El alma de las mujeres

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Presentación de El alma de las mujeres

Nota del Comité Editorial: La publicación por Ediciones Deliberar del libro El alma de las mujeres, firmado por Cecilio de Oriol y José Lázaro, está causando entre sus primeros lectores (que son más bien lectoras) auténtica sorpresa. Que un hombre escriba sobre el mundo femenino las cosas que escribe Cecilio de Oriol es, como poco, infrecuente. Se empieza a hablar de “androfeminismo” para referirse a esta teoría masculina sobre las mujeres, que Victoria Camps ha definido así: “Sugerente y original relato sobre la construcción del alma femenina. Un curioso ejercicio de voyeurismo inteligente sobre las diferencias biológico-culturales entre los sexos. Un alegato feminista más allá de los lugares comunes. Divertido, profundo, rompedor”.

Ofrecemos a continuación a los lectores (o más bien a las lectoras) de la Revista Deliberar las páginas iniciales de la obra como primera muestra del texto:

EL ALMA DE LAS MUJERES

Novela neoepistolar

de

Cecilio de Oriol y José Lázaro

EPÍSTOLAS PRELIMINARES

Yo hice una película que se llama Eva al desnudo.

Si hubiera querido hacer Adán al desnudo, no me habría dado ni para un cortometraje.

Joseph L. Mankiewicz

De Cecilio a Asmodeo

A veces ni el afecto que te tengo me compensa la irritación que me produce tu dificultad para comprender las cosas más obvias. Lo que intente explicarte sobre las mujeres, tras tus pesados ruegos y sin la menor gana, es fácil de resumir:

La mujer es un ser plenamente instalado en su cuerpo, mientras que el hombre vive el suyo como un simple instrumento; lo que no significa que la mujer esté presa de su fisiología. La capacidad femenina para llegar al deseo a través del amor contrasta con la dificultad masculina de alcanzar el amor a partir del deseo; lo que no tiene nada que ver con las tesis más rancias sobre el sentimentalismo femenino. La tendencia de la mujer a las relaciones personales se opone a la querencia del varón por las objetales; lo que no implica poner a los hombres en la cola de las especies animales. La dinámica masculina con el poder contrasta con la dialéctica femenina del querer; lo que nunca debe ser una excusa para perpetuar la sumisión de la mujer.

Pero también es importante comprender la pulsión de un cierto tipo de mujeres, las hijas de Judith y Salomé, a utilizar el deseo de los hombres poderosos para apropiarse de su espíritu y acabar cortándoles la cabeza. Hay que superar el tópico, relativo, según el cual las mujeres hacen el amor mientras los hombres follan para mostrar que tanto unos como otras pueden follar o hacer el amor, pero de muy distinta manera, porque hacer el amor supone la posesión gozosa y mutua del cuerpo amado, pero también la entrega indefinible del alma que realmente ama. Una mirada directa sobre la danza de los cuerpos enamorados en su intimidad permite observar los deseos ocultos tras los juegos amorosos y comprender uno de los misterios más profundos de la mujer: como al ser penetrada logra poseer por completo al que la penetra.

Las diferencias profundas entre lo masculino y lo femenino, que las hay, se encuentran en la forma de instalarse en el propio cuerpo, en el sentido que se da al cuidado del otro, en la relación con las cosas, en el juego acción-pasión, en centenares de matices maravillosos… He intentado explicártelo por activa y por pasiva, amigo Asmodeo, y lo único que he logrado es que me digas la bobada de que soy un pedazo de feminista.

Y cuando ya me había prometido no hacer ni un esfuerzo más para aclararte lo que no puedes comprender, me vienes con la propuesta de hacer pública nuestra correspondencia. Me parece una ocurrencia arriesgada y me ha hecho dudar. Ya sabes que mis papeles, acumulados durante muchos años, no han sido pensados para que otros los lean. Y lo que tu pretendes es, precisamente, que los pueda leer todo el mundo. No se me oculta que semejante eventualidad es improbable; tengo la certidumbre de que hay deseos que no se cumplen porque es imposible cumplirlos. Así que espero que ese plan que me propones sólo sirva para que discutamos entre nosotros aun más de lo habitual y con ello demos gusto al narcisismo imparable que mueve a todo el que toma la palabra.

De la Condesa de Toloño a Cecilio

¿Asmodeo? Pero, ¿quién demonios es Asmodeo?

De Cecilio a la Condesa de Toloño

Discúlpeme que haya olvidado, querida Condesa, hablarle sobre el personaje al que dirijo las epístolas que usted, tan amablemente, se dispone a leer. El dictamen que me envíe sobre ellas será lo que decida su destino.

Es el caso que, a veces, muy de tarde en tarde, lo suficientemente espaciadas como para no caer en las garras de los vigilantes de la ortodoxia mental, tengo barruntos de cuestiones que debo agradecer a no sé muy bien quienes. Pero intuyo precariamente que éstos “quienes” son una especie de espíritus benéficos, casi penates, que me acompañan sin estar y me hablan sin pronunciar palabra.

Suelen ser ellos los que me plantean cuestiones que al inquietarme me atraen y al atraerme me desafían. En realidad debería decir que es él, ya que generalmente se manifiestan con una sola presencia reconocible. Y un desafío es la única situación que no debe dejarse sin respuesta.

Las cuestiones que me plantea son aparentemente simples y realmente diabólicas; siempre tengo la sensación de que el habla sin voz a la que me refiero tiene un no se qué de Asmodeo en sus maneras. Y como usted bien sabe, Señora, Asmodeo era un demonio que, conociendo su imposibilidad de poseer a la hermosa mortal de la que estaba encaprichado, la vigilaba constantemente y, cada vez que ella decidía contraer matrimonio, asesinaba al marido en el lecho nupcial, siempre antes de que pudiese consumar el sacramento.

Al resonarme en el cráneo las cuestiones de Asmodeo oscilo entre el mareo y la huida. Pero comprendo que al improbable lector le puede ocurrir lo mismo que al diablejo de mis pecados. Por eso precisamente me he atrevido a rogarle que sea usted la primera de mis lectoras y me ofrezca su muy noble opinión sobre este largo monólogo, con fragmentos dialogados, que he dirigido a Asmodeo. Le recomiendo que no lo menosprecie: es inteligente y tenaz, lúcido y cultivado. Pero tenga usted en cuenta que, como todo demonio que se precie, es además falaz, tramposo y seductor.

De la Condesa de Toloño a Cecilio

Tengo para mí, querido Cecilio, que su obra es de una inusual clarividencia en lo que se refiere al conocimiento que los hombres tienen del sexo —perdón, género— femenino. Tanto es así que he llegado a preguntarme si no escribirá usted bajo seudónimo y, en realidad, será una mujer… Disculpe mi atrevimiento, pero ya que me decido a escribirle quisiera serle muy franca.

Su libro me llegó en un momento complicado de mi vida, uno de esos momentos de transición que generan incertidumbre y un cierto estado de ansiedad. En fin, lo cierto es que me despertaba todas las noches sobre las cuatro de la madrugada, intempestiva hora donde las haya, y sólo encontraba consuelo y un poco de paz en la lectura de su, llamémosle, ensayo sobre mis congéneres. Leía y releía fascinada sus párrafos y a veces pensaba si, en mi duermevela, no estaría yo misma completando o interpretando sus reflexiones de forma que las ideas que de allí surgían eran una amalgama de su pluma y mis ensoñaciones. Fuere lo que fuere, la lectura sobre la forma en que las mujeres entendemos el mundo, nuestras relaciones con los hombres y con nuestro propio cuerpo, me produjo un gran impacto.

Sin embargo, debo confesárselo, algunas veces tenía una cierta sensación de argumentus interruptus. Cuando más excitada estaba con el desarrollo de una idea, se producía un triple salto mortal y una deriva hacía otros derroteros, también interesantes, pero inconexos. Pongo como ejemplo su referencia a la Condesa de Campo Alange, sobre la que promete profundizar, pero que luego olvida; signo patognomónico de que es usted, efectivamente, un hombre.

No soy mujer de letras, así que apelo a su condescendencia y me permito, no sin presentarle de nuevo mis disculpas por el atrevimiento, una sugerencia. Su libro podría reescribirse, cabría mejorar su estructura y ordenar y completar con esmero sus referencias. El contenido merece la labor.

Si usted lo admite, puedo encargarme de enviarlo a un profesional de estas cosas; tanto que hasta ha adoptado como propio el nombre, políticamente impresentable, con que suele designarse en nuestro país a los de su oficio: todos sus conocidos le llaman “el Negro”. Como me une a él cierta amistad —y conociendo la dificultad que usted tiene para ocuparse de las cosas prácticas del mundo— puedo, si me da su autorización, hacerle llegar el manuscrito y encargarme de los detalles del contrato para que empiece cuanto antes a trabajar sobre el texto.

De Cecilio a la Condesa de Toloño

No me parece mal que contrate usted a un “negro” —¿de verdad se sigue diciendo así? — y que él pula estos manuscritos, siempre que no me obligue a conocerle. Y nada más, queridísima Condesa, encárguese usted del resto, mientras yo, en esta ciudad de maravilla que no se merecen los que la habitan, seguiré con atención devota lo que tenga usted a bien mandarme mientras huelo los jazmines, oigo la fuentecilla del jardín y paso los días mirando y las noches meditando. ¿Qué mejor vida puede pedirse?

Del Negro a la Condesa de Toloño

Admito que hay ideas muy sugerentes en estas cartas sobre las mujeres que escribió el tal Cecilio, querida Condesa. Creo que no es cierta la leyenda de que la Iglesia Católica negó durante siglos que las mujeres tuviesen alma. Coincido con Borges en la idea de que la teología es una rama de la literatura fantástica, aunque yo añadiría que, de todo el árbol, es la rama más aburrida. Por eso sé tan poco de cuestiones teológicas. Pero no puedo dejar de evocar esa leyenda al leer las cartas de Cecilio, porque la tesis de fondo que me parece entrever en todas ellas es que las mujeres ciertamente tienen alma; los que quizá no la tengamos somos los hombres.

Le agradezco mucho que propusiese usted a don Cecilio recurrir a mis presuntas habilidades de corrector. Pretenden ustedes, si lo he entendido bien, querida Condesa, contratar mis servicios profesionales para que limpie, ordene y de esplendor a la chapucera prosa con que se comunican Cecilio y su oscuro amigo Asmodeo. Porque lo cierto es que la escritura del uno no está mucho más cuidada que la del otro: ambos comparten la misma alergia a la paciente corrección, ordenación y recorrección de los textos.

La verdad es que son muchos los saberes que apuntan los escritos de su fantasmal amigo sobre las mujeres. Pero esos apuntes, ¡ay!, son excesivamente concisos. Las páginas que me ha enviado usted —ignoro si tiene muchas más— están llenas de formulaciones deslumbrantes, pero les falta todo el desarrollo necesario para hacer el deslumbramiento digerible. Contrasta en ellas la concisión de sus mejores hallazgos con el exceso de digresiones y la cantidad de cuestiones nucleares que dejan entre tinieblas. Así que, estimada amiga, si espera usted que yo dé a todos estos papeles una forma publicable, va a tener que ponerme en contacto directo con don Cecilio, pues he de interrogarlo sobre múltiples detalles mujeriológicos que sus papeles no aclaran.

Al leerlos y releerlos me entra en ebullición la cabeza. Surgen preguntas que quiero hacerle, objeciones que plantearle, ampliaciones que pedirle sobre estas páginas tan esquemáticas, tan telegráficas, tan prometedoras, tan frustrantes. A veces su escritura me recuerda a los aforismos nietzscheanos —no me refiero sólo a los escritos personalmente por Nietzsche— que en una sola frase dicen mucho, pero aportan aun mucho más de lo que dicen. El problema es que se entienda lo que aportan sin decirlo. Hay en un párrafo de estos escritos un paréntesis en el que Cecilio se muestra claramente consciente de ese rasgo suyo que al lector tanto le desespera. Dice así: “Hablo de un tema que puede necesitar amplísimo excurso, pero que, como tantos otros, debo dejar sin penetrar. Es infinita la cantidad de puertas que se abren en un laberinto inacabable cuando el asunto tiene sustancia. Pero es función inapelable del que pretende llegar a una meta el no dejarse distraer demasiado”. Pues si pretende llegar a la meta de ver su libro impreso, va a tener que esforzarse en aclarar la trayectoria que conduce a la salida del laberinto. Yo sólo puedo hacerle una parte del trabajo.

