que incluso ahí la humanidad ha avanzado consistentemente y que hoy la mentira y la demagogia ocupan menos lugar. No se si tendría razón pero me atrevo a aventurar que en esto, como en todas sus afirmaciones, Pinker olvida el principal riesgo que se ha de afrontar a la hora de analizar la historia: el presentismo no matizado.
Es bien cierto que siempre hubo mentiras y demagogias. Probablemente ahora no haya más e incluso haya menos. Pero el gran cambio a considerar es que ahora el embustero y el retorcedor de la verdad tienen como público a todo el mundo que hable su idioma y esto es solo un pequeño inconveniente fácilmente resoluble. Para conseguirlo solo tiene que apretar unas cuantas teclas (a veces solo una).
Es la ventaja de la tecnología.
Cecilio de Oriol