Sobre la amistad/1. Aquiles y Patroclo: Amistad de camaradería, por Fernando Rivas

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Situada entre los vínculos de sangre (familia) y los lazos políticos (ciudad y patria), la amistad ha sido a través de los tiempos uno de los espacios privilegiados donde se ha mostrado lo mejor del ser humano. En este blog haremos un breve recorrido por la amistad en el mundo antiguo con la esperanza de que nos sirva no solo de ejemplo, sino también de invitación e incluso provocación a esta gozosa e inacabada tarea, absolutamente necesaria para nuestros días.

Antes de continuar, tres avisos para navegantes: 1) en la Antigüedad se pasa de una amistad de camaradería, propia de sociedades guerreras y campesinas, a otra nacida en ámbito urbano y político; 2) en el mundo antiguo la amistad se considera como algo normal entre “iguales”, el resto de casos aparecerá como excepcional, cuando no sujeta a sospecha; y 3) priorizaremos los propios ejemplos de amistad, aunque no olvidaremos las teorías sobre la misma (Aristóteles y Cicerón sobre todo), yendo de los más antiguos a los más recientes: Aquiles y Patroclo, el rey David y Jonatán, Jesús y el discípulo amado, Basilio de Cesarea y Gregorio de Nacianzo.

Comenzamos por la primera pareja de amigos: Aquiles y Patroclo. Aunque la relación efébica entre ambos no aparece explícitamente mencionada en la Ilíada, sino más bien todo lo contrario, será a partir del siglo V a.C. cuando se presenta su relación desde esta perspectiva. En nuestro caso olvidaremos esta temática y nos centraremos en su relación como prototipo de amistad en una sociedad agraria y militarista.

Enviado Patroclo a la casas del padre de Aquiles, los dos fueron educados juntos convirtiéndose en excelentes guerreros e íntimos amigos. La participación en la guerra de Troya confirmó ambas facetas, aunque puso a prueba su amistad.

Mientras Patroclo se mostró en todo momento como un fiel compañero de armas y excelente guerrero, dispuesto a sacrificarse por sus camaradas, Aquiles se distinguió por su valentía, pero también por sus arrebatos de cólera (como bien canta el inicio de la Ilíada: “Canta, oh musa, la cólera del pélida Aquiles”) y sus momentos de orgullo, como cuando abandona a sus camaradas a su suerte por culpa de un reparto del botín que considera injusto.

Al principio la amistad de Patroclo le lleva a seguir la postura de Aquiles, pero ante el cariz adverso de los acontecimientos y la tozuda negativa de su compañero a reintegrarse a la batalla, decide lanzarse al combate vestido con  la armadura de su amigo, lo cual no es óbice para que encuentre la muerte a manos de Héctor, que lo despoja de sus armas. Y es esta muerte la que va a modificar radicalmente la actitud de Aquiles y la suerte de la guerra.

Al inicio la muerte del íntimo amigo dejó a Aquiles sumido en una profunda pena, mayor según nuestro héroe que la que le hubiese supuesto la pérdida de su padre o su propio hijo, olvidándose incluso de su alimentación, como leemos:

“¡Cuántas veces, infortunado, el más amigo de mis camaradas, me has servido personalmente en la tienda la sabrosa comida, raudo y solícito […]! Pero ahora yaces con el cuerpo desgarrado, y mi corazón ha dejado de gustar la comida y la bebida…, porque te añora. Ninguna desgracia mayor podría sufrir, ni aunque me enterara de la muerte de mi propio padre […] o de la de aquel hijo mío que se me cría en Esciro”, Il. XIX,315-327.