Así que, para empezar, cuénteme usted, por favor, algo sobre la identidad de su misterioso amigo y dígame cuál es la vía para ponerme en contacto directo con él.

Siempre a sus nobles pies.

Negro

De la Condesa de Toloño al Negro

Voy a tratar de satisfacer su curiosidad, mi querido amigo. Y lo voy a hacer reproduciendo literalmente un texto que el propio Cecilio escribió para presentarse a sí mismo, aunque empleando la tercera persona, seguramente para despistar:

Cecilio de Oriol y Ureña es hombre que no se esconde —firma sus manuscritos con nombre y apellidos— aunque toda su vida la pase escondido. Si intentase describirlo diría que su apariencia es anodina en medio de la gente, uno de esos a los que los dependientes atienden siempre en último lugar y a los que los camareros en los bares ni los miran. Es más bien bajo, moderadamente delgado, de piel blanca casi transparente, siempre perfectamente afeitado y vestido rigurosamente de negro. Nadie lo ha visto, ni en los días de calor africano que son frecuentes en los veranos granadinos, quitarse la chaqueta ni prescindir de la corbata. Tampoco se le ha visto sudar en ninguna circunstancia. Habla poco y se entusiasma sólo cuando se refiere a su ciudad natal, a la que considera el centro del mundo y el único lugar civilizado del orbe.

Este curioso personaje vive en un pequeño “carmen”, rodeado de libros, de bodegones y de antigüedades autóctonas. Es culto y razonable, pero en arte no admite que haya nada más allá de Sánchez Cotán y de Alonso Cano. En literatura siempre piensa en las excelencias del Alcázar de las perlas de Francisco Villaespesa y relee con gusto el Libro de las Tradiciones de Granada de Villa-Real. Si digo que su única concesión al mundo de lo moderno la constituye una colección de cornucopias —a las que es insólitamente aficionado, de tal manera que las diseña él mismo y se las hace confeccionar por un artesano de la madera y del estofado— creo que ya lo digo todo.

Este hombre casi irreal no se ha casado nunca y creo que nunca ha estado con una mujer desnuda. En su casa no entra nadie más que Antonia, que no tiene edad, de la que desconoce todo y con la que quizá habrá cruzado una docena de palabras en los últimos cuarenta años. Antonia dispone siempre las camisas —blancas— repasadas y los trajes —negros— cepillados.

Come poco y mal; lo que sí exige, sin decirlo, es que todo esté inmaculadamente limpio. El carmen es pequeño y el jardín moruno; sus fuentecillas dan cobijo a algunas ranas que no molestan demasiado. En el interior de la casa —tres pisos con tarimas y un desván atiborrado de cosas— los suelos son rumorosos y todo cruje al caminar. Pero la luz es espléndida y las primaveras colman las mayores expectativas.

Quiero aclarar, por último, que Cecilio no es rico. Esto no tendría la menor importancia si no fuera porque evita la imagen de un potentado provinciano. No es rico, pero no tiene que trabajar; no gasta, salvo en sus caprichos; no sale, salvo para despotricar sobre los atentados que los urbanistas y los políticos cometen periódicamente sobre su tierra. Como ya he dicho, dudo que haya conocido mujer pero, a la vista de sus escritos, no cabe duda de que las ha mirado.

Del Negro a la Condesa de Toloño

Admito que me gustaría conocer a Cecilio. Según voy leyendo y releyendo los papeles suyos que me ha enviado, querida Condesa, me aumentan las ganas de tomar unas copas con él. Pero parece que me voy a quedar con las ganas, ya que, por lo que usted dice, es menos sociable que Salinger. Ahora bien, si quieren ustedes que me encargue del trabajo, tendrá que ponernos al menos en contacto epistolar con él, pues son muchos los puntos oscuros que deberá aclararme.

Me ha costado trabajo creer que Cecilio sea hombre que no conoce mujer. Aunque es cierto que lo dice claramente, daba yo por supuesto que se trataba de una licencia literaria y que en verdad estaría felizmente casado, quizá tras una etapa juvenil de discreta poligamia. Lo imaginaba, desde luego, sentimental y enamoradizo. Nada en su prosa me hizo sospechar que pudiera tratarse de un teórico anacoreta, un puro profesional del mirar sin ser mirado. Ese hecho es particularmente chocante cuando se leen las páginas que dedica al desencuentro, sin excluir por completo la difícil armonía, entre el impulso masculino hacia el cuerpo de la mujer y el anhelo femenino por la amorosa posesión del alma varonil. Ese es el primero de los tópicos que se encuentra en cualquier libro-basura sobre los hombres de Marte y las mujeres de Venus. Lo que me interesó en su versión es la sutil diferencia con que narra una escena mil veces repetida. No es fácil de entender que esa diferencia proceda —y es cierto que él lo advierte— tan solo de una mirada atenta, fascinada, distante.

Con una sola frase, otro hombre sin mujer, Jorge Luis Borges, esculpió el más espléndido poema de amor: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquél en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”. Lo cierto es que al leer y releer estos papeles no dejo de preguntarme cómo es posible que él, en cuyo abrazo nunca desfalleció mujer alguna, haya podido llegar a elaborar estas curiosas observaciones sobre el alma de las mujeres.


 Fragmentos escogidos de El alma de las mujeres

El hombre desea y solo después puede llegar a amar, mientras que la mujer aspira a amar y ser amada desde el momento mismo del encuentro que hace nacer el deseo. Pg. 24.

Las diferencias profundas entre lo masculino y lo femenino, que las hay, se encuentran en la forma de instalarse en el propio cuerpo, en el sentido que se da al cuidado del otro, en la relación con las cosas, en el juego acción-pasión, en centenares de matices maravillosos… Pg. 12.

El motor de la búsqueda siempre es el deseo, da igual que sea un deseo alimentado por la necesidad o un deseo nacido de la imaginación del bien desconocido. El amor, en cambio, supone una dinámica totalmente distinta, pues su meta está en el encuentro con el sujeto, no en la posesión del objeto. El deseo se concreta en una captura del objeto deseado, que es hipotética y necesariamente futura. El amor busca la fusión completa, que tiene su comienzo en el establecimiento de la comunicación tras el contacto. La dinámica del deseo es la dinámica del objeto, la dinámica del amor es la dinámica del sujeto. Pgs. 30-31.

¡Somos [los hombres] tan previsibles, tan elementales, tan lineales en nuestras respuestas, indefectiblemente ligadas al deseo o al poder! Pg. 35.

Las mujeres no son pasivas, son activas, diga lo que diga toda la cultura occidental desde Aristóteles hasta Freud. Ahora bien, no son activas instrumentalmente, no manejan la naturaleza para utilizarla y seguir adelante sin más. No, no: la mujer actúa y se instala en lo actuado, mientras que el hombre actúa pero no se instala en lo actuado. Y eso te lo encuentras en las islas Trobriand, te lo encuentras en la cultura china y te lo encuentras en todas las culturas históricas. Pg. 39.

A mí el hombre me interesa poco, creo que ya quedó claro, por su evidente simplicidad. Sin embargo, no puedo obviarlo, por dos razones fácilmente comprensibles: la primera es que pienso desde un cuerpo de hombre y pretendo pensar sobre el cuerpo de la mujer. La segunda es que, en la comparación equidistante, si tal equidistancia existe, creo encontrar la posibilidad misma de acercamiento a la realidad que se me muestra, pero que no vivo. De nuevo aquí me apoyo en el rol del voyeur y en su posibilidad de, mirando, vivir lo que mira. Pg. 41.

Recuerda al duque de Borja, el ilustre santo valenciano que ante espectáculo gemelo al que se le presentaba diariamente a la reina de Castilla [Juan la Loca ante el cadáver de Felipe el Hermoso], reaccionó diciendo lo que ha quedado también en la historia y en la leyenda: “Nunca volver a servir a nadie que se me pudra”. Si la muerte del amado lleva a Juana a la locura de acompañarlo, servirlo y acariciarlo mientras se deshace, la muerte de la amada lleva a Francisco a apartarse del mundo y convertirse en santo. Y es ese mundo el que a una la llama loca y la encierra; al otro cuerdo y lo sube a los altares. Una es mujer, el otro hombre. Pg. 74.

Hay hombres que se sienten satisfechos en el ambiente prostibulario de usar y tirar. Los hay en abundancia. Es una triste constatación que se resume, quizá con brutalidad innecesaria, diciendo que el hombre quiere follar y lo hace. La mujer aspira a hacer el amor, a materializarlo en la entrega y en la posesión del otro. ¿Una limitación? Desde el punto de vista operativo, es posible. Pero en el fondo no es una limitación: es el precio de una existencia más armónica, estructuralmente más madura. Pg. 76.

La mujer posee, aunque posea de muchas y variadas formas; aunque posea desde el amor y también desde el odio, desde la entrega y desde la utilización, desde la protección y desde la destrucción. Por eso son tan distintas la pregunta del hombre y la de la mujer cuando se sienten engañados por la pareja con la cual creían haber constituido una comunidad amorosa.

La pregunta del hombre, la letal, la que verdaderamente le importa, la pregunta definitiva, no siempre pronunciada pero siempre presente, es una serie, en realidad, de preguntas sucesivas que nunca tienen, en la mente del preguntador, una respuesta lo suficientemente detallada como para resultar satisfactoria: “¿Qué te hizo? ¿Que le hiciste? ¿Te gustó? ¿Te gustó más que lo que yo te hago?”

Cuando una mujer descubre que el hombre que decía amarla ha estado con otra, también se plantea una pregunta que teme formular —como el hombre a la mujer que le engaña, diga lo que diga—; esta pregunta, también definitiva, reprimida también por miedo a la respuesta, es a la vez más simple e infinitamente más compleja: “Pero, ¿la quieres?”

La mujer no siente el dolor de la traición en el uso del cuerpo y en el deseo que la excluye, sino en la pérdida que supone constatar que el hombre al cual reputaba como suyo ya no lo es, porque hay otra que le disputa con éxito lo que más le importa de él: sus sentimientos, su entrega, su ser mismo, su amor, su alma. Pgs. 155-156.

Hay mujeres que, sobre todo en años mozos de inexperiencia con ideales, conciben su amor como una potencia que puede mover el mundo. Y quien dice mover el mundo, dice mover las costumbres, las debilidades, las mañas y las trapacerías de hombres indefectiblemente más inmaduros, más egoístas y más pequeños como personas que ellas. Pg. 165.

Hay que defender (…) la pasión responsable. Es legítimo y bueno buscar el disfrute. Pero el disfrute inteligente, el que hace que ganemos más de lo que perdamos y el que, nota distintiva importante, no se construye sobre el sufrimiento de los demás. La ascética y la sobriedad siempre las he mirado con suspicacia. El abuso del otro, con horror. Pg. 219.

Al otro se le conoce tratándolo, conviviendo, descubriendo qué hay tras los ropajes que le ponemos, no disfrazándolo sino desnudándolo, y no me hagas chistes, constatando si lo que creíamos y deseábamos es o no es real. Y todo eso en un proceso de aproximaciones sucesivas y de instalaciones progresivas. Equidistante tanto de la lentitud absurda y de las posturas desconfiadas como de la alegría a lo ¡viva la virgen! del que en unas horas cree descubrir, ¡infeliz!, que halló su alma gemela. ¿Que es problemático el proceso que te describo? Pues claro que lo es.

Por eso pasa lo que pasa. Pg. 232.

