Alma Mahler ¿feminista o depredadora?

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¿Alma Mahler? Comentario de Enrique Baca

Resulta fascinante contrastar opiniones que no fueron pensadas para ser debatidas (y mucho menos para deliberar sobre ellas). Opiniones y análisis cuyos autores ni se conocen entre sí ni tuvieron nunca la menor intención de verse las caras.

La aposición que la revista hace de dos textos distintos y distantes como son el escrito de Joaquín Leguina y el capítulo, desgajado, de Cecilio de Oriol es, con perdón, ligeramente tramposa. Pero es una trampa tan apetecible que no ha dudado en caer en ella una persona, sin duda sensible, inteligente e informada, como Julia Onieva.

Pero como puede verse yo sigo sus pasos y también me apresto a cometer el mismo sinsentido:  poner mi granito de confusión en un tema que, en su origen, no estaba planteado para ser mediado.

Leguina basa su alegato en la opinión de Canetti que, de forma clara y franca, desprecia a la mujer conocida como Alma Mahler. Las invectivas de Canetti (que tienen como mérito proceder de su impresión al conocerla) ostentan esa única ventaja: estar basadas precisamente sobre ese conocimiento personal al que podemos dar el valor de un testimonio subjetivo. Está claro que Alma no le cayó bien a Canetti y ante eso no hay nada que objetar. Otra cosa es que elevemos esa impresión (legítima) a los altares del juicio objetivo sobre el personaje. Pero hay otro detalle importante que he encontrado persistentemente en casi todo lo que se dice o escribe sobre Alma: el que la menciona desvía muy pronto el interés y el foco hacia otros personajes y Alma desaparece entre una nube de encuentros y anécdotas más o menos relevantes. Leguina también lo hace.

El caso de Cecilio de Oriol me parece distinto. Tengo la impresión de que este autor toma a Alma Mahler como pretexto más que como tema. Lo que se deduce de su escrito es su interés en tipificar una clase de mujeres (las “Salomés”) de cuya existencia hace a nuestra heroína ejemplo y paradigma. Yo no estoy seguro de que la elección sea totalmente correcta y echo de menos una argumentación más sólida. Aunque la lógica subyacente de su intervención (es decir, la citada tipificación de las “Salomés”) pueda ser defendida, a mi modo de ver, sin grandes dificultades.

¿Reproches? Quizá solo uno. En el entusiasmo argumentativo de Oriol se desliza, innecesariamente, hacia un naturalismo expresivo que impregna el discurso de una cierta hostilidad superflua. Lo único que lo palía es la consideración final (empática, quiero pensar) sobre el triste destino de las “Salomés” cuando la belleza y los genios se desvanecen en el horizonte.

Pero hay “Salomés” contemporáneas (yo he conocido algunas) que antes de llegar a eso se han aferrado convenientemente a su última cabeza cortada.

Julia Onieva, last but not least, adopta la posición de “defensora que admira”. No se si es bueno para la labor de defensa que vaya unida a la admiración por el defendido, pero en cualquier caso también es postura legítima.

Onieva tiene todo el derecho de extender su devoción por Mahler (en este caso más que justificada) a la que fue su mujer. Pero eso es, y aquí radica mi mayor objeción, otro tema. Por supuesto nada que objetar sobre la fascinación por el músico, aunque algo habría que decir sobre el personaje.

El problema es que, en puridad, no podemos analizar la figura de Alma diciendo que si tanto éxito tuvo con tanto hombre genial sería porque alguna valía personal lo hizo posible. Es argumento convincente pero, al tiempo, insuficiente.  Por otra parte, Onieva tiene toda la razón al decir que si ese conjunto de relaciones, conquistas y amores constituye el núcleo fundamental de la vida de Alma ha de ser, por fuerza, un factor cuyo valoración y análisis no puede ser dejado de lado sin más.

