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Nota del Comité Editorial de Deliberar
Junio, 2018
…Y casi siempre de la tribu vecina, que nos envidia, nos desprecia, nos roba… porque sabe que somos mejores que ellos, una raza superior, un pueblo elegido.
El desplazamiento continuo de méritos y culpas entre el individuo y el grupo al que pertenece es un fenómeno omnipresente al que no siempre se le presta la atención que merece. Los textos que se recogen a continuación reflexionan sobre este asunto que algunos (como Félix de Azúa) consideran un tema clave de nuestro tiempo y otros más bien entienden como un aspecto clave del ser humano en todos los tiempos.
Ética “vintage” por Diego S. Garrocho
Publicado originalmente en El Español, 7 septiembre, 2020
La culpa es el enésimo objeto de consumo retro: tras medio siglo de obsolescencia planificada esta emoción moral ha regresado a nuestros hábitos para convertirse en un verdadero fetiche del consumismo espiritual posmoderno. Desde hace tiempo la creíamos amortizada pero sus antiguos sepultureros parecen haberla revivido hasta convertirla en el signo de nuestro tiempo. Hace algunas décadas esta pasión doliente estaba prácticamente proscrita, pero hoy vuelve a habitar entre nosotros. Sus efectos sociales se antojan cada vez más evidentes y a pesar de que todavía se negocie su mención explícita, es indudable que asistimos a su revitalización social, cultural y política.
En una sociedad donde la acusación y la delación han vuelto a significarse como una marca de prurito ético, la culpa parece haber recuperado el prestigio que durante largo tiempo se le había negado.
En la revolución cultural de los 60 uno de los grandes objetivos sentimentales de la liberación moral fue, precisamente, el desmantelamiento de la legitimidad que durante siglos se le había concedido a la culpa. Varios son los motivos que condujeron al desprestigio de esta vivencia tan humana y aunque algunos de ellos resultaron enormemente falaces, la estrategia se demostró rotundamente eficaz.
El primer argumento intuitivo contra la culpa surgió de su condición postransgresional: la culpa es una emoción de valencia negativa que acontece tras transgredir una norma por lo que, naturalmente, en un tiempo en el que la transgresión pasó a convertirse en imperativo de obligado cumplimiento, esta culpa pasó a caracterizarse como un recurso inservible y hasta patológico. Ni Jimi Hendrix ni Jane Birkin habrían sido lo que fueron si hubieran tenido remordimientos de conciencia.
El estado de ánimo de aquellas décadas, alucinadamente narcisista, bebía de dos intuiciones cultas y de una falacia popular para desarticular la culpa. La inspiración erudita encontró en Nietzsche y en Freud a sus dos grandes capitanes. Del primero aprendimos que la culpa no es más que el lastre doliente de los débiles, aquellos que describen su experiencia moral del mundo en términos de deuda y retribución. Un superhombre culpable o incluso arrepentido sería inconcebible por lo que ser nietzscheano, signifique esto lo signifique, requería sacudirse de forma alegre y valiente los residuos de culpabilidad.
En términos clínicos la cancelación de la culpa estuvo procurada por Freud en condiciones relativamente parejas, toda vez que la liberación de nuestras pulsiones exigía asentir a nuestro deseo más allá de cualquier represión moralizante.
El desprestigio de la culpa, sin embargo, no sólo se asentó sobre el diálogo erudito con nuestra tradición cultural, sino que encontró acomodo en una intuición mucho más simple y por ende más rentable. Toda revolución moral requiere del cuño de nuevos prejuicios y la censura de la culpa no es una excepción. Así, todavía hoy, cuando algún cantante o alguna actriz nos da lecciones de ética no es extraño escucharles aquello de que la culpa es una cosa malísima dado su origen judeocristiano.
