Los sueños propios, por Paloma Serrano Molinero

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Pedí a mis alumnos que escribieran en dos o tres líneas algún mal sueño reciente o una pesadilla recurrente. Inflaron sus mofletes, se removieron en la silla, resoplaron. Cuando les di la siguiente instrucción parecieron aceptar el ejercicio de mejor grado: debían doblar sus escritos y mezclarlos en el centro de la gran mesa. Una mano inocente repartiría los papelitos y cada uno leería el sueño de un compañero al azar. Nadie sabría de quién era la pesadilla revelada. ¿Por qué esa aversión a contar miedos, si luego muchos son compartidos? ¿Por qué nos sentimos seguros en el anonimato?

Entre todos, como siempre, salieron cosas fantásticas. Algunas pesadillas sorprendentes, muchos miedos habituales, también imágenes muy literarias, como la «gran garganta que era un pasillo». Uno se encontraba rodeado de arañas. Se sentía atrapado. Una vio cómo unas figuras extrañas se llevaban a sus padres. Le invadía una sensación de impotencia terrorífica. Otra se adentraba en un bosque, un lugar enigmático y extraño que es —en el imaginario colectivo de los cuentos— donde hay una trasformación, donde ocurren las cosas, donde dan un giro los acontecimientos. En uno de los sueños alguien se hacía una brecha y, mientras sangraba, los demás niños se reían de él. Sentía burla y desamparo. Una tenía muchas preguntas y estaba agobiada por la incertidumbre; otra de ellas era la única que sabía la respuesta correcta y esa responsabilidad la asfixiaba. Uno de los alumnos soñó que estaba descalzo en clase… quizá se sentía indefenso ante ejercicios como este, precisamente.

¿Nos autocensuramos al escribir? Por pudor, por vergüenza, inseguridad. Hasta que no les aseguré que sus sueños quedarían en el anonimato no se animaron a escribirlos. Pero para escribir hay que atreverse, hay que dejarse ver; ser lo suficientemente valientes para mostrarnos vulnerables. El proceso de escritura se parece al de los sueños. Cuando escribimos salen a la luz y a la tinta cosas que no sospechábamos, que no sabíamos que sabíamos, cosas guardadas en lo más profundo del subconsciente.

Según iban leyendo textos ajenos hubo expresiones de asombro, de terror compartido, alguna sonrisilla cómplice. Soñar, escribir y leer une. De pronto se había creado un espacio libre para las confidencias. Alguno vaciló pero acabó puntualizando su pesadilla, más de uno explicó más a fondo lo soñado, otros se aventuraron a descubrir el porqué de esas imágenes recurrentes.

Al final acabaron todos delatándose por error o revelándose voluntariamente como autores.

Claro: es emocionante convertirse en autor de los sueños propios.

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