La censura políticamente correcta

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Homenajear al poeta, por Andreu Jaume

El pasado 14 de enero de 2021 EL MUNDO publicaba una crónica, firmada por Luis Alemany, que se titulaba La incómoda gloria de Gil de Biedma. ¿Puede homenajear el Instituto Cervantes a quien se ha jactado de pederastia? El artículo recogía declaraciones de distintos escritores y periodistas y se preguntaba si era lícito que una institución pública rindiera tributo a un poeta que en su diario de 1956 había referido un encuentro en un prostíbulo de Manila con un menor. El debate es un ejemplo más de la deprimente y a veces hilarante puerilidad que, de un tiempo a esta parte, viene animando la impugnación, por lo demás bienvenida, de las inercias de nuestra cultura. Más que preocuparse por la supuesta inmoralidad de Gil de Biedma, la provocación parecía pensada para contestar «al otro bando» y acusarlo con parecida chatura intelectual, para que así todos podamos chapotear sin complejos en la misma ciénaga, encantados de vernos reflejados en el espejo deformante del otro. El propio cronista sugería sin ambages que a Gil de Biedma había que aplicarle la «jurisprudencia moral» de 2021, que en lugar de ser recusada cobraba de pronto carta de naturaleza. Dura lex sed servanda.

Entre las declaraciones recogidas, destacaba la contundencia del ensayista Pau Luque, que afirmaba categóricamente: «Me parece una calamidad que las instituciones públicas lo homenajeen. Un homenaje no es sólo decidir si se publica un libro o no, es algo más que eso e involucra algunas consideraciones éticas inevitables, consideraciones que para una editorial tal vez no tengan carácter decisivo (aunque tampoco deberían ser irrelevantes), pero para las instituciones públicas desde luego que sí. Para mí no hay dilema: que se ahorren ese homenaje». Dejando de lado esa capciosa referencia, casi un aviso, a la liberad de criterio de los editores, la afirmación inquisitorial sirve para hacerse una serie de reflexiones, por lo demás elementales: ¿Cuál es la razón que lleva a una institución pública a rendir homenaje a un escritor? ¿Debe acreditarse la irreprochable moral íntima y civil de un autor para merecer un homenaje público? ¿Es posible evaluarlo? ¿Qué es exactamente lo que la institución reconoce cuando aplaude a un escritor?

En su discurso de agradecimiento por la concesión del doctorado honoris causa en la Universidad de La Sapienza, publicado con el título de El rito y la cultura, Rafael Sánchez Ferlosio se interrogaba acerca de la ambigüedad del rito en lo que toca a la cultura. Para Ferlosio, el intento de ritualizar la cultura, por ejemplo, mediante el homenaje, es una manera de reducir el pensamiento a un «no-más-allá-del-límite» y a la vez una prueba de que la cultura constituye, en el mejor de los casos, una de las pocas formas de desafiar al poder estatuido, que intenta domesticar al saber precisamente porque teme su capacidad de ir «más allá del límite» y denunciar lo que nadie más es capaz de ver. Homenajear a un escritor no supone, por tanto, sancionar públicamente la ejemplaridad de su vida, por otra parte imposible de conocer y evaluar en términos absolutos, sino reconocer la ambición, la complejidad, el riesgo y el coraje que demostró en su obra a la hora de representar la condición humana y analizar la sociedad en la que vivió. Como dijo Faulkner en su discurso de aceptación del Nobel: «Creo que este premio no se le concede a mi persona sino a mi obra, a la obra de toda una vida hecha en la agonía y el sudor del espíritu humano, no por la gloria ni mucho menos por el beneficio, sino para crear algo, a partir de la materia del espíritu humano, que antes no existía».

En el caso de Gil de Biedma, no es la primera vez que se manipula torticeramente esa escena de su diario, que realmente ha dado mucho rédito desde que se publicó, como si toda su obra se redujera a eso. Poco importa que él mismo diga que estuvo allí «cinco minutos» o que admita que «los chiquillos no me gustan», algo que bastaría para desmentir la burda acusación de pederastia que se le intenta endosar, gracias a esa nueva jurisprudencia moral de la que parece que ya nadie está a salvo. Para el caso, daría lo mismo que la secuencia hubiera sido más larga y más cruda o que incluso el poeta hubiera reincidido en el estupro, puesto que Gil de Biedma, cuando consignó ese episodio, estaba llevando a cabo un acto moral, sobre todo frente a sí mismo, sin rodeos ni excusas ni aderezos, como suelen hacer tantos diaristas profesionales. Como decía Canetti, en un diario uno habla consigo. Si imagina un auditorio, aunque sea después de su muerte, está falseando. Gil de Biedma no pudo publicar en vida esa sección por razones que vuelven a estar de moda. Confió su publicación -y sí, su juicio- a la posteridad, pero no lo escribió para ella.

Segregar, por otro lado, esa escena del conjunto, con fines propagandísticos, no solo es deshonesto sino críticamente empobrecedor. Los argumentos políticos para condenar a Gil de Biedma se multiplican si uno atiende a la experiencia colonial que se refleja en esa primera parte de su diario, como el propio poeta quiso dejar claro al disponer las tres partes que conforman Retrato del artista en 1956 y que constituyen una exploración radical de las distintas dimensiones de sí mismo en un año para él fundacional. «En las islas de Circe» se ocupa, sobre todo, de la intimidad del sujeto, con una violenta y transgresora intensidad que se opone a la fría claridad ejecutiva del «Informe sobre la Compañía General de Tabacos de Filipinas» y aun al encierro campestre, en la última parte, del poeta enfermo de tuberculosis dedicado a recapitular su aprendizaje poético en su ensayo sobre Jorge Guillén. Lo público, lo privado y lo intelectual se entrelazan en la consabida y desesperada búsqueda del sujeto moderno por encontrar su formulación en la intimidad, sabiendo que se trata de una tentativa imposible, constitutiva del género, pero más verdadera cuanto más ansia de veracidad contiene. Quizá, después de todo, no sea raro que la recepción, en conjunto, de los Diarios de Gil de Biedma haya sido tan pobre, teniendo en cuenta lo poco acostumbrados que están nuestros escritores a hablar consigo mismos. En ese sentido, Gil de Biedma hizo un inmenso bien a la literatura española, llevando a cabo el trabajo que a veces suelen hacer en una tradición tres o cuatro escritores. Ya sea en verso o en prosa, a la hora de abordar una cuestión íntima o un problema crítico, su propuesta siempre es moral porque de ella pueden deducirse varias reflexiones secundarias y problemáticas. Eso es lo que hace que alguien alcance el rango de escritor susceptible de ser homenajeado.