La capacidad de amar es la real e intima posibilidad de poseer al otro al tiempo que se permite consciente y asumidamente que el otro te posea. Ya os he advertido que en esta definición el termino “poseer” no tiene el sentido simple de “tener”. Poseer, en el ámbito del amar, es la intima fusión de dos individualidades en el marco imprescindible del respeto escrupuloso que cada una le tiene a la otra, precisamente porque se poseen sin trabas ni ambages. Porque se aman. Este es el misterio del amor, queridos diablejo e interlocutor oscuro. Aún a riesgo de que me llaméis cursi os lo digo. Posesión incondicional y respeto absoluto, un oxímoron imposible de admitir por los que no son capaces de vivirlo. Y como sin conocer no hay posibilidad de amar, esa posibilidad se da solo en la medida en que se conoce. Pgs. 260-61.

El amor, en tanto que posesión total y absoluto respeto en el caldo de cultivo del conocimiento profundo, es, irremediablemente, fuente de amor hacia los que se encuentran en la periferia inmediata del vórtice amoroso. El amor no produce utilización ni dependencia, que son sus antípodas. No las produce en la relación entre los amantes ni en la conducta de estos hacia los demás que les rodean. Pg. 262.


Revista de prensa

Comentario sobre El alma de las mujeres publicado en el diario La Opinión, sección “Libros”, sábado, 18 de noviembre, 2017, pg 5:

Antonio J. Ubero

[Ediciones Deliberar] gira el torno hacia el pensamiento travestido de ficción en la implacable y lúcida digresión de Cecilio de Oriol sobre la igualdad de género. El alma de las mujeres se estructura en un intercambio epistolar a cuatro bandas, con el que el autor expone con claridad su concepción del eterno femenino, dando una lección magistral de sensatez y agudeza que pone en evidencia los convencionalismos sociales respecto a la mujer y el cinismo que cautiva el pensamiento único de lo políticamente correcto.

Comentario sobre El alma de las mujeres publicado por Carolina Casco en el diario El Mundo, 18 de octubre de 2017:

El alma de las mujeres es la obra que nos presenta al debutante Cecilio de Oriol. Poco se sabe del autor, que hizo llegar su obra a José Lázaro a través de correo electrónico. Lázaro se interesó por el material, un torrente de sugestivas ideas que, sin
embargo, necesitaban un trabajo de edición. El propio Lázaro se encargó de esa corrección de estilo, y ese es el punto de partida de esta deliberación vía email, que da pie a un nuevo género: la neoepístola. Si la forma incorpora el novedoso elemento de la correspondencia por internet, el contenido utiliza lugares comunes como la igualdad de género o la descripción del temperamento femenino.

Comentario sobre El alma de las mujeres publicado en Hoy es arte (www.hoyesarte.com):

El alma de las mujeres, de Cecilio de Oriol es una obra en forma de novela epistolar que, como señaló Lázaro [en la presentación a la prensa], “tiene la fragancia de la literatura del siglo XVIII pero trasladada a la modernidad, pues la correspondencia entre los autores está realizada por correo electrónico”.

El libro aporta la visión del autor sobre la igualdad entre hombres y mujeres, pero también reconoce sus diferencias: “La capacidad femenina para llegar al deseo a través del amor contrasta con la dificultad masculina de alcanzar el amor a partir del deseo”, argumenta este enigmático creador que solo se comunica a través de correo electrónico.

Comentario sobre El alma de las mujeres publicado en El Periódico el 17 de octubre de 2017:

El libro presenta la visión del autor sobre la igualdad entre hombres y mujeres, pero también reconoce sus diferencias, para lo que ha contado con la aportación de la condesa de Toloño, quien constituye además un personaje en la obra.

Comentario sobre El alma de las mujeres difundido por la Agencia Europa Press el 17 de noviembre, 2017:

La cuarta obra presentada por Ediciones Deliberar ha sido El alma de las mujeres del escritor inédito Cecilio de Oriol, en colaboración con José Lázaro. Una obra en forma de “novela epistolar” que, según Lázaro, “tiene ese recuerdo del siglo XVIII, como en Las amistades peligrosas” pero que traslada el género a la modernidad, pues la correspondencia entre los autores está realizada por correo electrónico, según explica Lázaro.
El libro presenta la visión del autor sobre la igualdad entre hombres y mujeres, pero también reconoce sus diferencias, para lo que ha contado con la aportación de la Condesa de Toloño, quien constituye además un personaje en la obra, en lo que según Lázaro constituye una “gran aportación a la novela feminista”.

Comentario sobre El alma de las mujeres publicado en el www.todoliteratura.es, 14 de noviembre, 2017:

¿Cómo se hace una novela neoepistolar en el siglo XXI?
La condesa de Toloño, ¿es un personaje real o de ficción?
¿Quién es Cecilio de Oriol?

El alma de las mujeres es un ensayo narrativo, o un relato ensayístico, escrito por dos autores que lo etiquetan como “novela neoepistolar”, y en el que dialogan cuatro personajes. La identidad del primer autor —que comparte nombre con el principal personaje— permanece oculta, pero su discurso es claro y explícito.
El alma de las mujeres presenta un discurso a favor de la igualdad entre hombres y mujeres: “La sensibilidad de las mujeres —lo mismo que la inteligencia, el sentimiento o la intuición— es exactamente igual que la de los hombres”. Pero también reconoce constructivamente sus diferencias: “La capacidad femenina para llegar al deseo a través del amor contrasta con la dificultad masculina de alcanzar el amor a partir del deseo. La tendencia de la mujer a las relaciones personales se opone a la querencia del varón por las objetales”.
Un tema semejante al de numerosos best sellers, pero con un estilo y enfoque radicalmente distinto a ellos.


Carta de José Lázaro a la Condesa de Toloño

Queridísima Condesa:

Circula ya por las librerías el producto de nuestra larga correspondencia con don Cecilio de Oriol sobre temas mujeriológicos. Fue una gozada para mí inventarme las intervenciones en ella de Asmodeo y del Negro, a diferencia de don Cecilio y de usted, que no necesitaban inventar nada pues podían limitarse a ser ustedes mismos.

Me dice la editora, Belén Illana, que una vez escrito y publicado el libro empieza la parte difícil: dárselo a conocer al respetable público, que desbordado por la masiva oferta de obras firmadas por célebres autores, es difícil que se llegue a fijar en un desconocido anacoreta como mi admirado maestro, el señor De Oriol. (Lo cierto es que aunque el Negro me parece un poco pánfilo, comparto plenamente su devoción por el magisterio de don Cecilio).

Sé bien que a él no hay posibilidad alguna de hacerlo salir de su refugio granadino, ni tampoco de introducir allí una cámara con micrófono. Alguna vez se lo sugerí discreta e indirectamente y recibí como respuesta uno de sus temibles bufidos, acompañado por la queja de que bastante molestia era ya tener que contestar nuestros insistentes (y aburridos) correos para que encima pretendiésemos hacerlo salir de casa y exponerlo a las inclemencias de la prensa despiadada. Que hasta ahí podríamos llegar, vamos. Que a quien quiera saber de él podemos darle su correo electrónico; y eso sólo hasta nueva orden.

Pero el caso es que doña Belén insiste en que es fundamental acercarles el libro a sus eventuales lectoras (de los lectores no espera gran cosa, en esto coincide la editora con el editado), pues de otro modo no llegarán siquiera a enterarse de que existe. Y ha programado para ello un serie de encuentros con el público en distintas ciudades españolas, a los que yo acudiré, como segundo autor de la obra, acompañado por ella y por alguna amiga escritora que se interesa por estos temas mujeriológicos.

La pregunta que Belén me ha encargado transmitirle a usted, mi muy dilecta señora, es si podríamos tener el honor de contar con su egregia presencia en alguno de esos actos. Nada nos sería más grato y humildemente se lo solicitamos confiando en que sus bien probadas habilidades sociales la hagan inmune a ese ataque de misantropía que parece incurable en el caso de don Cecilio.

Quedo, como siempre, a sus pies y a la espera de su pronta respuesta.

Un respetuoso ósculo.

José Lázaro


Carta de la Condesa de Toloño  a José Lázaro

Mi querido profesor,

Permítame, ante todo, que le presente mis disculpas por no haber respondido con mayor premura a su amabilísima misiva. La situación que, contando con su bien probada discreción, pasó a relatarle, confío en que le resulte atenuante de tan improcedente falta de urbanidad por mi parte.

Lo cierto es que, escandalizada a la par que aturdida por las noticias que llegaban por los cuatro puntos cardinales, sin tregua y en modo in crescendo, sobre sediciones, sevicias y crueldades de todo pelaje, busqué  refugio y consuelo en una abadía cisterciense próxima a mi condado, que mi antepasada doña Urraca tuvo a bien fundar y en el que habitan un grupito de encantadoras monjas de clausura. Aquí, alejada del mundanal ruido y dedicada al ora et labora paso plácidamente los días, rodeada del calor de mis hermanas en Jesús, si bien, para serle del todo sincera, también nos rodean ahora los gélidos rigores del invierno en forma de nieve blanca que cubre la techumbre con su puro manto. Aunque muchas son las servidumbres de la aristocracia, como bien sabe, existen también compensaciones y una de ellas es que aún mantienen un aposento para los descendientes de la benefactora del monasterio que cuenta con todas las comodidades propias de los mejores alojamientos mundanos.

Debo confesarle, aun a riesgo de despertar los celos en mi verdadero confesor, el pater Feliciano, que no tengo intención alguna de retornar al bullicio, el desorden, a la caótica jungla en la que se ha convertido nuestra forma de vida, no al menos hasta que mi alma se serene y reponga fuerzas para afrontar tamaños dislates sin que mi ya castigada coronaria se resienta aún más.

En fin, mi querido amigo, creo que sigo los pasos de ese sabio amigo común que es don Cecilio de Oriol y antepongo el ansia de meditación y búsqueda de la armonía interior a las tentaciones sociales. Por ello, agradeciéndole de todo corazón su muy atractivo y generoso ofrecimiento de girar visitas a ciudades de nuestra querida España y mantener entrevistas con mujeres tan interesantes, cultas y amables, me veo en la obligación de declinar su propuesta.

Bien sabe que esta condesa muda de opinión con alguna frecuencia. Quiere esto decir que en un futuro, espero no muy lejano, es muy posible que reconsidere mi modo de vida y acepte lo que la fortuna quiera depararnos.

Le deseo toda clase de éxitos y mucha felicidad y contribuiré, modestamente por mi parte,  a su consecución manteniéndole en mis oraciones, ahora más que nunca.

Dios le bendiga.

Ósculos.

La Condesa


Carta de Belén Illana a Cecilio de Oriol

Madrid, 12 de enero de 2018

Estimado Sr. de Oriol,

Como ya sabrá por el profesor Lázaro, el próximo 17 de este mismo mes de enero presentaremos en Madrid su libro El alma de las mujeres. Intervendrán en el acto la escritora Cristina Sánchez-Andrade y el propio José Lázaro. Nuestra querida Condesa de Toloño ya ha excusado su presencia, por no encontrarse en Madrid, y me preguntaba si usted sigue en su firme posición de no querer asistir a actos públicos.

Ediciones Deliberar ha querido apostar por usted como escritor inédito y desconocido hasta el momento.   Estamos seguros de que sus ideas sobre la construcción del alma femenina tendrán una gran repercusión entre los estudiosos del tema y en la sociedad en general. De hecho, ya se han escrito varias reseñas comentando su especial concepción del feminismo.

En resumen, creo que si asistiera al acto de presentación sería una buena oportunidad de darse a conocer, así como de expresar ante sus lectores lo que ha querido decir con este libro.

Espero recibir pronto noticias suyas.

Un cordial saludo.

Belén Illana


Carta de Cecilio de Oriol a Belén Illana

Granada, a 14 de enero de 2018

A la atención de Dª Belén Illana, Directora Editorial de “Deliberar”

Mi estimada Dª Belén:

El pasado 8 de diciembre escribí al Profesor Lázaro una carta sobre la presentación del libro “El alma de las mujeres”, presentación a la que, por razones que imagino le habrá comentado D. José, me será imposible asistir.

No me parece mal suplir mi ausencia con algunas palabras que materialicen mi presencia. Le confieso que para mí estos actos, tan de agradecer sin duda, tienen siempre una doble cara.