La condición falaz del razonamiento resulta paradigmática y podría exponerse en clase de lógica como ejemplo de razonamiento fallido. En cualquier caso, muchos pensaron que si la culpa era un invento de la Iglesia no haría falta ni un solo argumento más para defenestrar una vivencia tan moral como humana. Cualquiera que haya leído, pongamos por caso, alguna tragedia de Eurípides, entenderá que la culpa tiene una historia mucho más prolongada que el cristianismo y que su constitución resulta puntualmente independiente de la tradición hebrea. Estos matices siempre dieron igual a los vanguardistas de la moral. Una idea simple y falsa, lo recordaba Tocqueville, es siempre más seductora que una idea verdadera y compleja.
Lo más sorprendente de la administración cultural de la culpa es que, en nuestros días, son sus antiguos críticos y herederos quienes articulan una nueva y sofisticada estrategia de legitimación, aunque de un modo mucho más imperfecto al que se hacía reconocible en su origen. Si la culpa hasta ahora se había descrito en términos individuales, el nuevo frenesí de la culpabilidad contemporánea exige celebrarse de forma colectiva. Este hecho debería bastar para alertar a todas aquellas personas que seguimos confiando en la posibilidad de que exista alguna forma de progreso moral.
Entre el siglo VIII a. C. y el siglo IV a. C. la condición personal de la culpa fue una de las estrategias de individuación esenciales para constituir la autonomía de los agentes morales. Grosso modo es lo que dista entre la Ilíada de Homero y el Menón de Platón, algo que Aristóteles refrendaría después de forma definitiva. Que la gloria, el error o la virtud no fueran hereditarios es una conquista civilizatoria notable y sin esa consideración conceptos esenciales de la ética y del derecho como la imputabilidad o la responsabilidad se harían sencillamente ininteligibles.
Lamentablemente de un tiempo a esta parte cada vez son más frecuentes las dramaturgias sociales en las que un colectivo de inocentes pide perdón por un delito que jamás cometió. Al otro lado de la escena suelen afirmarse los miembros de otra comunidad identitaria que se arroga la condición victimal y soberana de ser capaces, o no, de administrar el perdón rogado.
Esta suerte de exorcismo moral posmoderno puede hacer posible que, pongamos por caso, un señor de Málaga le pida disculpas a una señora de Guanajuato por las acciones que hubiera cometido Hernán Cortés durante el sitio y caída de Tenochtitlan, o que unos tipos increpen a un policía local de Zaragoza por un delito cometido por otro policía, pero esta vez en la ciudad de Mineápolis. Es tal el prestigio que procura la acusación moral que hemos terminado por encontrarle el gusto a acusarnos a nosotros mismos.
Al final va a tener razón Marx con aquello de que la historia se repite dos veces. Y es innegable: lo vintage está de moda, pero, ya puestos, si alguien se había quedado con ganas de promocionar la culpa mejor habría sido recuperar a San Agustín en serio.
Diego S. Garrocho
Las ventajas del rebaño, por José Lázaro
Los tres artículos, de Azúa, Moscoso y Álvarez Junco, que Deliberar ha puesto a dialogar entre sí bajo el título “El mérito es mío, la culpa es de la tribu”, tratan de distinta forma un mismo tema: las relaciones de una persona con el grupo del que forma parte, la tentación del gregarismo, la dificultad de renunciar a las creencias comunes para pensar por cuenta propia, la tentación del rebaño…
No me parece convincente la opinión de Azúa cuando ve en el gregarismo un fenómeno actual frente al individualismo que le parece propio del siglo veinte. Más bien tengo la impresión de que el problema se remonta a los orígenes de la especie humana. Ni el Mundo Antiguo ni la Edad Media fueron muy dados al pensamiento libre: desde la condena de Sócrates hasta la quema de herejes, la doctrina dominante en cada momento hizo todo lo que pudo para implantarse a sangre y fuego. Las admirables almas libres de la Grecia clásica son casi una excepción en las sociedades antiguas, poco dadas, por regla general, a la tolerancia amable. Es verdad que desde el Renacimiento no dejan de abrirse espacios para la autonomía individual que, de forma progresiva, van creciendo hasta la actualidad. Pero en el siglo veinte los fascismos y comunismos, como los actuales nacionalismos o los retornos cíclicos de las religiones, no dejaron de recordar que la afición al pensamiento libre ha sido siempre minoritaria, frente a los entusiasmos de masas apoyados en la raza, la tierra, la lengua o el género.
