Monarquía o República

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La corona y la soberanía, por José J. Jiménez Sánchez

Publicado originalmente en El Mundo el 25 de marzo de 2021

Thomas Hobbes tardó mucho en darse cuenta de que el auténtico soberano no era el que había diseñado en el Leviatán, un soberano instituido por la multitud, al que ésta entregaba todos sus derechos con la finalidad de que preservara la vida de sus miembros. El problema de tal institución consistía en que la renuncia a los derechos naturales de cada cual implicaba la creación de un soberano con todo el poder, un poder absoluto, por lo que su justificación, la preservación de la vida de sus súbditos, terminaba por depender de la misma voluntad del soberano. Así, Hobbes había conseguido justificar ex novo la creación del Estado moderno, asentado en el previo y libre consentimiento de los individuos y definido por la creación de un poder todopoderoso, el poder absoluto del soberano.

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José J. Jiménez Sánchez


Una democracia enredada, por José J. Jiménez Sánchez 

Diciembre 2020

«La confusión va aneja a toda época de crisis […] No sabemos lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa: el hombre de hoy empieza a estar desorientado con respecto a sí mismo, dépaysé, está fuera de su país, arrojado a una circunstancia nueva que es como tierra incógnita. Tal es siempre la sensación vital que se apodera del hombre en las crisis históricas» Ortega y Gasset, En torno a Galileo, págs. 412 y 443.

El hombre es el único animal que posee la palabra. En el medio común del lenguaje nos abrimos al mundo y a los otros, haciendo posible un espacio de convivencia intersubjetivamente compartido. Aunque esto no excluye la posibilidad de confusión. Los hablantes pueden ser desinformados, engañados y manipulados a través de la comunicación. Por ello cabe que por medio del discurso nos enredemos, lo que sucede cuando hablamos de lo que no conocemos o mal comprendemos, cuando nos dejamos llevar por la moda, cuando somos absorbidos por la palabrería, por el ruido. Así podría definirse la situación en la que nos encontramos, desconcertados y necesitados de orientación. Pondré varios ejemplos de esa confusión acerca de algunos de los conceptos que poseemos. Me refiero a los de democracia, derecho a decidir, legitimidad y, finalmente, pueblo, quizá porque son los más necesitados de clarificación.

En relación con el concepto de democracia, es cierto que todos nos definimos como demócratas, todos lo somos, aunque cada cual lo entiende a su manera. Unos comprenden la democracia como el régimen político en el que han de predominar las decisiones adoptadas mayoritariamente por el pueblo, incluso con independencia de las reglas establecidas, pues éstas han de supeditarse a esa voluntad mayoritaria y no tienen por qué condicionarla. El pueblo es soberano y la democracia es votar. Otros, me atrevería a sostener, no saben lo que dicen, pues afirman que «el respeto a la legalidad no debe provocar la vulneración del principio democrático. Un principio que exige dotar de un valor relevante y primario a la decisión de la ciudadanía vasca. Un principio que es también, con igual o superior fuerza, legalidad vigente»[1]. Con lo que se defiende una cosa y su contraria. Finalmente hay quienes la comprenden como un régimen político en el que las decisiones de la mayoría no pueden contravenir las reglas establecidas, aunque puedan cambiarlas de acuerdo con lo dispuesto en ellas. Esta última concepción de la democracia implica que se la entienda de manera más compleja en la medida en que se comprende que la democracia es también Estado de derecho, división de poderes y respeto a los derechos y libertades individuales. La razón última de estas limitaciones de la voluntad mayoritaria del pueblo radica en una comprensión diferente de la soberanía popular, en tanto que no se concibe fácticamente, de forma inmediata, como la expresión directa de su voluntad mayoritaria, sino que se piensa normativamente, como idea, que requiere de ciertas mediaciones a fin de lograr su determinación, la de la voluntad general, primero por medio de la regla de la mayoría, después a través de los representantes elegidos, con la finalidad de asegurar la racionalidad de su manifestación, lo que se alcanza cuando su determinación por medio de la conformación de la voluntad mayoritaria se lleva a cabo en el derecho.

