La atmósfera como protagonista, por Paloma Serrano Molinero

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Sobre La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe

«Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo a caballo una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher».[1]

Las historias empiezan cuando el narrador se mete dentro de un relato y, forzosamente, marca dos puntos: un punto de partida desde el que enfoca y desarrolla la historia y un punto de vista de aquello que comienza a contar. Cada historia es expresada en función de cómo entiende el narrador el mundo interno del cuento.

Para que los lectores nos metamos en ese mundo también, establece dos elementos esenciales. El tono dependerá de la actitud emocional hacia la historia y sus personajes por parte del narrador. Es decir, el tono de un relato surge de su personalidad. Un tono puede ser frío (ausente, conciso, que haga poco uso de adjetivos); formal (distante, impersonal, oficial); apelativo (que no afirma sino cuestiona, que interpela al lector); irónico (cercano, con burla encubierta); confidencial (que pone al sujeto en primer plano, que emplea oraciones largas y reflexivas; una gran variedad de fusiones y mezclas de tonos).

La atmósfera, sin embargo, es el ambiente que envuelve al relato y proviene de los sentidos. «La atmósfera (de un cuento)» escribió Cortázar, «es el aura que pervive en el relato y poseerá al lector como antes había poseído, en el otro extremo del puente, al autor».[2] El escritor inventa una atmosfera, el lector la percibe, los personajes la respiran y todo ese aire estanco que se instala en el cuento crea un mundo independiente y coherente. Que existe.

¿Y cómo se consigue ese espacio —podría decirse que psicológico— en el que viven y actúan los personaje de una historia? Para recrear una atmósfera hay varios recursos útiles, entre otros: la época y el lugar, el propio ritmo de la narración, el vocabulario. Este último lo dominaba con maestría Edgar Allan Poe.

Para representar una época no basta con describir, por ejemplo, una vestimenta del siglo XVIII. Para que los lectores nos traslademos a ese tiempo y espacio necesitamos información de qué percibirían nuestros sentidos en ese lugar y en ese momento. ¿Qué olemos, qué ruidos destacan, qué sensaciones nos provoca lo que nos rodea en ese escenario?

El ritmo de un relato, desde luego, contribuye en gran medida a establecer su atmósfera. Un ritmo rápido con frases cortas, pocos adjetivos y muchos verbos trasmite alegría, viveza, incluso violencia o pasión. Un ritmo pausado, por el contrario, con frases largas, oraciones subordinadas y muchos adjetivos ralentiza la lectura y nos traslada monotonía, melancolía, pesadumbre.

El vocabulario, como veremos, es un arma potente para crear el aura. En el relato de Edgar A. Poe, La caída de la casa Usher, sentimos una atmosfera perfecta; nace de la trama y los personajes, es intransferible del lugar y tiempo que nos describe el autor. Poe incluso le confiere vida propia, la convierte en protagonista, en la culpable y desencadenante de la tragedia de los Usher. Los personajes son meros habitantes en un estado de ánimo compuesto por la casa, los muebles, la penumbra.

«Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo…». Desde el comienzo los adjetivos del primer párrafo nos meten en situación; según el narrador de la historia se acerca a la casa nos transmite su estado de ánimo. Cruzando «una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche» se encuentra ante la melancólica vista de la casa Usher, comprende que el destino de esa familia está ligado, irremediablemente, a todo lo que rodea a esa casa. Observa una «grieta casi imperceptible» en la fachada que, poco a poco, según avanza el relato va creciendo y acompañando la tragedia. Cuando la grieta finalmente se abre, la casa se hunde (y así también los Usher).

La atmósfera es protagonista, es una entidad propia, palpable, tan real que los personajes parecen poder tocarla, sentirla sobre sí: «Una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo».

Una vez que el narrador llega a la propiedad de los Usher y la casa es descrita, la atmósfera —además de la melancolía y la decrepitud— adquiere una nueva faceta misteriosa. Y lo hace a través del vocabulario: «Miré el escenario que tenía delante —la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados— (…)». El lenguaje inventa imágenes tétricas y aterradoras como esos ojos vacíos que son ventanas, dotando a la casa de vida, un ser aterrador. Los adjetivos rebosantes de inquietud y tristeza convierten a la atmosfera en una premonición, nos van preparando para el desenlace de la desgracia.

Poe va creando una intensidad que aumenta gradualmente hasta llegar al clímax de la historia y que desemboca en el final. El vocabulario del último párrafo es especialmente significativo y —siniestramente— maravilloso:

«El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible, dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la fisura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la casa Usher».

Es aquí, al final, cuando vemos brillo y resplandor (frente a la penumbra que cubre todo el cuento); advertimos el rojo de la sangre (cuando la historia ha trascurrido en un ambiente cenizo); escuchamos un tumultuoso clamor (después del letargo de sonidos apagados); encontramos adjetivos como poderoso y furioso (que chocan con la decadencia y decaimiento del mundo del relato); de pronto hay un torbellino, la grieta se ensancha rápidamente (en contraste con la inacción y el anquilosamiento de la casa Usher). El relato concluye de forma circular: así como empezaba «Un día de otoño, triste, oscuro, silencioso…», termina «y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la casa Usher»

Poe quizá peque de gótico tenebroso. Lo cierto es que muchos de los narradores de sus cuentos sufren soledad, mal humor y enfermedades que fueron particularmente relevantes en su propia vida. El pequeño Edgar quedó huérfano y fue adoptado por la familia Allan. Dejó la universidad, abandonó el ejército y se convirtió en uno de los primeros escritores en vivir de sus obras publicadas. No obstante, padeció graves dificultades financieras y mentales hasta su muerte prematura a los 40 años.

El cuento La caída de la casa Usher pertenece a su época (1839) y pervive en nuestro tiempo porque mantiene su aura intacta, percibida por todos los sentidos, una atmosfera meticulosamente perfilada. Que existe.

[1] Cuento: La caída de la casa Usher, Edgar Allan Poe (1839).

[2] Ensayo: Del cuento breve y sus alrededores (1969).

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