La pregunta que se hace Álvarez Junco sobre lo difícil que es salir de las grutas dogmáticas empieza él mismo a responderla al final de su artículo y se podría seguir desarrollando la respuesta: hace frio a la intemperie, es doloroso cambiar de ideas y grato reafirmarse en las creencias de siempre, no es prudente andar por el mundo sin una buena red de apoyo familiar o social, lo suelen pasar mal los lobos esteparios…
Pero detrás de este problema hay una delicada dinámica a la que no se suele prestar la atención que merece: los continuos desplazamientos subterráneos de méritos y culpas, de causas y consecuencias, entre cada individuo y el grupo al que pertenece (o su enemigo principal, la competidora tribu vecina que también suele tener un papel esencial en este juego). Los seres humanos tenemos una habilidad especial para crear confusiones entre lo personal y lo grupal cuando se trata de repartir méritos (barriendo para casa, claro) y atribuir culpas (echando acusaciones fuera). Veamos algunos ejemplos:
Una conversación de amigos derivó hacía un escritor que se había hecho a sí mismo. Procedía de una familia campesina en una provincia de la periferia española. Llegó a la universidad a base de becas y logró subsistir los primeros años gracias a un modesto empleo de oficinista. Al cumplir los treinta tenía un sólido prestigio, a los cuarenta era ya célebre y a los cincuenta había recibido tantos honores y reconocimientos como los mejores autores de su generación.
Una de las interlocutoras se refirió a las críticas durísimas que había oído contra él en privado —y algunas veces en público— atribuyéndolas a una actitud clasista que no le perdonaba sus orígenes sociales. Hubo una voz discordante: analizando esas críticas se podía ver en ellas ejemplos claros de la envidia personal, y no grupal, que despertaba entre sus colegas menos prestigiosos: el rencor insoportable del que es incapaz de lograr sus metas y tiene que contemplar la ofensiva brillantez con que las logra su vecino, a pesar de que contaba, de entrada, con mucho menos pedigrí social y económico.
Lo importante de aquel amistoso desacuerdo es que se refería a ese asunto esencial que suele pasar desapercibido: los perennes deslizamientos entre lo personal y lo grupal, la continua presentación como mecanismos sociales de lo que son puros deseos, intereses o rencores personales.
Un segundo ejemplo muestra con claridad la solapada interpretación como ideología de lo que son juicios de valor sobre un determinado ser humano. Hace un par de años el propio Félix de Azúa protagonizó un pintoresco escándalo al decir, literalmente, en una entrevista: “Una ciudad civilizada y europea como Barcelona tiene como alcaldesa a Colau, una cosa de risa. Una mujer que debería estar sirviendo en un puesto de pescado. No tiene ni idea de cómo se lleva una ciudad ni le importa. Lo único que le importa es cambiar los nombres de las calles”. La polémica que provocó ilustra perfectamente este mecanismo capaz de confundirlo todo. Casualmente, la frase había sido precedida, pocos días antes, por otra que Vargas Llosa pronunció sobre Azúa en el discurso de recepción en la Academia de la Lengua: decía Vargas que cuando lo conoció, cuarenta años atrás, le pareció “un joven efebo, cuya apostura de dios griego provocaba efervescencia entre las señoras (y también entre las jovencitas), que leía vorazmente de todo y, sobre todo, cuyas opiniones ya se caracterizaban por su originalidad y su insolencia”. Ahora bien, si es machismo mencionar en un acto público el aspecto físico de una mujer, ¿convierte a Vargas Llosa en feminista esta alusión a la belleza del joven Azúa?