Algo parecido sucede con las libertades políticas, entre las que habría que destacar el derecho de participación, que se confunde con el derecho a decidir, en la medida en que se entiende que nuestra participación política, es decir, la expresión política de nuestra conciencia particular ha de ser absoluta, soberana, por lo que no puede quedar coartada por lo establecido en las normas. Si tenemos capacidad de decidir, la tenemos en tanto que podemos usar nuestro propio poder según nos plazca, sin limitaciones, esto es, sin impedimentos externos, de los que son muestra las restricciones impuestas por el derecho. Esta es una manera un tanto desdibujada de adentrarse en lo que significan las libertades políticas y el papel que han de jugar en la determinación de la voluntad popular. Algo similar sucede con la libertad de expresión, respecto de la que suele confundirse el derecho de expresar libremente las ideas de cada cual, lo que queda amparado en la misma, con el pensamiento de que tales ideas han de recibir igual respeto y consideración, en tanto que son la manifestación del ejercicio de un derecho fundamental. Si admitiéramos tal confusión, estaríamos asentando la libertad de expresión sobre una concepción relativista, lo que nos impediría entender que la libertad de expresión no es incompatible con el ejercicio de nuestra razón, si es que queremos diferenciar entre las distintas opiniones con la finalidad de establecer cuál o cuáles de ellas puedan ser correctas y cuáles incorrectas, sin que esto suponga ningún desprecio por el derecho que todo el mundo tiene a expresar su parecer. Dicho de manera más clara, todo el mundo posee la libertad de expresión, aunque su opinión no tiene por qué merecer igual consideración; lo que todo el mundo merece, es igual respeto, aunque de ello no puede deducirse que sus opiniones se admitan por igual, sin ningún tipo de discriminación.

No obstante, la confusión en torno al derecho a decidir conlleva consecuencias más desastrosas, pues tal derecho no se concibe simplemente como un derecho individual que va más allá del derecho de participación, sino que se entiende que tal derecho lo poseen las diferentes naciones (Völker), por lo que habría que comprenderlo como derecho de autodeterminación de las mismas. Aquí el nivel de desconcierto se acentúa, ya que no sólo se enmarañan derechos políticos individuales con derechos colectivos, sino que también sucede con los mismos derechos colectivos, en tanto que se trata de aplicarlos a situaciones para las cuales ni se pensaron ni tampoco tendrían sentido. Me refiero, claro está, a que no pueden emplearse las soluciones que se ofrecieron en relación con los procesos de descolonización para resolver los problemas que pueda conllevar el encaje de las distintas colectividades con lengua y cultura propias dentro de un Estado democrático de derecho.

El tercer problema en el que encontramos desarreglos se refiere al concepto de legitimidad. Es cierto que es uno de los más complejos con el que nos podemos enfrentar en la reflexión jurídico-política, por lo que sólo me voy a limitar a señalar uno de los desajustes sobre el mismo, que tiene que ver con otro asunto de fondo, el concepto de soberanía. Me refiero al hecho de que se identifique el número con la corrección de lo que se sostiene. Así se considera que si algo es defendido por la voluntad mayoritaria del pueblo, esto no es, de acuerdo con los dos primeros errores de los que antes hablé, simplemente democrático o expresión del ejercicio de nuestros derechos, sino también legítimo. De esta manera se mezcla la contingencia de la decisión mayoritariamente alcanzada con la de su legitimación, confundiendo el número que respalda una decisión, con la legitimidad de lo decidido. Es cierto que en los sistemas democráticos el número es fundamental, aunque no sea suficiente, pues la contingencia de la decisión no puede corregirse meramente por el número, todo lo contrario, la contingencia se encuentra ínsita en el número o lo que es lo mismo, en la suma de las voluntades particulares. Así pues, esa contingencia sólo podrá corregirse si la decisión mayoritaria se adopta bajo condiciones formales tales que la eviten y aseguren, por el contrario, una decisión mediada con la universalidad.

