Las lecciones de Chaves Nogales, por Rafael Narbona

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Cuando aparezca este artículo ya habrán pasado las elecciones del 4-M. Con independencia del resultado, los comicios nos dejan una lección muy amarga: el populismo se ha apoderado de la vida política española. Los candidatos en liza han recurrido a consignas infantiles y tremendistas para descalificar al adversario. Oír expresiones como «socialismo o libertad» o «no pasarán» en la España de 2021 resulta inquietante. No se trata de meros deslices verbales, sino del fruto de una deriva hacia el radicalismo y la demagogia que comenzó con la crisis de 2008, cuando los ciudadanos, frustrados y desesperados por el incremento del paro y los desahucios, abrazaron ideologías que parecían enterradas por la historia. Podemos vino a rescatar el discurso marxista implementado con las nuevas corrientes dominantes: feminismo, ecologismo, teoría queer, derecho a decidir de los pueblos, decrecimiento económico, multiculturalismo. Vox hizo un hueco en el espacio político a ese franquismo sociológico que nunca se ha extinguido, añadiendo las fórmulas de la ultraderecha moderna: nacionalismo, racismo, xenofobia, homofobia, teorías conspirativas sobre el cambio climático y la pandemia, beligerancia contra el feminismo y el animalismo. Ambos partidos criminalizaron al adversario. Podemos demonizó a la «casta», hablando de asaltar los cielos e invocando el furor jacobino que intentó implantar la utopía a golpe de guillotina. Vox atacó a los «progres», a los que responsabilizó de todas las catástrofes que padecemos. Sin renunciar a ese blanco, descubrió un nuevo filón en los «menas», empleando la misma estrategia de odio y descalificación que emplearon los nazis para transformar a los judíos en el chivo expiatorio de una sociedad insatisfecha.

Más de una década de demagogia y polarización han conducido a unas elecciones contaminadas por la violencia: multitudes que hostigan a los candidatos, arrojándoles ladrillos y cascotes; amenazas anónimas mediante cartas con balas; debates interrumpidos por un intercambio de exabruptos; candidatos que se abstienen de condenar agresiones y campañas de intimidación. Al margen de quien gane las elecciones autonómicas de Madrid, todo augura que esa forma de hacer política continuará. La violencia siempre es muy rentable. Ejerce un poder hipnótico, inhibiendo las objeciones morales. Durante décadas, marcó la agenda de la política española. El terrorismo de ETA horrorizó a la mayoría, pero gozó de un amplio respaldo social. Afortunadamente, ya no hay bombas ni tiros en la nuca, pero cada vez menos políticos se avergüenzan de deshumanizar al contrincante. Hace poco, una diputada de Vox llamó a Pablo Iglesias «coletas, rata». Fue uno de los momentos más bajos de nuestra historia política, pero no muy distinto de cuando Iglesias llamó al socialista Carmona «tonto y subnormal» por defender el trabajo de los inspectores de hacienda. El escrache a Rosa Díaz siempre se recordará como un ejercicio de intolerancia contra la libertad de expresión. Es cierto que atacar a la «casta» es menos lesivo que difamar a los «menas», un colectivo mucho más vulnerable, pero en ambos casos se movilizan sentimientos indignos e incompatibles con una convivencia verdaderamente democrática.