Cabe entender la dura frase de Azúa sobre la alcaldesa en dos sentidos: el social y el personal. En el primero la interpretó Milagros Pérez Oliva, periodista cuyos artículos suelen destacar por su inteligencia y sensatez. Acusó a Azúa de clasismo, entendiendo por ello “un sentimiento de superioridad de casta (…) Hay una jerarquía de dignidad vinculada a la jerarquía de clase. Cualquiera que se salte el orden natural de esa jerarquía, es un usurpador. Y si es una mujer, doblemente usurpadora. Porque también hay una jerarquía de géneros”.
Esta interpretación, frecuente y legítima, merece ser contrastada con la alternativa. Si yo digo que Félix de Azúa está capacitado para conducir un coche, pero no para pilotar un avión de pasajeros, ¿estoy ofendiendo a los conductores de coches o haciendo un juicio sobre las capacidades de un determinado señor? Si digo que a mí me gustaría para presidir el gobierno español la profesora Carmen Iglesias, ¿estoy expresando mi aprecio por sus cualidades personales o buscando la aprobación de mis amigas feministas? (Claro está que mi deseo es de improbable realización, pues las personas a las que nos gustaría votar no suelen presentarse a las elecciones).
El habitual desplazamiento entre lo personal y lo grupal es de una gran utilidad para atribuir a un colectivo la culpa de los propios errores y para atribuirse uno mismo el mérito del grupo al que pertenece. Cuando Perico Delgado culminó sus hazañas ciclistas fue celebrado por los ciudadanos de Segovia como si ellos mismos le hubieran dado a los pedales. Cuando Jordi Pujol fue pillado por primera vez con las manos en la masa (caso Banco Catalana) no dudó en calificar las acusaciones como una agresión contra el pueblo de Cataluña. Putin reaccionó a la noticia sobre sus cuentas opacas en Panamá calificándola de maniobra para desestabilizar a Rusia.
Pero ese omnipresente mecanismo, tan útil para encubrir los intereses personales bajo el disfraz de las cuestiones generales, puede también ser usado al revés: para mostrar las auténticas motivaciones privadas que se ocultan tras las declaraciones públicas. Es lo que hizo Gabriel Tortella, en un estilo casi tan insolente como el de Azúa, al interpretar en clave individual las motivaciones de los economistas catalanes partidarios de la independencia: “Yo creo que lo que les pasa es que esperan que en una Cataluña independiente se convertirán en los mandamases de la economía. Mucha gente todavía prefiere ser cabeza de ratón antes que cola de león. Y mucha gente en Cataluña lo que quiere es evitar la competencia de quien no habla catalán: ‘Todo para nosotros’, piensan. La independencia te convierte en el rey de la montaña”.
Hay ejemplos de otro tipo que muestran otros matices de la cuestión esencial. Antonio Muñoz Molina agradeció en un artículo titulado “Querido Luis…” la iniciativa del maestro que convenció a su padre para que le dejase seguir estudiando en lugar de convertirlo en agricultor a los once años. No parece que lo hiciese por desprecio a la agricultura, sino por haber reconocido la capacidad intelectual de aquel alumno en concreto.
La escandalosa entrevista a Félix de Azúa terminaba con otra frase rotunda: “La ideología es para los tontos”. Ya lo había dicho antes El Roto: “Ideologías: qué gran invento para no pensar”. Y es que el problema de los ideólogos es que prejuzgan a cada persona por la tribu a la que pertenece, ya que carecen de capacidad para distinguir la excelencia de la necedad en cada caso concreto.
Salir de la gruta, por José Álvarez Junco
Artículo publicado en El País el 16 de julio de 2018
Doce niños son rescatados, felizmente, de una cueva tailandesa. En esos mismos días conozco, por fortuna, al chileno Mauricio Rojas, cuya historia personal me impresiona: antiguo militante del MIR, exiliado a Suecia tras el golpe de Pinochet, se integró en aquel país, fue elegido diputado y actuó durante años en el Parlamento sueco; hoy es asesor del nuevo presidente chileno Piñera, liberal conservador.