Dworkin percibió muy bien los problemas que podían derivarse de la defensa irrestricta de la regla de la mayoría. De ahí que diferencie claramente entre lo que puede ser objeto de acuerdo y, por tanto, de transacción, y lo que sólo puede ser objeto de compromiso. Mientras que sobre los intereses se puede transigir, no sucede así con los principios, que sólo pueden ser objeto de compromiso y no de acuerdo. Precisamente, las dificultades del planteamiento mayoritario derivan de no haber tenido en cuenta esta diferencia y haber pensado que todo puede ser objeto de transacción, pues para que la transacción pueda persistir, necesariamente ha de tener un límite, esto es, que la transacción no puede ser objeto de sí misma, sino que se tiene como su propio límite. En definitiva no es sino el viejo problema del relativismo, todo es relativo menos la afirmación de que todo es relativo, es decir, menos el propio relativismo, con lo que caeríamos en un nuevo absolutismo, que puede ser aún peor en la medida en que parece justificado, cuando no lo está[2]. En definitiva, las decisiones mayoritarias se encuentran frente al argumento de la ‘reductio ad hitlerum’, un argumento que, nos guste o no, es muy consistente, pues plantea que la corrección o incorrección de una decisión no puede depender del número de personas que la apoyen, sino de la rectitud del argumento que se defienda. Esto no quiere decir que el número sea irrelevante. Dicho de otra manera, el número de personas es una condición necesaria, pero no suficiente. Sin un número mayoritario de personas que apoyen una medida no hay nada que hacer, pero sólo con el número tampoco. Necesitamos algo más, pues el principio de las mayorías por sí mismo no puede evitar que se instale un sistema político contrario al propio juego del principio de las mayorías. Así, la mayoría podría impedir que se formara otra de distinto signo. De ahí que la regla de la mayoría, a través dela que se determina el principio de la soberanía popular, requiere de unos límites, una serie de derechos individuales, que cabe enmarcar bajo el principio defendido por Dworkin, siguiendo los pasos de Rawls, como el principio de que todos merecen igual respeto y consideración[3].

Por último, algo similar sucede con el concepto de pueblo[4]. Pondré un ejemplo acerca de la confusión que reina en la utilización de este concepto. Dice Savater que la palabra pueblo «parece exigir una homogeneidad entre los miembros del colectivo, una identidad moral y quizá étnica que los determina y a la vez excluye a quienes no deben pretender mezclarse con ellos. El pueblo es un nosotros que equivale siempre y primordialmente a un no-a-otros […] Desde luego, llamar pueblo al conjunto de los ciudadanos no es pecado, como tampoco denominar ‘corcel’ a un caballo: son licencias poéticas, o sea, dudosa retórica. Pero resulta engañoso creer que […] el pueblo [es] más que los ciudadanos»[5]. Son dos las confusiones que se deslizan en este texto y que muestran perfectamente el clima de la situación en la que nos encontramos. En primer lugar confunde pueblo con nación. Es cierto que lo mismo sucede en nuestra Constitución, en la que se atribuye la soberanía tanto a la nación española como al pueblo español, por lo que se la termina calificando como soberanía nacional. También es cierto que tal ambivalencia se encuentra, desde el siglo XIX, en la palabra alemana Volk, lo que hace que sus traducciones a otros idiomas no sean coherentes, pues mientras que en español se traduce como pueblo, en inglés se hace como nation, lo que en mi opinión resulta más acertado. Precisamente, Hegel trató de luchar contra tal ambivalencia, mediante la recuperación de un antiguo concepto, Demos, lo que posibilitaría una concepción de pueblo que fuese más allá de la inmediatez en la que había quedado enraizado el concepto de Volk, al haberse construido sobre la realidad de la lengua, la cultura e incluso la raza.