De nuevo Alma se nos puede desvanecer como una figura de reparto entre los hombres que ¿conquistó?, ¿sedujo?, ¿amó?, ¿utilizó? Son estas muchas preguntas, y muy relevantes, las que desaparecen detrás de la tinta de calamar de las anécdotas.

Sin embargo, una sola cita de Julia Onieva, al trascribir el informe grafológico de Margaret Bardach, nos puede dar más información que toda la turbamulta de opiniones.

Yo no soy muy devoto de la grafología (aunque la respeto) pero los rasgos descritos y especialmente el deseo de dominio y la insuficiencia del ejemplar masculino a la hora de cubrir todas las necesidades vitales y afectivas junto a la necesidad de aplauso y de admiración (de envidia, dice la experta) del círculo que la rodea, me dan una imagen psicológicamente más coherente que el resto de diarios, referencias, dimes y diretes.

Fundamentalmente porque no los contradicen y si los explican.

Enrique Baca


Alma Mahler o Alma Schindler Mahler Gropius Werfel. Julia Onieva

Resulta extraño titular este artículo de dos formas distintas tratándose de la misma persona, pero tengo la impresión de que Alma Schindler, posteriormente Mahler, posteriormente Gropius, posteriormente Werfel… será siempre conocida y reconocida como Alma Mahler, pues, aunque su vida junto a la del gran compositor se prolongó durante algo más de once años de los 85 que vivió, fue esa unión la que le ha dado reflejo hacia la posteridad.

Alma ha tenido tantos detractores como defensores. Los primeros la acusan de no haber hecho nada relevante en su vida salvo ser una seductora de apetito voraz. Me pregunto entonces por la razón de malgastar tanta energía en esa empresa. Creo, sinceramente, que se trata de una sobre-simplificación.

Antes de proseguir, quisiera dejar claro que no soy una feminista a ultranza y, mucho menos, simpatizante de movimientos últimamente tan en boga. Pero esto es otro asunto. Mi admiración y fascinación por Alma viene por otros derroteros que trataré de esbozar, meramente, ya que creo que su personalidad merece un estudio mucho más profundo y con materiales más incisivos. Esta fascinación, creo que es la palabra más adecuada, no es reciente, antes, al contrario. Hace muchos años y, eso sí, enamorada de la música de Gustav Mahler, leí su libro Gustav Mahler: recuerdos y cartas, y comprendí que estaba ante un espíritu superior llamado a vivir una vida excepcional, pues en su materia prima convivían a partes iguales una gran sensibilidad y atracción por el arte en su mejor acepción con una absoluta e intrínseca libertad interior. En aquella época, las mujeres universitarias jóvenes empezábamos a participar igualitariamente en la vida laboral y Alma me demostraba que ya a finales de siglo XIX la mujer que de verdad deseaba hacer algo lo hacía. Así de sencillo. Solo era necesario tener ese deseo y la voluntad de ejecutarlo.

Su hija Anna, la única de sus cuatro hijos que le sobrevivió, dice así: “Mi madre Alma era una leyenda y las leyendas son difíciles de destruir”.

La propia Alma escribe así en 1939:

“Escribí este libro hace muchos años por la única y exclusiva razón de que nadie ha conocido a Gustav Mahler tan bien como yo, y porque no quería que las experiencias que ambos compartimos y las cosas importantes que dijimos se borrasen incluso de mi memoria, algo que hubiera podido ocurrir debido a la cantidad de acontecimientos y a la fugacidad de nuestra existencia. En principio no pensaba publicar este libro en vida. Pero, ahora, Europa se ha transformado radicalmente. Nada sigue en su sitio. El busto de Mahler esculpido por Rodin, que regalé a la ópera de Viena y que fue inaugurado solemnemente por el presidente de Austria, ha sidoretirado de su lugar. La gran calle de Viena dedicada a su memoria se llama ahora calle de Los Maestros Cantores, y la considerable suma de dinero que se recaudó en todo el mundo para erigirle un monumento, se ha desviado, sin más, a uno de los fondos para el bienestar general, actualmente tan al uso en la Austria anexionada. Por eso, ya nada me impide hablar abiertamente de mis vivencias con gente que hoy en día desempeña un papel activo en el Tercer Reich. Las puertas se han cerrado de golpe […]”.

