La tecnología ¿beneficio u obsesión?

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Quedarse en la superficie, por César Pérez Romero

La tecnología es necesaria, pero no es la panacea. Entendiéndola en un sentido amplio, es innegable que ha sido crucial para lograr la salud, la seguridad y la prosperidad que existe en algunas zonas del mundo, entre ellas la nuestra. No obstante, en la clásica definición entre apocalípticos integrados, no veo en los primeros un ejemplo de romanticismo extremo, sino una consciencia más profunda de los principios inmutables del ser humano, una visión más sólida de lo que supone existir sobre la tierra. Está claro que las ideas ilustradas crearon las sociedades modernas, que aumentaron el nivel de vida de sus ciudadanos y potenciaron el desarrollo tecnológico, pero dejaron pocas obras artísticas de calado para la posteridad, obras que habrían de crear en abundancia los románticos siguientes, con su desafecto hacia las transformaciones sociales y su característico desencanto vital.

Por ello, el encuentro debe provenir de la diferenciación de dominios: la tecnología debe poner los medios, el conocimiento técnico para mejorar las condiciones de vida de los seres que pueblan el planeta, pero no debería arrogarse el papel de fin en sí misma (no es, a mi juicio, recomendable que la especie humana caiga en lo que algunos han denominado fascinación tecnológica). Y lo creo porque pienso que los problemas y las ambiciones esenciales del ser humano son independientes del progreso: son el amor, el arte, el duelo por la muerte, la incertidumbre, el conjunto de placeres cotidianos. Algunos integrados pueden llegar a pensar que la tecnología tiene algún papel en estos temas (o, de forma más desesperanzadora, ni siquiera los consideran asuntos de importancia), y lo hacen a veces movidos por la falsa imagen de felicidad que se transmite con el uso, posesión o disfrute de los últimos avances tecnológicos. Esta asociación de felicidad y tecnología vulneraría la diferenciación de dominios que he propuesto. Lejos de contraponerse, ambos elementos pueden ir de la mano; ahora bien, la tecnología ha de ser sólo una base, y la felicidad debe buscarse por otros caminos y regirse por otros fines.

Por ello, tan importantes son los avances tecnológicos como la existencia de individuos no integrados que cuestionen sus defectos, cuando los haya, o su alejamiento excesivo de asuntos más profundos de la existencia humana. La afición a la tecnología es más que respetable, pero no debe confundir a los humanos ni hacerles olvidar lo que son y lo que quieren. Los apocalípticos lo saben, y si pecan de inmovilismo es porque nada hay más inmóvil que las raíces humanas (poco nos habremos apartado respecto de lo que sentían nuestros antepasados más lejanos). No dejarse arrastrar por el último hito, hacer que la tecnología favorezca la felicidad, pero no la usurpe, diferenciar razonablemente lo que supone verdaderamente un avance y lo que no… todos ellos son puntos de encuentro entre los intereses tecnológicos y los de las personas a las que van dirigidos. Es importante que critiquemos el desarrollo y no lo demos por bueno por el mero hecho de ser moderno: al fin y al cabo, tecnología también es una escalera, y a nadie se le ocurriría comprarse una si llega con sus manos a coger todo lo que desea.

Me queda un alegato a favor de los integrados: quizás es necesaria su fascinación por la tecnología para que los demás puedan disfrutar de otros placeres (quizá, si no les apasionara el desarrollo técnico, no se alcanzarían las cotas de avance científico que se han logrado). Los amantes de la tecnología son necesarios; la solución viene por el mutuo entendimiento. Ahora bien, el ahorro de tiempo que nos proporcionan sus avances (los transportes más rápidos, las compras a distancia) no puede conducir a la fiebre de la inmediatez. Se dice que la tecnología nos ahorra tiempo, y con razón, pero no se cuenta la invasión que supone en las jornadas de aquellos que hacen un uso excesivo de ella (y habría que ver qué es un uso excesivo). El tiempo ahorrado por el desarrollo técnico podría gastarse en hablar más con otros o con uno mismo, en leer o sencillamente en no hacer nada (actividad de la que surgen no pocas ideas interesantes). Gastar ese tiempo en usar más tecnología es un bucle imparable, un salto continuo del último avance al siguiente, un recorrer la vida siempre por su intrascendente superficie.  

