Literatura española actual

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Os presentamos una nueva deliberación de la narrativa española actual en la que os invitamos a dialogar sobre libros y sus autores.


Una interpretación de El rostro en la ceniza, Fernando Sánchez Pintado

Un relato de ficción no sólo admite interpretaciones diversas y, en ocasiones, contradictorias, sino que su valor consiste en provocar esa diversidad. De no ser así, no habría alcanzado el objetivo de crear un mundo propio, que es comprendido y vivido de tantas maneras como, dado el contexto social en que aparece, encuentren en él sus lectores. En definitiva, el libro adquiere sentido gracias a las teóricamente innumerables lecturas que se hagan de él.

En El rostro en la ceniza se pueden destacar dos líneas de acción esenciales que constituyen la trama de la historia y, al mismo tiempo, al personaje-narrador que se esfuerza a lo largo de ella por entender y justificar sus propios actos. Puede afirmarse que todos tenemos una cierta seguridad en que los deseos que anhelamos realizar, o simplemente experimentamos, son algo estrictamente personal, surgen y se configuran asociados a nuestra forma de ser y a la voluntad que ponemos en hacerlos realidad. El protagonista de esta novela también lo cree, pero también reconoce lo contrario: está profundamente dividido y sus deseos son el producto indirecto de la emulación mimética que ha hecho a lo largo de su vida de los de su protector, amado y amigo. No se trata de un caso patológico, lo acepta a regañadientes y va construyendo su personalidad y su futuro gracias a la imagen inaccesible del otro. El camino que recorre para acudir al entierro de su amigo le obliga a comprender que toda su vida ha consistido en querer ser El Otro.

Como expone René Girard en Mentira romántica y verdad novelesca, este anhelo de identificación del personaje se dirige a la figura del mediador, es decir, al ejemplo que considera perfecto. La denominación de mediador no es arbitraria, porque es quien muestra, propone e induce a realizar los objetos a los que él sí dirige su deseo, de manera que, entonces, puedan ser los que el personaje desea, así como la figura ─imaginaria o real─ que quisiera ser. Girard lo ejemplifica con varias figuras literarias. Don Quijote suprime sus propios deseos para realizar los de Amadis de Gaula, el maestro de toda la caballería. Los objetos de deseo son cambiantes, pueden ser molinos de viento, odres de vino o marionetas, pero siempre serán lo que cree Don Quijote que le designa Amadis para que llegue a ser como él, un verdadero caballero. Es el mediador lo permanente. Otro tanto le sucede a Sancho, que por mediación de Don Quijote termina deseando una ínsula y el título de duquesa para su hija. Amadís es un personaje imaginario, pero la mediación que ejerce no lo es. En este caso, el papel del mediador es espiritual y la distancia es tal que no puede dar lugar a rivalidad alguna. Pero en otras ocasiones el mediador del deseo es real y puede convertirse en un rival, en la medida en que se interpone entre el objeto que designa (y que posee) y quien lo desea, porque ya se ha identificado con el otro. Esto es lo que sucede al marido de El curioso impertinente, también en El Quijote, que, para confirmar su amor y la honestidad de su mujer, induce a su amigo a que la seduzca. Por supuesto, cuando esto tiene lugar, el resultado para el marido es aún más dramático que en la decepción inevitable de Don Quijote por no ser nunca Amadís.

Esta mímesis de apropiación es siempre ambigua. No se sabe dónde está verdaderamente el objeto de deseo: si en lo deseado o en el mediador que induce e impide la realización del deseo. Este es uno de los motivos más comunes en lo que Girard llama verdad novelesca, como en El marido eterno, de Dostoyevski, en la que el personaje siente profundo rencor y veneración por el antiguo amante de su mujer (que ha ya muerto) hasta el punto de intentar matarlo y también pedirle que escoja el regalo que quiere ofrecer a su futura esposa y que le acompañe a la ceremonia en que se lo entregará. Se pueden aducir muchos otros ejemplos novelescos, como en el paradigmático de Proust. En El rostro en la ceniza creemos encontrar uno de ellos, en el que el movimiento incesante e inalcanzable de ser El Otro, en el que el amor y el odio forman un todo indiscernible en la historia del personaje.

