Tolstói: ¿conversión o locura?

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Comentario de José Lázaro

José Lázaro

El tema que aquí se ha suscitado remite a una tradicional deliberación entre profesionales de la psicopatología: ¿En que se parecen y en que se distinguen las conversión religiosa y el delirio? ¿Sufrió Tolstoi un cuadro psicótico en sus últimos años o una agudización de su fe religiosa?
Recientemente falleció un psiquiatra al que tuve la suerte de escuchar algunos cursos de doctorado que recuerdo con agradecimiento: José Soria. En uno de aquellos cursos, Soria nos descubrió —y nos invitó a analizar— los excelentes trabajos de Luis Valenciano (Murcia, 1905-1985), que había intentado buscar los fundamentos teóricos de la psicopatología en las ideas antropológicas de Ortega y Gasset: la vida se va construyendo como resultado del encuentro entre el proyecto vital (la vocación) y la serie de opciones que se toman en unas circunstancias dadas. En la base de la vida humana se encontrarían las creencias fundamentales, que para Ortega no son algo que se tiene sino algo que se es, algo que determina la perspectiva desde la que cada uno percibe e interpreta el mundo. Sobre este estrato básico de creencias que nos sostiene, nosotros sostendríamos las ideas, que abarcan desde la poesía a la ciencia.
Una crisis de las creencias, una duda radical, dará lugar normalmente al pensamiento, a la elaboración de nuevas ideas. El delirio consistiría en un cambio estructural negativo en el plano de las creencias, una mutación por la que “el delirante funciona, radicalmente, desde una nueva creencia”. Este fallo en la estructura normal de las creencias supondría una caída en la soledad del yo radical que daría al delirio una serie de características específicas: perdida de la estructura social de significaciones comunes con los otros, así como de la seguridad y confianza que proporcionaba; nuevo sistema de creencias delirantes con significaciones nuevas e idiosincrásicas, que se viven como absolutamente reales y adquieren un valor personal exclusivo del delirante; perspectiva rígida e inamovible en la que la verdad ya no depende del punto de vista ni hay posibilidad de integrar distintas perspectivas.
Estas características corresponderían a los casos más graves, con ánimo delirante producido por una crisis brusca y profunda del sistema de creencias. Otras crisis de menor grado o duración darían cuadros más leves (delirios circunscritos, ideas deliroides…).
Por otro lado, y así llegamos al gran dilema del “caso Tolstoi”, un inicio de crisis creencial que permita un enfrentamiento radical con la autenticidad del proyecto vital profundo produciría, según la teoría de Valenciano, una renovación y un reforzamiento del sistema de creencias que se manifestaría en una conversión (política, social, científica o religiosa) pero no en un delirio (aunque también existan, en casos patológicos, conversiones delirantes, lo que complica aun más las cosas).
La bibliografía sobre el tema es amplia. Sin salir de nuestro país, lo analizó, con otra perspectiva, Carlos Castilla del Pino, en trabajos mucho más conocidos que los de Valenciano, entre los que destaca El delirio, un error necesario (Ediciones Nobel, 1998).
Yo en estos apasionantes enigmas nunca he pasado de aficionado, pero doctores tiene la mente. Y como tenemos la suerte de contar entre nuestros colaboradores con un destacado profesional de la psiquiatría —que además es capaz de exponer estos asuntos con claridad y sin trivializarlos— yo le pediría a Enrique Baca que respondiese a las preguntas que él mismo ha planteado y que a lo largo de esta deliberación estamos entre todos replanteando:
— Si Tolstoi se volvió loco, ¿qué fue, en realidad, la locura de Tolstoi?
— ¿En qué se parece y en qué se diferencia esa locura de conversiones religiosas como las de García Morente, Paul Claudel —citadas por Spottorno— o, por tomar un ejemplo próximo, la de Laín Entralgo, que en su adolescencia temprana se alejó de la religión, considerando a la Iglesia como “un cuerpo gigantesco en lenta extinción histórica”, para convertirse, ya universitario, en el profundo cristiano heterodoxo que fue el resto de su vida. (Lo cuenta con detalle en la “Introducción” a Descargo de conciencia, ese libro tan criticado y tan poco leído).
— ¿Qué valor de verdad y qué valor existencial —pregunta y le pregunto a Baca— tienen esos diferentes desarrollos (o quiebras) del sistema de valores (o de creencias) que nos sostiene a todos los seres humanos? Y me refiero, claro está, tanto a los desarrollos (y quiebras) psicopatológicos como a los que no lo son.


Comentario de Ángel Bizcarrondo

Ángel Bizcarrondo

Tras la interesante lectura de la carta de Tolstoi y de los comentarios que ha suscitado voy a tratar de introducir algún matiz nuevo:

— Me ha parecido muy reveladora la calificación de apofanía, porque denominar significa entender, o al menos, empezar a entender. En este caso me parece muy afortunado el término porque supongo que define una patología, que a mi juicio está en el origen del comportamiento de Tolstoi.
— El conflicto de Tolstoi es de naturaleza ética o moral, como él lo califica, pero erróneamente orientado, al menos, en tres aspectos: primero, sé lo que debo hacer pero no puedo hacerlo por causas ajenas a mí, y esa situación me produce una angustia insoportable; segundo, los que me rodean son los que me lo impiden (victimismo) y, por tanto, los responsables de mi angustia; tercero, mi conocimiento de lo que debe hacerse es indiscutible y por esa razón debe ser regla universal aplicable a todos.
— Como ya se ha advertido, establece afirmaciones muy discutibles o contradictorias: no quiere culpar a Sofía pero la hace principal responsable de su tragedia personal; por otra parte, equipara la moral con la felicidad y la atribuye al “cumplimiento de la voluntad de Dios”. El aspecto más contradictorio, sin embargo, es la declaración: “Pero mi escritura soy yo”. Este escrito es un ejemplo eminente de un hecho muy repetido según el cual el genio literario puede surgir en un ser humano atormentado, enfermo o simplemente detestable. La grandeza literaria muchas veces no se corresponde con la grandeza personal.
— En su cerrazón es incapaz de entender a su propia familia. Reprocha a Sofía que quiera la mejor educación posible para sus hijos, incluso estuvo dispuesto a desprenderse de todos sus bienes para distribuirlos entre los necesitados y era inmune a los lógicos deseos de los suyos.
— Y para terminar, por ahora. ¿Qué pensaba Sofía de todo esto? Una mujer admirable que le ayudó extraordinariamente en su trabajo como escritor y en la administración de su patrimonio, que alumbró trece hijos de cuyo cuidado se ocupó. Confieso que todas mis simpatías están con ella.


Comentario de Enrique Baca

Enrique Baca

Don Rafael Spottorno me hace una corrección exacta y necesaria.
Efectivamente y considerando (como siempre hay que considerarla) la trayectoria vital de Tolstoi, lo que expresa en su carta (y en toda su vida) debe ser visto mas como un desarrollo que como un “quiebro apofánico”.
Los contraejemplos de García Morente y de Paul Claudel son muy oportunos y muy bien traídos.