Relaciono ambos casos, no sé si por los pelos, con la evolución intelectual y vital de mi generación, la de los nacidos bajo el primer franquismo. No hemos vivido, pienso, un proceso gradual de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión de refugios en grutas, mundos mentales cerrados, en los que nos integramos con fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.
Llamo mundos mentales cerrados a los propios de las sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados por ideologías globales, con respuestas para todo; comunidades que solo reciben su propia e interesada información y desconfían de cualquier aporte proveniente del exterior, al que creen hostil, y que castigan o excluyen a quien se obstina en plantear dudas o mantener opiniones propias.
¿Cómo se puede salir de este tipo de grutas mentales si desde ellas se carece, por definición, de acceso a toda información crítica? Es una operación, en principio, más difícil que la de Tailandia, pero de hecho ocurre y todos hemos conocido giros vitales de este tipo. Aunque también sabemos de gente que no ha cambiado nunca, que han sido fieles a una Iglesia, o a Trotski, toda su vida.
Lo primero que se necesita para liberarse de esas grutas es, desde luego, una cierta actitud rebelde, un individualismo, una propensión a la independencia personal más que a la lealtad incondicional hacia el grupo. Al decir esto halago a quienes protagonizan estas rebeldías, pero no en todo seré tan positivo. En nuestro caso, el primer mundo cerrado en que crecimos fue el nacional catolicismo, anclado en la condena de la modernidad por Pío IX, tan viva aún en los colegios de curas de la España de los años 1950. Las pruebas acumuladas por Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios, oídas en clase de filosofía, nos parecían irrefutables. Pero por algún lado llegaban objeciones, que no dejaban de rebullir en la cabeza de un chico de dieciocho años. Si Dios era tan bueno, ¿por qué existía el mal?, ¿por qué era tan injusto el mundo? No bastaba referirse al demonio, porque Satanás mismo era, como todo, producto de la voluntad divina. ¿Por qué había el Supremo Hacedor consentido —o decidido libremente— que existiera Satanás?
Venía a continuación la pésima reacción del grupo ante el inquieto. Desconfiaban de inmediato, le excluían, no perdían el tiempo con él. Por mucho que lo intenté, nunca logré mantener un debate serio sobre el origen del mal en el mundo. Un par de curas me dijeron que era un muchacho interesante, con inquietudes, que teníamos que hablar largo y tendido. No encontraron el momento para hacerlo. Pero no todo deja en tan buen lugar la personalidad del disidente, no todo se debe a su espíritu crítico, insatisfecho con las explicaciones tranquilizadoras que apuntalan la visión del mundo dominante en su entorno. Existe también un lado menos honorable. Pocos prescinden del amparo de un grupo cerrado sin acogerse a otra autoridad o referencia moral fuerte. Mi decisión de no ir a misa un cierto domingo, por ejemplo, se reforzó al caer en la cuenta de que Ortega y Gasset no era católico; si Ortega, de quien había leído un par de libros y a quien creía una mente de prestigio universal e incontestable, no creía en ese Dios uno y trino cuya voz en la tierra era la Iglesia de Roma, alguna razón habría para no hacerlo. Un argumento de autoridad tan ingenuo como ese pesó tanto o más que cualquier planteamiento racional.
Durante años, o decenios, el mundo mental en el que nos refugiamos los miembros de mi generación universitaria renegados del franquismo fue una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente marxista. Aquella nueva gruta nos proporcionó amigos, amores, apoyos ante cualquier conflicto personal; y, en el terreno intelectual, respuestas para todo. Cualquier frustración se debía a la dictadura, cuyos cimientos eran la explotación de la clase obrera y el amparo del imperialismo americano. Las multinacionales, oscuras y malignas regidoras del mundo, eran las responsables directas o indirectas de todos los males que afligían a la humanidad: hambres, guerras, analfabetismo, desajustes amorosos, extinción de especies, océanos ahogados en plástico; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo depredador.