El segundo error consiste en calificar como licencia poética el hecho de llamar pueblo al conjunto de los ciudadanos. La razón que sustenta tal afirmación es la de creer que el pueblo no puede ser algo más que los ciudadanos. En estas afirmaciones se deslizan varias confusiones. En primer lugar hay un desarreglo de fondo pues parece que se negara la existencia del pueblo, mientras se afirma la del ciudadano, con lo que se difumina la de las personas naturales, esto es, de carne y hueso. Me refiero con esto a que en las palabras de Savater se están confundiendo dos planos, el fáctico y el normativo, que es lo que permite rechazar un concepto de pueblo, entendido como nación, y aceptar el de ciudadanía como si fuera el auténtico concepto que expresara la realidad y desde el que, además, habría de encauzarse el de pueblo. Para solucionar este galimatías, tendríamos que entender que el concepto de pueblo puede comprenderse también como persona artificial, esto es, como una construcción jurídico-constitucional, en la que hacemos residir la soberanía, con lo que podríamos, entonces, hablar de pueblo soberano tal y como se hace en la constitución estadounidense -We, the people…- Esta fue la propuesta de Kant cuando en la Crítica del juicio y siguiendo lo que estaba acaeciendo en los Estados Unidos, defendió la necesidad de transformar el pueblo en Estado. Sólo así podríamos hablar de ciudadanía, pues hablar de la misma con independencia de la construcción de una soberanía popular no tendría mucho sentido. Sólo si fuéramos capaces de instituir una voluntad general, podríamos introducir el concepto de ciudadanía, o dicho de otro modo, ambos conceptos, soberanía popular y ciudadanía, son inescindibles, pues se requieren mutuamente. Por eso no cabe decir que el pueblo no es más que los ciudadanos, como si éstos fuesen algo más que el pueblo. Así pues no se trata de establecer un juego entre pueblo como nación y ciudadanía, sino entre el pueblo soberano como voluntad general y ciudadanía, entre democracia y derechos y libertades individuales. Sólo si nos adentramos en el terreno normativo, podremos comenzar a establecer la posibilidad de solucionar las confusiones que nos acompañan en la construcción de los conceptos básicos de una filosofía jurídico-política democrática. Aunque seamos conscientes de que a pesar de sus defectos y su presente crisis, «there is no alternate, comprehensive set of political and economic ideas poised as a rival to liberal democracywith universal aspirations and global appeal»[6].

1 Taurus, Madrid, 2006 (1947, 1942, 1933), en Obras Completas, tomo VI (1941-1955).

2 Propuesta del PNV para diseñar el nuevo estatus, El Mundo, 8-II-2018.

3 H. Kelsen, De la esencia y valor de la democracia, 2006 (1929), ed. y trad. de J. L. Requejo Pagés, KRK, Oviedo, 2006 (1929),pág. 53 y su intento de corrección en la pág. 145. Lo curioso es que su intento de corrección de los excesos del principio mayoritario por la transacción lo llevan al punto de partida. La razón de todas estas vueltas y revueltas, siempre se encuentra en el mismo lugar: no haber abordado bien el problema central sobre el que todo esto se construye, es decir, pensar que dejando de lado el problema de la voluntad general, los problemas que la misma conllevaba se solucionaban. Como podemos apreciar, no es eso lo que sucede.

4 Vid., al respecto, R. Dworkin,  Los derechos en serio, trad. M. Guastavino, Ariel, Barcelona,  1984(1977),  p. 274. I. Maus, ÜberVolkssouveränität. Elemente einerDemokratietheorie, Suhrkamp, Berlin, 2011, pág. 10 y 44 y ss. En relación con la segunda, vid., L. Haffert, «Metropole des Populismus-BerlinalsTotem der Elitenkritik», Merkur, 30-I-2018, pág. 1.

5 Podríamos detenernos en alguna otra confusión en relación con el concepto de pueblo, como aquellas que lo identifican con la opinión pública -Öffentlichkeit-, o con la población -Bevölkerung, das gesamtePublikum-, o la propia de los populistas quienes dicen representar al verdadero pueblo –das wahreVolk.Sobre la primera confusión, vid.,

6 F. Savater, «Pueblo», El País, 25-XI-2017, pág. 56.

7 P. D. Miller, «FukuyamaWasRight (Mostly)», The American Interest, enero 2019.

José J. Jiménez Sánchez


La legitimidad de la Monarquía por Manuel Aragón

Publicado originalmente en El País, 20-02-2020

Por encima de la familia o de los afectos personales está el exacto cumplimiento del deber y la irrenunciable ética pública que han de acompañar a la Corona y a sus titulares. Así lo exigen los tiempos y la Constitución

La legitimidad de origen de la monarquía, como forma política en la que un rey es el jefe del Estado, proviene del regular acceso hereditario a la Corona. Esa característica es genuina e indisociable de la monarquía. Sin embargo, en la monarquía parlamentaria, que es la única fórmula que hace compatibles monarquía y democracia, esa legitimad dinástica, que tiene sus virtudes en cuanto a la estabilidad estatal, va acompañada, necesariamente, de otra legitimidad de origen, de tipo indirectamente democrático: la que se deriva de estar prevista en una Constitución emanada de la voluntad popular, que ha descargado de poderes autónomos al rey y únicamente le ha confiado una función de auctoritas de carácter simbólico y moderador amparada en su obligada neutralidad política y su exclusivo servicio a los intereses generales. Pero ni a la monarquía ni a ninguna otra forma política le basta con la legitimidad de origen, ya que necesita también de la legitimidad de ejercicio, basada en la creencia generalizada de que los poderes públicos cumplen correcta y útilmente sus funciones constitucionales.