Comentario de Rafael Spottorno

Rafael Spottorno

Muchas gracias por la carta del gran Tolstoi, literariamente insuperable y humanamente impresionante, y por los comentarios tan sugestivos que hacen los señores Mariano Aisa y Enrique Baca. Yo he admirado y leído mucho de siempre a Tolstoi y trabajé bastante hace unos años sus Diarios (publicados en dos tomos por Acantilado), fuente inagotable de sabiduría sobre la vida y el arte, en los que desnuda su ciencia y su conciencia con esa pasión inconfundible que caracteriza todo lo que escribe. No he leído, en cambio, su Correspondencia. Me atrevo, pues, a colarme en esta deliberación.
A mí me parece que en esta carta Tolstoi plantea efectivamente un conflicto íntimo entre lo que él hace, lo que los demás quieren que haga y lo que él entiende que debe hacer, pero no como un conflicto entre conciencia y razón sino entre conciencia y responsabilidad (o, si se quiere, entre vida y destino). Es una filípica dirigida a su mujer en la que le reitera —ya se lo viene diciendo desde muchos años atrás— lo infeliz que es con la vida que lleva pero que no le echa a ella la culpa de esa infelicidad… aunque luego acaba echándosela, y de qué manera. Creo que hay dos dimensiones en la carta esenciales para entender el sentimiento, y también el comportamiento, de Tolstoi: la artística y la familiar. Las dos son, a mi modo de ver, las culpables de su infelicidad y de su terrible sufrimiento.
Respecto a la primera, hace una declaración que me parece impactante en un genio literario como Tolstoi: “Todos mis trabajos (…) no han sido otra cosa que mi vida”. Enseguida, más contundente, afirma “mi escritura soy yo” y concluye “esa, mi no vida, es para vosotros mi vida, y mi vida, que está en mi escritura, para vosotros son palabras carentes de realidad”. En otro lugar, aunque le ha dicho a Sonia que no le culpa de nada, le reprocha que “tú no te interesaste por lo que estaba ocurriéndome”, refiriéndose a su crisis espiritual de unos años antes, y le dice estas palabras fundamentales si las enlazamos con las que acabo de citar: “sucumbiste a la opinión pública de que un artista de las letras como Gógol ha de escribir obras literarias y no pensar en su vida ni enmendarla, que esto es una especie de capricho extravagante o de enfermedad mental”. Es bien sabida la devoción de su mujer, Sofía o Sonia, por su obra y que dedicó una enorme cantidad de tiempo a pasar a limpio sus escritos, a promover y defender sus ediciones y a combatir la censura zarista contra las obras de su marido. Pero nunca entendió, por lo que se ve, que en sus obras estaba la vida de su marido, que lo que escribía era su persona, no un instrumento para ganar dinero ni para alcanzar la gloria (ya en 1852 escribió en su Diario: “A mí me sigue atormentando la sed… no de gloria, no quiero la gloria, la desprecio, sino de ejercer una gran influencia para la felicidad y el bienestar de los hombres”).
Esa insoluble trampa que era para Tolstoi la incapacidad de su mujer para entender que sus escritos eran su vida solo podía ser resuelta por él mediante la renuncia a su vida, es decir a su escritura, cosa que nunca jamás le habría perdonado ella, o sencillamente abandonando a su mujer, cosa que nunca fue capaz de hacer él. Es conmovedora la carta que Tolstoi escribe a su mujer el 8 de julio de 1897, a punto de cumplir setenta años (recogida por Romain Rolland en su Vida de Tolstoi), en la que, incapaz de seguir sufriendo por más tiempo esa situación desgarradora para él, le anuncia que “como los hindúes que cuando llegan a los sesenta años se van al bosque, yo, como todo anciano religioso, quiero dedicar los últimos años de mi vida a Dios, y no al tenis, a bromas, a juegos de palabras o chismes” y les dice a ella y a sus hijos “por favor, perdonadme si esta acción os hace daño, y que vuestra alma, sobre todo la tuya, Sonia, permita que me vaya, y no me busques, y no te lamentes, y no me condenes”. Pero lo extraordinario de esta carta es que nunca llegó a enviarla, la guardó y dejó escrito que se la entregaran a Sonia después de su muerte. No tuvo, pues, valor para abandonar a su familia y prefirió vivir el desgarro de la dolorosa incompatibilidad de ser fiel a su vida y a la vez a su familia. Es difícil saber si su escapada final, la que le llevó a aquella triste muerte en las dependencias de la estación de Astapovo, fue una rebeldía final de su conciencia frente a su responsabilidad o si, de no haber enfermado fatalmente en aquella estación, no hubiera acabado regresando de nuevo a casa… a seguir soportando el conflicto que llevaba tantos años destrozándole.
En la carta que nos ha ofrecido Mariano Aisa, Tolstoi muestra su preocupación por su familia, por su mujer pero no sólo por ella, también y mucho por sus hijos, por su educación, por cómo van a entender la vida si se están criando con “una educación cuyo objetivo era la arrogancia, que se distinguieran de los demás, que obtuvieran una educación mundana y un diploma que para mí equivalían a la ruina de la gente”. El conflicto entre ser fiel a su conciencia y cumplir sus responsabilidades familiares le atenaza pero no sabe cómo salir de él. Las soluciones que propone para la familia, a la que juzga “la causa involuntaria, la causa inopinada de mis sufrimientos”, son bien ingenuas y ligeras: “Que los niños dejen de atiborrarse (…), que los niños arreglen sus habitaciones, dejen de ir al teatro, se apiaden de los campesinos, se pongan a leer un libro serio —seré feliz, estaré contento y todos mis males desaparecerán de inmediato”. Todos son, en el fondo, simples disposiciones de un buen padre de familia.
No estoy muy seguro de que, como dice Enrique Baca, lo que aparece en esta carta sea una experiencia apofánica (¡precioso y sonoro adjetivo!), es decir, “una revelación que, arrolladoramente, se impone en la conciencia del sujeto como verdad incontestable, imposible de soslayar e impregnante de su vida de forma total y absoluta”. Tolstoi viene diciendo de una u otra manera su verdad desde mucho tiempo antes. Con 24 años ya escribía en su Diario: “El hombre que tiene como meta su propia felicidad es indigno; aquel cuya meta es la opinión de los otros es débil; aquel cuya meta es la felicidad de los demás es virtuoso; aquel cuya meta es Dios, es grande”. Y se resume a sí mismo cercano ya a la muerte como “lo que verdaderamente soy: un ser malo, pero que siempre ha querido con toda su alma ser absolutamente bueno, es decir, ser un buen siervo de Dios”. Tolstoi era lo que se dice un hombre de convicciones profundas desde muy joven, que las fue madurando entre trompicones a lo largo de su vida (muchos años desordenada y caótica, bebedor, mujeriego, jugador y manirroto) y que, con los años, se fueron haciendo aun más profundas y también más intransigentes. Pero no le veo yo al modo del “hecho extraordinario” de García Morente o de la conversión en Nôtre Dame de Paris de Paul Claudel. El que ha intuido en su juventud qué es lo que le hace grande a uno como persona no pude sino afianzar esa creencia con los años hasta llegar —caso extremo, es cierto— a la intransigencia aparentemente extravagante de Tolstoi. Él mismo es perfectamente consciente de que es visto como un ser no ya extravagante, sino perturbado, enfermo mental, loco. Pero quien se sabe un genio de la literatura, se siente seguro de su arte y por lo tanto también de su manera de entender la vida (“mi escritura soy yo”) y por eso cierra esta carta proclamando orgullosamente que más tarde o más temprano sus ideas “habrá que entenderlas, no de la manera en la que esmeradamente las entienden al revés aquellos a los que les resultan desagradables, es decir, que yo predico que hay que ser salvaje y que todo el mundo ha de arar y privarse de todo placer, sino como yo las entiendo y las expreso”. Precioso final de un verdadero titán.


Comentario de Enrique Baca

Enrique Baca

La carta de Tolstoi presentada por Mariano Aisa plantea efectivamente una serie de preguntas radicales. Y digo radicales en su sentido más puro, es decir preguntas que van a la raíz misma de las cosas.
La carta (todo Tolstoi en realidad) es una mina casi insondable para preguntarse sobre el enfrentamiento del ser humano con su propia verdad y con la trascendencia de la misma.
Pero en esta carta hay además otro elemento que aparece sin que ello signifique desmerecer el valor del discurso. (Y espero que nadie entienda que el análisis de una conducta signifique la descalificación de la misma).
El elemento que aparece es una experiencia claramente apofánica de nuestro autor. El término “apofanía” (que refuerza y amplia el termino epifanía = revelación) lo introduce un psicopatólogo alemán (Klaus Conrad) para denominar lo que, antes de él, Jaspers había descrito como “el saber acerca de las significaciones que se impone de modo inmediato”. (El que se impone es el saber, no las significaciones). La apofanía es, por tanto, una revelación que, arrolladoramente, se impone en la conciencia del sujeto como verdad incontestable, imposible de soslayar e impregnante de su vida de forma total y absoluta.
Y esto Tolstoi lo describe en sí mismo de forma insuperable, como muy bien acota Mariano Aisa. La carta tiene el dramatismo del que ha llegado a la evidencia de lo trascendente y se empeña, con clara conciencia de no poder/saber conseguirlo, en trasmitírselo a su mujer (que por supuesto ni lo entiende ni puede entenderlo). Esa es para mí la angustia que experimenta y de la cual no sabe como salir: luchar contra la incomunicabilidad esencial de la apofanía, que no se guarda para sí (como sería lo prudente) sino que pretende hacerse visible a los demás, es el mejor camino a la desesperación.
La apofanía se ha descrito como la forma inicial de irrupción del delirio. Yo mismo he tenido la ocasión ver muchísimos casos en la consulta.
Por eso la respuesta de los demás esta ya predeterminada: Aunque nadie sepa, en su mundo y en su época, que es una apofanía, el veredicto es inapelable: Tolstoi se ha vuelto loco. Y, claro está, dicho veredicto es el mejor para arrojar definitivamente en el abismo de la desesperación al que intenta (desesperadamente, como acabo de decir) la imposible comunicación.
El final de Tolstoi en el vagón de ferrocarril de una estación de provincias es el único final posible.
Pero esto solo es un leve effleurage de un tema que da para mucho y en el que estaría encantado de intentar penetrar con orden y concierto.
A ver si es verdad que hay a quien le interesa.