La doble cara que, en estos momentos en que le escribo, tengo delante de mí, enmarcada en la pared contra la que se apoya mi escritorio.

Es una foto que hice, hace ya muchos años, de una de las estatuas que flaquean el sepulcro de Francisco II en la catedral de Nantes. Las virtudes teologales están allí representadas en mármol de Carrara, pulido y brillante. Una atrajo mi atención especialmente: la que encarna la Prudencia (una dama robusta con sayal ceñido por cordón, que sostiene un compás en una mano y una especie de espejo en el que se mira, en la otra). Tanto que la fotografié, amplié la foto y, desde entonces, me acompaña en mis días y también en algunas de mis noches.

Porque tras la nuca de la doncella, bellísima, aparece la cara de un anciano. Es una estatua bifronte. Como la Prudencia, que ha de ser doncella fuerte y, al tiempo, anciano sabio. Suave en la atención a sí misma y medidora exacta de lo que hace y también atesoradora de experiencia y maestra de la cautela.

Es el perfil de la moza bella y el anciano sabio el que miro cuando les escribo esto. Por que al escribirles y hacer acto de presencia en la presentación del libro no se muy bien si es la prudencia la que me ampara. Y mi duda se acreciente si resumo mis temores en la carta que le dirigí al Profesor Lázaro el día 8 de diciembre. No es, decididamente, una carta prudente.

Por eso decido mirar la cara de la doncella, obviar su nuca y remitir a usted, con el ruego de que la lea, la citada carta tal y como fue escrita.

Granada, 8 de diciembre de 2017

Mi estimado profesor:

Ya leí los comentarios que hace usted a la Sra. Condesa de Toloño, que es persona de mi estima y respeto. Siento que me retrate como un ser que da bufidos, lo cual me coloca en el apartado de animales tan estimables como los caballos y los rumiantes mayores. No crea que me desagrada una tal compañía y, si me aprieta un poco las clavijas, acabaré diciendo que un buen búfalo bufante es preferible a cualquier idiota parlante.

Pero no es este el motivo mayor de mi carta (carta es, aunque sea electrónica) sino un hecho que me inquieta y que me temo va a consolidar entre los amables oyentes de la misiva (por que se la envío para que la publicite) la imagen de individuo colérico e intratable que a usted le encanta difundir.

Pero vayamos al grano: En sus intervenciones (me temo que también en la que está en curso de hacer en el acto en el que se supone leerá usted esta carta) usa un termino que me resulta del todo inadecuado por no decir profundamente incómodo. Me refiero a ese malhadado palabro (déjeme que abandone por un momento la corrección semántica) con el que califica y cualifica mis pobres ideas: Androfeminismo.

Creo que usted conoce bien mi total oposición a lo que fue una moda en la política española de los años 80 del pasado siglo toda llena de consignas, eslóganes y ¡máximo horror! “ideas fuerza”.  Convertir el concurso de los pensamientos en cortos publicitarios nos ha llevado a creer que una frase afortunada puede resumir todo un complejo razonamiento. Y eso no es verdad.

No niego el éxito de dar con una expresión que sintetice y deslumbre como un fogonazo (es algo que he pretendido siempre, sin lograrlo) pero de ahí a la caricatura vergonzante hay un trecho, mi querido amigo, que no debemos nunca recorrer.

Le explico: Si usted dice que existe una cosa que se llamaría Androfeminismo por lógica comparativa debería existir también su especular Ginecomachismo. Si el androfeminismo lo practican los hombres que pretenden entender humanamente a las mujeres el ginecomachismo lo practicarían las mujeres que pretenden entender humanamente a los hombres.  Evitando entrar en la disparidad de las tareas de entrambas posiciones, permítame solo decirle que las beneméritas mujeres que se dediquen al segundo de los trabajos tendrán ante sí ¡ay! una empresa mucho más fácil y aburrida. Tanto mas en la medida de que la mayoría, llegada a una edad adulta, lo practican sin descanso y sin desmayo con sus parejas, hijos, e incluso con los militares sin graduación. Entender al hombre que la mujer tiene al lado no exige mucho.

Solo ver, oír y, la mayoría de las veces, aguantarse la risa.

Y no me haga ponerle ejemplos próximos

Sin duda que le reconozco el derecho a llamar a las cosas como le parezca bien y por tanto de calificar el opúsculo como le venga en gana, pero le considero una persona inteligente y cultivada y, en consecuencia, sé que verá en mis palabras algo más que un desacuerdo y algo menos que un reproche.

Fundamentalmente es una súplica humilde y dolorida: no me obligue demasiado a participar de la ocurrencia.  Con un poco de buena voluntad podemos evitar decir el androfeminismo de Cecilio de Oriol.

He pecado mucho, pero eso no me lo merezco.

Termino por donde debería haber comenzado: dando las gracias a las personas que esta tarde (o mañana, no lo sé con certeza) les acompañan en la presentación del librejo.

Desde aquí, en Granada, en el día que fecho esta carta a las 4 de la tarde, mirando a la sierra y con el jardín algo mustio (solo sobreviven, de un verde espléndido, las gardenias) sepan que hubiese deseado estar con ustedes.

No ha sido, ni será, posible.

Cecilio de Oriol


Carta de Cristina Planchuelo a la revista Deliberar

Nota del Comité Editorial: La profesora, sexóloga y escritora Cristina Planchuelo fue quien, en una conversación personal, sugirió a Lázaro el término “androfeminismo” para designar la perspectiva masculina sobre las cualidades femeninas que se expone en El alma de las mujeres. Como saben ya bien los  lectores de la serie de escritos a los que ahora se añade éste, el término, que entusiasmó a Lázaro, indignó a Cecilio de Oriol. Ofrecemos a continuación a los lectores de la revista Deliberar el texto de una carta remitida por Cristina Planchuelo que acabamos de recibir.

Anoche terminé la lectura del libro, El alma de las mujeres, que me deja más preguntas que respuestas (lo cual es de agradecer, al menos para una sexóloga como yo).

He disfrutado muchísimo con él, en parte porque tiene una estructura (casi) de diálogo y eso aporta distintos puntos de vista, todos ellos sugestivos y hasta convincentes; en parte por la belleza, la sabiduría, el ingenio y la ironía de su texto. Pero también por una sensación doble: por un lado, de epifanía en determinados párrafos; por otro, de sentirme entendida en lo más profundo. Ese “claro, esto es lo que me pasa a mí y no sabía cómo expresar” me ha ocurrido en numerosas ocasiones mientras leía. Juraría que lo mejor de todo es que estas palabras proceden de un varón… aunque quizás ese es el principal inconveniente: de nuevo los hombres son los que hablan en nuestro nombre, aunque sea para decir verdades como puños.

Es cierto que algunas verdades vienen de la mano de mujeres, pero el plato principal del menú es Cecilio, un hombre que admira a las mujeres… aun sin conocerlas carnalmente. Reconozco que al principio me puse alerta: ya está la condescendencia masculina ensalzándonos para dejarnos contentas. Pero al final caí rendida ante los encantos de su honestidad y su inteligencia. Cecilio no piensa como una mujer, pero conoce a las mujeres casi mejor que las mujeres mismas, justamente porque nos ve con la perspectiva que permite contemplar desde la otra orilla… sin la molesta urgencia de cruzar las aguas para poseernos.

Pero no acabo de tener claro que ese ensalzamiento de lo femenino sea feminismo ni androfeminismo. Las feministas buscan la igualad, no ser superiores a los hombres (porque saben que en realidad es así, ja, ja, ja).

A pesar de esa duda, defiendo el androfeminismo. Y lo entiendo como el intento de los hombres por elevar su concepto de las mujeres para contemplarlas como iguales en derechos y obligaciones aunque diferentes en naturaleza. Mi idea no es la que defiende Cecilio, es decir, la práctica que realizan los hombres para entender a las mujeres. Eso no es feminismo, ya que entender no es feminista: lo es relacionarse en igualdad. Su idea de que si hay androfeminismo debe existir ginemachismo es una trampa: esa no es la simetría. Si hay androfeminismo debería haber ginefeminismo, que es el que ya hay, aunque no se nombre así porque el feminismo nació solo en el seno de las comunidades de mujeres y habría resultado redundante ese prefijo. Como también hay andromachismo y ginemachismo. Si antes no los ha llamado nadie así no será porque no existen sino porque cuando se acuñó este término lo “gine” no aparecía en el mapa de lo social (sí lo ha hecho hace pocas décadas) y, por tanto, no hacía falta ese “andro” por contraposición.

Por tanto: esta vez no le doy la razón a El Sabio. Pienso que su deseo de polemizar no le ha permitido acertar esta vez. Aunque sí estaba cerca de la verdad al asegurar que “Convertir el concurso de los pensamientos en cortos publicitarios nos ha llevado a creer que una frase afortunada puede resumir todo un complejo razonamiento. Y eso no es verdad”.

Pero la charla entre Lázaro y yo en la que se me ocurrió el invento de este palabro trataba justamente sobre estrategias de promoción:hablábamos sobre las difíciles vías por las que se podría conseguir que las revistas femeninas se interesaran por El alma de las mujeresy diesen a conocer a sus lectoras este nuevo fenómeno: el androfeminismo.

Volveré a leer El alma de las mujeres, que es el impulso que me surge nada más terminar un libro que me gusta. Espero encontrar alguna respuesta más y no acabar perdidamente enamorada de Cecilio.

Cristina Planchuelo


Contestando a D.ª Cristina Planchuelo, por Cecilio de Oriol

Nota del Comité Editorial: Publicamos a continuación la carta que nos ha hecho llegar Cecilio de Oriol en respuesta a la anterior.

Estimados señores

Sirva esta comunicación para responder a la amabilísima carta que la señora Planchuelo tuvo a bien enviarme a través de ustedes para contestar a la, quizá desabrida, reacción mía ante el término “androfeminismo”.

Voy a intentar poner en orden mis pensamientos sobre lo que D.ª Cristina dice, sin enviárselos directamente a ella (desgraciadamente no conozco su correo) sino trasmitiéndolos a través de ustedes, rogándoles, que antes de hacerlos públicos los sometan a su destinataria para su aprobación y conformidad.

D.ª Cristina en su primera y segunda intervención centra sus objeciones en dos puntos fundamentales: a) el androfeminismo es una denominación correcta; b) No se debe hablar de “hombre y mujer” sino de “hombres y mujeres”.

Vayamos por la primera y para ello reproduzco aquí su párrafo esencial:

“Mi idea no es la que defiende Cecilio, es decir, la práctica que realizan los hombres para entender a las mujeres. Eso no es feminismo, ya que entender no es feminista: lo es relacionarse en igualdad. Su idea de que si hay androfeminismo debe existir ginemachismo es una trampa: esa no es la simetría. Si hay androfeminismo debería haber ginefeminismo, que es el que ya hay, aunque no se nombre así porque el feminismo nació solo en el seno de las comunidades de mujeres y habría resultado redundante ese prefijo. Como también hay andromachismo y ginemachismo. Si antes no los ha llamado nadie así no será porque no existen sino porque cuando se acuñó este término lo “gine” no aparecía en el mapa de lo social (sí lo ha hecho hace pocas décadas) y, por tanto, no hacía falta ese “andro” por contraposición”.

Hay por tanto tres afirmaciones consecutivas en este párrafo. La primera dice que el feminismo no aspira a que las mujeres sean entendidas sino a que sean tratadas de forma igual. “Relacionarse en igualdad” es el termino que D.ª Cristina usa y me parece muy bien usado. Pero la relación en el seno de la igualdad exige como fundamento primero la comprensión y el entendimiento del otro como igual. No hace falta ilustrar, tanto en la historia de pensamiento humano como en la evolución de la sociedad, este aserto. El ser humano no se despegó, durante siglos, en el proceso de construcción de su propia humanidad, de un atavismo que tiene raíces muy poderosas en la estructura social del resto de los animales. No se despegó (aventuro) porque la inercia de la biología no le permitió pensar o le sirvió de excusa para no hacerlo. Y en este “no despegarse” cayeron hombres y mujeres. Pero, para satisfacción de cualquier observador medianamente racional, parece que la toma de distancia y la correcta comprensión de la biología se está produciendo. Bienvenida sea esta postura incipiente. Pero yo pienso humildemente que en este proceso el comprender, como una fase avanzada del mirar con otros ojos al prójimo (en este caso a las mujeres) ha tenido y tiene una importancia no desdeñable.

