Deliberaciones de un erizo, por Rafael Narbona

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Por qué un erizo

Dado que esta cita quincenal pretende convertirse en un balcón liberal, me ha parecido una buena idea empezar con la fábula de  Isaiah Berlin, según la cual los filósofos y los literatos se dividen en «erizos» y «zorros». Los erizos se aferran a una sola idea que les sirve para explicar todo. Esta forma de proceder implica una simplificación que empobrece el debate intelectual. Trasladada al ámbito de la realidad política, puede ser el germen del totalitarismo. Por el contrario, los zorros exploran distintas ideas, cambiando de perspectiva cuando lo estiman conveniente. Siempre están abiertos al diálogo y prestan mucha atención a los matices. Si bajan al ágora, abogan por la libertad y la tolerancia. Yo me siento más cerca de los zorros que de los erizos, pero creo que es necesario albergar unas mínimas certezas. Sin ellas, los argumentos se quedan suspendidos en el aire. No siempre relativizar, como hacen los zorros, te acerca a la verdad. Eso sí, un erizo obstinado acaba convirtiéndose en un fanático.

¿Por qué escojo entonces al erizo? Porque creo necesario suscribir un núcleo de convicciones. No por cabezonería ni por intransigencia, sino porque siempre es conveniente disponer de un punto de amarre. En el caso del liberalismo, se trata de un puñado de ideas con suficiente plasticidad para mantener abierta la posibilidad del cambio, la evolución, la autocrítica y, si es necesario, la rectificación. El liberalismo exalta la libertad de pensamiento, culto, asociación y expresión, la igualdad ante la ley, la propiedad privada, la división de poderes, la separación entre la Iglesia y el Estado, la economía de mercado y el sistema parlamentario. Ese es mi punto de amarre, la armadura que me hace sentirme como un erizo preparado para enfrentarme al mundo. Un erizo se mueve despacio, pero con paso firme. Evita molestar a los demás. Es silencioso y discreto, pero si es necesario, pincha a los que pretenden cerrarle el paso o atentan contra su libertad.

Se identifica liberalismo y conservadurismo, sin reparar en que los liberales del siglo XIX fueron los que promovieron las sociedades abiertas, plurales y democráticas, luchando contra el absolutismo. En el siglo XX, el liberalismo tecnocrático de Friedrich von Hayek y Milton Friedman, que inspiró las políticas económicas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, se presentó como una versión del liberalismo clásico adaptado al tiempo actual, pero lo cierto es que el campo del liberalismo es mucho más amplio y no se restringe a las fórmulas de lo que más tarde se llamó «neoliberalismo». Isaiah Berlin era liberal, pero votaba a los socialdemócratas y, a veces, se presentaba como un hombre de izquierdas, pues creía en las políticas solidarias y redistributivas. Era una firme partidario del Estado del bienestar, un admirador del New Deal de Roosevelt y se oponía al laissez-faire puro que reducía al mínimo el papel del Estado. Al mismo tiempo, siempre fue un beligerante anticomunista. De origen judío, su experiencia como testigo de las atrocidades cometidas durante la Revolución rusa de 1917 y la buena acogida que recibió su familia en el Reino Unido tras emigrar, huyendo de la violencia y los prejuicios antisemitas, lo alejaron desde muy temprano de la tentación totalitaria.