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Felipe VI y las legitimidades, F. Sosa Wagner

Publicado originalmente en El Mundo el 23 de octubre de 2017

En varias ocasiones hemos oído al portavoz de Unidos Podemos realzar su propio respaldo entre los ciudadanos expresado en las urnas para, a renglón seguido, descalificar a don Felipe VI por “no haber sido elegido”. Aunque la afirmación procede de un político que a veces se manifiesta de forma tan vehemente como infundada, conviene meditar sobre el alcance de su afirmación y el apoyo que le sirve de peana.

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Francisco Sosa Wagner


Comentario a “Monarquía o República”, Rafael Spottorno

Me gustaría realizar algunas reflexiones sobre el texto Monarquía o República, de Ricardo Moreno.

En mi opinión, sus argumentos no animan demasiado a defender la forma republicana de Estado pero tampoco inducen a concluir que plantear ahora un cambio esté absolutamente fuera de lugar. Entiendo que esos dos son los temas centrales del artículo y pienso que en la defensa de ambos su autor se ha quedado en la periferia. Defiende la república porque permite “equilibrar la existencia del poder ejecutivo (elegido por sufragio universal indirecto) con la de un poder moderador elegido por sufragio universal directo”, argumento cuando menos incompleto, pues evidentemente no es aplicable a la forma de Estado republicana sino a un determinado tipo de república, aquella en la que el presidente es elegido por sufragio universal, que no es el caso de todas. El autor muestra su preferencia por una república “no presidencialista, en la cual el jefe del Estado tiene un poder moderador real (no como el del rey, cuya actuación como árbitro es puramente protocolaria)”. No me parece un argumento muy sólido en defensa de la república. Entendería la defensa de una república presidencialista al estilo, con sus matices, norteamericano o francés, pero no entiendo bien por qué me tiene que gustar más una república no presidencialista que una monarquía parlamentaria, simplemente, como dice el autor, porque su poder moderador “significa que habla con unos, habla con otros, propone acuerdos y decide si es o no oportuno disolver con antelación el parlamento”. El rey de una monarquía parlamentaria también “habla con unos, habla con otros y propone acuerdos”. En cuanto a que un presidente de república no presidencialista pueda decidir si es o no oportuno disolver el parlamento, es una afirmación que la realidad —generalmente dura y poco generosa—— matiza y en ocasiones desmiente tanto en la teoría como en la práctica.

Otra ventaja que ve el autor en la república es que lo que pueda hacer un familiar del jefe del Estado no daña a la institución mientras que “si esto sucede con el yerno de un rey (…) la reputación de la monarquía queda inevitablemente en entredicho”. Solo a modo de recordatorio: el Príncipe Bernardo de Holanda, marido de la Reina Juliana, reconoció, amén de la existencia de dos hijas ilegítimas, haber aceptado un soborno de más de un millón de dólares de la empresa Lockheed. El Gobierno no lo llevó a los tribunales únicamente porque la propia Reina amenazó entonces con abdicar si lo juzgaban. Su hija, la Reina Beatriz, ha sido una soberana popularísima y su nieto, Guillermo Alejandro, accedió al trono hace pocos años en unas ceremonias que sacaron a la calle a millones de holandeses enfervorizados vestidos de naranja, en honor a la dinastía Orange. Como se ve, al menos en Holanda la reputación de la monarquía no quedó inevitablemente en entredicho por la andanzas delictivas, no del yerno, sino nada menos que del consorte de la Reina.