PD: Me guardo intencionadamente varias cartas en la manga: efectivamente, Tolstoi se ha vuelto loco. Pero, ¿qué es, en realidad, la locura de Tolstoi? ¿Toda apofanía es siempre y necesariamente un delirio? ¿Qué valor de verdad hay en este fenómeno? ¿Cual es su valor existencial? Porque en la locura, el delirio nunca es trascendente sino que, muy al contrario, sepulta al que lo padece en el abismo de una limitada empobrecida y terrible inmanencia.
Todas estas preguntas, pienso yo, merecen respuesta.


Tolstói: ¿conversión o locura?, Mariano Aísa

Mariano Aísa

Llevo algún tiempo leyendo la correspondencia de Tolstoi y hay una carta en concreto que me ha impresionado y la propongo como objeto de deliberación.
Recuerdo la puesta en escena. Tolstoi, que se había pasado parte de su vida en una lucha espiritual interna, intentando creer sin conseguirlo, llevaba ya unos años, cuando escribe la carta, en que sus convicciones religiosas y altruistas se habían consolidado de tal modo que cambia la interpretación de su vida y modifica radicalmente sus comportamientos. Eso le causa serios y permanentes conflictos con su mujer, sus hijos y también con una gran parte de su entorno social e intelectual. Mientras, ha tenido que ceder en llevar a su familia a Moscú y él sigue, siempre que puede, residiendo en Yasnaia Poliana. Y ese es el momento en el que escribe esta carta a su mujer, que plantea diversas cuestiones:

— El tremendo conflicto íntimo entre lo que uno hace, lo que los demás quieren que haga y lo que él entiende que deber hacer, contado por un maestro del lenguaje.
— ¿Como se llega a esa transformación radical que da un vuelco a su vida y la somete a una lucha perdida de antemano? ¿Se ha posado en él el “dedo divino”? ¿Es un convenio entre conciencia y razón, como trata de argumentar a veces Tolstoi? ¿O es simplemente un desbarre del subconsciente que arrastra a la propia razón? ¿Es locura, como piensan los demás?
— Tolstoi afirma que el cumplimiento de su deber moral le ha de llevar a la felicidad (como diría Aristóteles), pero en realidad su angustia (como se aprecia también en otras cartas coetáneas) es tremenda. A veces desea la muerte, más que como paso al mundo prometido, como una liberación.
— No está dispuesto a transigir ni un ápice; él posee la verdad; al menos tiene que manifestarlo así, probablemente para convencerse a sí mismo. Yo pienso que, a ratos, le afloran tremendas dudas que él tiene que acallar de inmediato.
— En cartas de 15 o 20 años antes, Tolstoi se mostraba humanitario en general, pero bastante liberal en la interpretación del pensar y actuar de otros. Ahora, no. El comportamiento de sus hijos le espanta; el de la gente en general también. ¿Es el mismo cerebro pero diferente mente
— En Tolstoi, como en Unamuno, se manifiesta el sello indeleble de sus células, de cada una de ellas, de aspirar a lo Absoluto y la desazón de no poder aceptarlo racionalmente.