Otra cosa es que a esto, que yo llamaría simplemente proceso de humanización del hombre y de la mujer, le llamemos feminismo. Discutir eso (me lo reconocerá la señora Planchuelo) es tarea ardua y poco agradecida, cuando no francamente peligrosa. En la historia del feminismo hay, como no podía dejar de suceder en toda historia humana, tantos aciertos y verdades como tergiversaciones insostenibles. Por eso, y solicito perdón por ello, si es que es necesario hacerlo, evito siempre hablar de feminismo.

En este contexto se comprenderá cómo el término “androfeminismo “ y la discusión que parece haberse iniciado con mi extemporánea intervención inicial, me resulte totalmente irrelevante. En mi defensa solo diré que el “palabro” es feo sin ambages. A mi ni me gustaba ni me gusta (y creo tener derecho a ello) que lo poco que yo digo se encuadre con tal nombrecito. Pero no hay más y por eso lo dejo claro.

La tercera cuestión se refiere a mi desdichada contrapropuesta (“ginecomachismo”). Tiene toda la razón D.ª Cristina. Además de ser también un espantoso neologismo, es de toda suerte inapropiado. Ella lo explica con claridad y acierto y yo lo retiro con agradecimiento.

Y vamos a la ultima cuestión que tiene mas enjundia de la que parece. D.ª Cristina me reprocha que hable del hombre y la mujer (no de los hombres y las mujeres) y me acusa veladamente de ser un militante de un platonismo que alimentó (como ella muy bien sabe) toda la filosofía idealista hasta nuestros días. No me atrevo a entrar en los complicados y alborotados mares de las distancias entre el ser y el ente y desde luego confieso que no pienso, ni he pensado en mi vida, que se pueda uno referir a la Idea como representante fáctico de la cambiante realidad (humana y no humana). Pero de ahí a admitir que un expresión aislada me coloque en la caverna (platónica, por supuesto) hay un trecho que me resisto a recorrer.

Por eso doy también por zanjada esta cuestión aunque, si D.ª Cristina lo considera importante, tenga la completa seguridad de que me encantará deliberar con ella sobre este y los otros temas que le parezcan oportunos. No tiene uno, en estos tiempos, muchas oportunidades de cruzar palabra con persona tan interesante (e inteligente).

Por tanto, estimado Comité Editorial, pónganme a sus pies (a los de D.ª Cristina, no a los suyos) cuando tengan la oportunidad de hacerle llegar este panfletillo.

Cecilio de Oriol


Carta de José Lázaro a Cecilio de Oriol

Querido maestro:

Hace unos días leí una entrevista que Elena Cué le realizó a Jack Ma, fundador y presidente del grupo Alibaba, que ha tenido bastante repercusión.

Entre los temas que tocan me interesó especialmente la opinión sobre las mujeres que expresa el brillante capitalista chino. Dice lo siguiente:

— Ha comentado que al éxito de su compañía ha contribuido que el 47% de sus empleados sean mujeres. ¿En qué sentido lo piensa?

— Ya no tenemos el 47% pues acabamos de adquirir dos grandes empresas, en su mayoría hombres, por lo que ese porcentaje bajó un poco desgraciadamente. Transmito mi compromiso al equipo para que podamos volver a esas cifras. Más del 34% de nuestros altos directivos eran mujeres. Pensamos en hacer que nuestros servicios, software y productos sean más parecidos a los humanos, más considerados. Descubrimos que las mujeres son mejores en eso: se preocupan por los demás mucho más que los hombres, maridos, hijos, padres… Los hombres son más egoístas y se preocupan más por ellos mismos. Las mujeres son más consideradas y también más leales, es muy difícil que otras empresas las arrebaten. Los hombres piensan en lo que pueden conseguir. Las mujeres piensan en lo que las hace felices. En este siglo seguramente habrá más mujeres líderes, no solo en los negocios, sino en el mundo en sí. El mundo será más equilibrado.

— Conoce muy bien a las mujeres.

— Tenemos 700 millones de compradores activos en nuestro sitio web cada mes. Más del 70% de ellas son mujeres, son las grandes compradoras, pero no compran necesariamente siempre para sí mismas. Si miramos lo que compran los hombres; o compran de forma puntual ya sea para sí mismos o un regalo para impresionar a una mujer. Esa es la naturaleza humana.

Como podrá usted comprender, mi muy estimado Cecilio, al leer estas opiniones, y en particular la frase “Los hombres piensan en lo que pueden conseguir. Las mujeres piensan en lo que las hace felices”, no pude resistir la tentación de enviarle esta misiva, con el fin de conocer su opinión sobre el asunto y compartirla también con nuestros lectores del diálogo que tenemos abierto en la revista Deliberar.

Quedo, como siempre, a su disposición.

José Lázaro


Respuesta de Cecilio de Oriol a José Lázaro

Mi siempre muy estimado profesor Lázaro:

Le agradezco mucho su amable disposición al remitirme algún contenido de la entrevista que D.ª Elena Cué hace al presidente fundador de la empresa china Alibaba. Despertada, como es natural, mi curiosidad me leí de cabo a rabo el original que, la verdad, me pareció un modelo de concisión y de profesionalidad de la entrevistadora y del entrevistado. Nada que no fuese esperable por otra parte.

Pero vamos al tema que me suscita:

El Sr. Ma es, sin duda, un hábil comerciante y como tal busca la complicidad de las mujeres. Nada que objetar y queda claro en lo que él mismo dice de sus clientes sin olvidar tampoco el sexo de quien le entrevista. La tradicional cortesía china (tan superficial como efectiva), propia de las clases educadas de su cultura, avalan su conducta irreprochable. Pero imagino que usted no me pide un juicio sobre estos extremos sino sobre las afirmaciones que se hacen acerca de la naturaleza y el carácter de las mujeres y las observaciones (no precisamente marginales) que se hacen correlativamente sobre los hombres.

En 1953 (en otras ocasiones he tenido ocasión de comentarlo con usted) un fisiólogo holandés, FJJ Buytendijk, publicó un libro sobre la mujer (lo tituló así: La mujer. Naturaleza, apariencia, existencia) en el que planteaba, entre otras muchas cosas, que el mundo de la mujer era fundamentalmente el mundo del cuidado. Lo hizo como una especie de contestación al Segundo sexo de Simone de Beauvoir cuya primera edición es, recordará usted, de 1949. Como la segunda ola de movimiento feminista estaba en ciernes y la tercera aún inédita, el bueno de Buytendijk (que había nacido en 1883) se libró por poco del anatema y de la hoguera mediática que hoy supondría mantener públicamente esta postura. Aunque la matizara y explicara, aclarando lo obvio: que el mundo del cuidado es mucho más que la dedicación a las tareas ancilares del hogar y la familia.

Nadie parece darse cuenta todavía de que el mundo del cuidado es el mundo del respeto a la naturaleza de la cosa y menos aun percatarse de que este simple enunciado implica un universo que es femenino precisamente porque es conservador de lo que hay que conservar. Eso es lo que hace profundamente femeninos a actitudes y movimientos como el ecologismo o la atención al más débil.

La masculinidad humana se ha centrado siempre en violentar los limites de lo natural. No otra cosa es el progreso técnico. La cultura masculina es la cultura de la conquista y trasformación, no la cultura de la aceptación y el cuidado. Pero no se me confunda, mi querido profesor, la aceptación y el cuidado no suprime sino que revaloriza la trasformación cuidadosa de lo que sea preciso transformar. El cuidado no suprime el progreso ni el perfeccionamiento, suprime solamente la violencia ejercida sobre el sujeto y el objeto. Porque cualquier trasformación desde el cuidado parte inexcusablemente, repitámoslo, del respeto a la naturaleza de ambos.

Pero volvamos al Sr. Ma.

Las afirmaciones que hace son bastante congruentes y están, si lo miramos con cierto detenimiento, en la línea de lo que Buytendijk defendía. No obstante hay una afirmación que usted destaca en su carta y que me hace pensar. No creo que se pueda resumir diciendo (en estos temas las simplificaciones son suicidas) que los hombres piensan en lo que pueden conseguir y las mujeres en lo que las hace felices. Todos, hombres y mujeres, piensan en lo que les puede hacer “felices” (y no entro en esa exhibición de tontería contemporánea en que se están convirtiendo las sesudas disertaciones sobre la felicidad). Todas y todos buscamos sentirnos bien con nosotros mismos y con los demás. Y correlativamente todos, mujeres y hombres, también piensan en lo que desean y podrían conseguir.

Pero lo que significan estas palabras para cada individuo, para cada uno de nosotros, son cosas muy distintas y la mayoría de las veces muy distantes. Y en este aspecto particular se hace difícil, a mi juicio, buscar categorizaciones radicales en función del sexo para cada uno de los individuos (hombres y mujeres) que poblamos este mundo.

Una cosa es la posición existencial básica ante la vida y otra muy diferente la materialización en la práctica de dicha posición.

Eso no quiere decir que no se pueda estructurar e incluso describir y comprender las peculiaridades que tienen las existencias de la mujer y del hombre sin caer en la burda trampa de confundir la legítima visión sobre sus diferencias en la construcción de su mundo propio con la particular expresión en cada uno de los individuos de ese mundo construido.

Y si no queda claro se lo resumo: en la vida, profesor Lázaro, se encontrará usted con mujeres que actúan como hombres y con hombres que actúan como mujeres y si a esto a usted (o a alguien) le lleva a pensar que todo es lo mismo, que es una simple cuestión de construcción cultural (o histórica) o le suena a eso tan moderno de las “identidades fluidas”, es que no ha entendido nada.

Cosa que, estoy seguro, no sucederá.

Con mis mejores deseos.

Cecilio de Oriol


Carta de José Lázaro a Cecilio de Oriol

15 de julio de 2019

Mi muy querido y admirado maestro:

Desde que leí por primera vez su libro, a la vez que le torturaba a usted pidiéndole más y más aclaraciones sobre el texto, suele ocurrirme cada vez con mayor frecuencia que al escuchar una opinión (generalmente de labios femeninos) comento: “Eso es lo mismo que dice Cecilio”. Y aunque cada vez son más las lectoras que me hablan con entusiasmo de El alma de las mujeres (los lectores siguen siendo refractarios, o al menos a mí no me suelen llegar comentarios suyos, quizá por la poca atención que les presto) no llega mi optimismo a suponer que ese curioso fenómeno se deba a que la humanidad se va familiarizando ya con sus enseñanzas. Más bien sospecho que el acierto de las mismas hace que otras personas, inteligentes y sensibles, lleguen por su propia cuenta a las mismas conclusiones. Esta hipótesis de la coincidencia, más que de la influencia, es particularmente verosímil cuando se trata de opiniones formuladas y divulgadas mucho antes de la publicación de su libro.

Pero tampoco podemos descartar la posibilidad de que imbuido como yo estoy de sus ideas, crea reconocerlas en palabras que en realidad no las reflejan tanto como a mí me parece. Es frecuente este fenómeno de que al escuchar o leer algo lo ajustemos inmediatamente a nuestros propios esquemas mentales y encontremos en ello ideas que en realidad no pertenece tanto a lo percibido como al perceptor.

Afortunadamente siempre me queda en esos casos la posibilidad de recurrir de nuevo a usted, para pedirle más aclaraciones, precisiones y observaciones, que iluminen mis habituales tinieblas y precisen mis excesivas confusiones.

El caso que quiero hoy plantearle es el del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, cuyas Prosas apátridas acabo de terminar tan impresionado por la brillantez de su prosa como por la agudeza de sus ideas. La verdad es que me fascinó ese título incluso antes de saber la razón por la que lo había adoptado: “Se trata de textos que no han encontrado sitio entre mis libros ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos […] textos que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo […] los considero ‘apátridas’ pues carecen de un territorio literario propio”.