César Pérez Romero


¡Feliz Frankenstein!, por Fernando Sánchez Pintado

La incontenible avalancha de innovaciones técnicas de la modernidad tardía produce un cierto malestar que a veces adquiere tientes morales y lleva a poner en duda que tantas y tan continuadas transformaciones sean beneficiosas. Estas críticas son una forma de negación de la realidad y las encontramos con harta frecuencia en los medios virtuales que, precisamente, existen gracias a una de esas denostadas y recientes innovaciones. A menudo se refieren más al uso que se hace de la tecnología que al valor mismo que ésta tiene, como casi siempre ocurre en las críticas acerbas a las redes sociales. En todo caso, siempre proponen que las innovaciones tecnológicas se autolimiten y no sobrepasen ciertos límites y obliguen a sus usuarios a cambiar de costumbres y, mucho menos, de forma de vida. Temen los cambios radicales que, sin embargo, ya están ocurriendo. Como ocurre en biotecnología, donde las posibilidades son tan inmensas y crecientes que ni la prudencia de los científicos ni los controles burocrático-morales bastan para que no sintamos temblar la tierra bajo nuestros pies. Pero ni la prudencia ni los controles son, por suerte, eficaces o, visto a largo plazo, resultan sencillamente imposibles. La ciencia, inevitablemente aparejada a sus múltiples formas de aplicación, ha seguido siempre su propio camino, desbordando las limitaciones que el poder y sus ideólogos le han impuesto.

Leer que nos encontramos hoy ante una oposición radical entre tecnología y felicidad, como en el artículo de Martín Gago, pone en evidencia que, frente a los riesgos que cualquier cambio implica, los provocados por la aceleración tecnológica en que vivimos son absolutamente perturbadores, y entonces es más consolador volver la vista atrás y refugiarse en un pasado irremediablemente perdido. Esta contraposición entre felicidad y tecnología en su artículo es de un romanticismo tan extremo que tiendo a creer que posiblemente se trata de una forma irónica de recordarnos que es muy humano pero muy ingenuo creer que todo tiempo pasado fue mejor. Sea como fuere, hay que tener presente que ese emparejamiento imposible entre tecnología y felicidad no es nuevo. Puede haber revestido otras formas, pero es el mismo. Cuando la poesía renacentista nos descubre el “menosprecio de corte y alabanza de aldea” en poemas sublimes como los de fray Luis de León, está advirtiendo del daño de abandonar la verdadera vida que se encuentra más allá de los oropeles sociales, que es necesario recuperar la tranquila vida de los pocos sabios que en el mundo han sido (“¡Oh monte, oh fuente, oh río! ¡Oh secreto seguro, deleitoso!”). De la misma manera que el romanticismo decimonónico quería recuperar una vez más la verdadera naturaleza del hombre, mientras que sobre ese hombre verdadero pasaban las máquinas de vapor reales que cambiaban su vida y hasta su naturaleza para siempre.

En periodos de crisis social esto es lo menos que puede ocurrir. En esos momentos nos protegemos y nos engañamos pensando que el desarrollo técnico hace aumentar de forma considerable los riesgos a los que estamos sometidos, aunque de hecho poco o nada tenga que ver con ellos. Gracias al desarrollo económico y a los avances técnicos, la humanidad ha alcanzado niveles de prosperidad y seguridad impensables no digo hace un siglo, simplemente hace una o dos generaciones. No es necesario extenderse en ello, para cualquiera es evidente. Sin embargo, existe un clima que atribuye la amenaza (imaginaria y, a veces, también real) a los agentes mismos del progreso: la tecnología, la economía capitalista y la organización política democrática. Ni ellos ni su derivado, la prosperidad económica, son los causantes de los problemas sociales a los que debemos hacer frente.

Pero contra los mitos es difícil combatir. Por ejemplo, contra Frankenstein. Aunque también podría referirme a Prometeo. El miedo que reflejan y el castigo que sufren, y con el que se nos amenaza a todos, son semejantes: no está permitido que el hombre supere los límites que la naturaleza o los dioses le han establecido. No en vano Frankenstein fue escrito  (1817) en los primeros momentos de la revolución industrial y, con independencia de sus aspectos literarios o éticos nada desdeñables, expresa el miedo que en la sociedad de la época producía el capitalismo y la técnica que destruían las estructuras tradicionales y, por ende, amenazaban su supervivencia. El castigo era inevitable: la criatura acaba con su creador, el científico que se ha atrevido a desafiar las leyes de la naturaleza.Frankenstein es el símbolo que representa el miedo a la ciencia y al progreso en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX.

Para los que sufren hoy el síndrome Frankenstein, los riesgos actuales son, ante todo y a veces exclusivamente, consecuencia del desarrollo técnico y económico. Se encuentran instalados en una cultura de la catástrofe que en ocasiones algunos medios de comunicación alimentan sin ser conscientes de ello. Curiosamente, estos profetas de la catástrofe no suelen caracterizarse por tratar de que se establezcan límites racionales a la acción incontrolada de la técnica aplicada en beneficio de una minoría.

También podemos extrapolar la contraposición tecnología/felicidad  más allá de sus múltiples manifestaciones históricas. Si concebimos tecnología en sentido amplio, incluyendo las formas de organización, comunicación y movilidad en las sociedades del capitalismo tardío, nos permite asimilarla a la concepción freudiana del malestar en la cultura. La cultura (la tecnología en sentido amplio) genera insatisfacción, un sufrimiento y una culpa latentes, un peso que aumenta a medida que los medios culturales o tecnológicos hacen que en realidad sea más ligero. Es un movimiento tan subrepticio y, no obstante, contradictorio que casi siempre se puede soslayar y no tener en cuenta, pero que por ello termina provocando una angustia intolerable, se coagula y a veces estalla (individual o colectivamente) en agresión o en autodestrucción o, lo que es más peligroso y frecuente, en una ciega combinación de ambas. Esta es la relación más estrecha hoy entre tecnología y felicidad.