No deja de ser una bonita casualidad que la expedición de esta nueva jurisprudencia moral 2021 llegue en el año en que se conmemora el bicentenario de Baudelaire, poeta condenado en su día por inmoralidad con una virulencia que se nos vuelve a caer encima. Hablando de estas cosas, el propio Baudelaire, en un apunte de sus escritos autobiográficos recogidos en Mon coeur mis à nu, decía: «Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoral, inmoralidad, moralidad en el arte y otras estupideces me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de cinco francos, que, acompañándome una vez al Louvre, donde nunca había estado, empezó a sonrojarse, a taparse la cara y, tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba, frente a las estatuas y los cuadros inmortales, cómo podía ser que se exhibieran públicamente esas indecencias».

No hay manera, por mucho que se intente, de encorsetar la mejor literatura, ni la de Gil de Biedma, ni la de Céline, ni la de Ezra Pound ni la de T. S. Eliot -la lista de malditos es cada vez más larga y más prestigiosa-, en los límites del periodismo sensacionalista o del ensayismo de vuelo gallináceo. El grito que se oye en ella -y quizá ya sólo en ella- sigue siendo el de la decencia, que es siempre difícil: Ah Seigneur! donnez-moi la force et le courage / De contempler mon coeur et mon corps sans dégoût!

Andreu Jaume es editor, poeta, profesor, crítico literario y director del Centro Libre


Prohibir a Homero, por Pedro García Cuartango

Publicado originalmente en el ABC el 16 de junio de 2020

La tiranía de lo políticamente correcto se extiende como la pandemia. Cada vez es más arriesgado expresar las opiniones que contradicen los tópicos y estereotipos con los que hay que comulgar si uno no quiere ser tachado de fascista, de racista o de machista.

Está sucediendo no sólo en España sino también en todo el mundo. Incluso algunos fanáticos se han ensañado con una figura tan venerable como Churchill, al que tanto debemos por su arrojo en combatir a Hitler. Ello no ha sido óbice para que esos exaltados pintaran su estatua frente al Parlamento con acusaciones de racismo. Esto sucedía al mismo tiempo que la HBO decidía retirar de su catálogo la película «Lo que el viento se llevó», estrenada en 1939, con el pretexto de que mostraba una visión idílica de la esclavitud.

Churchill no era racista, pero es cierto que defendió el Imperio Británico y que se negaba a conceder la independencia a la India y otras colonias. Pero el líder conservador nació en 1874 y, como muchos hombres de su tiempo, abogó por ideas que hoy nos parecen inaceptables. Tampoco en esa época las mujeres tenían derecho de sufragio.

Quienes pretenden interpretar el pasado en función de lo políticamente correcto incurren en lo que los sociólogos llaman «el sesgo retrospectivo», que consiste en juzgar lo que hicieron las generaciones anteriores con los valores de nuestro tiempo. Si llevamos está lógica hasta el extremo, habría que censurar cientos de libros, cuadros y películas que no se ajustan a ese canon y que, por el contrario, se basan en una visión radicalmente incompatible con los códigos de conducta hoy admitidos.

Por ejemplo, habría que prohibir «La Odisea» y «La Ilíada» de Homero, ya que exaltan el machismo, la guerra, la crueldad y la venganza. Ulises, Agamenón, Héctor y Aquiles van dejando un reguero de sangre por donde pasan. La mujer es presentada como un objeto sexual cuando no como una bruja como Circe o Calipso. Homero tampoco era ecologista ni animalista porque aparecen en sus obras sacrificios de bueyes, ovejas y aves en las hecatombes, que eran homenajes a los dioses.

Con el rasero que se emplea para denigrar a Churchill, censurar a Scarlett O’Hara o retirar las estatuas del general Lee, habría que abolir la historia, forjada muchas veces con violencia y fanatismo. ¿O es que Alejandro, Julio César, Cromwell o Napoleón eran ángeles de la guarda? Y también habría que retirar de las bibliotecas desde casi toda la literatura griega a las novelas de Flaubert, Thomas Mann y Faulkner. Por no decir a filósofos como Hegel, Nietzsche o Heidegger.

Pretender que el arte y el pensamiento se tienen que ajustar a lo políticamente correcto obedece a la pretensión de crear una sociedad uniforme, donde la disidencia sea imposible y en la que todos piensen igual. Eso es lo que intentaron de forma violenta los totalitarismos de Hitler, Mussolini y Stalin. Algunos parecen haber olvidado ese pasado no demasiado lejano.

Pedro García Cuartango


Tu censor te ama, por Jorge Bustos

Texto publicado originalmente en El Mundo.

El martes Twitter me informó del bloqueo de mi cuenta por un tuit ofensivo. Fue hace cinco años, navegaba a bordo del ferry y tuiteé: “Barco a Cíes. A matar jipis”. Deduje que las autoridades de Twitter prefieren el pop y detestan a Siniestro Total hasta el punto de negarle la libertad de expresión a quien se atreva a tararear públicamente sus estribillos.

La anécdota me llevó a algunas categorías. Al debate sobre los límites del humor que debería versar sobre los límites de la susceptibilidad. A la necesidad de vigilar al vigilante, ese gran hermano que vuelca elecciones y no paga impuestos pero ejerce de guardián panóptico de nuestra moral expresiva. O a la plaga de la estupidez literalista, ébola digital que está diezmando la comprensión lectora de varias generaciones y que proscribe la ironía como los jemeres rojos encarcelaban a los camboyanos con gafas: bajo sospecha de inteligencia. Mientras no creemos algoritmos sensibles a la metáfora o el sarcasmo, la inteligencia artificial no se librará de la acusación de distopía.

Sin embargo, el verdadero desafío que plantean los envalentonados enemigos de la libertad de expresión es más profundo que los citados y trata sobre el peligro del ideal. En efecto, la censura está regresando como siempre lo hizo: por nuestro bien. Nuestro censor nos ama, y nos quiere mejorar para poder amarnos más. La libertad, la justicia y el amor siempre mueren en nombre de la libertad, la justicia y el amor: ese es el secreto de su éxito, como sabe todo Münzenberg o cualquier Goebbels. La censura triunfa porque nace de un idealismo más potente que el de la búsqueda de la verdad: el atávico objetivo de que nuestra tribu prevalezca. Ese cableado psíquico es el que ha permitido a nuestra especie reinar sobre la faz de la tierra. Por eso critica Haidt la mente de los justos: porque cuanto más intensa sea nuestra conciencia de militar en el lado correcto de la historia, más fácilmente suprimiremos los escrúpulos que nos disuaden de aplicar nuestro ideal a los demás con la mayor de las contundencias. ¡Lo hacemos por su bien y el de toda la humanidad! Asquea reconocer que Auschwitz y Kolimá culminan dos concienzudos programas de perfeccionamiento del ser humano, pero así fue. Su intención era buena: una sociedad sin clases, una sociedad sin débiles.