El segundo elemento clave de El rostro en la ceniza es la obsesión del personaje por comprender las causas y las posibles justificaciones que tuvo para traicionar a quien debía todo y, además, quería. Un esfuerzo vano, su íntima confesión le pone en el mismo lugar del que partía. Aunque sea riguroso rememorando la historia, sabe que todas sus justificaciones son insuficientes frente al hecho, que ya nada puede cambiar, de lo que hizo: decidió, por una mezcla de rencor y de miedo, traicionarlo. Lo que único que queda es su traición, y la terrible conciencia de que no es posible que uno pueda perdonarse a sí mismo.

FERNANDO SÁNCHEZ PINTADO


Fernando Sánchez Pintado explora el deseo de ser otro en El rostro en la ceniza, José Belló Aliaga

La identificación mimética con el otro que desearía ser definen al protagonista de El rostro en la ceniza (Editorial Triacastela), la última novela de Fernando Sánchez Pintado: una reflexión sobre el poder, la subordinación y la culpa.

Se trata del relato del viaje que emprende el narrador para asistir al entierro de su antiguo jefe y, a la vez, mentor y amigo, Daniel Araya, perteneciente a la alta burguesía del País Vasco. En el trayecto, entregado profundamente a la culpa, rememora el tiempo en el que trabajó a sus órdenes y creció profesionalmente, tratando de emularlo para, finalmente, traicionarlo.

En su remembranza culpable se mezclan su vano intento de identificación con la personalidad rebelde del burgués Araya y el creciente rencor que siente por ese modelo inalcanzable, tratando inútilmente de ocupar su lugar. Fascinado por el mundo de Daniel y todo lo que le rodea, desea a Elena, sin distinguir si ese deseo se debe a ella o a ser la mujer de Daniel, un «objeto» valioso que desearía tener.

Así, nunca podrá acercarse o amarla sin pensar en Daniel, que termina por convertirse en el verdadero obstáculo de su amor y en uno de los vértices de este triángulo perverso de amor y odio, que se extiende a todas las relaciones amorosas de la novela.

La descomposición de la clase trabajadora

El protagonista cree formar parte del club selecto que gira en torno a Daniel Araya: viaja con él, pasa largos periodos en su casa de campo y, sobre todo, transmite sus decisiones como si fueran las propias. Por su proximidad a la autoridad espera ser reconocido como distinto y superior al medio humilde de donde proviene. Pero su situación es siempre insuficiente para él, se siente atraído y rechazado, integrado y excluido, por el mundo al que aspira a pertenecer. Tiene la identidad de un subalterno que cumple rigurosamente con los deseos de su jefe y prepara su traición, diciéndose «el rencor está mal valorado, se atribuye a los débiles y vengativos, pero a veces es una demostración de rebeldía».

La tensión profesional en que vive produce una perturbación psíquica grave en el protagonista, consciente de la distancia social insalvable que existe entre él -un subalterno no solo en la vida social y profesional, sino incluso en la amorosa- y su admirado Daniel Araya, un burgués que impone su voluntad de manera natural, un seductor que no necesita esforzarse para realizar sus deseos. El rostro en la ceniza muestra, en este sentido, cómo las diferencias de clase se manifiestan hoy menos como enfrentamiento que como subordinación, imitación y deseo de reconocimiento, para una creciente mayoría que se encuentra marginada en la vida social o para los que aún están convencidos de que el ascensor social es real.

En definitiva, el lector se encuentra ante la velada y progresiva descomposición de la clase trabajadora a través de la personalidad de uno de sus miembros paradigmáticos. «La subordinación lleva a más subordinación o, en su extremo, a una reacción de rebeldía ciega que no conoce límites; este es el sentimiento que se extiende a toda la realidad del personaje porque uno es una totalidad», añade el autor.

Una historia de culpa y subordinación

La subordinación, que desde la infancia ha ido formando el carácter del protagonista en sus relaciones con su autoritario padre y con su primer amigo, se refleja también en sus relaciones sexuales de adulto. Y, como en el resto de su vida, lo hace con un doble sentido: de Elena desea, ante todo, ver en ella el placer que experimenta al someterlo a sus caprichos sexuales, ser el subordinado absoluto. Es un sumiso que aceptará incluso que se interponga entre ellos la «sombra» de cualquier otro, salvo la del propio Daniel, del que siente unos celos patológicos y a cuyas cenizas se aproxima para rendirle un último y tortuoso adiós.