Tampoco fue fácil escapar de aquello. Ni fue muy distinto el mecanismo seguido. Todo empezó con algunas preguntas cruciales, como por qué la revolución proletaria había desembocado en los horrores del estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba como respuesta, pues era el propio sistema quien había confiado a un tipo como él, y sin control alguno, la máxima responsabilidad. Al planteamiento reiterado de aquellas objeciones siguió, de nuevo, un proceso duro, del que estuvieron ausentes, como en el anterior, los debates serios. Uno empezó a ser sospechoso en cuanto repitió sus dudas. Perdió amigos, dejó atrás amores, se oyó llamar traidor… Y tampoco bastó la mente crítica. Fue necesario ampararse en personalidades que uno creía autorizadas (Claudín, Semprún, en el caso español; Borges, Paz, Vargas Llosa, para los latinoamericanos). Solo entonces se entrevió la salida de la gruta.
La pregunta es por qué existen esas grutas, por qué tendemos a refugiarnos en ellas, cuál es el camino que nos permite encontrar la salida, y con cuánta frecuencia abandonamos una solo para refugiarnos en otra similar. Los casos de tránsito del marxismo al nacionalismo, por ejemplo, son notorios. O los de aquellos que no salen nunca de la gruta, ni aun cuando creen haberlo hecho, porque siguen aferrados a tópicos propios de aquella visión a la que un día fueron fieles.
Ocurre con las sectas, por antonomasia religiosas. Pero también con los grupos políticos, en general radicales, de derechas o de izquierdas, como nacionalismos o populismos: hablan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, oyen su canal de televisión, no permiten que voces ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una verdad, garantizada por una autoridad. Lo contrario, lo propio del espíritu libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión. Hace falta mucha fuerza para eso.
José Álvarez Junco
El odio, por Javier Moscoso
Artículo publicado en ABC el 23 de junio de 2018.
Sei Shonogan, la dama de la corte imperial del Japón del siglo X, de la que ni siquiera conocemos su verdadero nombre, dejó escrito un pequeño libro que, a la manera de un diario, describía lo grande sin dejar de prestar atención a lo pequeño. Convertido en un clásico de la literatura universal, el Libro de la almohada sorprende por las enumeraciones de los asuntos más variados. Desde las cosas y gentes que deprimen hasta las que aceleran el corazón; desde las más desagradables o vergonzosas, hasta las más soberbias y espléndidas. Una de las secciones más interesantes del libro versa sobre las situaciones que nuestra autora consideraba aborrecibles. Para una mujer como ella, que vive en el palacio imperial de Kyoto, las cosas que producen desagrado o incomodidad se confunden con las que son objeto del más horrible de los desprecios. Muy en consonancia con nuestro uso contemporáneo, Sei Shonogan encuentra casi todo odioso: la visita que no se va cuando debiera y el pelo que ensucia el pincel. La persona mayor que se calienta en el brasero es tan odiosa como el borracho que grita y vocifera; el ruido de un carruaje, tan incómodo como una bandada de grajos. En su catálogo, hay lugar para lo grande y lo minúsculo, lo sensorial y lo moral. Lo meramente molesto se mezcla con lo despreciable, de modo que la maledicencia convive con la fatiga o la impudicia con la contrariedad. El ruido del mosquito que nos perturba durante la noche es tan odioso como la injuria que nos afrenta. Por el mismo motivo, animales, cosas y personas pueden ser odiados por igual, a veces incluso por los mismos motivos.