En otro país, Bélgica, son bien conocidas las vidas desordenadas de los hasta hace poco reyes Alberto y Paola cuando eran Príncipes de Lieja, por no hablar de las andanzas de su hijo Laurent. Bélgica, en inestable equilibrio y con comunidades enfrentadas, se sostiene hoy entera, a juicio de la mayoría de los observadores, gracias a su monarquía. En el Reino Unido, las pifias y torpezas cometidas por unos u otros miembros de la familia real, incluyendo a la Reina aquel annus horribilis de 1992 no solo no destruyeron la reputación de la vieja y respetada monarquía británica, sino que diez años después, en 2002, los espectaculares fastos del Golden Jubilee mostraron al mundo que al menos en algo tenía razón el Rey Faruk cuando hizo aquella predicción de que en cien años solo quedarían cinco reyes, los cuatro de la baraja y la reina de Inglaterra. Ésta sigue más firme que nunca, con sus locas nueras, sus pintorescos hijos y su discutido marido. Conclusión: es seguro que la monarquía y su sentido no se pueden despachar con unos trazos gruesos sobre yernos, revistas del corazón y cosas así.

Se extiende luego Moreno sobre las razones que desaconsejan un plebiscito sobre la monarquía y da dos argumentos, ambos a mi juicio poco consistentes: uno, que en la Constitución que votamos los españoles en 1978 la monarquía no estaba contenida en ninguna cláusula secreta, así que los que la aprobamos por amplísima mayoría sabíamos lo que hacíamos. Dos, que en un plebiscito el apoyo a la monarquía sería abrumador. El primer argumento es sin duda cierto, aunque no tiene por qué excluir que sea defendible querer someter a votación singular la monarquía como forma del Estado español. El segundo no me parece ni siquiera mencionable porque, en primer lugar, eso no lo sabe nadie y, luego, porque no parece un argumento demasiado democrático considerar “del género tonto” plantear una consulta que se puede perder, porque todas se pueden siempre perder.

Creo que el artículo de Moreno parte de un vicio de origen, o de un error de apreciación, que está ya enunciado en sus primeras palabras: “La proclamación del rey Felipe VI abrió de nuevo el debate entre monarquía o república”. Esto no es así, con todos los respetos. Al contrario, si desde partidos a la izquierda del PSOE (y en grupúsculos de la derecha, herederos de aquellos jonsistas que en los años 30 cantaban lo de “que no queremos reyes idiotas que no sepan gobernar”) se ha estado azuzando ese debate en los últimos años, la abdicación de Juan Carlos I y la proclamación de Felipe VI lo ha enterrado, al menos por ahora. A mi juicio ha sido siempre un debate nominalista y estéril pero, en fin, cada uno está en su derecho a plantear lo que le parezca. Como escribió hace tiempo Juan Carlos Rodríguez Ibarra en un artículo periodístico, lo máximo que puede conseguir ese debate es anunciar un cambio de régimen, sustituyendo la monarquía por la república, pero sin aclarar a qué tipo de república se pretende llegar, de tal modo que de la certeza de la monarquía parlamentaria hemos llegado a la indefinición de la república.

El artículo 56 de la Constitución dice que “el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia”. Remito a las inteligentes reflexiones de Javier Gomá o de Gaspar Ariño sobre los conceptos capitales de símbolo y de mito político para entender bien lo que es la monarquía. Y termino con una cita que me parece esclarecedora a este respecto, de Javier Gomá: “La entrega de la máxima magistratura del estado a una familia y a sus descendientes solo cabe considerarla democrática, aun siendo voluntad del pueblo, a condición de que éste retenga la integridad de su soberanía y que, en consecuencia, la posición estatutaria del rey no lleve aparejada ninguna cuota de poder coactivo, ni legislativo ni ejecutivo ni judicial, y solo ostente un valor simbólico. De manera que en la cúspide del Estado, esa escala de poder coactivo creciente, en el lugar en que uno esperaría una apoteosis de fuerza y decisión, luce un símbolo desnudo”.

Rafael Spottorno


Monarquía o República, Ricardo Moreno Castillo

 

Sostiene Jon Juaristi en su libro A cuerpo de rey: Monarquía accidental y melancolía republicana que “La monarquía constitucional española no se ha sostenido sobre el fervor monárquico de la población, sino sobre un accidentalismo pragmático que ha comenzado a diluirse”.

La proclamación del rey Felipe VI abrió de nuevo el debate entre monarquía o república. En este artículo explicaré dos cosas: las razones por las que pienso que es preferible una república y las razones por las me parece (precisamente en nombre de ese accidentalismo pragmático) que plantear un cambio está ahora absolutamente fuera de lugar..