” Lo que Mahler hizo por Viena sólo lo saben, de momento, aquellos que vivieron con él los años gloriosos de su producción artística. Alemania tiene que renunciar hoy a su música, y se borra con sumo cuidado todo lo que recuerda su persona y su obra […]”.

” Mi propia vida es ahora completamente distinta, y estas páginas que provienen de tiempos pasados, ya se han borrado. Pero la obra y la persona de Gustav Mahler no han desaparecido. Que estos apuntes sobre lo que vivimos entre el dolor y la alegría salgan a la luz para dar testimonio de él”.

Verano de 1939

Alma Mahler: Recuerdos de Gustav Mahler (Editorial Acantilado).

Propongo dejar a un lado las palabras que Alma quiso plasmar en este libro y que han sido tachadas de tergiversaciones o incluso falsedades por personas como Elías Canetti o Richard Strauss. Por si eso fuera poco, también ha sido acusada de haber utilizado a “negros”. Me pregunto sobre la necesidad de contratar a “negros” cuando junto a ella ya estaba un escritor como Werfel. En fin, siempre resulta más fácil destruir, pero lo cierto es que los textos de Alma sobre Mahler constituyen la piedra angular para los musicólogos estudiosos de la vida y obra de este compositor.

La controvertida polémica sobre Alma no tiene fin. Creo que las excepcionales circunstancias, externas, y también internas, por las que atravesó su vida han favorecido la creación de juicios de valor tal vez con demasiada frivolidad. Hija de un pintor, Emil Jacob Schindler, de reconocido prestigio en la Austria Imperial, creció embebida por la sensibilidad hacia el Arte, y su juventud se meció en los suaves torbellinos artísticos del imperio du Fin du Siècle. Pero pronto todo esto se desvaneció y contempló la resaca de la primera guerra mundial. Vio cómo Viena perdía su gloria y al poco tuvo que escapar de una Austria dominada por los nazis.

Tampoco el más profundo dolor le fue ajeno: su primogénita, Putzi, la adorada de Mahler, murió de difteria con cinco años. El primer hijo varón que tuvo con Gropius, su segundo marido, murió pocos días después de nacer. Manon Gropius murió de poliomelitis con 18 años en Venecia, lo que produjo en Alma un dolor insoportable. Solamente Anna Mahler le sobrevivió y las relaciones madre – hija nunca fueron fáciles. De hecho, Anna se enteró veinte años más tarde de la infidelidad de su madre hacia su padre con Gropius mediante la publicación de la biografía de éste.

Lo que resulta un hecho objetivo e insoslayable es el fabuloso catálogo de hombres ilustres que fueron cautivados por Alma (los no ilustres no revisten mayor interés). Sus tres matrimonios con Gustav Mahler, Walter Gropius y Franz Werfel, su aventura con Oskar Kokoschka, su amistad con hombres tan notables como el dramaturgo Max Burckhard, Gustav Klimt, Alexander von Zemlinsky, Arnold Schönberg y Alban Berg; estuvo implicada en los movimientos más destacados de la música, las artes plásticas, la arquitectura y la literatura del siglo XX. La pregunta que nos ataca es: ¿Qué cualidad o conjunto de cualidades tuvo esta mujer para atraer y mantener a su lado a tanto talento, tanto hombre sobresaliente y durante tanto tiempo?  ¿Qué influencia ejerció sobre sus obras, suponiendo que así fuera?

Veamos algunos ejemplos:

Franz Werfel, su tercer marido: “Extrae su intuición de un alma sibilina” […] “es una de las pocas mujeres mágicas que existen”.

Franz Csokor, dramaturgo: “Es una fuerza benéfica. Una vigorizadora de héroes, es decir, una mujer cuya compañía estimula en el hombre elegido por ella la consecución de la máxima altura de capacidad creadora”.

