Todo aquello que está más en peligro de desaparecer es, precisamente, lo que pensamos que permanecerá para siempre. Todo lo que se construye para desafiar a la eternidad está, de un modo u otro, condenado al colapso. De este modo y siguiendo este axioma un tanto insolente, algo atrevido y, desde luego, nada científico, podemos comprobar que el transatlántico insumergible yace desde hace cien años en un pecio del Atlántico norte o que el Imperio de los Mil Años del Tercer Reich sucumbió bajo las bombas de la Fuerza Aérea Británica y estadounidense apenas una década después de constituirse.
Más allá de estos dos ejemplos un tanto inapropiados, son un sinnúmero de otros mucho más edificantes los que nos pasan inadvertidos a pesar de pender permanentemente de un hilo damocliáno. Sin ir más lejos, la introducción de “¿Cómo mueren las democracias?” de Levitsky y Ziblatt reza lo siguiente: “¿Está la democracia estadounidense en peligro? “. La respuesta es sí. De hecho, a pesar de que Levitsky y Ziblatt se pregunten exclusivamente por la democracia de su propio país, a lo largo de su estudio utilizan unos cuantos ejemplos actuales o de la historia reciente para demostrar que no solo la suya sino cualquier democracia vive permanentemente en peligro permanente de muerte o de desnaturalización.
Es en cierto modo una obviedad. Todo, absolutamente todo lo existente vive en peligro de desaparición. Todas, absolutamente todas las civilizaciones presentes o precedentes viven y han vivido en permanente riesgo de extinción. Por ende, cada uno de los sistemas políticos que han hecho funcionar a cualquier civilización, grupo humano, nación, federación, reino o república desde el inicio de los tiempos ha tenido una fecha de caducidad, si bien, esa fecha casi nunca se conoce a priori.
Ahora bien, lo que resulta más interesante y sobre todo más novedosos dentro de las conclusiones de Levitsky y Ziblatt y no es el hecho de que los sistemas políticos fallen o colapsen. De hecho ellos ni siquiera atienden demasiado a ese factor, supongo, que porque lo dan por supuesto. El elemento diferencial que hacen aflorar los dos profesores estadounidenses es que, a pesar de que el marco que nos hemos autoimpuesto establezca que las democracias suelen expirar mediante un movimiento violento, la realidad es que en el presente aquellas que fallecen lo hacen conservando el título testimonial de democracia, casi del mismo modo que algunas de las grandes tiranías del pasado siglo solían adornarse con el carácter de popular.
A nadie se le ocurriría denominar a la Italia fascista, al Chile de Pinochet o a la Camboya de los jemeres rojos como democracias. La propia irrupción de un movimiento militar o armado hace a la percepción pública cambiar de marco y entender que lo que hubiera antes -democracia o no- ha finalizado. No hace falta ir muy lejos en el tiempo o sobre el mapa para encontrar muy cerca de España, incluso en el ámbito próximo de la Unión Europea, ejemplos de gobiernos que se consideran autocracias o democracias iliberales. Quizá el término autocracia es un poco más descriptivo, pero, ¿democracia iliberal?
El campo semántico de una palabra, aquello que significa o puede significar de forma inequívoca así como toda la familia de términos que se encuentran radicalmente vinculados a ella son parte fundamental del marco mental e ideológico que nos hace comprender los hechos y sucesos de la historia, la vida, la existencia y la política. El hecho de denominar a un régimen, del signo que sea, como “democracia iliberal” nos hace evocar sin posibilidad de escapatoria que la raíz del mismo en sin duda democrática. Si bien en la mayor parte de las democracias iliberales contemporáneas el origen político e histórico es una democracia, no podemos obviar que los márgenes en los que se puede desplazar una democracia sin perder su auténtica naturaleza son, en la práctica, muy estrechos. Por lo tanto, la mayor parte de las veces que lea o escuche una colocación lingüística como esta, “democracia iliberal”, no tenga duda, le están hablando de una autocracia – en el mejor de los casos- o directamente de un régimen autoritario o dictadura parlamentaria, en el peor de ellos.
Ahora bien, una vez establecida esta aclaración, creo que también es importante establecer que entre un extremo y otro, y como si de una tomografía se tratase, hay cientos o miles de situaciones diferentes. Levitsky y Ziblatt, en mi opinión, no atienden a esta diferenciación con la importancia que merece para que el resultado de su tesis sea todo lo científico y objetivo que debería ser un estudio de este tipo. Quiero decir, parten de dos grupos de ejemplo de tipos de sistemas políticos nacionales que, o bien se ven aproximados al peligro, o bien ante una situación de peligro colapsan. Abundan en casos sobradamente conocidos a lo largo de la historia, también en situaciones dentro de la propia historia reciente de los Estados Unidos que, al menos a los europeos, no nos resultan tan referenciales. Pero en todo momento, y quizá es solo una percepción prejuiciosa y subjetiva particularmente mía, tengo la sensación de que establecen una diferenciación entre las democracias que están en peligro de quiebra o han quebrado – las de los demás- y la suya propia, la de los Estados Unidos, que aunque ha tenido momentos peligrosos, y en palabras de los propios autores, de algún modo quiebra con la llegada de Donald Trump a la presidencia, siempre está salvaguardada por su propia entidad y su sistema de partidos.
Es muy probable que Levitsky y Ziblatt estén en lo cierto. Yo no comparto de manera taxativa su opinión, pero ni soy experto ni conozco tan en profundidad como ellos la materia política e histórica de la que hablan. En todo caso, y respecto a la protección que pueda ofrecer su propio sistema de partidos, esta queda en gran parte fiada a los mecanismos de organización interna de la mecánica particular de los mismos, algo que en un país como el suyo, acostumbrado a la externalización privada de gran parte de lo que en las socialdemocracias europeas consideramos netamente público o estatal, pueda funcionar; aquí probablemente no.
En todo caso, más allá de lo brillante del trabajo de los dos profesores, más allá de las luces y sombras que pueda proyectar aquella percepción política que tengan sobre la realidad y, por supuesto, teniendo en cuenta que por encima de todo se trata de una exposición divulgativa de un estudio o de un trabajo científico, Cómo mueren las democracias establece una tesis muy a tener en cuenta en la sociedad contemporánea y sobre todo en la sociedad futura: el hecho de que cualquier sistema, por perfecto o imperfecto que este sea, y siempre y cuando se trate de uno verdaderamente anclado a los valores de respeto de las leyes, la tolerancia y el juego democrático, es y siempre va a ser un artículo fungible.
Ambos autores hacen referencia permanentemente a los sistemas de check and balance como la otra parte garante de la pervivencia y, sobre todo, la persistencia del carácter esencial de los valores democráticos dentro de un régimen. Y creo que, incluso aunque se hable mucho de estos sistemas en la obra, nunca será suficiente, pues son estos los elementos de contención y refuerzo que, aunque también están muy presentes en nuestras democracias, son los únicos que permiten y permitirán la conservación de los mismos. Sin perder de vista que, como dije al comienzo, todo está desde su nacimiento obligado a la desaparición.