Vamos con lo primero. La elección del jefe del ejecutivo es por sufragio universal indirecto, esto es, se elige un parlamento que a su vez elige al jefe del gobierno. Esto requiere en ocasiones pactos entre partidos en los cuales poco pueden intervenir los ciudadanos, que a veces sienten que a sus espaldas se trafica con sus votos. Esto es muy de lamentar pero inevitable, porque los pactos son esenciales en la democracia. Cuando se carece de mayoría absoluta para gobernar es necesario pactar, lo cual significa hacer ciertas concesiones y renunciar a cumplir algunas promesas electorales. Una solución, se oye decir con frecuencia, es que gobierne la lista más votada. Y ciertamente, eso parece en principio lo más deseable. Pero pueden darse circunstancias que aconsejen lo contrario. Supongamos que el partido más votado es de centro derecha, pero que la suma de los votos de los partidos de izquierda les permite controlar más de la mitad del parlamento. A un gobierno de derechas le sería imposible gobernar en estas condiciones, y la única salida posible sería que pactaran las izquierdas. Incluso podría suceder que, en casos excepcionales, el jefe del ejecutivo fuera del partido menos votado. Si hay tal equilibrio entre derechas e izquierdas que deciden gobernar en coalición, ese gobierno podría estar presidido por alguien de un partido minoritario de centro. Hay precedentes: recordemos cuando el ayuntamiento de Madrid estuvo presidido por Agustín Rodríguez Sahagún, del Centro Democrático y Social, que tenía menos ediles que el Partido Socialista o el Partido Popular. Es cierto que fue a raíz de una moción de censura cuya oportunidad no es cosa de discutir ahora, pero sí es bueno recordar que aquello no resultó ser una mala solución, y que Rodríguez Sahagún dejó un buen recuerdo como alcalde de equilibrio y consenso.

Entonces, dado que los pactos son intrínsecos a la democracia, ¿cómo se podría de alguna manera paliar o compensar esta sensación que tiene la gente corriente de que, una vez hemos votado, se negocia con nuestros votos sin nuestro consentimiento? Pues equilibrando la existencia del poder ejecutivo (elegido por sufragio universal indirecto) con la de un poder moderador elegido por sufragio universal directo. Con una jefatura del estado efectiva, no puramente simbólica, esto es, con una república. No me refiero a una república presidencialista (como la de EEUU, en la que el jefe del Estado es el jefe del Gobierno) ni semi-presidencialista (como la de Francia, en la que el presidente goza de algunos poderes ejecutivos), sino a una república no presidencialista, en la cual el jefe del Estado tiene un poder moderador real (no como el del rey, valga la paradoja, cuya actuación como árbitro es puramente protocolaria). Esto significa que habla con unos, habla con otros, propone acuerdos y decide si es o no oportuno disolver con antelación el parlamento. Esto es muy importante: en una república el jefe del gobierno ha de responder ante un parlamento que no puede disolver según su conveniencia política. Si se queda sin apoyos parlamentarios, ha de poner su cargo a disposición del presidente, que es quien ha de decidir lo que se debe hacer. Estoy pensando, por supuesto, en repúblicas como Portugal o Austria, en las que el presidente es elegido por sufragio universal a dos vueltas, y no en repúblicas como Alemania o Israel, en las que el presidente lo elige el parlamento y es una figura casi tan decorativa como un rey constitucional

Otra ventaja de una república está en que la institución no es dañada por lo que pueda hacer un familiar del jefe del Estado. Si delinque un yerno del presidente, a lo mejor éste debe dimitir, por no haber estado al tanto de los manejos de aquél, pero el prestigio de la institución sigue incólume. En cambio, si esto sucede con el yerno de un rey, por mucho que sea apartado de la Casa Real, y juzgado y castigado como un ciudadano cualquiera, sigue siendo padre y cónyuge de personas que están en la línea sucesoria, y la reputación de la monarquía queda inevitablemente en entredicho. Y no hace falta llegar al delito. Los miembros de las familias reales, entre que no siempre tienen la cultura que sería de desear y que siempre tienen detrás a los reporteros de las revistas del corazón, hacen a veces más tonterías de las que deberían, tonterías que desprestigian y a veces desestabilizan las monarquías.