A SOFIA ANDRÉYEVNA TOLSTAIA
Moscú, 18 de diciembre de 1885

Durante los últimos siete u ocho años todas nuestras conversaciones han terminado, tras muchos y muy dolorosos tormentos, de la misma manera, en todo caso por mi parte; te he dicho: entre nosotros no puede haber acuerdo ni una vida amorosa mientras —te he dicho— tú no llegues a lo que yo he llegado, bien por amor a mí, por intuición —lo que a todos nos ha sido dado— o por convicción, y camines a mi lado. Te dije: mientras tú no vengas a mí, y no te dije: mientras yo no vaya a ti, porque eso es imposible para mí. Y es imposible porque lo que constituye para ti la vida es precisamente aquello de lo que yo acabo de salvarme como de una horrible pesadilla que estuvo a punto de llevarme al suicidio. No puedo volver a lo que era mi vida, a aquello en lo que vi mi perdición y que considero el mayor de los males y de las desgracias.
Pero tú puedes intentar llegar a algo que aún no conoces y que, en términos generales, no es sino una vida no dedicada a los propios placeres (no hablo de tu vida, sino de la de los niños), no al amor propio, sino a Dios y al prójimo, algo que siempre ha sido considerado por todos como lo mejor y que de esa misma manera hace eco en tu conciencia. Todas nuestras disputas durante los últimos años siempre acabaron así. Y vale la pena detenerse a pensar por qué ha sido de esta manera. Y si te pones a pensar con sinceridad y sobre todo con serenidad, te quedará claro el porqué. Has publicado mis obras con enorme esmero, has hecho cantidades de trámites en Petersburgo y has defendido mis obras prohibidas con gran vehemencia. ¿Pero de qué hablan esas obras? La primera de ellas, Confesión, fue escrita en el año 1879, pero expresa mis sentimientos y mis pensamientos de un par de años antes, es decir, hace de esto ni más ni menos ya diez años. Eso fue lo que escribí. Y no estaba escribiendo para el público, escribí lo que había sufrido y a lo que había llegado no para entablar una conversación ni en aras de hermosas palabras, sino, como tú sabes, llegué a eso con toda la sinceridad y la seria intención de hacer lo que decía. Eso fue lo que escribí y las páginas 56, 57, 58 y 59 están marcadas…
Tú sabes que no lo escribí para hacer frases bellas, sino que se trataba de aquello a lo que yo había llegado en un intento de salvarme de la desesperación. (Por Dios, no digas que es una locura, que no puedes con todas estas fantasías y etcétera. Te pido que no digas eso para no distraemos del tema. En este momento el tema soy yo, de ti hablaré más tarde, y quiero mostrarme ante ti en la situación en la que me hallo actualmente, en la que vivo y en la que moriré, haciendo todos los esfuerzos posibles para decir sólo la verdad ante Dios). Y así han pasado casi diez años desde que las disputas entre nosotros terminaron por convencerme de que no nos entenderíamos mientras no llegáramos a la misma forma de ver la vida; desde entonces mi vida comenzó a evolucionar, y no sólo en mis pensamientos (anímicamente siempre he tenido esas inclinaciones), de una manera del todo distinta a como lo había hecho hasta ese momento, y cada vez va más y más allá en esa dirección, tanto en los pensamientos, que cada vez aclaro más y más para mí mismo y que expreso con la lucidez y la precisión de la que soy capaz, como en las cuestiones de la vida que cada vez expresan mejor y mejor aquello en lo que creo. En este punto, para hablar de mí he de hablar de tu actitud hacia mi modificada fe y mi vida. Voy a hablar de ti no para culparte —no te culpo, comprendo, me parece, tus motivos y no veo nada malo en ellos, pero debo decir lo que ocurrió para que pueda entenderse lo que vino después; y por lo tanto, querida, escucha por lo que más quieras, tranquila, lo que voy a decir—. No te culpo ni puedo culparte de nada, ni quiero hacerlo, al contrario, lo que quiero es que estemos unidos y que nos amemos y por eso no puedo desear hacerte daño, pero, para explicar mi situación, debo hablar de esos desdichados malentendidos que nos condujeron a la desunión que ahora vivimos en medio de nuestra unión, a esta situación que es para los dos muy dolorosa.
Por el amor de Dios, contente y lee con serenidad, dejando a un lado, por un momento, los pensamientos sobre ti misma. De ti, de tus sentimientos, de tu situación, hablaré más adelante, pero ahora es indispensable para ti, para que entiendas tu actitud hacia mí, que me entiendas, que entiendas mi vida tal y como es, y no como tú quisieras que fuera. Lo que te digo a propósito de que mi situación en la familia es un constante infortunio para mí, es un hecho incuestionable, lo conozco como se conoce un dolor de muelas. Tal vez yo tenga la culpa, pero es un hecho, y si te duele saber que soy infeliz (y yo sé que te duele), entonces no hay que negar el dolor, ni decir que uno tiene la culpa, sino pensar en cómo liberarse de él, del dolor que sufro y que te hace sufrir a ti y a toda la familia. El dolor obedece a que hace casi diez años llegué a la conclusión de que la única salvación posible para mí y para cualquier ser humano en la vida consiste en vivir no para uno mismo, sino para los demás, y que nuestra vida, la de nuestra clase social, está completamente organizada para que cada uno viva para sí mismo, está construida sobre el orgullo, la crueldad, la violencia, el mal, y que por eso un hombre que en nuestro medio quiere vivir bien, que quiere vivir con la conciencia tranquila y con alegría, no tiene necesidad de ir a buscar remotas y complicadas hazañas, sino que ha de actuar ahora mismo, en este momento, ha de trabajar hora tras hora y día tras día para cambiarla e ir de lo malo a lo bueno; únicamente en eso radica la felicidad y el mérito de las personas de nuestro medio, y he aquí que tú y toda la familia camináis, pero no hacia la modificación de esta vida, sino, conforme crece la familia y aumenta el egoísmo de sus miembros, hacia la consolidación de sus lados malos, Esa es la causa del dolor. ¿Cómo curarlo? ¿Renunciar a mí fe? Tú sabes que eso es imposible. Si dijera que renuncio, nadie, ni siquiera tú, me creería, lo mismo que si dijera que dos por dos no son cuatro. ¿Qué hacer? ¿Decir en mis libros que profeso esta fe y vivir de manera diferente? Una vez más, no puedes aconsejarme que haga eso. ¿Olvidarla? Imposible.