Aun cuando el libro fue escrito hace más de mil años, sus enseñanzas no están muy alejadas de nuestros usos contemporáneos. Más bien al contrario. Asistimos en nuestros días a una proliferación de la economía de la animadversión, que inunda lo doméstico y anega lo público. A la manera del diario de Shonogan, confundimos con frecuencia lo incómodo con lo injusto. Quizá por la influencia de la lengua inglesa, y de una cultura cinematográfica que cultiva la llantina y el capricho, hemos pasado a escuchar «lo odio» donde antes sólo se decía «no me gusta». Incapaces de aceptar la negativa o de convivir con la frustración, vemos desaparecer los mil matices que se ocultan entre el desagrado y el enconamiento, entre la molestia pasajera y el mal radical. Por si fuera poco, la influencia de las redes sociales en la geografía de las pasiones ha servido para poner nombre a quienes odian, a los haters, convirtiéndolos en protagonistas de un nuevo drama social en el cual el odio, lejos de ser una excrecencia moral, se ha tornado en signo de distinción y ornamento de la política. La pasión que el mundo antiguo identificó con una reacción visceral ante la injusticia, ha pasado a ser una expresión de la frivolidad, el último refugio del razonamiento prejuzgado.
En el conjunto de la tradición clásica, el odio fue comparado muchas veces con la envidia o la malignidad, equivalente a la felicidad que producía en algunos la desgracia ajena. Antes de que los delitos de odio entraran en los códigos penales europeos como parte de la lucha frente al nacional-socialismo, solo la judicatura estadounidense lo había convertido en un sentimiento susceptible de acción penal. En ambos casos, la legislación llevaba aparejada la idea de que el acto criminal se había cometido contra alguien por el mero hecho de pertenecer a un colectivo, ya fuera de negros, de judíos o de indios. Pese a todas estas prevenciones, no escasean los ejemplos de quienes se presentan ante los demás como adalides del odio, a veces con disimulo y otras incluso con presunción. En un artículo publicado hace unos días en The Washington Post, Suzanna Danuta Walters, por ejemplo, se atribuía el derecho a odiar a (todos) los hombres, sin distinción alguna: «Tenemos todo el derecho a odiaros», escribía. Mientras que esta profesora de estudios de género de la North Eastern University encuentra criminal menospreciar a los homosexuales, no tiene dificultad alguna en despreciar públicamente a los heteros. Su posición forma parte de cierta exaltación contemporánea de un sentimiento que se ondea como bandera y se pregona sin vergüenza. La frivolidad llega al extremo de establecer distinciones allí donde ni siquiera debiera haber matices. Quizá no estaría de más recordar que el odio hacia los varones no es mucho mejor que el odio hacia las mujeres. De la misma manera que el odio hacia los judíos no es mejor ni peor que el desprecio a los musulmanes, o el menosprecio a los españoles. Quienes odian a los pobres no se distinguen mucho de quienes detestan a los ricos. Quienes amenazan a los reyes no odian menos que quienes insultan a los plebeyos.
En las prácticas contemporáneas de la enemistad convive lo peor de dos mundos. Por un lado, asistimos impávidos al triunfo del odio como basamento y soporte de los grupos sociales más diversos. Los haters no solo han llegado a la perversión de confundir el disgusto con la injusticia, sino que han convertido la apología del desprecio en la quintaesencia de la catadura moral. La capacidad casi mágica de las nuevas políticas sentimentales permite que la amistad, contra toda lógica, se apoye en el deseo de aniquilación de otros, antes que en el sueño de la felicidad mutua. El mismo encantamiento permite hacer pronunciamientos en nombre de grupos dotados de prerrogativas y derechos. En esto se distinguen de la japonesa Shonagon, desde luego. Jamás sugirió que sus fobias formaran parte de la experiencia colectiva de las damas de la corte, de las japonesas de Heian o del orden femenino. En segundo lugar, pero no menos importante, la moda del odio posibilita condenar a grupos enteros de la población a partir de la conducta de unos pocos. De ahí que, al contrario que la cólera o la indignación, no ceda con el tiempo ni atienda a razones. Ni siquiera el sufrimiento de los victimarios será suficiente para reparar la herida de las posibles víctimas, porque quien odia ya no persigue la justicia, sino la aniquilación. Podemos hacer bromas, desde luego, y pensar que la acelga que nos disgusta o el mosquito que nos perturba durante la noche son solo la expresión de esos malditos insectos o de las no menos horribles verduras, a las que habrá que perseguir de día y de noche, hasta que nadie vuelva jamás a pronunciar su nombre. Podemos también responsabilizarnos del valor de las palabras y comprender las razones que, hace no demasiado tiempo, llevaron a considerar que la proclamación pública del odio no sólo constituía una afrenta moral que debía censurarse, sino un delito genuino: la justificación más infame de la violencia.