La corrección política nació con la sana intención de no ofender a los negros, a los homosexuales, a los discapacitados, a los jipis incluso. Hoy los colectivos se han multiplicado tanto que la mitad femenina del planeta integra uno. Y todos aspiran a imponer la despótica revancha del oprimido, un buenismo obligatorio contra el que se están rebelando los malistas del ideal opuesto. Entretanto nosotros, los perplejos, hemos de borrar un tuit inocente para rescatar la libertad que nos va quedando.

Jorge Bustos


Otras inquisiciones, por Fernando Savater

Texto publicado originalmente en El asterico.

Una de las mayores batallas entre la sociedad civil con sus leyes laicas y la mentalidad religiosa que pretende someterlo todo a inapelables normas divinas es la de distinguir entre delitos y pecados. El gran jurista ilustrado Cesare Beccaria se ocupó de este tema en el XVIII y a partir de él Voltaire y otros. Para el ilustrado, sólo los delitos son agresiones socialmente punibles según un código establecido de acuerdo con baremos humanos: los pecados dependen de la conciencia de cada cual y de su creencia en preceptos divinos…si es que esa fe existe. En cambio el creyente, sobre todo si tiene tendencia al fanatismo, sostiene que la sociedad debe someterse a las normas dictadas desde los cielos, que están por encima de cualquier código humano. Para ser justas, las leyes deben sancionar lo que los mandamientos divinos consideran punible y los jueces tienen que ser el brazo secular de los teólogos. En cambio, quien obra de acuerdo con la fe no puede delinquir, aunque perpetre lo que terrenalmente parecen atrocidades…

El asentamiento moderno de la democracia ha consistido hasta ahora en preservar las leyes civiles del contagio con dogmas teológicos. Y los grupos sociales que consideran los preceptos religiosos superiores a cualquier norma laica constituyen potenciales enemigos de la democracia y a veces un efectivo peligro para la convivencia dentro de ella. Es el caso, de ningún modo único, del islamismo radical. Pero actualmente aparecen otros planteamientos religiosos que no responden a las teologías clásicas sino a nuevas idolatrías que, a partir de preocupaciones razonables por problemas reales, crean dogmas hiperbólicos que lo arrollan socialmente todo a su paso. Destacan el ecologismo radical, el animalismo, el antimachismo, etc… Como las antiguas intransigencias teológicas, critican las leyes existentes por su lenidad o hasta complacencia con el mal, advierten de inmediatos apocalipsis, exigen un cambio de las costumbres sin admitir disconformes y señalan culpables individuales o genéricos para los que no vale la presunción de inocencia ni las habituales garantías jurídicas. En una palabra, se adueñan del espacio de la culpa, convierten las imperfecciones en crímenes y ejercen de jueces, testigos y verdugos.

Sería imposible en el breve espacio de un artículo entrar en una casuística detallada de esas nuevas inquisiciones. Sólo aportaré un ejemplo perteneciente al antimachismo, porque su protagonista es un artista insigne conocido por todos. A sus 78 años y en la cima de su gloria, Plácido Domingo ha sido acusado de haber acosado sexualmente a varias mujeres. Las acusaciones son anónimas, salvo en un caso, no han sido hechas ante instancias oficiales sino ante la prensa, se refieren a sucesos sucedidos hace décadas y no denuncian hechos propiamente delictivos o punibles sino en el peor de los casos comportamientos indebidamente atrevidos o groseros. Por lo visto el gran tenor es un ligón, se aprovecha de su fama para acercarse a mujeres que de otro modo le rehuirían y así a algunas las fastidió con sus requerimientos que en aquel momento no se atrevieron a rechazar abiertamente (otras sin duda estaban encantadas por encandilar al gran hombre). Bueno…¿y qué? Quizá Plácido Domingo tiene defectos, no es un santo…pero aún menos es un delincuente o un apestado moral. Nada de eso justifica que se le impida actuar en teatros o dirigir orquestas, cosas que hace estupendamente a pesar de sus supuestos vicios: hay que ser yanki y estar aterrado por las nuevas inquisiciones para pensar de otro modo. O padecer el mismo síndrome pero a la europea, es decir con el añadido del complejo de inferioridad.

Que hombres con posiciones de influencia y privilegio las aprovechen para acosar indebidamente a mujeres es algo indecente y será una buena noticia saber que esos comportamientos son universalmente rechazados. Pero aceptar que la presunción de inocencia se desvanezca para dar gusto a formas semi-religiosas de histerismo colectivo y manía persecutoria es algo mucho más grave. Nos devuelve a la caza de brujas medievales, aunque ahora sean «brujos» los acusados y brujas las denunciantes. Las acusaciones contra Plácido Domingo equivalen a que un denunciante anónimo nos acusase a cualquiera de nosotros (bueno, a ustedes, en mi caso estaría justificado) de habernos visto frecuentemente borrachos por la calle y sin más ni mejor argumento se nos sometiese obligatoriamente a una cura de desintoxicación, además de retirarnos por si acaso el permiso de conducir. Pero me callo, no quiero brindar ideas a los nuevos inquisidores…

Fernando Savater


Comentario de José Lázaro

Pienso que es un acierto de César Pérez Romero vincular esta deliberación sobre la censura políticamente correcta a la otra abierta en Deliberar sobre la actualidad del resentimiento. Entre todos los conceptos de Nietzsche que siguen estando vigentes, destaca con la mayor brillantez el de resentimiento, ya que es precisamente ese concepto, entendido al modo nietzscheano, el que explica la feroz tendencia que los creyentes tienen hacia el goce de prohibir: cuanto más firmes se van haciendo sus creencias (da igual el “ismo” en que crean, pues en esto coinciden los católicos, los racistas, los islamistas, comunistas, feministas, animalistas, nacionalistas o cualquier otro miembro de un grupo cuyo nombre acabe en “-ista”) más intensa es la vocación de prohibir todo aquello que no coincida con sus verdades absolutas (da igual que sean los deseos impuros, la convivencia con razas inferiores, las bebida alcohólicas, la propiedad privada, los piropos, las corridas de toros o la bandera del vecino). Si algo une a todos los auténticos creyentes es el placer que experimentan al prohibir los placeres que no pueden disfrutar (especialmente en los casos en que les resulta difícil ocultar el deseo de gozarlos). Y eso es precisamente lo que Nietzsche llamó “resentimiento”: impedir que los sanos disfruten lo que les está vedado a los enfermos, impedir que los fuertes hagan lo que quisieran y no pueden hacer los débiles, impedir que los libres gocen de lo que quisieran gozar, aunque lo nieguen, los adictos a la servidumbre voluntaria.