Y con ello queda abierto el otro continente, el de la felicidad, que tan fácilmente se había dado por descubierto, de manera que no había siquiera que interrogarse por él. Sin embargo, no hay nada más inaprensible que la felicidad, ni más difícil de pensar. Según el contexto, se le pueden encontrar términos relativamente equivalentes: bienestar, prosperidad, satisfacción… Pero, a medida que se nombran, la felicidad –la que deseamos y sentimos- desaparece. Contraponerla a tecnología, por ejemplo, me parece muy osado y, sobre todo, una reiteración y una confusión numerosas veces repetida en la historia, a las que acabo de referirme. Pero en nombre de esa dualidad preguntarse «¿acaso tiene sentido que vivamos tantos años?» está muy lejos del sentido común. Es obvio que la longevidad poco tiene que ver con la felicidad, pero eso no dice nada ni  a favor ni en contra de la vida longeva ni de la vida feliz. Sólo en la poesía es donde encontramos el latido más próximo y certero a eso que no podremos nunca definir pero a veces sentimos en lo más íntimo, aunque sepamos que la felicidad y la vida pocas veces tienen algo en común. « No hay felicidad en dormir sin sueños, sino solamente en despertarse sabiendo que se ha dormido sin sueños –dice Pessoa en el Libro del desasosiego–.  La felicidad está fuera de la felicidad».

Fernando Sánchez Pintado


La tecnología ¿beneficio u obsesión?, por José A. Martín Gago

La tecnología es un incendio que no cesa. Fiel a su lema, cada vez nos da más por menos. Más capacidades en el menor espacio y por menos dinero. Todo para hacernos la vida más sencilla y que podamos pasar más tiempo sentados cómodamente en nuestro sofá. La sociedad se ha transformado en muy pocas décadas y ha dejado de preocuparse por las necesidades naturales (como trabajar para comer) para obsesionarse en como gestionar la tecnología (billetes electrónicos, nomina electrónica, entretenimiento…).

Pero, ¿queremos tener una vida placentera o ser felices?

A veces intento imaginar la vida que podrían haber llevado mis abuelos de jóvenes en el pueblo, y me pregunto si eran más o menos felices que nosotros.  Sin duda ellos tendrían más trabajo y éste sería más duro, y nosotros tenemos más horas para estar cómodamente sentados en el sofá viendo series o inmersos en una realidad virtual en lugar de pasar la noche charlando frente al fuego.  Pero, por estar más ocupados o trabajar más duro ¿eran ellos menos felices que nosotros?  

Nuestros abuelos trabajaban la tierra para vivir. Ahora, algunos de nosotros, utilizamos el tiempo libre que nos regala la tecnología para alquilar huertos y sembrar tomates que nunca recogeremos, bien porque nos hemos ido a visitar un país exótico o bien porque tenemos una importante misión virtual que ejecutar.

Si el lector me responde que la forma de vida no está ligada con la felicidad, entonces dejadme que cuestione todo el empeño que tienen los científicos y tecnólogos por encontrar nuevos materiales más potentes y más eficaces, el de los políticos por financiar estas acciones como parte fundamental del desarrollo de un país. ¿Es realmente la tecnología un beneficio social o una obsesión de esta época?   Tal vez la versión tecnológica de la ciencia, la inversión que demandamos de los estados para I+D no sea más que una malversación de una sociedad que ha perdido sus valores.

El lector dirá que no todo es tecnología, que también está la salud, y que hoy día sabemos que escala perfectamente el desarrollo tecnológico con la esperanza de vida. Pero, ¿acaso tiene sentido que vivamos tantos años? De nuevo la pregunta, ¿se trata de cantidad o calidad de vida? Yo creo que realmente importa la calidad. El sentido de nuestra existencia no es otro que los sueños que perseguimos o el recuerdo vívido de nuestras emociones.

Tal vez la medicina debería prepararnos para una muerte amable en lugar de mantenernos vivos con máquinas sofisticadas en hospitales que se han convertido en trasteros humanos. 

Así pues, acabo de relegar la ciencia a la investigación pura, a aquella que no sirve para nada y no es más que un regalo para nuestro intelecto. La que lejos de ofrecernos tecnología solo nos ayuda a comprender mejor el mundo en el que vivimos. Una ciencia que se asemeja en su construcción al arte, tan inútil como bello. Este razonamiento me lleva también a denostar la tecnología, la investigación aplicada para desarrollar nuevos dispositivos o productos, tan omnipresente en la sociedad del primer mundo como un incendio del que no podemos escapar.

José Ángel Martín-Gago (Profesor de Investigación del CSIC)

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