Amalia Avia, por Cecilio de Oriol

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17 de Octubre de 2022

Se celebra en Madrid una exposición antológica de una pintora excepcional por muchas razones. Al parecer la exposición estará abierta hasta mediados de enero y sin duda merece la pena visitarla.  Como se suele decir, la prensa “se ha hecho eco del acontecimiento” y ha producido algunos artículos que hablan de una artista a la que quizá no se tiene presente tanto como se merece.

Sé que no soy totalmente objetivo en lo que digo y, para colmo, mis juicios se devalúan si tienen ustedes en cuenta que tampoco soy (ni de lejos) crítico de arte. Mis únicas credenciales para hablar de una obra es haberla mirado. Y haber sentido que me llegaba, sea lo que sea eso de “llegar”.  Incluso cuando leo a gente que habla la obra de otros, lo que me despiertan sus comentarios es desconcierto en el mejor de los casos y vergüenza ajena en el peor. Ni siquiera me hacen gracia.  Reconozco que todo ello no es una buena presentación para alguien que va a hablarles de arte y de artistas.

Yo conocí bien a Amalia Avia. El cuándo, como, donde y porqué son irrelevantes. Y la conocí como persona y como pintora que en su caso eran roles muy difíciles de delimitar.  Como persona era una mujer inteligente e intuitiva, nada dada a la impostación y con tres mundos que conjuntaban perfectamente sin poder evitar los roces que son imprescindibles cuando se está vivo.

Pero no es de su persona de la que hablo aquí al recordarla con la nostalgia debida. Amalia dejó en su “De puertas adentro” una documentación precisa sobre ella aunque hay que saber leerla. El título ya es revelador porque las puertas de Amalia no eran solo las de su casa y su vida familiar. Eran también, y muy relevantemente, las de su intimidad hacia adentro y la del mundo que vivía hacia fuera.

Todo esto está en su pintura. Una obra que los entendidos se empeñan en llamar realista. Lo es, pero no en el sentido reproductivo que muchos aun le dan. Despotricaba contra el realismo académico y/o preciosista de los que “copian” lo que ven con todo detalle.

Amalia, siendo realista, nunca pinto la realidad, Su técnica habitual (fotografiar lo que quería pintar y pintar desde la fotografía) ya habla de que sus cuadros representan una realidad, sin duda, pero no es la que vemos y compartimos todos, sino una realidad que aparece como velada por unos ojos que ven más allá de lo que se muestra.  Se podría hablar de una realidad reinterpretada en la medida de que la fotografía representaba un paso intermedio (imprescindible) que la hace alejar el objeto pintado más allá de cualquiera aprehensión directa.

Pintar de la foto no es solo congelar el modelo (que es fácil, si estamos ante un objeto inanimado, como son sus puertas y sus fachadas) es captar a través de la visión propia lo que el ojo de la cámara solo puede hacer mecánicamente y, en consecuencia, reelaborar lo que la lente captó y la emulsión (antes) o la electrónica (ahora) prefiguró. El uso de la fotografía es, por tanto, el medio de congelar el tiempo, pero también el medio de que el gesto pictórico, que va desde el ojo que ve a la mano que traza, no se vea estorbado precisamente por el omnipresente factor temporal.

Es evidente que, en el caso de la captación de los objetos, la temporalidad no es un factor decisivo. El artista (Amalia) hubiera podio pasarse horas delante de una puerta o de una fachada sin que (para su objetivo)  fuesen perceptibles cambios significativos en lo que podía estar viendo. No está ahí el esprit de finesse de su pintura que, como enseguida comentaremos, es el núcleo de la acción en Antonio López (amigo y compañero desde la juventud). Amalia fotografía para reelaborar el objeto fotografiado y trasciende así la realidad y el acto de fotografiarlo.

Este trascender se nota de forma más palpable quizá cuando el modelo es una escena en movimiento. Sus pinturas de patios carcelarios, procesiones pueblerinas, paradas de autobús, escenas callejeras y demás, que tocan gente y movimiento son precisamente donde el detalle se difumina, los rostros se eluden y el dibujo se hace expresivamente torpe.  Pero no siempre y las excepciones son, si cabe, más interesantes aún. Un ejemplo se ve claramente en el cuadro que representa unas personas subiendo la escalera del metro hacia la calle. Es un instante que exige ser congelado antes de ser pintado pero la fuerza del cuerpo que en un primer plano sube, mostrando unas caderas sobradas y unas piernas cuyo fuste recuerda las carnalidades de Paula Rego, hubiese sido imposible de captar tomado directamente del natural. Exigía una fotografía. Y este hecho está también presente en sus procesiones de pueblo, en las pinturas de manifestaciones e incluso en los retratos como el del hombre sentado en la maleta.

A Amalia nunca le preocupó (y si le preocupaba no atendía a esas preocupaciones) la fidelidad de lo dibujado.  El virtuosismo del dibujo no era uno de sus achaques ni, quizá, de sus posibilidades. Pero si es una constante de su obra, más flagrante sin duda cuando pinta lo inanimado, una atención expresa al paso del tiempo, a la fugacidad del instante con la clara conciencia de que, cuando el tiempo pasa, el deterioro hace su aparición de manera inexorable.

Amalia no pretende parar el tiempo como hace uno de sus amigos más cercanos, Antonio López (la película de Víctor Erice –monumental- da cuenta de ello de forma precisa). Es más bien una notoria efectiva de sus efectos.  Amalia no tiene la maestría genial en el dibujo que Antonio posee de forma extraordinaria.  A veces decía añorarla, pero yo creo que le importaba muy poco. Pero si lograba captar, como decimos, en aquello que pintaba o retrataba el paso del tiempo que no embellece sino que degrada y deteriora.  Buscaba, paradójica y genialmente, la belleza de ese deterioro. Y vivía este hecho con una intensidad personal que le resultaba dolorosa. No recuerdo ahora si en sus memorias relata la anécdota, que le oí infinidad de veces, de su caja de hilos de colores (no me apetece levantarme, ir a la biblioteca y comprobarlo). Para Amalia el cúmulo de carretes, cuidosamente dispuesto en la citada caja, no era un pantone, era la señal inequívoca de que el tiempo restante no sería suficiente para emplearlos todos.

Y esa constatación, a veces más angustiosa de lo que el espectador supone, de que el tiempo pasa y la muerte llega, le acompañó durante toda su vida y se refleja magistralmente en su obra que, así, burla las clasificaciones y se convierte en verdadero arte, más allá de lo que el crítico pretenda disponer sobre la misma.

La obra de Amalia Avia debe ser reivindicada, sin duda. Su relativo olvido, que esta exposición logra corregir en parte, merece que ser sustituido por un reconocimiento que la sitúe en el lugar que le corresponde en el marco del arte español contemporáneo.  Y merece un estudio más sosegado y profundo que estas simples líneas apresuradamente escritas.

Les recuerdo la exposición en curso. Si pueden, no se la pierdan.

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