La actualidad del resentimiento no se debe a que haya reaparecido, sino a que nunca ha dejado de estar presente, aunque sea oculto bajo distintos disfraces. Por eso no es desafortunado el término “neopuritanismo” para referirse a los censores vocacionales que hoy nos amenazan desde los medios más políticamente correctos. Nuevos intentos de imponer el viejo afán inquisitorial con que las almas puras intentan siempre dar salida a su eterno resentimiento.

José Lázaro


Antes que inútil, que sea útil para mis ideales, por César Pérez Romero

Hace aproximadamente un año, Daniel Gascón adelantaba que Amazon se planteaba rescindir su contrato con Woody Allen debido a sus acusaciones judiciales pasadas. Ahora que se ha confirmado tal noticia, podrían rescatarse unas palabras pronunciadas por Eugène Ionesco más de cincuenta años atrás, declaraciones en las que describe una sociedad quizá no muy distinta de la actual. La cita procede del conocido (y reconocido) manifiesto de Nuccio Ordine La utilidad de lo inútil (Acantilado, 2013).

Antes de transcribirlas, y en línea con las reflexiones aquí publicadas acerca de Lolita o de Balthus y su Thérèse dreaming, cabe preguntarse qué hay detrás de ese afán de corregir el arte siguiendo criterios morales (afán, por otra parte, no exclusivo del arte, y extendido hoy en día a otros ámbitos como el humor, la historia —con frecuencia reelaborada según juicios actuales— o los estilos de vida). El resentimiento que menciona acertadamente Juanjo Jambrina en otra deliberación de esta revista es posiblemente su base, y el sol argelino de un Camus que se distanció del marxismo debe servirnos para ver que algunos sectores de la nueva y fragmentada izquierda, detrás de fines parcialmente legítimos, esconden, como aquel movimiento, la pulsión por el dogmatismo y la censura.

Pero si el rencor es la base, otros incentivos son necesarios para que el ímpetu censor se perpetúe y crezca. Y aquí es donde entra Ionesco, que ve en el ritmo de vida de sus coetáneos y en la predominancia de los saberes prácticos la raíz de esa generalizada vulnerabilidad ante el ataque de ideas fanáticas. Seguramente, el poder de calado de tales ideas, en un mundo en el que la posverdad trata de imponerse sobre la verdad, las redes sociales sobre los periódicos, la inmediatez sobre la pausa y el sectarismo sobre la imparcialidad, no ha hecho sino aumentar. “El hombre moderno, universal”, escribe Ionesco, “es el hombre apurado, no tiene tiempo, es prisionero de la necesidad, no comprende que algo pueda no ser útil […] Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte. Y un país en donde no se comprende el arte es un país de esclavos o de robots, un país de gente desdichada, de gente que no ríe ni sonríe, un país sin espíritu; donde no hay humorismo, donde no hay risa, hay cólera y odio”. Y continúa: “Porque esta gente atareada, ansiosa, que corre hacia una meta que no es humana o que no es más que un espejismo puede, súbitamente, al sonido de cualquier clarín, al llamado de cualquier loco o demonio, dejarse arrastrar por un fanatismo delirante, una rabia colectiva cualquiera, una histeria popular. Las rinocerontitis más diversas, de derecha y de izquierda, constituyen las amenazas que pesan sobre la humanidad que no tiene tiempo de reflexionar”.

El escritor israelí Amos Oz, recientemente fallecido, también asociaba la carencia de sentido del humor con el carácter fanático. Respecto a las “rinocerontitis de derecha y de izquierda”, puede cada cual buscar los ejemplos que quiera en el panorama nacional.

Las ideas sociales caben en la literatura, en el cine y en el arte en general; el ser humano es un ser social y el arte lo refleja. No obstante, no puede limitarse la creación artística a ser un vehículo de la política (por fortuna, sus fines apuntan bastante más alto). Y aunque el problema no es exclusivo de nuestro tiempo, parece apreciarse hoy en día una tendencia a valorar más las características sociodemográficas de los protagonistas (o la trayectoria vital del creador) que la calidad artística de la película, no extrañando ya oír hablar de novelas o películas “necesarias”, en el sentido de que abordan temas de gran actualidad social (cuando, como Ordine no se cansa de repetir, el arte es por definición inútil e innecesario). Por ello, urge alejar de las garras del lobo con piel de cordero el producto más ambicioso de la especie humana. Un producto sin fin en sí mismo, o más concretamente, con él mismo como único fin. El arte y la ideología no es que casen mal, es que son opuestos: se mezclan libertad y belleza con sectarismo y patrones fijos.

César Pérez Romero


Usos y abusos del lenguaje, por Fernando Sánchez Pintado

Georges Perec hizo desaparecer la letra e, la más común en francés, de La Disparition, una novela de más de trescientas páginas cuyo valor literario supera con mucho al de la experimentación de someterse a una regla tan constrictiva y arbitraria. Daniel Gascón ha suprimido en todo su artículo una letra que, por exigencias del guión, tenía que ser la letra o. También en este caso es más que un divertimento. Muestra lo artificial y absurdo del llamado lenguaje inclusivo del tardofeminismo que pretende, por cambiar o suprimir algunas palabras, cambiar la realidad. La ironía pone al descubierto la inanidad de esta ideología, por eso es más rigurosa que cualquier admonición moral. Y mucho más divertida.

El intento de hacer el lenguaje a la medida de la voluntad de quien dicta las reglas para que, de manera subrepticia o autoritaria, al principio sean aceptables y, más tarde, lleguen a ser obligatorias, es, además de vano, peligroso. Vano, porque los nosotres y todes, los marichulos y cisgéneros, desaparecerán como han venido, simplemente por el paso del tiempo. ¿Quién se acuerda hoy de las “chicas topolino”? Pero también peligroso, porque lo que este tardofemenismo llama visibilizar es, en realidad, ocultar y negar lo real y ahormar la vida social a lo que, en buena medida, se entronca con una concepción política de raigambre totalitaria. Ejemplos sobran, baste recordar, en la ficción, la neolengua de 1984 cuya finalidad era impedir el pensamiento autónomo y libre o lo que, en la realidad, el nazismo impuso como la auténtica lengua alemana, en este caso nada inclusiva, algunos de cuyos terribles testimonios podemos leer en La lengua en el Tercer Reich. Todas estas formas de someter el lenguaje a los designios de los “ingenieros del alma”, como llamó Stalin a los artistas y creadores obedientes al Partido, son la expresión de una voluntad autoritaria y, al tiempo, un mecanismo clave para se acepten como naturales los límites que imponen a la vida social.