Y entre esos textos, que ya en la forma de presentarse despiertan mis simpatías, se encuentra —bajo el número 66— el dedicado a nuestro tema, el inagotable enigma que nos tortura y nos fascina:

Mientras más conozco a las mujeres, más me asombran. Si no se produce alguna mutación en el género humano, estos hombrecillos que entre las piernas, en lugar de nuestro colgajo, tienen un surco, un estuche, seguirán siendo enigmáticos, caprichosos, tontos, geniales, ridículos, en fin, para decirlo en una palabra, maravillosos. ¿Qué me atrae en ellas? Al llegar a los cuarenta años uno se da cuenta que más vale vivir en el comercio de las mujeres que de los hombres. Ellas son leales, atentas, se admiran fácilmente, son serviciales, sacrificadas y fieles. No rivalizan con nosotros en el terreno al menos en que los hombres rivalizan: la vanidad y el amor. Con ellas sabemos a qué atenernos, o están con nosotros o están contra nosotros, pero nunca esas medias tintas, esos celos, esas fricciones que tenemos con nuestros pares. Además ellas son las únicas que nos ponen en contacto directo con la vida, tomada esta en su sentido más inmediato y también más profundo: la compañía, la conjunción, el placer, la fecundación, la progenie.

¿Qué me dice, Maestro? No cabe duda —lo hemos comentado muchas veces— que ambos coincidimos con Ribeyro en preferir el trato femenino al masculino. Pero, ¿podemos llegar tan lejos como él y afirmar que las mujeres “son leales, atentas, se admiran fácilmente, son serviciales, sacrificadas y fieles”? De entrada la objeción es evidente: a veces sí y a veces no, algunas sí y otras todo lo contrario. Pero a pesar de que la frase, en su literalidad, es difícil de admitir, hay algo en ella que me recuerda a esa profunda diferencia antropológica que usted siempre señala entre mujeres y hombres y sobre la que yo nunca acabo de pedirle más detalles, pues ahí está a la vez la clave del enigma y la dificultad de aclararlo.

Lo mismo diría yo sobre esa supuesta ausencia de rivalidad en la vanidad y el amor (es curioso que Ribeyro precise en ese punto que no rivalizan con nosotros, pero no se atreva a decir que no rivalicen entre ellas) y sobre esa presunta ausencia de dobleces, esa franqueza sin medias tintas que me parece tan difícil de encontrar en las mujeres como en los hombres.

Pero al llegar a la frase final de nuevo vuelvo a tener la sensación de que Ribeyro coincide con lo que usted quiso enseñarme sobre la esencia femenina, lo que le llevó a tomar la decisión —que varias veces le han reprochado— de terminar su libro con una exaltación de la maternidad: son esos cinco términos que elige para ilustrar “el contacto directo con la vida, tomada esta en su sentido más inmediato y también más profundo: la compañía, la conjunción, el placer, la fecundación, la progenie”. En esos cinco términos sí veo —ya me dirá usted si me equivoco— una perfecta premonición de lo que, con paciencia y esfuerzo dignos de mejor causa, no deja usted de intentar aclararnos a quienes, lastrados por nuestra obtusa incomprensión masculina, tanta dificultad tenemos para llegar a entenderle.

Quedando, como siempre, a su entera disposición,

Suyo afectísimo

José Lázaro


Carta de Cecilio de Oriol a José Lázaro

Mi querido y valorado profesor:

Le confieso que su maravillosa persistencia (que deviene, para mi asombro, en ocasional pertinacia) en plantearme temas sobre las mujeres solo se ve paliada por un hecho incontrovertible: a usted y a mí nos interesan.

Y este desvarió de los intereses (si así pudiera calificarse) no hay duda que nos hace converger sobre el tal sujeto aunque me temo que con escasas coincidencias de fondo. Aparte, querido profesor, de que a mí me pueden fascinar como a usted pero le aseguro que no me torturan.

Pero vamos a lo que me dice.

Comienzo por darle la razón en un aspecto que acertadamente señala: Cómo a veces los escritos “residuales” de un autor se convierten en rincones de excelencia que concentran, aclaran y perfeccionan la “obra oficial”. Es un aspecto que merecería la pena estudiar con detalle y que es posible que acometa en algún momento en la medida de mis limitadas posibilidades.

Y sigo con una opinión con la que probablemente usted discrepe: Ribeyro es un excelente cuentista, acreditado lo tiene, pero su visión de lo femenino es, perdóneme que se lo diga, ramplonamente masculina. Y no digo machista porque me parecería injusto sin conocer más de su vida y de sus avatares con las mujeres.

Definir la mujer como “hombrecillos” sin pene y a continuación soltar una ristra de calificativos que huelen a rancio a fuerza de ser convencionales (enigmáticos, caprichosos, tontos, geniales, ridículos) para rematar con un “es decir, maravillosos” es una bien acabada muestra de displicente mirada desde la superioridad del macho, que contempla lo que no entiende con afectuoso desdén.

La siguiente andanada no es menos inoportuna. Las mujeres no son más leales, atentas, serviciales, sacrificadas y fieles que los hombres. Es decir que el común de los humanos. Ni tienen por que serlo.

Y la nota final: “se admiran fácilmente” no la entiendo a no ser que nuestro buen autor de cuentos solo se haya tropezado en su vida con ejemplares femeninos de los de boca abierta a la menor ocasión. Y le aseguro que por cada una que él pusiera en la balanza yo podría poner tres de los que poseen eso que Ribeyro llama “nuestro colgajo”.

En fin, querido profesor, que no creo que Ribeyro nos sirva para nada en la empresa —estupenda— de conocer el alma femenina. Todo lo más ilustra de nuevo la roma capacidad masculina para tener, al menos, unas pocas ideas claras sobre el objeto de nuestra apasionante deliberación.

Que espero no se vea interrumpida.

Reciba el testimonio de mi consideración y afecto acompañados de mi más afectuoso saludo

Cecilio

Posdata: Le hago una amable reconvención: mi libro no acaba con ninguna exaltación de la maternidad sino con una nota sobre la sensibilidad femenina al hecho vivido de una forma tan individual como inefable. Tengo por ahí algún escrito sobre la maternidad y su insoportable mitificación a lo largo y ancho de la historia humana. Y le aseguro que no es un escrito que exalte nada.


Carta de Cecilio de Oriol a la Revista Deliberar

Mis queridos amigos de Deliberar:

Veo con cierta sorpresa, no exenta de preocupación, la sequía de intervenciones que se ha producido al hablar de la mujer y de las mujeres. ¡Desde el mes de Julio ni una sola!

Y, pensándolo bien,  esto solo puede deberse a dos circunstancias naturales: el hartazgo o la falta de ideas.

Pero, si miramos a nuestro alrededor, ideas no sé pero noticias no nos faltan. Y cada vez son mas sorprendentes y estrambóticas. 

Quizá sea esto lo que provoque el hartazgo.

Aunque hay una tercera razón mas siniestra: el miedo. Pero de esa razón no les hablaré ahora. Déjenmela en la trastienda que ya saldrá en su momento. Aunque ya les anticipo que se extiende la convicción de que entrar en estos temas, si no es asintiendo a todo lo canónicamente establecido, es arriesgarse al anatema en el mejor de los casos y a la persecución irritada en el peor.

Todo ello me hace dudar antes de enviar este escrito (provocador, lo confieso) para que consideren si merece la pena colocarlo en la retahíla de los que ya le preceden en el tema que nos ocupa.

Y como de provocar se trata les adjunto una primera andanada: Juana Rivas y sus defensores (ministra incluida) como arquetipo, como epígono y como epítome; el concejal rijosillo al que los suyos le reprochan que haga publico el problema que estaba siendo juzgado por un especie de tribunal interno y secreto (viva la inquisición); el creciente número de políticos vergonzantes que han sido denunciados por maltrato (con el corolario de algunos casos inmediatamente sumergido en una piadosa penumbra de olvido);  la pareja mediática (y no por gusto sino por su desgracia ) que se araña en un garaje y se acusa de intento de homicidio; el sorprendente hecho de que las agresiones a mujeres solo se contabilizan en un lado del espectro si la mujer no pertenece al otro lado (véase lo sucedido en Cataluña). 

Pero sobre todo y ante todo, la plaga del feminicidio que no cesa  sino que se perpetúa.

Y por si la quieren, una guinda para el pastelón:  la preceptiva declaración de fe feminista que se prodiga en toda aparición publica de tirios y troyanos y que está siendo convertida en un tramite parecido a la aceptación de los principios inmutables del Movimiento Nacional (eso que las generaciones actuales afortunadamente no conocen) con el indudable riesgo de convertirse en algo tan vacío como aquella. 

Y no sigo mas (que podría) para  no cansarles y acabar por provocar la hartura que antes mencionaba. Por que el miedo ya lo tengo garantizado.

¿Deliberamos?

Cecilio de Oriol


El alma de las mujeres, por Nieves B. Jiménez

Texto publicado originalmente en Frontera Digital.

El alma de las mujeres (2017) es un libro atípico. No tanto por el tema que trata como por lo novedoso de las tesis que presenta y por el origen y la forma en que está estructurado. El alma de las mujeres es un libro escrito a cuatro manos: lo firman Cecilio de Oriol, un autor anónimo, y José Lázaro, un conocido intelectual madrileño, autor, entre otros textos, de Vidas y muertes de Luis Martín Santos,  XXI Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias (Tusquets, 2009). Fue Lázaro quien recibió hace unos años por correo electrónico un manuscrito, de unas sesenta páginas, enviado desde Granada por Cecilio de Oriol. Por la misma vía, Lázaro le contestó que le habían asombrado las ideas contenidas en el texto, pero que su exposición le parecía confusa y requeriría bastantes explicaciones para ser comprensible. La respuesta fue que el texto era perfectamente claro y que si Lázaro no lo entendía seguramente era por la simpleza de su mente masculina.  Así empezó un ciberdiálogo que duró dos años, pues ambos autores nunca se han visto personalmente ni han tenido más vía de contacto que el correo electrónico.

Leer más…


El enamoramiento, el amor, los hombres y las mujeres, por Cecilio de Oriol

Me llega un estupendo artículo/reseña de mi librillo sobre las mujeres. La ha escrito en su blog Nieves B. Jiménez a la que tengo la desgracia de no conocer. Hay en este escrito muchas cosas bien vistas, y también otras muchas estimulantes y acertadas, que giran alrededor de la idea del amor como realidad en la vida de un hombre y una mujer. No explora, sin embargo, otras posibilidades: el amor entre mujeres y el amor entre hombres. No hay reproche alguno al decir esto. Solo el deseo irredento de que fuese posible deliberar con ella sobre estos matices tan sutiles como interesantes. 

Pero a lo que íbamos.

Nieves B. Jiménez a mediados de su escrito dice “No, no es fácil hablar sobre el alma de las mujeres por que no es fácil hablar sobre el Amor: demasiados ingredientes, demasiada subjetividad, demasiados factores culturales. Pero está claro que el Amor es el Tema”.

Hay en este párrafo dos elementos sugestivos: el primero es el que liga el alma de las mujeres con el Amor (escrito así, con mayúscula) y el segundo y más relevante el que afirma sin ambages que el Amor es el Tema (y de nuevo las mayúsculas enfatizan lo que ha de ser enfatizado).

No seré yo quien niegue que hay ingredientes en demasía en algo que, cuando se produce, es de una simplicidad deslumbradora y deslumbrante.  De estos ingredientes algunos son lógicos y derivados de la propia naturaleza del asunto, otros añadidos mas o menos torticeramente y perfectamente impostados en su grito.

Pero lo importante es la afirmación de que el Amor es el Tema. Coincido profundamente con lo dicho y con como se dice. Solamente me atrevo a sugerir una cosa que ya Ortega intentó explorar sin conseguirlo demasiado. La diferencia sustancial que hay entre el Amor y el enamoramiento. El enamoramiento, los enamorados y el enamorarse hay que separarlos del Amor, con todos los respetos por su naturaleza bullente, accesible y llena de vida. El enamoramiento, el enamorarse, está en el fascinante campo de la fascinación. Y la fascinación, por su propia naturaleza, es versátil, potente, explosiva y mudable. Nadie está perpetuamente fascinado como nadie, aunque duela oírlo, puede estar perpetuamente enamorado.