Berlin siempre recomendó una estrecha colaboración entre la iniciativa privada y la gestión pública. La primera estimula el trabajo, la creatividad y el esfuerzo. La segunda garantiza la libre competencia en condiciones justas, los servicios básicos (educación, sanidad, justicia) y políticas contra la exclusión social. Como afirma Isaiah Berlin, «el Estado tiene la obligación de cuidar a los desnudos y los hambrientos; el mercado no se ocupa de ellos». Sin un Estado que arbitre y proteja, los grandes grupos empresariales actúan de forma abusiva y, en el peor de los escenarios, promueven la corrupción política, estableciendo alianzas ilícitas con los gobiernos. Es lo que sucede en Rusia y China, donde impera un «capitalismo de amiguetes». El liberalismo es algo más que una fórmula económica. Es la voluntad de entender al otro, al que no piensa como nosotros, de convivir sin miedo con las contradicciones, de no estar sujeto a la disciplina de partido ni al dogma de ninguna iglesia. Berlin votó casi siempre a los laboristas, pero a veces les retiró su confianza, apoyando a los conservadores. Un liberal nunca es el rehén de una ideología y desconfía de las masas hechizadas por utopías que prometen el paraíso. El liberalismo no cree en los absolutos, que deshumanizan y esclavizan, y no acepta que otros decidan por nosotros, presuponiendo nuestra minoría de edad. No transige con retóricas que justifican la inmolación del individuo para traer un supuesto paraíso a la tierra. Cada vida importa. El ser humano no es una abstracción, sino hombres y mujeres que sufren, esperan y sueñan. Todo lo que atente contra su dignidad y libertad constituye una aberración.

El liberalismo continúa la labor de clarificación de la Ilustración, pero recogiendo la originalidad y la creatividad del Romanticismo. La razón no puede resolverlo todo. No existe la misma respuesta para todos los problemas. La pluralidad de la condición humana demanda caminos alternativos, respuestas diferentes, saludables divergencias. Me gustaría ser mitad erizo, mitad zorro, pero como no es posible seguiré la senda del erizo, al que probablemente conozco mejor que Berlin, pues durante ocho años conviví con uno. Se instaló en mi jardín cuando era pequeño. Enfermo y hambriento, logré sacarlo adelante con pienso de gato pequeño. Le invité muchas veces a marcharse, pero declinó la oferta, transformando mi jardín en su hogar. Yo creo que no tenía una sola idea. Era curioso como un zorro y algo cabezota. Levanté una pequeña cerca para proteger mis flores, pero siempre hallaba la forma de sortearla. Cada vez que lo hacía, yo pensaba en los valientes ciudadanos que lograban cruzar el Muro de Berlín. El erizo, al que llamé Descartes por su carácter metódico y su tenacidad, era un espíritu libre, pero albergaba una certeza muy clara. Sin el vínculo afectivo que había establecido conmigo –comía de mi mano y se subía a las palmas de mis manos-, el mundo le resultaba intolerablemente inhóspito. La certeza de pertenecer a un lugar le proporcionaba serenidad y aplomo. De vez en cuando, salía al exterior, pero al cabo de unas horas regresaba. Era un aventurero, no un desarraigado.

Pienso que el liberalismo hoy es más necesario que nunca. Las ideologías parecían muertas tras la caída de la URSS, pero han vuelto con las sucesivas crisis que han sacudido al mundo desde entonces. El fascismo no ha regresado con su nombre, pero sus ideas inspiran a fuerzas políticas que agitan la bandera del nacionalismo, la xenofobia y el racismo. El comunismo exhibe sus credenciales con menos reparos, criminalizando la economía libre de mercado, flirteando con dictaduras tercermundistas y exaltando el poder asambleario. Como en el pasado, fascismo y comunismo convergen en el vituperio de los financieros judíos (especialmente, George Soros), a los que acusan de conspirar en la sombra para apoderarse del mundo. Como erizo, creo que la libertad es una idea irrenunciable, pero no como un concepto teórico y abstracto, sino como una realidad efectiva. No se puede hablar de libertad sin unas condiciones dignas de vida. El liberalismo, tal como yo lo entiendo, es un humanismo y el humanismo anhela un mundo justo, compasivo y con igualdad de oportunidades. Las únicas diferencias legítimas son las basadas en la excelencia y el mérito. Excelencia intelectual y excelencia moral. La sociedad necesita vidas ejemplares como las de Martin Luther King, Edith Stein, Sophie Scholl, Dietrich Bonhoeffer o Milada Horáková, faros que sirvan de modelo e inspiración a todos, más allá de las ideologías. El autor de esta nota no se considera un ser humano ejemplar, pero intentará que sus palabras sigan la pista de esos hombres y mujeres justos que salvan al mundo a diario con el recuerdo de lo que hicieron por los demás.

RAFAEL NARBONA

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