Olvidado durante décadas, el periodista Manuel Chaves Nogales aparece hoy como un ejemplo de sensatez, templanza y ecuanimidad. Liberal, republicano y partidario de Manuel Azaña (una figura que derecha e izquierda reivindicaba hace unos años), se negó a solidarizarse con cualquier forma de violencia durante la Guerra Civil. Defensor de la legalidad republicana, se opuso a la feroz represión que se desató en Madrid poco después de la sublevación militar. Masacres como las de Paracuellos y la proliferación de checas (solo en la capital, más de trescientas), le revelaron que la República ya no estaba en manos de fuerzas democráticas, sino de una ideología revolucionaria que anhelaba la aniquilación del rival. Incluido por ambos bandos en las listas de enemigos a exterminar, Chaves Nogales se exilió en París. En 1937 compuso nueve relatos o novelas cortas ambientadas en la Guerra Civil. Basadas en hechos reales, las agrupó bajo el título A sangre y fuego: héroes, bestias y mártires de España. Escribió un prólogo que hoy no deja de citarse como una lección de ética y clarividencia. Chaves Nogales se define como «un pequeño liberal burgués» que rechaza el comunismo y el fascismo, las dos cabezas de la hidra totalitaria. Un revolucionario le parece tan pernicioso como un reaccionario. En ambos aprecia odio y estupidez, mediocridad e intolerancia. La Guerra Civil corroborará esa impresión. Falangistas, comunistas y anarquistas competirán en barbarie, sembrando de cadáveres las afueras de pueblos y ciudades. Ante las acusaciones de equidistancia, el periodista sevillano contesta: «Yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo». Chaves Nogales sabe que incomodará a la mayoría con su testimonio, pero piensa que los errores del pasado solo podrán superarse sacando todo a la luz, especialmente lo que se intenta negar, minimizar u ocultar. Un asesinato siempre es un asesinato. No importa en nombre de qué ideología se cometa.

Chaves Nogales nos recuerda que la violencia significa el fin de la política, pues suprime el espacio para la confrontación pacífica, el intercambio de ideas, la persuasión y el razonamiento. La tan injustamente denostada Transición fue posible porque se sustituyó la dialéctica amigo-enemigo por la deliberación entre perspectivas que aceptaron coexistir, sometiéndose al escrutinio electoral. La moderación y la prudencia son grandes virtudes. El Estado del bienestar se construyó gracias a que el liberalismo cedió en su exaltación del laissez-faire y el socialismo admitió la capacidad de generar riqueza de la economía libre de mercado, renunciando a la propiedad pública de los medios de producción. El reformismo socialdemócrata y una derecha ilustrada trabajaron conjuntamente para construir sociedades estables y con amplios servicios sociales. Si el radicalismo hubiera imperado, no habría sido posible.

Chaves Nogales pronosticó que la victoria de cualquiera de los dos bandos traería una dictadura. Azaña formuló el mismo juicio: «La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban». Durante las elecciones del 4-M se ha hablado de fascismo y comunismo, pero lo cierto es que hasta ahora la política española ha soportado los estragos del populismo de izquierdas y de derechas. El día en que el totalitarismo gobierne con cualquiera de sus banderas, nos enteraremos porque llamarán a la puerta de casa a las cuatro de la mañana y no será el lechero.

De momento, solo podemos quejarnos del auge del populismo y advertir sobre las calamidades que acarreará. La presencia de Vox en los órganos de gobierno de la Comunidad de Madrid alentará el racismo y la xenofobia, responsabilizando a los inmigrantes de todos los males. Previsiblemente, se recortarán las políticas sociales, las medidas contra la violencia de género y las campañas a favor de la diversidad sexual. Una especie de thatcherismo lepenizado. O, más exactamente, un trumpismo a la española. Ya sabemos lo que trae la presencia de Podemos en un gobierno socialdemócrata: subida de impuestos que castigan sobre todo a la clase media, concesiones al independentismo, ineficacia en materia económica, revisionismo histórico cargado de revanchismo. Aplicadas a la Comunidad de Madrid, estas políticas incrementarían el endeudamiento público y privado, no contribuirían a mejorar las relaciones con otras autonomías, que solo piensan en romper con el gobierno central, y agudizarían aún más el clima de guerracivilismo alentado por una memoria histórica mal planteada. Ante este panorama, deberíamos releer a Chaves Nogales, buscando ese equilibrio que prácticamente ha desaparecido de la política española con el hundimiento del centro. No nos merecemos vivir en un estado de crispación permanente, infantilizados por unos políticos que han convertido las cámaras parlamentarias en platós televisivos. No es un problema exclusivo de España, pero el recuerdo de la Guerra Civil y los cuarenta años de dictadura debería servir para alejar de nosotros a los aprendices de brujo que explotan el miedo y el resentimiento como trampolines de su arribismo.

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