Javier Moscoso
Comentario de J. A. González Sainz
Los medios de comunicación, como acuñó García Calvo, son medios de formación de masas; la historia, arrebatada a los historiadores y al escrúpulo de la disciplina, también puede serlo. La formación de masas pasa hoy por lo que Félix de Azúa, con su habitual perspicacia, describe como creación de “nuevas identidades gregarias”. “Imprescindible pertenecer a un colectivo” si uno tiene ambición en este siglo, a un colectivo, se entiende, oprimido por definición. No hay nada más negador de una opresión real que una opresión imaginaria, nada más contrario a una víctima real que un victimista. Las opresiones, aparte de realidades como una casa de grandes, pueden ser también discursos, relatos, construcciones de victimación. A veces realidades y relatos adelgazan su diferencia hasta el máximo posible; otras, la engordan y, en esa gordura, los relatos adiposos tapan a las realidades. La rasputinización de la política y la historia nos lleva por ese grasiento camino de construcción de dispositivos con maña para la creación de opresiones y memorias de opresiones como bazas de victoria y con independencia de la base de realidad que tengan. Quien no reivindique hoy una opresión y no se reivindique como grupo oprimido corre el riesgo de no existir, viene a decir Azúa; quien con su cabeza piense y a su trabajo acuda y no trafique todo el rato con signos, con imágenes, con focalizaciones o palabras sino que las pondere, las sopese, las limpie y pase por el cedazo de su experiencia y su conocimiento, y calle, está perdido. Me apunto a un colectivo, el oprimido por el ruido, por la instrumentalización, por el embarullamiento y la marrullería y el torticerismo con las palabras.
J. A. González Sainz
Gregarios, por Félix de Azúa
Artículo publicado en El País el 19 de junio de 2018.
El siglo XX fue un tiempo de fuerte individuación. Aún hoy recordamos cientos de nombres propios: individuos distinguidos en la ciencia, las artes, la política, las finanzas. Hubo miles de nombres propios, excepto en lugares donde solo cabía un manojo: la Unión Soviética, China, Cuba. El nombre del dictador y su cuadrilla aplastaban a millones de individuos innominados. Algunos directores de cine, escasos artistas, unos pocos músicos salieron de allí, selección insignificante frente a las decenas de miles de individuos reconocibles en el mundo libre.
Ahora el tiempo ha forzado un nuevo giro hacia el anonimato. Los nombres propios son hoy efímeros y en abrumadora cantidad surgidos de la industria del espectáculo y la prensa sentimental. Pero este retroceso de lo individual hacia la masa ya no es el resultado de la presencia aplastante de un jefe, sino el efecto de las nuevas identidades gregarias, las únicas que tienen presencia social: oprimidos étnicos, grupos de liberados sexuales, minorías nacionales, géneros maltratados, explotados laborales singulares, humanos de cuerpo infrecuente, élites raciales humilladas y así sucesivamente. Si en el siglo XX era necesario tener un nombre propio para existir socialmente, parece que en el siglo XXI es imprescindible pertenecer a un colectivo si uno quiere obtener presencia social, dinero y gozar de derechos.
¿Es esto bueno?, ¿es malo? Depende del lado en el que caigas. Si aún no te has fundido en una grey agraviada, búscala de inmediato, pero si no encuentras ninguna, no te preocupes. Pronto verás despachos y empresas que otorgarán patentes de novedad oprimida para la explotación de identidades gregarias. Mejor que los partidos.
Félix de Azúa