No quiero entrar en las profundidades tan sugestivas (que las tiene) del termino latino original. Plinio denomina “fascinantes” a los hechiceros y, al tiempo, llama al falo “fascinus”. Y que decir de “fascinosus”.  Quizá Plinio quisiera señalar, con cierta torpeza (Nieves Jiménez la incluiría, supongo, entre los factores culturales) que el encantamiento adquiere su máxima potencia cuando se asocia al sexo. Nuestra RAE, tan  prudente, solo atisba a relacionar la posibilidad de que en la fascinación se mezclen la atracción y el engaño.

Si quisiéramos simplificarlo (y es un riesgo) diríamos que el enamoramiento está preso de las leyes del deseo.

Pero entonces ¿Qué es el amor y sobre todo el Amor? (única grafía que hace honor a su naturaleza). 

El Amor (y el amor como su materialización en dos seres humanos concretos que se encuentran) no es pasión, no es fascinación, no es torbellino que nos sume en el caos, no es la vivencia que nos arrastra por que nos supera mientras nos llena, no es anhelo ni es deseo. Y al tiempo es todo eso. ¿Cómo entenderlo entonces? ¿Cómo distinguirlo, si es que hay que hacerlo? 

Y la respuesta es tan simple que cuesta trabajo admitirla de primeras. La respuesta es que el Amor (y el amor) no es posible sin el Conocimiento. 

Por eso el Amor es tan abarcativo y solo es mencionable desde una posición superhumana que supone conocerlo todo.  Al Conocerlo todo puede Amarse a todo. Y todo lo que se Conoce puede ser objeto de Amor.

Pero a nuestro nivel de humanos individuales, tan precario como próximo, el amor es algo mas tangible, mas concreto. Es también el conocimiento del otro en un proceso que puede comenzar sin duda en el enamoramiento (y así es habitualmente) pero que, sí tiene en su origen la chispa amorosa, supone la entrada en un proceso inacabable y perfecto en el cual dicho conocimiento progresa hacia un horizonte que nunca se alcanza.

Y no es un conocimiento cualquiera. El amante no solo pretende acceder a lo que es, en realidad y en radicalidad, el amado sino que, al tiempo, se abre facilitando al otro la misma acción. En esta acción doble (conocer y dejarse conocer, abrir y abrirse) está el amor, representación individual y por tanto necesariamente imperfecta, del Amor. Los amantes dejan así de ser meros prójimos y se convienen en copropietarios de sí mismos.

Por eso el amor tiene vocación de eternidad que supone la superación, si ello  se produce, del enamoramiento inicial y el paso a un modo de acercamiento progresivo a una comunión que integrará a los amantes en una unidad persistente, sólida. Un proceso que se puede deteriorar sin duda, pero que en su esencia  tiene vocación de autoalimentarse.

Por que la actitud de conocer/dejarse conocer se puede quebrar y el amor termina cuando la incomunicación aparece.

Por supuesto que no estamos, en la realidad de lo cotidiano, frente a un proceso perfecto y frecuente. Aunque en todos los que se aman se detecta. Inicial, tentativo, con carencias o balbuciente. Pero se detecta.

No se si lo que digo será entendido pero estoy seguro que los que aman o han amado lo verán claro y diáfano.

Este escrito se está prolongando y no es ni mi estilo ni mi interés. Pero déjenme que les cuente algo que, a lo mejor, sirve. 

En 2018 se publicó un libro de un autor belga que habla de la situación de las gentes en una ciudad ocupada por las tropas alemanas durante la segunda guerra mundial. El autor se llama Jeroen Olyslaeger, el libro “Voluntad” y la ciudad Amberes.

Pero su mención en estas paginas no es por el estupendo relato, plano y ausente de toda heroicidad, que el autor hace de esas gentes, (unos y otros, invasores e invadidos) nada épicas y nada puras, estúpidamente crueles y asesinas y, al tiempo, miserablemente egoístas en su cobardía y en su ansias por sobrevivir y medrar, si ocasión hay para ello.

Lo que aquí nos interesa es traer a colación dos escenas separadas que cobran vida propia:

La primera se produce cuando el protagonista (policía auxiliar de la ciudad ocupada) va con su novia que “quiere bailar” a un local frecuentado por miembros de las SS tanto belgas como alemanes. Acompañan a colaboracionistas belgas.

La novia comienza a bailar de buen grado con un capitán alemán de las SS y el novio se emborracha ferozmente. El capitán se propasa con la novia y él no sabe (en su furia contendida) hacer otra cosa que levantar el pulgar como respuesta a una mirada de ella y huir de la sala absolutamente ebrio. Vomitando y  cayendo sobre su propio vómito

Tras el episodio la novia (que después será su mujer) no quiere saber nada de él. Cartas y cartas sin respuesta, peticiones de perdón que solo reciben silencio. Él piensa que debe, quizá, dar por terminado el asunto y resignarse.

Pero al intentarlo,  habla de lo que siente  y dice esto “En realidad ya ha durado demasiado (se refiere al silencio y distancia de ella). Voy a ponerle fin y que cada uno siga su camino. Pero ¿por qué  de pronto siento un frío tan intenso o me hierve la sangre cuando me la imagino haciendo con otro lo que me ya me ha permitido hacer a mí?”.

La segunda sucede cuando Ivette (la novia) responde de improviso a sus cartas y lo cita en un parque de Amberes.

Hablan y él intenta disculparse con los tópicos al uso. “Estoy loco por ti” le dice y añade “Cambiaré”.  Ella le responde que solo son palabras.

Están uno al lado del otro,  acodados en una barandilla del puente y no se miran ni se hablan. Y entonces ella comienza. Escuchémoslos.

“- Te gustan tanto los jueguecitos, Wilfried…ni siquiera tú mismo sabes cuándo dices tonterías y cuándo no.

– Podría ser -digo-, podría ser. No lo sé

– Ven aquí,- Me estrecha con fuerza  y siento que mi cuerpo se pone rígido

– Deja de hacer eso…

Nos abrazamos  y yo tengo que contenerme mucho para no echarme a llorar como una criatura

…….

Y ella dice :

– Ese alemán se propaso conmigo y tú no hiciste nada. No me defendiste.

Me besa. Le devuelvo el beso.

– No volverá a suceder nunca más….

– Bah –dice y vuelve a besarme, cálida y húmeda

Y de pronto ya no entiendo nada del amor”

Efectivamente,  lamentable Wilfried, ni lo entiendes, ni lo has entendido nunca.

Pero, si te consuela, no estás solo en esa tórpida y viscosa incapacidad de entender lo que está tan claro.

Cecilio de Oriol


Memento, por Cecilio de Oriol

La condesa de Toloño ha muerto.

Tengo ahora en la cabeza la imagen de una tertulia de hace ya bastantes años en la que el pintor Lucio Muñoz, un hombre sabio y artista (combinación no demasiado fácil), planteó a la concurrencia una cuestión: “¿Quién es más real, mi abuela o madame Bovary?”. La aparente boutade (propia o recogida) ejemplificaba bien la distancia entre el personaje y la persona y señalaba de forma magistral que el personaje inventado puede tener la potencia real que no tiene la persona en la existencia limitada de su propio acontecer.

La condesa de Toloño era una aristócrata observadora y aguda, elegante y culta, que dedicó una parte de su tiempo, desgraciadamente muy pequeña, a mirar con perspicacia los que otros hacían o decían.  Y también a escribirlo. Simultáneamente era otras cosas por la que ha sido y será justamente recordada.  Pero déjenme que obscurezca esa parte, la realidad fáctica de su vida, y permita que resplandezca lo que ahora importa.

Aun recuerdo aquellas invitaciones a una casa coqueta y recogida, mas bien blanca, llena de una confortabilidad que su dueña iluminaba. También a los interlocutores (pocos) que allí convocaba y allí recibía. Recuerdo las cenas frugales pero exquisitas y las conversaciones inteligentes pero centradas, que era capaz de conducir sin conducirlas. Y también recuerdo, con más viveza si cabe, después (o antes), sus interlocuciones a mis escritos, con la ironía que destila la inteligencia y el afecto que produce la bondad. Quizá es necesario aparcar un poco la descripción y pararse en eso. Porque la condesa de Toloño era una mujer buena y esa cualidad, tan menospreciada, es extraordinaria cuando se da unida al pensamiento fino y ordenado. Y más aun si consigue eludir lo que, casi natural y polarmente, producen estas cualidades juntas: la incisividad despiadada o a la benevolencia que maldisfraza al desprecio.  Y la condesa lo conseguía sin esfuerzo.

La condesa de Toloño era también ingenua, si por ingenuidad entendemos la capacidad de asombro que no se agota nunca y esa curiosidad casi infantil que a veces no se sabe bien si premia de forma consoladora al que, un poco estúpido, se creer estar aventando primicias o al que, acertado, hace la observación brillante.

Y podría seguir, os lo aseguro, desgranando recuerdos y cualidades, pero la voz se ahoga cuando la emoción sube. Empieza, entonces, a sobrar casi todo.

Se ha muerto el personaje porque murió la persona.  Aunque es probable que esto sea una apreciación errónea y la condesa siga viva en lo que deja dicho. Yo a la persona no la vi nunca, nunca cené en su casa y nunca fui invitado a reunión alguna. Pero al tiempo y por ese misterio de la fuerza del daimón, que nadie advierte, nadie aprecia, y sin embargo todo lo modula, la vi, la conocí, cené, hablé con ella y hasta la amé un poco.

Adiós, Regina.

Cecilio de Oriol


Carta a Cecilio en memoria de la condesa, por José Lázaro

Querido Maestro: Solo recuerdo una ocasión en que la condesa de Toloño apareció públicamente como tal: fue en el Hotel de las Letras de la Gran Vía madrileña, cuando se presentó a la prensa su libro (de usted, aunque también un poco de ella) El alma de las mujeres. Estuvo, como siempre, deslumbrante: ingeniosa, encantadora, discreta… Pero no quiso repetir la experiencia, pues uno de los periodistas allí presentes se la encontró a los pocos días en un acto profesional y comentó jocosamente la doble vida de Regina.

Ella no quería que ambos mundos se mezclasen hasta que llegará el ansiado día de la jubilación, al que por desgracia no pudo llegar ella. Pero muchas veces me habló de la ilusión que le hacía, cuando ese día llegase, asumir abiertamente el doble papel de escritora y personaje que se ocultaba tras un ficticio título nobiliario (¿existe alguno que no lo sea?) y dedicarse plenamente a la escritura de las Memorias de la Condesa de Toloño, que desgraciadamente nunca podremos disfrutar sus admiradores. Porque, además de todas las cualidades personales (y personajales) que usted tan bien señala, ¡qué gran escritora era la condesa! He de confesarle que cuando releo la media docena de páginas que nos regaló para El alma de las mujeres siento cierta envidia ante el encanto y lo soltura que destilan sus frases. Mucho le agradecí aquel gesto de presentarse en público: me ayudó a refutar a algunos despistados (y despistadas) según los cuales ni usted ni ella existían y yo me los había inventado a ambos.