Margarete Bardach, grafóloga y estudiosa de sus manuscritos: “Persona muy generosa que disfruta también dominando. Nunca puede estar en completa armonía con un solo hombre y necesita continuamente un coro de personas que la envidien y admiren. Necesita sentir los celos de otras mujeres”.

Friedrich Torberg, poeta, crítico y compañero de exilio: “Era una mujer de inteligencia e intuición artística colosales. El éxito le chiflaba, pero su ausencia le resultaba indiferente. Su entusiasmo, dedicación y capacidad de auto sacrificio no tenía límites. Era una persona de una intensidad increíble”.

En lo que a mí respecta, Alma Mahler fue una mujer que tenía, además de una belleza fuera de lo común, una inteligencia e intuición extraordinarias. No tengo dudas de que el hecho de haber profesado adoración a su famoso padre tuvo que ver con buscar de forma indudable a hombres de talento artístico notable. La influencia que hubiese podido tener sobre ellos es algo que no sabemos, pero resulta difícil creer que no existiera. El mismo Mahler, al parecer, le dejaba algunos pentagramas para que ella los terminara dada su excelente formación musical. Ha sido acusada en muchas ocasiones de carácter dominante. Me parece algo consustancial con aquella característica. Por otro lado, uno de los rasgos de Alma que más me llamaron la atención cuando empecé a tener conocimiento de ella fue su sentido de la libertad. Ella hizo siempre lo que quiso sin atenerse a ningún tipo de consideración ajena. Comprendo la tristeza y el rechazo que se puede llegar a sentir, y yo la siento, por el engaño al que sometió a su marido. Pero no podemos olvidar que nadie conoce la realidad profunda en la existencia de una persona.

Los últimos tiempos en la vida de Gustav Mahler estuvieron marcados por una lucha encarnizada contra la enfermedad de su garganta, electrizantes sacudidas artísticas e ignorancia de los apasionados y clandestinos encuentros entre su esposa y Walter Gropius. Finalmente, en la medianoche de paso al 18 de mayo de 1911, Mahler expira. Pero antes coge un fragmento de su inacabada décima sinfonía y escribe: “Vivir por ti, morir por ti, Almschi”.

Julia Onieva


Comentario de Cecilio de Oriol

(Fragmento del libro El alma de las mujeres)

El relato de como la joven Alma persiguió al compositor y director famoso es definitivamente seductor. Alma quería conseguir al músico sin por ello renunciar a su extensa colección de trofeos amatorios. Lo quería para ella, ingresando así en la fascinante nómina de las salomés históricas. Con dieciocho añitos escribe en sus diarios —que ocultó celosamente durante toda su vida—: “Es mi ídolo, lo admiro, lo respeto, no se deja dominar por el público, sino que es él quien impone la norma: tengo que conocerlo”. Dejaba dramáticamente claro el anhelo fundamental de toda Salomé que se precie: no vale cualquier cabeza, sino la cabeza de quien no se deja seducir por nadie, de quien no se doblega, de quien no es dominable. Por eso las salomés reales no piden el despojo cadavérico sino la cabeza viva —y acompañada del cuerpo, aunque éste no les interese demasiado—. Exigen, eso sí, que esa cabeza esté solo al alcance de ellas y de nadie más.

Alma se dedicó con todo su ahínco a perseguir al músico, —componiendo así otro de los rasgos habituales de las salomés—, sin desmayar cuando la persecución no daba frutos inmediatos. Ante una emboscada, perfectamente planeada y fallida en su final, escribe: “¡No sabes lo que te estás perdiendo, estúpido Mahler, orgulloso asno! Si me conocieras, ¡cambiaría tanto tu vida! Y la mía…”.