Podemos decir, porque es una intuición común a todos los hablantes, que nos encontramos desde siempre inmersos en la lengua, cuya estructura permanece, sin que por ello sea una esencia, cambiando o cambia permaneciendo para que sea posible comunicarnos. Es hecha por los hablantes y responde, de maneras muy diversas, a las transformaciones que experimenta la sociedad. No todos los cambios son autónomos ni tienen el mismo peso o capacidad de influencia y arraigo. Algunos de estos cambios no son inocentes, recogen la concepción e intereses de las élites que proyectan, a través de nuevos usos del lenguaje, sus valores con los que pretenden dirigir o continuar dirigiendo la sociedad. Es obvio que algunos perduran y otros desaparecen, casi siempre aquellos que son ajenos a los usos normales, y, por el contrario, tratan de amoldar la realidad a la forma en que ellos la nombran. Esto es lo que ocurre y ocurrirá con las fantasías lingüísticas del tardofeminismo. No es lo mismo, por poner algún ejemplo, utilizar en español el género femenino para las profesiones de las que hace años estaban excluidas las mujeres, que alterar las reglas gramaticales básicas, bien sustituyendo los nombres masculinos por términos abstractos, bien suprimiendo el masculino genérico, bien con otras curiosas innovaciones que hacen imposible la comunicación.

No creo necesario insistir en que la lengua mantiene un raro equilibrio entre innovación permanente y sujeción estricta a sus propias reglas, y que sería ingenuo suponer que la naturaleza de las cosas pasa directamente a las palabras que las designan. Aunque siempre nos quepa la duda de que las palabras tampoco se eligen al azar, de manera que, como señala Eric Fiat, no «se habría podido llamar al ruiseñor “yunque” o al yunque “ruiseñor”».

La lengua es un terreno privilegiado en la pugna por el control social, en el que se manifiesta el poder o la influencia de distintos colectivos e ideologías, en el que se expresan los conflictos y mutaciones que experimenta la sociedad, aunque afortunadamente sobreviva a todas esas batallas, como es obvio. Por supuesto, el tardofeminismo y su neolengua no son ni mucho menos un caso único, aunque esta última tiene la virtud de ser inaplicable, por más que se haya convertido en bandera política que, a falta de la lucha de clases, algunos partidos necesitaban. Pero hay otras formas más sinuosas y, en apariencia, inocuas, que a través de un uso pervertido del lenguaje presentan sus ideas como si fueran hechos innegables.

No se trata de casos como el de utilizar “derecho a decidir” para significar independencia, que no pasa de ser una forma más de las muchas que tiene la mentira, sin que por ello altere el significado de derecho y de decisión, sino a otros más graves de desplazamientos semánticos que variando el sentido de un término cambian también lo que significa, es decir, tratan de alterar la realidad gracias a la palabra. Esto es lo que ha ocurrido con el desplazamiento semántico del término sionismo que, en mi opinión, es paradigmático. Aunque esta digresión sea en exceso larga y en apariencia ajena al bombardeo (inofensivo y mediático) de la neolengua tardofeminista, quizá sirva para mostrar hasta dónde pueden llegar las perversiones de la lengua ligadas a determinadas formas de poder.

El movimiento sionista nace a finales del siglo XIX. Theodor Herzl, como es bien sabido, es el padre del sionismo que propuso la creación de un Estado soberano judío, convencido de que era la única solución ante los grandes “pogroms” que tuvieron lugar en esos años en Rusia y al asunto Dreyfus en Francia, que hicieron evidente que no era posible la asimilación de los judíos ni su existencia diferenciada como había sido tradicional hasta entonces, es decir, ni los guetos eran un lugar seguro. Transcurrió medio siglo y el holocausto hasta que se constituyó el estado de Israel, aunque la creación del “hogar nacional judío” comenzó antes con grandes flujos migratorios a Palestina, donde en 1940 ya vivía cerca de medio millón de judíos. Así, pues, el sionismo es un movimiento político que surgió en oposición al antisemitismo de la época y, en líneas generales, conservó los rasgos europeos de entonces: nacionalismo, laicismo y socialismo. En consecuencia, la crítica o el rechazo frontal a este movimiento deberían hacerse en términos políticos, por acerbos que sean. Sin embargo, los términos sionismo y antisionismo, desde mediados del siglo pasado, no se emplean de esta manera. En el mejor de los casos se solapan con el de imperialismo, para que de esa manera quede bien claro que el sionismo forma parte de la maquinaria de dominación militar de EE.UU., aunque sin por ello perder una diferencia fundamental, la de ser judíos.

Es de sobra conocido que el uso generalizado de sionismo, como una forma de imperialismo ajena a su origen y presupuestos políticos, se debe a la lucha de bloques después de la II Guerra Mundial en la que el bloque soviético trataba de delimitar su área de influencia en Oriente Medio. Sin embargo, la cuestión cambia radicalmente cuando los términos sionismo y antisionismo se trasladan a los movimientos de izquierda occidentales y se convierten en la forma consagrada de referirse al estado de Israel. Gracias a ese desplazamiento, sionismo pasó a significar dominación del estado de Israel y, a medida que el nacionalismo/integrismo islámico se hacía más potente, del pueblo judío. Desde entonces abandonó su significado estrictamente político.

El uso habitual por parte de la izquierda biempensante de antisionismo se presenta como político, pero no puede ocultar su huella antisemita. Después de la Shoah no es fácil expresar abiertamente el antisemitismo, que se introduce y disimula bajo la cobertura verbal de crítica, a veces mesurada, de la política del estado de Israel. Ahora bien, si esto ocurre en foros y medios de comunicación oficiales de Occidente, a los movimientos sociales de extrema izquierda y derecha se traslada como un hecho incontrovertible y una injusticia cuya única solución es la supresión de dicho estado, es decir, de Israel. Como vemos en este y en tantos otros casos, no es trivial el uso de las palabras.

El escritor francés, Alain Finkielkraut, hace días fue rodeado e insultado por grupos de gilets jaunes en París. En una manifestación no habría sido nada extraordinario, si no hubiera sido judío. “Lárgate, sucio sionista de mierda”, “pedazo de mierda sionista”, gritaban con gestos nada amistosos. No hay que ser un fino analista para saber lo que en este contexto significa sionista. Y, como si estuvieran expulsando una vez más a todos los judíos, terminaron a gritos “Francia nos pertenece”. El antisemitismo adopta muy diversas maneras para resurgir. Este desplazamiento semántico es una de ellas, con él se encubre y se expresa el odio antijudío anclado profundamente en occidente. Bajo una formulación aparentemente política se renuevan Los protocolos de los sabios de Sión.