Una pena tan inmensa que llegamos incluso a temer por su suicidio (cf Il. XVIII,32-35). Así, frente a los intentos de Tetis, su madre, por levantar el ánimo de su hijo, Aquiles muestra un profundo dolor (“he perdido a mi compañero Patroclo, a quien apreciaba sobre todos mis camaradas, como a mi propia cabeza”, Il. XVIII,80-82), culpabilizándose incluso de la muerte de su amigo:

“¡En seguida quede muerto, pues veo que no iba a proteger a mi compañero en la hora de su muerte! Muy lejos de la patria se ha consumido, y yo le falté y no le defendí de su maldición… Ni siquiera he sido luz de salvación para Patroclo…, estoy sentado junto a las naves como fardo inútil de la tierra”, Il. XVIII,98-104.

Con posterioridad, Aquiles focaliza su dolor en la forma de rehabilitar a su amigo mediante los ritos funerarios que le son debidos, la venganza (matando al que le ha dado muerte, Héctor) y la organización de unos juegos en honor de Patroclo. Como sería muy largo analizar estos tres momentos, me centraré en los ritos funerarios, pues considero que es aquí donde mejor se refleja la amistad entre ambos.

Por ejemplo, tras estar varios días llorando abrazado al cuerpo de Patroclo, Aquiles consigue, gracias a la ayuda de su madre, que no se corrompa el cuerpo, mostrando uno de los milagros de la amistad, hacer que el amigo perviva más allá de la muerte (cf Il., XIX,37-39, de una fortísima intensidad emotiva), como bien se expresa en otra parte de la Ilíada: “De él [Patroclo] no he de olvidarme mientras yo esté entre los vivos y mis rodillas puedan moverse. Incluso si en la morada del Hades uno se olvida de los muertos, también allí yo tendré en la memoria a mi querido compañero” (Il., XXII,386-290).

Pero no es solo Aquiles el que aparece en estos rituales funerarios, sino que antes de la cremación de Patroclo, este se le aparece a Aquiles y le expresa su última voluntad: permanecer unido a su amigo hasta el final no solo en el recuerdo, sino en el contacto corporal. Consciente del alejamiento definitivo que supone el Hades, Patroclo intenta hacer más llevadera esta distancia con dos signos de cercanía, el abrazo y el enterramiento conjunto:

“Entiérrame cuanto antes, que quiero cruzar las puertas del Hades… Dame también la mano, lo pido por piedad. Pues ya no volveré a regresar del Hades cuando me hagáis partícipe del fuego… No deposites mis huesos aparte de los tuyos, Aquiles, sino juntos, igual que nos criamos en vuestra morada… que un mismo ataúd encierre juntos nuestros huesos”, Il. XXIII,71-72.83-84-91.

 A pesar de la celeridad de Aquiles en realizar las peticiones, una de ellas, el abrazo, no podrá llevarla a cabo ante el poderío del Hades, como expresa este bellísimo pasaje: “’Acércate más a mí. Abrazados, aunque sea un momento, uno a otro, demos plena satisfacción al funesto llanto’. Así habló [Aquiles], y tendió los brazos hacia él, pero no lo pudo tocar; el alma, como el humo, bajo tierra, se desvaneció entre leves susurros”, Il. XXIII,97-101. Ausencia del amigo que Aquiles intenta compensar con la ofrenda que tenía pensado hacer cuando regresara victorioso a su casa, la de su propia cabellera, a la que tanto valor se le concede en esta cultura guerrera.

Y nada mejor para acabar que este párrafo del filólogo alemán Walter Burkert como epitafio de tan bella y triste amistad: “Los dioses no son abrazo maternal; se mantienen a distancia, plásticos, visibles desde distintos ángulos. Ello también deja al ser humano a su vez libertad de decir no o incluso rebelarse. No hay obediencia al dios, así como apenas existen órdenes divinas; no hay tribunal divino que juzgue a los hombres. El hombre está frente a los dioses como un individuo modelado, frío, como las estatuas de sus dioses. Es un tipo de libertad y espiritualidad conseguido a costa de seguridad y confianza. Pero la realidad impone sus límites incluso al hombre liberado: los dioses son y se mantienen como ‘los más fuertes’”, Religión griega: arcaica y clásica, Madrid 2007, 255.

Fernando Rivas Rebaque

Madrid, 24 de septiembre de 2021

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