¿Qué hacer? La cuestión está en que aquello que me ocupa, para lo que probablemente he sido llamado, es un problema de doctrina moral. Y la cuestión de la doctrina moral se diferencia de todas las demás porque no puede ser cambiada, porque no puede quedarse sólo en palabras, porque no puede ser obligatoria para unos y facultativa para los otros. Si la conciencia y la razón exigen algo, y yo tengo claro qué es lo que me exigen la conciencia y la razón, no puedo no hacer lo que me están exigiendo la conciencia y la razón, y quedarme tranquilo, no puedo no sufrir cuando veo que gente unida a mí por lazos de amor, pese a conocer las exigencias de la conciencia y de la razón, las ignora.
Da igual cómo lo pongas, ¬¡no puedo no sufrir al llevar la vida que nosotros llevamos! Y nadie, ni siquiera tú, me dirá que el motivo de mis sufrimientos es falso. Tú misma sabes que si mañana muero, otros dirán lo que yo he dicho; la conciencia misma de la gente lo dirá y lo seguirá diciendo hasta que la gente haga, o por lo menos comience a hacer, lo que esa conciencia exige. Así que para poner fin a nuestras desavenencias y nuestra desgracia no es posible arrancar de mí la razón de mi sufrimiento, porque ella no es yo, sino algo que está en la conciencia de toda la gente, aun en ti. Por lo tanto, queda examinar otra posibilidad: ¿se podrá acabar con la discrepancia entre la vida que llevamos y las exigencias de la conciencia? ¿Se podrá, cambiando nuestra manera de vivir, poner fin al sufrimiento que yo padezco y que os transmito? He dicho que me salvé de la desesperación gracias a que encontré la verdad. Hasta parece una aseveración arrogante para aquellas personas que, como Poncio Pilatos, dicen: “¿Qué es la verdad?”, pero en este caso no hay arrogancia alguna. El hombre no puede vivir si no conoce la verdad. Pero yo quiero decir que estoy dispuesto a admitir, pese a que todos los sabios y los santos del mundo estén de mi lado y a que tú misma reconozcas como verdad lo que para mí es la verdad, estoy dispuesto a admitir que aquello que ha constituido mi vida y aún la constituye no es la verdad, que me dejé llevar, que enloquecí con la idea de que conozco la verdad y no puedo dejar de creer en ella y de vivir para ella, que no puedo curarme de mi locura. Estoy dispuesto a aceptar aun eso, pero incluso en ese caso las cosas para ti no cambian: dado que no es posible arrancar de mí aquello que constituye mi vida y devolverme a mi estado anterior, ¿cómo poner fin a los sufrimientos, míos y de vosotros, que se derivan de mi incurable locura?
Para lograrlo, da igual que se tomen mis puntos de vista como una verdad o como una locura (da lo mismo), sólo hay un medio: penetrar en esos puntos de vista, analizarlos, entenderlos. Y eso es precisamente, por esa desafortunada coincidencia de la que te he hablado, algo que jamás has hecho tú ni, siguiendo tu ejemplo, los niños, es más, es algo a lo que se han acostumbrado a temer. Han desarrollado un mecanismo para olvidar, no ver, no entender, no reconocer la existencia de estos puntos de vista, tomarlos como si fueran ideas interesantes pero no como la clave para la comprensión de un hombre.
Ocurrió que, cuando se produjo en mí la crisis espiritual y mi vida interior cambió radicalmente, tú no le diste importancia ni significado, no te interesaste por lo que estaba ocurriéndome, por una desafortunada coincidencia sucumbiste a la opinión pública de que un artista de las letras como Gógol ha de escribir obras literarias y no pensar en su vida ni enmendarla, que esto es una especie de capricho extravagante o de enfermedad mental; al sucumbir a este talante, tú de inmediato adoptaste una posición hostil hacia lo que para mí era salvarme de la desesperación y volver a la vida.
Ocurrió que toda mi actividad en este nuevo camino, todo lo que en él era para mí un apoyo, a ti comenzó a parecerte nocivo, peligroso para ti y para los niños. Para no volver después a esto, te hablaré de una vez sobre cómo se relaciona mi manera de ver la vida con la familia y los niños, en respuesta a esa falsa objeción a propósito de que mi manera de ver la vida podría ser buena para mí, pero no aplicable a los niños. Hay distintas maneras de ver la vida, maneras personales: unos consideran que para alcanzar la felicidad hay que ser un científico; otros, un artista; otros más, que hay que ser rico o noble, etcétera. Todos éstos son puntos de vista personales, pero el mío es un punto de vista religioso, moral, el que dice cómo debe ser todo hombre para cumplir la voluntad de Dios, para que él y toda la gente pueda ser feliz. El punto de vista religioso puede ser incorrecto, y entonces hay que refutarlo, o simplemente no aceptarlo; pero en contra del punto de vista religioso no se puede decir lo que dice la gente, y tú también a veces, que puede ser bueno para uno, pero ¿será bueno para los niños? Mi punto de vista consiste en que ni yo ni mi vida tienen ninguna importancia o derechos, pero en mi opinión este punto de vista es valioso no para mí, sino para la felicidad de los otros, y de entre los otros, los más cercanos a mí son mis hijos. Y, por lo tanto, lo que considero bueno, lo considero así no para mí, sino para los demás y, principalmente, para mis hijos.