Me he permitido esta larga digresión no para hacer un paralelismo entre dos formas de utilización del lenguaje por ideólogos y aparatos políticos, dos formas que son incomparables, cuyos orígenes y objetivos son contrapuestos. Hay una radical diferencia entre la neolengua de organizaciones políticas que se amparan en el feminismo y el uso de sionismo que aparenta ser neutro e inspira una nueva forma de antisemitismo. Pero tal vez sirva para alertarnos de hasta dónde pueden llegar ciertos usos del lenguaje, hasta aquellos animados de las mejores intenciones que deben ser precavidos con los derroteros que pueden tomar. Someter a crítica nuestro lenguaje, empezando por el propio, es un asunto de gran transcendencia política.

Fernando Sánchez Pintado


La incluisividad lingüística debe ser radical, por Daniel Gascón

Texto publicado originalmente en Letras Libres.

Suprimir palabras que designan realidades desagradables puede eliminar algunas de esas realidades desagradables.

El mantra se repite en tribunas, tertulias y análisis. Se puede escuchar en las pesadillas y en la vigilia. A muy temprana edad una niña recibe la sentencia y la naturaliza, la hace suya. La palabra sin marca en la lengua castellana es la palabra masculina. En plural designa simultáneamente a entidades masculinas y femeninas. A veces es ambigua y a veces discrimina. Se trata de la diferencia gramatical: una manera de discriminar independiente de la de la naturaleza, según dicen. Ya se sabe que esa supuesta neutralidad es una falacia que encubre una herramienta para invisibilizar a la mujer.

El imparable tsunami feminista trabaja sin cesar para que esta evidencia se acepte. Se sabe que la parte semántica carece en buena medida de disputa y que hay causas prescriptivas y descriptivas para insistir en la brecha. Lingüistas de tendencias muy diferentes, en universidades y hasta en la Real Academia, admiten ya las premisas. A veces hacen matices, hablan de la naturalidad de la lengua, del avance y avatares de las palabras del latín a las lenguas francesa, italiana, catalana y castellana. Es un disfraz, un camuflaje que busca deslegitimar el avance tras la excusa de la ciencia.

Se señalan y a veces extirpan las palabras que marcan realidades e imágenes sexistas. Nuevas realidades exigen que se amplíe el caudal y que se creen significantes para las nuevas circunstancias y sensibilidades.

Hay una ausencia grave aún. Muchas más áreas de la lengua de las que habitualmente se admiten muestran huellas sexistas y patriarcales. Sucede en palabras, letras y partículas gramaticales que carecen de carga semántica, según dicen desde academias y universidades. Nada es puramente instrumental en un sistema de estas características. La tara semántica represiva está ahí, se puede descubrir aunque quieran disimularla tras la pretendida neutralidad de las estructuras sintácticas.

Limitar la tarea inclusiva a eliminar un final que marca, bien la pluralidad bien la especifidad, sería insuficiente, y derivaría en una trampa que indudablemente llevaría a nuevas invisibilidades.

Sería una ingenuidad letal aceptar esa premisa a veces ciega y frecuentemente maligna. De igual manera que la basura en una esquina hace que se degrade una calle entera, que la llave inglesa usada en un crimen es inadecuada para arreglar la cuna en que duerme la criatura lactante en una casa feliz, la huella machista de una partícula en una palabra se traslada a la letra aunque esté exenta de carga semántica. ¿Puede esa letra, esa llave inglesa, dejar de ser partícipe de un crimen? ¿Quién querría bañarse en agua sucia si hay alternativa?

Se dice que en las lenguas las estrategias inducidas únicamente desde arriba fracasan de manera inevitable. Se afirma tajantemente, y se prescinde de sustentar la tesis en pruebas ni nada similar, más allá de la experiencia previa en varias lenguas. Si, antes de ver cualquier prueba, se visten de verdades las herramientas de defensa de un régimen y de una estructura que abarca de la metafísica al episteme y limita la viabilidad de la experiencia y así la capacidad de transmitir la riqueza de la vivencia femenina, ¿qué enseñanza se traslada, qué cadena se desactiva, qué cárcel se destruye?

La resistencia que encuentra este avance exige recrudecer el ataque. La intensidad ha de ser triplicada. Nunca se es excesivamente radical: hace falta llegar hasta el límite, e ir más allá.

Dirán que es una quimera: esa vieja etiqueta nunca detiene a las feministas. Advierten de que se perderán palabras habituales, muy útiles en la vida diaria. Habrá que buscar nuevas. La vertiente gráfica habrá de marcar esta vez la ruta de la lengua hablada, la vertiente escrita guiará a la auditiva en esta travesía fascinante.

Imaginar permitirá purificar, empezar desde la línea de salida, crear una lengua nueva. La batalla para resignificar empieza en el significante. La creatividad servirá para hallar maneras alternativas de describir, para descubrir maneras distintas de pensar. Algunas ideas y palabras se perderán: eran antiguallas, inadecuadas para esta era. Y, además, aunque haya a quien le pese y quien se ría de la idea, eliminar palabras que designan realidades desagradables puede eliminar algunas de esas realidades desagradables.

La asfixiante presencia de la letra machista, que simula su naturaleza fálica en su circularidad, ha de ser resistida. La lucha feminista bien merece renuncias. Empezaré naturalmente en esta pieza. Parece a primera vista una tarea fuera del alcance de cualquiera, extenuante. Al final es fácil. Ya se ve: terminé esta página sin ella. Y, sinceramente, perder una quinta parte de las herramientas lingüísticas básicas para fabricar sílabas y una sexta parte de la palabra que me designa es una renuncia asumible en aras del avance de la mitad de la humanidad.

¡Muerte a la letra o!

Daniel Gascón


La paradoja de la censura, por Daniel Gascón

Texto publicado originalmente en Letras Libres.

En esta época de moralización del arte y estetización de la política exigimos más a los actores que a los políticos.

Vivimos en un mundo en el que ya no se pueden ver las películas y las series de Louis CK por su mala conducta sexual. Kevin Spacey ha sido eliminado de All the Money in the World y de la nueva temporada de House of Cards por acusaciones de acoso sexual. Amazon anuncia que está planteándose rescindir el contrato que tiene con Woody Allen, a causa de unas acusaciones nunca probadas de abuso sexual que datan de hace un cuarto de siglo. La National Gallery of Art de Washington ha cancelado una exposición de Chuck Close, acusado de acoso sexual.