Es verdad que entre los diez o doce países más prósperos y estables, más de la mitad son monarquías. Cierto, pero han sido la prosperidad y estabilidad las que han mantenido las monarquías, y no al revés, porque en un país próspero y estable a nadie se le ocurre cambiar de sistema político. Y es claro que el tiempo va en dirección a la república. Si pudiéramos resucitar dentro de doscientos años, no sé si veríamos a Suecia o Inglaterra convertidas en repúblicas. Pero estoy muy seguro de que no veríamos a Estados Unidos ni a Francia convertidas en monarquías.

Y ahora voy con lo segundo. Aclarado que soy republicano, pienso que los argumentos que se han esgrimido a favor de un plebiscito para decidir entre monarquía o república parecen poco sólidos, cuando no sencillamente delirantes.

Uno de ellos, el que el tal plebiscito, cuando tendría que haber sido hecho, no se hizo. En efecto, así es. Tanto Italia como Grecia, cuando derrotaron al fascismo, decidieron por voluntad popular entre la monarquía o la república. Pero las circunstancias en España fueron diferentes, porque el fascismo se extinguió con el dictador, pero las estructuras de poder que lo sostenían, si bien muy minadas, seguían allí. Tal plebiscito hubiera sido absolutamente desaconsejable, y así lo entendieron los españoles, que aprobaron mayoritariamente la constitución. Una constitución en la cual la monarquía no era una clausula secreta, de manera que todos los que la votaron sabían muy bien lo que hacían. Y como las constituciones están hechas para durar, no se deben cambiar si no hay muy serias razones para ello, y la monarquía ha funcionado hasta ahora razonablemente bien.

Hay quienes exigen un plebiscito porque, por edad, no pudieron votar la constitución. Es verdad, ningún español más joven de cincuenta y cuatro años ha podido votar la constitución. Pero también es verdad que ningún francés más joven de setenta y cuatro ha podido votar la suya, ni ningún alemán más joven de ochenta y tres ha votado la suya, y ningún norteamericano vivo ha votado la suya. Este argumento, el de que se ha de hacer un plebiscito entre monarquía y república porque “yo no pude votar en su día” se ha escuchado incluso en el parlamento. Uno, en su candor e inocencia, suponía en nuestros diputados un cierto nivel de cultura política: ¿es que cada vez que una nueva generación alcanza la mayoría de edad se han de revisar las leyes que no ha tenido ocasión de votar? Un poco de seriedad, por favor.

Pero, a mi juicio, el argumento más claro para desaconsejar el tal plebiscito es el siguiente: el apoyo a la monarquía sería abrumador. En contra de lo que piensa Juaristi, el fervor pragmático está todavía lejos de diluirse. Y es del género tonto por parte de los republicanos plantear una consulta que perderían estrepitosamente y de la cual saldría una monarquía más fuerte y prestigiada. ¿Por qué el resultado es tan claramente previsible? Porque la monarquía da cierta sensación de seguridad, sobre todo en momentos de crisis, porque hasta ahora los monarcas están ejerciendo sus reales quehaceres con prudencia y sensatez, porque son bien parecidos y porque se hacen querer. Y todo esto tampoco es malo.

¿Y cuándo llegará el momento de proponer el cambio? Pues cuando la corona caiga en la cabeza de un botarate que desprestigie hasta tal punto la institución que el deseo de una república se haga mayoritario. Y esto ni es deseable (ya hay bastantes botarates entre quienes no ciñen corona) ni es previsible a corto plazo. El actual rey ha sido muy bien preparado para su oficio y, hasta donde se puede colegir, parece que las infantas están siendo también muy bien educadas. Muy probablemente, no veré en España ninguna república, pero no lo sentiré demasiado. Por razones de edad, tampoco veré entronizada a la actual princesa de Asturias, y eso sí que me da un poco de pena. No porque no desee larga vida al rey actualmente reinante, sino porque me haría mucha ilusión una reina con un nombre tan sonoro como Leonor I de Borbón, que suena casi tan bien como Leonor de Aquitania.

No, mis ojos no verán ninguna de las dos cosas. Pero no importa. Si cuando llegue mi hora España ya no es un país tan internamente desgarrado por la corrupción ni por la estupidez nacionalista, creo que podrá cerrarlos serenamente y en paz.

Referencia bibliográfica: J. Juaristi: A cuerpo de rey. Monarquía accidental y melancolía republicana, Barcelona, Ariel, 2014.

Ricardo Moreno Castillo

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