El rostro en la ceniza –que toma su título de un verso de un poema de Beckett- es el tránsito del protagonista de una vida apacible, en la que ha tratado de borrar su pasado, al reconocimiento de la culpa que tuvo en la caída del difunto Araya y con la que carga el resto de su vida. El autor, lector de Dostoievski, Kafka, Albert Camus y Thomas Bernhard, sumerge así al lector en una avalancha de imágenes, un reguero de sentimientos contradictorios de cuyo torrente resulta difícil escapar.


El rostro en la ceniza: ostinato y narración. Santiago Martín Bermudez

Publicado originalmente el 3 de diciembre de 2021 en Scherzo

Cuando todo proviene de la memoria, la voz, que es una, aunque otros canten y clamen. Y la memoria tiene tendencia al ostinato, porque lo que recordamos es lo que nos golpeó, y sabemos que los golpes son de amplia gama, desde el daño a la caricia. Todo golpea en esta novela, solo que los recuerdos le vienen de vivencias inolvidables. Porque fueron duraderas, en primer lugar; fueron parte del aprendizaje «en juego, en lid o en amores», como diría el Tenorio. Porque fueron dolorosas, siquiera en parte, en buena parte.

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Santiago Martín Bermúdez

Una respuesta a “Literatura española actual”

  1. La música en El rostro en la ceniza. Cristina Pérez-Prat Durbán
    Tengo la costumbre de escuchar música, clásica por supuesto, casi a todas horas y más cuando estoy concentrada leyendo. Si se trata de una novela, sin que yo sea plenamente consciente, busco la coincidencia entre la música, el tono que me llega de las palabras que leo y la música que picoteo, porque necesito establecer algún tipo de compatibilidad entre ellas. Es un proceso interesante, porque cuando logro finalmente ese curioso emparejamiento, ya no consigo separar la obra escrita de la obra musical.
    Con El rostro en la ceniza me ha costado más. No vienen al caso las razones, pero ya tengo mi particular simbiosis.
    Y es que la voz del narrador del que apenas sabemos su nombre, si es que tiene, es una voz que nos habla o simplemente se habla en una continua justificación, como una pulsión incesante, obsesiva, monocorde, de la que destila la amargura de la frustración, pero sin explicarse cómo ha llegado a ese punto, tal es su ceguera. Es su conciencia la que aparece para echar sobre los otros personajes, de una manera pausada y victimista, la responsabilidad de su desazón, con esa persistente “letanía” de haber sido utilizado por todos y haber visto frustrada su expectativa, que tiñe su narración.
    Los personajes, todos ellos sin excepción, a pesar de que el narrador los vaya retratando a través de sus acciones, sin descripciones, con una distancia abismal, discurren en la novela ensimismados. Cada uno es presa de sus aspiraciones en un juego de vida entre ellos de incesantes movimientos, con la mirada y el pensamiento en el que no está presente. No es un trio, son tres personas que miran de reojo los movimientos del otro y cada una en una posición, todos en paralelo, como los vemos en la portada y nunca llegan siquiera a rozarse.
    Así son los personajes de la novela, viven en su propia niebla, como la envidia del narrador, que mueve todos y cada uno de sus actos, perdidos sin más, aunque contenidos, y sabemos que son así, que no están mediatizados por la voz que nos llega.
    Esa carencia de armonía, de tonalidad, que no de ritmo, esa desagregación y tensión interna me llevaron a Schönberg, podía haber sido otro, pero no. Y no precisamente a algunas de sus obras en las que hay ciertas concesiones al oído, la voz del narrador estaba en sus piezas para piano. Una sucesión de notas y silencios, con plena disonancia, en frases entrecortadas, con una desnudez que incomoda, sin que sepamos que dirección va a tomar y la intensidad sonora y discontinua que afronta. Esta es la insondable alfombra sobre la que se desliza la voz del narrador y su moderada y acerada inconsistencia, en ese afán tan infructuoso de ser otro y de perdonarse cuánto hace y lo que es.

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