Algunas películas del año capturan el Zeitgeist. Una es Tres anuncios en las afueras, un relato sobre la venganza. Otra es Los archivos del Pentágono, que combina la reivindicación del periodismo fiscalizador del poder con un ángulo feminista. Es un género clásico y el dilema también lo es. La dueña del periódico, Katharine Graham (Meryl Streep), tiene que escoger entre la prudencia que recomiendan los abogados y accionistas y el arrojo que prefieren el director y los reporteros. El derecho a publicar solo se afirma publicando, explica Bradlee (Tom Hanks). La decisión correcta, que se defiende con tonos épicos, es, por supuesto, la contraria a la que han tomado las productoras y distribuidoras.

Mientras tanto, Donald Trump, que ha cumplido un año como presidente de Estados Unidos, tiene numerosas acusaciones de acoso sexual y fue grabado diciendo que si eres una estrella puedes “agarrar a las mujeres por el coño”. Estos días se ha publicado que el abogado de Trump pagó ciento treinta mil dólares a una actriz porno para que no dijera que se había acostado con el actual presidente. La actriz ha negado que se produjera el encuentro sexual, pero como señaló The Onion, quizá lo más sorprendente es que no fuera la actriz quien pagara a Trump para que mantuviera el silencio sobre la relación.

Mientras tanto, en Italia lidera las encuestas Silvio Berlusconi, que fue condenado por pagar por servicios sexuales a una menor y por interceder para liberarla, cuando ella estaba detenida por robo, diciendo que era la sobrina de Mubarak. Berlusconi fue absuelto más adelante: de lo segundo, porque “no ocurrió”; de lo primero, porque “no es un crimen”. El político ha tenido otros problemas legales relacionados con la prostitución y los sobornos. En sus años en el poder se popularizó el término bunga-bunga.

Naturalmente, para rechazar la política populista e incompetente de Berlusconi o Trump no es necesario entrar en su machismo o su condición de predadores sexuales: su gestión reúne méritos de sobra. Pero el contraste es llamativo. Parece que, como decía una viñeta del New Yorker, no podemos exigir a quienes rigen los destinos políticos la moralidad que pedimos a quienes se encargan de entretenernos. Así, Kevin Spacey tiene una moralidad demasiado dudosa como para interpretar en la ficción a un personaje diabólicamente autoritario y criminal que ocupa un cargo que en la realidad ocupa alguien de moralidad como mínimo tan dudosa como la de Spacey. También se pide la retirada de cuadros o se critican obras literarias como Lolita (perseguidas en otro tiempo por los conservadores) porque la ficción debe dar buenos ejemplos: para malos ejemplos, parece, ya tenemos la realidad.

Este fenómeno puede verse como una consecuencia de la moralización del arte y de la estetización de la política, que José Luis Pardo ha descrito en Estudios del malestar o en el número de febrero de Letras Libres. No parece que esa moralización del arte sea buena para el arte y desde luego tampoco para la moral. Con respecto a la estetización de la política que vemos en Trump o Berlusconi, la mejor descripción son unas palabras del propio Woody Allen, que dijo que “la vida no imita al arte, sino a la mala televisión”.

Daniel Gascón


Por la corrección política y en contra del puritanismo, de Aurora Nacarino-Brabo

Texto publicado originalmente en Letras Libres.

Estamos viendo dos impulsos antiliberales antagónicos: una reacción conservadora autoritaria y una pulsión puritana que niega la libertad individual.

Quizá nunca haya tenido ocasión de decirlo hasta ahora por escrito: soy una gran defensora de eso que se ha dado en llamar la “corrección política”. Y nunca me he privado de meterme en todos los charcos y polémicas que pueden ocupar a un comentarista de la actualidad.

Las turbulencias políticas que siguieron a la última gran recesión en Occidente, y que significaron el auge de líderes y partidos de corte populista y/o nacionalista, llegaron muchas veces con una crítica a la corrección política. No hay que perder de vista la paradoja de quienes se esconden detrás del eufemismo para defender ideas viejas y conocidas a las que ni ellos mismos quieren llamar por su nombre. Es un fenómeno que comenzó a fraguarse hace años, disfrazado de honestidad. Bastaba que alguien nos anunciara: “Yo es que soy muy sincero”, o bien: “Yo digo las cosas como son”, para tener la certeza de que lo que vendría a continuación sería una impertinencia.

Primero se disfrazó de sinceridad la mala educación, y después esta fue ganando estatus político. El rechazo a la corrección política forma hoy parte del programa de algunos partidos y define el discurso de sus candidatos. Tras su demonización siempre late la justificación del trato desigual por razón de etnia, religión, sexo u orientación sexual.

La crítica a la corrección política como atributo de la modernidad ha alcanzado su popularidad máxima en un momento de reacción contra esa modernidad. La crisis económica, la intensificación de la globalización, la aceleración del cambio tecnológico y el aumento de los flujos migratorios significaron para muchos el advenimiento de un tiempo de inseguridad e incertidumbre. Ese temor y esa extrañeza del mundo pusieron en marcha un reflejo de repliegue que puede leerse de Europa a América y del Brexit a Trump.

En realidad, esta reacción no es nueva. En El proceso de la civilización, Norbert Elias daba cuenta de un fenómeno muy interesante que se produjo en el viejo continente con la llegada de la Edad Moderna. Comenzaron a aparecer los primeros Estados centralizados, con un ejército profesional y un sistema tributario capaz de recaudar impuestos de forma eficiente. Todo ello obedecía a una lógica bélica: los Estados sobrevivían y prosperaban por medio de la guerra, y ello dio origen al perfeccionamiento de la administración y del ejército.

Sin embargo, esa vocación bélica de los Estados tuvo como consecuencia la progresiva pacificación y la cohesión de las sociedades, según una máxima que predicaba paz en el interior y guerra en la frontera. Así, paradójicamente, y como ha explicado Ian Morris, la guerra fue responsable del declive de la violencia en Europa. O como dijo Elias: La “violencia queda reducida a un monopolio de un grupo de especialistas y desaparece de la vida de los demás”.

Esto trastocó inevitablemente las viejas formas de organización política y social. La principal transformación afectó a la nobleza, que en poco tiempo perdió la mayoría de sus antiguas atribuciones militares. En torno a la monarquía se produjo una nueva socialización. Prosperar política y socialmente ya no dependía tanto de los méritos acreditados en el campo de batalla como de las habilidades para desenvolverse en ese nuevo ámbito de diplomacia, burocracia y relaciones públicas que era la corte. Y ser exitoso en la corte exigía un refinamiento de las maneras toscas del soldado, así como la represión de los instintos sexuales y violentos para los que hacía no tanto no cabía contención.