Y ocurrió que por un desafortunado malentendido tú no te interesaste por lo que para mí fue un cambio radical y modificó mi vida, sino que tu actitud fue incluso, no digamos hostil, pero sí te pareció un fenómeno enfermizo y anormal y, siempre pensando en mi bien, quisiste salvarme a mí y a los otros de esta obsesión; y desde ese momento has tirado con particular energía hacia el lado opuesto de aquel hacia donde me estaba llevando mi nueva vida. Todo lo que para mí era querido e importante, para ti se volvió repulsivo: nuestra vida en la aldea, encantadora, tranquila, modesta, y las personas que eran parte de ella, como Vasili Ivánovich, a quien sé que estimas pero al que a partir de entonces consideraste un enemigo que alentaba en mí y en los niños un estado de ánimo que para ti era equivocado, enfermizo, antinatural. Y entonces comenzaste a tratarme como si fuera yo un enfermo mental, algo que yo sentía muy bien. Antes también eras enérgica y atrevida, pero este atrevimiento se ha intensificado, como se intensifica el atrevimiento de las personas que cuidan a un enfermo cuando éste ha sido declarado enfermo mental. Querida, acuérdate de nuestros últimos años vividos en la aldea, cuando por un lado yo trabajaba como no había trabajado nunca ni trabajaré jamás en la vida —sobre los Evangelios (no importa cuál sea el resultado de este trabajo, sé que puse en él toda la fuerza espiritual que Dios me ha dado)—, y por el otro lado comencé a poner en práctica en la vida lo que las enseñanzas de los Evangelios me iban revelando: renuncié a la propiedad, comencé a dar lo que me pedían, renuncié a la ambición tanto para mí como para los niños, sabiendo (lo que hace mucho tiempo sabía, lo que sabía hace ya treinta años, pero que la ambición amortiguaba) que aquello que tú preparabas para ellos en forma de una educación exquisita con lengua francesa, inglesa, institutrices y tutores, música, etcétera, no eran sino las tentaciones de la sed de gloria, del afán de situarse por encima de los demás, piedras de molino que nosotros les colocábamos al cuello. Acuérdate de esa época y de cuál era tu actitud hacia mi trabajo y hacia mi nueva vida. Todo esto no te parecía sino una obsesión digna de lástima y los resultados de dicha obsesión incluso llegaron a parecerte peligrosos para los niños. Temo decir, y no quiero insistir en ello, pero creo que a esto se unió tu matrimonio temprano, el cansancio debido a tus obligaciones como madre, y tu desconocimiento de la vida mundana que tú imaginabas como algo fascinante, y tú con más energía y más decisión aún, y con los ojos completamente cerrados hacia lo que estaba ocurriendo en mí, hacia aquello en aras de lo cual me he convertido en lo que ahora soy, tirabas hacia el lado opuesto, hacia el lado contrario: los niños al colegio; la niña, que saliera, que hiciera relaciones en sociedad, que se creara un medio respetable. Confiaste en lo que tú sentías y en la opinión generalizada a propósito de que mi nueva vida era sólo una obsesión, una especie de enfermedad mental, sin intentar entenderla, y comenzaste a actuar con una decisión incluso en ti inusual y con una libertad mayor aún que en todo lo demás que hacías: el traslado a Moscú, la organización de la vida allá, la educación de los niños, y todo esto ya me era a tal punto ajeno que ni siquiera podía opinar, porque todo esto sucedía en un campo que para mí es el mal. Lo que hacíamos en la aldea basándonos en concesiones mutuas para mí tenía importancia y significado por la simplicidad misma de la vida y, sobre todo, por una antigüedad de veinte años; la nueva organización, en cambio, opuesta a todas las concepciones que tengo de la vida, no podía tener ningún significado para mí, además de intentar soportarla de la mejor manera y lo más serenamente posible. Esta nueva vida moscovita ha sido para mí un tormento como no había padecido otro en mi vida. No sólo sufrí a cada paso y en todo momento por la discrepancia entre mi propia vida y la de mi familia, por la visión del lujo, el desenfreno y la miseria de los que me sentía partícipe, no sólo sufría, sino que perdía la razón y me volvía ruin y participaba conscientemente en este desenfreno: comía, bebía, jugaba a las cartas, me alababa y luego me arrepentía y sentía asco de mí mismo. Tenía una única salvación, la escritura, pero tampoco en ella encontraba reposo, simplemente me abandonaba al olvido.
En la aldea no iban mejor las cosas. Ese mismo ignorarme —no sólo por parte tuya, sino por la de los niños que iban creciendo y que estaban naturalmente predispuestos a hacer suyas las debilidades y los gustos que se les consentían— y ese verme como a un enfermo mental, no demasiado peligroso, con el que mejor no tocar el tema que lo hacía perder la cabeza. La vida se desarrollaba a mis espaldas. Y en ocasiones —te equivocabas al hacerlo— me pedías que participara de esa vida, me exigías cosas, me reprochabas que no me encargara de los asuntos de dinero y de la educación de los niños, como si yo pudiera dedicarme a cuestiones de dinero, a incrementar o preservar mi fortuna para incrementar y preservar ese mismo mal que, en mi opinión, estaba llevando a mis hijos a la perdición. No podía dedicarme a una educación cuyo objetivo era la arrogancia, que se distinguieran de los demás, que obtuvieran una educación mundana y un