De su existencia (la de usted) yo no puedo dar pruebas presenciales (aunque sí textuales) ya que decidió usted hace años, sin necesitar ayuda de ningún virus, abonarse al confinamiento permanente en su carmen granadino. Pero siempre era un placer tenerla a ella en los actos públicos que celebramos sobre el libro, aunque ya no quisiese tomar la palabra. Prefería, eso sí, tomar la escritura, y gracias a ello hay en esta deliberación en la que le escribo a usted, ahora que por desgracia ya no puedo escribirle a ella, espléndidas muestras de su ingenio y de su gracia. Aquellas páginas suyas en nuestro libro no eran muchas y por eso prefirió no figurar como tercera firmante de la obra, sino hacer lo que llaman en el cine un “cameo”, como artista invitada. Eso la convirtió a la vez en autora, personaje literario y destinataria de la dedicatoria que usted y yo le ofrecimos, tal como era obligado (y deseado). Contribuyó así a la creación de un libro peculiar, firmado por dos autores, en el que actúan cuatro personajes, siendo el primer autor (usted) a la vez el protagonista de la obra, y otro de los personajes (ella), firmante de sus propias páginas y a la vez destinataria de la dedicatoria. Como apuntaba su amigo Lucio Muñoz, yo no tengo muy claro cual era más real, si Regina o la condesa. Pero en los pocos días que han pasado desde que nos abandonaron, no ha dejado de acompañarme la triste intensidad con que las echo a ambas de menos.

José Lázaro


Los prejuicios, por Cecilio de Oriol

Como es bien sabido el prejuicio siempre tiene el riesgo del error y, lo que es aun peor, de la injusticia.

Sin embargo, el prejuicio, la asunción indubitable de que una persona hará (o pensará) esto lo otro sin mas pruebas que el palpito y la suspicacia, es pan de cada día y hay que reconocer que supone generalmente una manera de pereza y ahorro intelectual: Si ya estamos convencidos de saber algo sobre alguien, para que molestarse en comprobar si estamos o no en lo cierto.

Así pues, el prejuicio lleva instalado, desde no se sabe cuando, en la historia de la humanidad. Y se ha instalado como un obstáculo para la racionalidad y, al tiempo, como un alivio para la pesada tarea de decir algo con fundamento.

Vale lo anterior para que hoy les exponga un prejuicio personal y la salida del mismo. Soledad Gallego Díaz es una periodista de verbo afilado y escritura tersa. No la conozco en absoluto, salvo por sus escritos, aunque ocupó alguna parcela de mis preocupaciones cuando pasó a ser directora de un diario, que merece mi aprecio intelectual, aunque no siempre esté de acuerdo con su tendencia a torcerse de un lado. Y esto me supuso la instalación involuntaria en un prejuicio hacia sus escritos.

Para mi era palmario que Gallego era de militancia feminista (lo cual la honra, sin duda y sin ningún tipo de ironía) y, como tal, se permitía, de vez en cuando, algún resabio radical que, si no caía entero dentro, rozaba el sectarismo. Ahí se anclaba mi prejuicio.

Pues bien, en su columna (mas bien suelto) de Ideas (El País, 15 de noviembre de 2020) aborda un tema que llamó mi atención. Lo leí, lo confieso, con las defensas levantadas y puestas en posición de prevengan (el que no haya hecho la mili encontrará dificultades para entender esta frase, pero que le vamos a hacer).

Pero me encontré con este articulo, bien escrito como todos los suyos y exquisitamente cuidadoso en evitar descalificaciones, en el se hace eco de las voces del feminismo español (las mas reputadas, todo hay que decirlo) que se alzaron contra el articulado de la nueva ley que pretende desarrollar (y aprobar) el Ministerio de Igualdad del gobierno de Pedro Sánchez.

La argumentación que habían desarrollado las/los opositores/as de la Ley giraban como es sabido en tres puntos claves: la ignorancia de la realidad biológica que llevaba a confundir sexo y genero, el riesgo del uso torticero de la Ley y el riesgo de intervenciones irreversibles sin garantías de tutela efectiva en el caso de los menores.

Como es natural todas ellas son susceptibles de debate y, sobre todo, de deliberación pero lo que no parece lógico es que se materialicen eludiendo,  todo ello, mediante actuaciones unilaterales o imposición gubernamental.

Gallego argumentaba esto brillantemente, con justeza y sin abandonar un rigor en la exposición de sus ideas. Todo un antídoto contra cualquier imagen previa y todo un aval de su abordaje intelectual racional y realista. Hay dos frases en el escrito que creo que hay que remarcar. Las cito textualmente. Dice la primera: “Inquietante también es la idea de que las leyes regulan sentimientos, cuando regulan acciones”. Y al segunda. “Lo progresista no debería ser abolir la realidad, que es diversa, no neutra, sino que hacer que esa diversidad sea irrelevante ante la Ley”.

Poco que añadir Dª Soledad.

Bienvenida a la racionalidad, territorio hoy tan maltratado, y en el que espero y deseo encontrarla siempre (a pesar de mis prejuicios).

Cecilio de Oriol


Avisperos y tropezones

Hay ocasiones en que la tentación de la actualidad es absolutamente irresistible. Y aunque hablar de lo actual siempre tiene el riesgo (cierto) de acabar hablando de lo que puede cambiar en unas horas, la incitación del maligno (no otra cosa es la tentación) nos arrastra. Sin remedio y sin la consideración a los charcos que pisamos y a los jardines en los que nos metemos. El tema de la identidad sexual y la identidad de género es, si uno hace caso a lo que oye y lee, un berenjenal del cual la mas elemental prudencia aconseja el huir a uña de caballo.

Pero  la tentación de ser insensatos es mayor que la prudencia.

Sentemos primero algunos asertos que nos sitúen en nuestra postura básica: a) La transexualidad existe y no es una mera cuestión de deseo sexual. En este sentido y en la mayoría de los transexuales el deseo sexual o esta muy mitigado o es “heterosexual” es decir, se dirige hacia el sexo contrario del que el sujeto siente que tiene; b) La cifras nos dicen que en los momentos actuales la transexualidad es un fenómeno que se presenta en los diversos países del mundo que han hecho estudios prospectivos en un rango que ve desde el 0. 1% (1 caso cada 1.000 habitantes) al 0.8 % (8 casos cada 1.000 habitantes). Estas cifras son meramente orientativas; c) A despecho de la transexualidad “folklórica” y chillona, hay muchos transexuales (mujeres y hombres) que son ciudadanos normales que viven, cuando lo consiguen, una vida personal y social indistinguible del resto de la gente; d) En la transexualidad real, no ficticia ni episódica, el dimorfismo y la dicotomía sexual se mantienen. La identidad es masculina o femenina a despecho de su situación originaría.

Pero una cosa son los datos y otra lo que se oye y se lee sobre el tema.

El domingo 14 de febrero de 2021 y a propósito de un nuevo desmán intelectual materializado en un proyecto de Ley, dos diarios españoles de ámbito nacional y no precisamente coincidentes en sus posturas (El País y El Mundo) entraban en liza (quizá sin proponérselo) y ofrecía a sus lectores tres relatos. En El País dos jóvenes (una adolescente en límite, 17 años) y un preadolescente (11 años) cuentan su particular aventura y hablan, ellos y sus familias, de la bondad de haber frenado hormonalmente su pubertad biológica para favorecer (la de 17 de chico a chica y la del de 11 de chica a chico) el cambio.

Como es natural, en ninguno de los dos casos se habla de la orientación del deseo. No es tiempo aun para eso y es perfectamente comprensible que no se mencione en los reportajes.

Todo en sus relatos es armonía y satisfacción, con algunos detalles enternecedoras sobre el lenguaje que se les atribuye desde la mas tierna infancia y que indica, sin duda, que se trata de personitas inteligentes y bien educadas.

El tercer relato (el que aparece en El Mundo) ofrece la otra cara de la moneda: una persona transexualizada cuando a los 14 años (era hasta entonces biológica y oficialmente niña) comenzó a “sentirse asqueada por la menstruación” y a pensar que, en realidad, era un niño.

Sus avatares son recogidos extensamente por el reportaje y se refieren las acciones de bloqueo de las hormonas femeninas (16 años) y la administración intensiva de testosterona (17 años) por una clínica especializada en tales tratamientos.

A pesar de que la supervisión médica podría hacer pensar en un aval a la idoneidad del proceso, la cuestión es que a los 22 años esa persona planteó con la misma (o mayor) fuerza la reversión de lo hecho y llevó su caso a los tribunales ingleses. En el intermedio, una mastectomía bilateral fue otro factor a tener en cuenta.

Según dice el periódico el fallo del caso (se conoce como el caso Bell) ha servido para que los tribunales británicos prohíban el uso de bloqueadores hormonales antes de los 16 años y exijan una autorización judicial para cualquier intervención médica antes de los 18.

Una golondrina no hace verano ni tres casos informan de la totalidad de una realidad compleja y de cuya existencia no es posible dudar.   También hay que dejar claro para malpensantes y descalificadores de oficio, que nadie en el mundo actual defendería que las minorías (y la transexualidad es eso: una minoría) no tengan todas las garantías y defensa posible que la Ley y la civilización han de proporcionar a quienes, en tanto que adultos sanos y conscientes, deciden hacer con su cuerpo, su vida y sus deseos lo que mejor les venga. Por muy contraintuitivo que nos resulte a los demás.

Y si hablamos de costumbres, usos, tendencias y prácticas sexuales, que están en el núcleo mismo de la identidad personal y de los sentimientos y apetencias de cada uno, estas garantías han de ser, si cabe, mas radicales y mayores.

Pero quizá sería bueno que no olvidásemos dos principios básicos: uno, que mi deseo tiene el límite infranqueable del deseo del otro, al igual que mi libertad tiene el límite de la libertad del que está frente a mí. Otro: que desde que la humanidad existe (y esto es también un imperativo biológico que se observa diafanamente en el reino animal) los seres humanos han tenido claro que hay un periodo en el que las crías han de ser protegidas, alimentadas y cuidadas hasta que son adultas y se vuelven autosuficientes. En la especie humana este hecho se ha mantenido a lo largo de los siglos y las civilizaciones de manera inalterable. Los ritos de iniciación son la señal social de que el individuo pasaba a ser un miembro autónomo y responsable de la comunidad. Pero antes de eso sus manifestaciones, derechos y obligaciones estaban matizados por su dependencia de quien le tutorizase (los padres, la familia, los mayores o el grupo social).

Pues bien es claro que estos dos principios: limitación de la omnipotencia del deseo propio cuando choca con el deseo y la voluntad de los demás y la niñez como ejemplo de la falta de autonomía y la necesidad de protección y cuidado, han de tenerse en cuenta por encima de teorías e intentos de ingeniería social.

Legislar sobre el deseo ya es muy problemático, legislar sobre el deseo infantil dándole carta de naturaleza y aumentando la autonomía de los que no son, ni pueden ser, autónomos es temerario.

Algo así deberían pensar (si pensaran) nuestros hacedores de leyes que parecen imitar aquello tan quevedesco de los pastores que hacían “soledades” como hacían migas.

No se debe, aunque se pueda, hacer leyes como quien hace panfletillos de ocasión y pancartas ingeniosas para una mani con bailecitos.

Pero ¿no nos habían dicho que no se puede pedir peras al olmo?  Quizá algunos políticos sean mas olmos que perales.

Andaba yo con estas reflexiones a cuestas cuando el domingo 28 de febrero de 2021 me encuentro, en El País Semanal, con un artículo de Rosa Montero. Rosa Montero es una escritora inteligente y sensible que suele hacer su aportación semanal desde puntos de vista razonables y razonados, aunque también declaradamente posicionados, a lo cual tiene, ni hay que decirlo, todo el derecho.

El artículo, además de hacer un llamamiento al diálogo y la discusión civilizada, que es siempre de agradecer, usa un argumento que quiero referirles aquí como muestra de la desorientación que cunde a la hora de afrontar un tema importante desde lo afectivo y sentimental.

Montero se adentra en los caminos de la embriología y de la génesis del cerebro y nos habla de cómo se produce (y ella lo da como un hecho demostrado citando fuentes científicas identificables) un dimorfismo sexual en dicho órgano. En román paladino esto quiere decir que los cerebros de las mujeres y de los hombres son biológicamente distintos. Y apunta a que la transexualidad podría ser causada por la existencia de un cerebro femenino en un cuerpo masculino y viceversa.

Lo leo con cierto estupor y me pregunto ¿Qué dirán las/los partidarios de la teoría queer? ¿Dónde nos queda la ya vieja frontera de la ideología de género?

A veces los peores cañonazos, los que nos dan en la línea de flotación proceden de la artillería amiga. Son letales.

Cecilio de Oriol