A este proceso Elias lo llamó la “pacificación de los guerreros”, y a su culminación, una vez hubo permeado hacia hacia las clases bajas, se refirió como “la sociedad cortesana”. La sociedad cortesana puede considerarse como precursora de la corrección política. De las palabras de Elias puede inferirse una cierta evolución histórica cuya inercia conduce a una pacificación progresiva de las sociedades. No obstante, Elias publicó El proceso de la civilización en 1939, razón por la que su lectura evolucionista no fue muy popular.

Efectivamente, la sociedad cortesana fue percibida por algunos como una jaula. De este modo, se fueron fraguando elementos reactivos movilizados por la añoranza de un pasado más libre. La voluntad de afirmación individual y el rechazo al constreñimiento de los instintos están en el origen de un romanticismo que escalará desde el movimiento Sturm und Drang hasta el nazismo.

Sin embargo, la teoría de Elias tiene validez desde el punto de vista de una evolución discontinua. Incluso si tenemos en cuenta las dos guerras mundiales, la violencia no ha hecho sino declinar en Europa desde que disponemos de registros. Este retroceso, que Elias considera que comienza a partir del año 1500, es probablemente anterior. Ian Morris describe cómo la romanización había tenido efectos similares casi un milenio y medio antes. Así describiría la Pax romana el esclavo convertido en filósofo Epicteto: “Ya no hay guerras ni batallas ni grandes bandidos ni piratas; podemos viajar a todas horas, del amanecer hasta la puesta de sol”.

Es previsible que sigan produciéndose discontinuidades en esa evolución, aunque cabe esperar que sean cada vez más breves y menos pronunciadas. Es posible que hoy nos encontremos en una de ellas. La crisis económica de la década pasada dio origen a una reacción de carácter romántico contra los atributos de la modernidad. El auge del nacionalismo, los discursos populistas, el rechazo a la inmigración, las inercias eurófobas o la contestación de la democracia liberal y sus instituciones dan cuenta de ello. También los ataques a la corrección política, nuestra particular sociedad cortesana.

No obstante, es posible que, en una posmodernidad que es al mismo tiempo reacción contra la modernidad y profundización en ella, estemos viendo dos tipos de impulsos antiliberales antagónicos: por un lado, una reacción conservadora de tintes autoritarios y antiigualitaristas. Por el otro, una pulsión puritana, victimizadora y negadora de la libertad individual.

Estas dos reacciones, que tratan de impugnar moralmente el sistema en distintas direcciones, y a las que desde luego no cabe dar el mismo tratamiento ético, han producido gran cantidad de ruido mediático y están protagonizando grandes movimientos políticos y sociales. Quizá por ello convenga recordar que tienen lugar en el periodo en que Occidente ha conocido más progreso, bienestar y reconocimiento de derechos. Es cierto que hay muchas tareas por acometer, pero la historia nos conmina a un modesto y discontinuo optimismo.

Aurora Nacarino Bravo.


Los iconoclastas inversos, por Manuel Arias Maldonado

Texto publicado originalmente en The Objective.

Retirar un Balthus, censurar Lolita, reprobar a Hemingway: ni una sombra de sospecha debe proyectarse sobre las representaciones culturales con las que nos entretenemos. Porque hacemos algo más que entretenernos con ellas; nos formamos. O sea, asimilamos modos de ver y juicios de valor que incorporamos a nuestra percepción de la realidad y acaso a nuestro comportamiento. Todo aquello que pueda ser juzgado sexista, racista o supremacista debería por tanto ser prohibido. No es censura, sino salud pública.

Así razonan, aproximadamente, los iconoclastas inversos. Son iconoclastas porque, al igual que los antiguos destructores de iconos, se dedican a derribar ídolos. En este caso, los consagrados por la tradición cultural occidental: los grandes artistas del canon. Y son inversos porque, en contraste con los desmitificadores que combaten las certezas establecidas, no persiguen ampliar los contenidos de libertad sino reducirlos. Su operación es reduccionista y a menudo refleja esas “miserias de la mente literal” que ha descrito con agudeza Daniel Gascón.

Resulta chocante que alguien pueda identificar a Humbert Humbert con Nabokov o ver en Lolita una apología de la pedofilia. Ya que estamos, esa portentosa historia de amor que es Ada o el ardor contiene también elementos discutibles: desde la temprana edad de los amantes al lujoso prostíbulo que regenta el dolido Van Veen durante su separación de Ada, por no mencionar el detalle de que ambos son -descubren ser- hermanos. De acuerdo con estas mismas reglas, Mark E. Smith, el inimitable cantante de la banda británica The Fall -fallecido la pasada semana a los 60 años- jamás podría haber hecho carrera: su talante adversativo no dejaba títere con cabeza ni se plegaba a forma alguna de corrección política.

Huelga decir que existen, porque la historia lo ha demostrado, ideas peligrosas. Pero es importante no confundir las ideas peligrosas con las ideas incómodas. Quizá lo peligroso sea no tener ideas incómodas; sobre todo si alguien se empeña en decidir por los demás cuáles son. Y no olvidemos que las obras de arte son representaciones de la realidad y no la realidad misma: Nabokov no secuestró a nadie, ni abundan los lectores de Nabokov que hayan imitado a ese “asesino de prosa exquisita” que es Humbert Humbert. Por lo demás, si las cifras de ventas de Lolita se han beneficiado del malentendido en torno a su naturaleza “picante”, tanto mejor para los herederos del escritor ruso.

Pero, ¿no es precisamente una de las virtudes del arte -esa “finalidad sin fin” al decir de Kant- su capacidad para aproximarnos a las distintas manifestaciones de lo humano? En todas sus formas: de lo sublime a lo perverso. Solo así podemos “salir” de nosotros mismos, de nuestro limitado punto de vista, para abrirnos a otras perspectivas. No es así extraño que el pensador británico Michael Freeden encuentre en el cultivo de las humanidades la mejor justificación para el liberalismo, entendido como una ideología que cultiva el pluralismo epistémico y subraya la provisionalidad de las verdades públicas. Irónicamente, ese mismo liberalismo es el que permite que los iconoclastas inversos defiendan retirar un Balthus, censurar Lolita, reprobar a Hemingway. Y es en la esfera pública democrática donde discutiremos sus argumentos. Aunque, si queremos seguir siendo una sociedad liberal, no deberían prosperar.

Manuel Arias Maldonado

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