diploma que para mí equivalían a la ruina de la gente. Tanto tú como los niños que iban creciendo avanzabais cada vez más en esa dirección; yo, en otra. Así pasaron años: uno, dos, cinco. Los niños crecieron, nosotros estábamos cada vez más alejados, y mi situación se volvía cada vez más falsa y más difícil. Yo iba con gente que se había extraviado por un camino equivocado, con la esperanza de hacerlos volver: a veces iba callado, a veces intentaba convencerlos para que se detuvieran y regresaran, a veces me plegaba a ellos, a veces me enojaba y me detenía. Pero cuanto más avanzaba, peor iban las cosas. Ahora ha entrado en acción la inercia, avanzan porque ya están en ese camino, se han acostumbrado, y mis exhortaciones no hacen sino provocar su irritación. Pero esto no me facilita las cosas y a veces, como en días pasados, me desespero y le pregunto a mi conciencia y a mi razón cómo debo actuar, y no hallo una respuesta. Hay tres posibilidades: (1) hacer uso de mi autoridad: dar mi propiedad a quien le pertenece —los trabajadores—, dársela a alguien con tal de salvar a los pequeños y a los jóvenes de la tentación y de la ruina; pero sería hacer violencia, provocar la maldad, la cólera, provocar esos mismos deseos pero dejarlos insatisfechos, lo que es aún peor, (2) abandonar la familia. Pero abandonarlos del todo significaría destruir mi influencia que, aunque me parece inoperante, quizá algún día haga efecto y logre alguna cosa; dejaría a mi esposa y me quedaría solo, lo que es violar el mandamiento de Dios, (3) seguir viviendo como he vivido hasta ahora: desarrollar en mí las fuerzas para luchar contra el mal mediante el amor y la dulzura. Esto es lo que hago, pero no alcanzo el amor y la dulzura necesarios y sufro el doble: por la vida y por el remordimiento. ¿Acaso es necesario? ¿Así, en estas penosas condiciones tendré que vivir hasta la muerte? Ya no está lejos. Y me resultará muy difícil morir reprochando esta carga inútil de los últimos años, de la que con trabajo quizá me libre antes de morir; y para ti será difícil despedirme pensando en que podrías no haberme causado esos sufrimientos, únicos por lo dolorosos, que experimenté en vida. Temo que estas palabras te aflijan y que tu aflicción se convierta en furia.
Imagínate que tu diario me cae en las manos, ese diario en el que consignas tus sentimientos y tus pensamientos más íntimos, todo lo que motiva que hagas una cosa o la otra, ¡con qué interés lo leería! Todos mis trabajos, que no han sido otra cosa que mi vida, te han interesado y te interesan tan poco, que los lees por curiosidad, como lees una obra literaria que de pronto te cae en las manos; y los niños, a ellos ni siquiera les interesa leerlos. Ustedes creen que yo soy una cosa y mi escritura otra.
Pero mi escritura soy yo. Aún no he sido capaz de expresar íntegramente mis puntos de vista en la vida; en la vida hago concesiones ante la necesidad de convivir con la familia; vivo y en mi alma niego toda esa vida, y esa, mi no vida, es para vosotros mi vida, y mi vida, que está en mi escritura, para vosotros son palabras carentes de realidad.
Todo nuestro desacuerdo se deriva de ese error fatal por el que tú, hace ocho años, tomaste la crisis que tuvo lugar en mí como algo artificial; esa crisis que del campo de los sueños y de las ilusiones me trajo a la vida real, la tomaste por algo artificial, fortuito, pasajero, fantástico, unilateral, que no había que analizar ni comprender, sino combatir con todas las fuerzas imaginables. Y durante ocho años has luchado, y el resultado de esa lucha es que yo ahora sufro más que antes, pero no sólo no abandono los puntos de vista adoptados, sino que continúo en la misma dirección y me ahogo en la lucha, y al sufrir yo, os hago sufrir a vosotros.
¿Qué hacer en este caso? Es curioso responder, porque la respuesta es la más simple: hay que hacer lo que se debía haber hecho desde el principio, lo que hace la gente cuando se topa con un obstáculo en la vida: entender de dónde procede el obstáculo y, una vez entendido, destruirlo o, si se reconoce que es insuperable, someterse a él.
Vosotros atribuís lo que ha pasado a todo menos a una cosa: a que vosotros sois la causa, involuntaria, la causa inopinada de mis sufrimientos.
Va alguien en un coche y a su paso hay un ser cubierto de sangre, un ser que está sufriendo, agonizando. Se apiada de él y le gustaría ayudarlo, pero no quiere detenerse. ¿Por qué no intentar detenerse?
Buscad la causa, buscad el remedio. Que los niños dejen de atiborrarse (vegetarianismo) —seré feliz, estaré contento (a pesar de la resistencia, de los ataques maliciosos)—. Que los niños arreglen sus habitaciones, dejen de ir al teatro, se apiaden de los campesinos, se pongan a leer un libro serio —seré feliz, estaré contento, y todos mis males desaparecerán de inmediato—. Pero esto no ocurre, obstinadamente no ocurre, deliberadamente no ocurre.
Entre nosotros se está librando un combate a muerte —divino o no divino—. Pero como Dios está en vosotros, vosotros…
Hay que penetrar en lo que me mueve y que yo muestro como puedo, y es necesario hacerlo porque más tarde o más temprano —a juzgar por la difusión y el interés que despiertan mis ideas— habrá que entenderlas, no de la manera en la que esmeradamente las entienden al revés aquellos a los que les resultan desagradables, es decir, que yo predico que hay que ser salvaje y que todo el mundo ha de arar y privarse de todo placer, sino como yo las entiendo y las expreso.

Tolstoi: Correspondencia, Barcelona, Acantilado, 2008, pp. 467-479. Traducción de Selma Ancira.

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