Persiste, pero no deja por ello lo que podríamos llamar “piezas menores” o “piezas circunstanciales”. Es una cazadora que dispara a cualquier presa que se cruza en su camino. Pero no nos engañemos. En realidad, nunca dispara indiscriminadamente. Sabe dosificar bien sus cartuchos y, aunque su meta es cazar al león, no desprecia felinos menores y algún que otro cocodrilo. Y no deja de estar ojo avizor, que es otro de los rasgos de una buena depredadora. Cuando al final aparece la posibilidad de conocer por fin a Mahler, anota en su diario: “Hay que aprovechar las oportunidades cuando se presentan”.

El 4 de noviembre de 1901 se hace invitar a la casa de una de las personas que el músico trata con familiaridad y respeta. Allí se lanza sobre su objetivo. Tres meses más tarde se casa y la que podría haber sido conocida como Alma Schlinder, o quizá como Alma Klimt, Alma Burckhard, Alma von Zemlinsky u otras muchas Almas de apellidos que no llegaron de forma nítida hasta nosotros, pasa a ser para la historia Alma Mahler, aunque después fuese, y sin tardar mucho, Alma Gropius —antes de hecho que de derecho—, Alma Kammerer, Alma Kokoschka, Alma Berg y finalmente, que se sepa, Alma Werfel. Y aún hubo tiempo y ganas para adornar con un nuevo y original trofeo su pabellón de caza. Qué menos que culminar el curriculum con un sacerdote prometedor como Johannes Hollnsteiner, apreciado, y mucho, por el mismísimo arzobispo-cardenal de Viena.

Volvamos atrás. Mahler cae, y cae bien a gusto, por lo que parece. El compromiso esponsal se redacta de forma cruda y pone a la joven esposa bajo la aparente férula de un amo tajante y posesivo. Pero la pantera negra es suave en sus movimientos y silenciosa en sus aproximaciones. Mahler parece, a los ojos de un observador ignorante, el paradigma del hombre que, seguro de sí mismo, no se percata de que no está seguro de nada. Se siente protegido por su música y por su fama. Se siente el dios que crea belleza y que por ello tiene derecho a estar a salvo. Es un Zeus ignorante de que su rayo es solo atrezzo y que en la soledad del dormitorio, en calzoncillos y sin batuta, compondrá siempre una imagen más penosa que la de su mujer, aunque ésta se deje las medias.

Mahler es Mahler vestido de frac, con la corbata blanca, empinado en el estrado y apoyado en el atril, frente a una orquesta que le mira solo a él y que de él depende. Los grandes amantes del poder siempre han ejemplificado en la orquesta el pueblo deseable y deseado para dirigir y mandar. Mahler es Mahler en el escenario y en los salones, pero va a aprender pronto que no es Mahler frente a esa esposa jovencita y voluntariosa, inteligente y sensible, que se pliega a su ridícula exigencia de “sometimiento al genio”, que aparece como una colaboradora eficaz y domesticada, que es una promesa de subordinación eterna. Le dice —según ella—: “Tienes que entregarte a mí sin condiciones, la configuración de tu vida futura en todos sus detalles ha de depender íntegramente de mis necesidades”.

Pero ella espera, pantera negra de ojos luminosos y piel de terciopelo. Espera, probablemente de manera sincera y honesta, que el genio sea siempre el genio. Hasta cuando come, hasta cuando duerme, hasta cuando hurga en su nariz o afeita su cara. Y lo dice: “Él es el único hombre que puede dar sentido a mi vida, porque supera a todos los que he conocido hasta ahora”. Temeraria esperanza en la que naufragan todas las salomés honestas que en el mundo han sido.

Vuelvo a oír el adagietto una y otra vez. La indicación de Mahler en la partitura es expresa y expresiva: “muy lento” —Sehr langsam—. En alemán suena incluso más imperativo y al tiempo más entrañable. Es una especie de ruego que se hace perentorio en una llamada a la sensatez del que lo ejecuta. Advierte que aquí no caben precipitaciones, pero al tiempo suplica que no se altere lo que el compositor pidió con la impronta de lo que es imprescindible para que la belleza resplandezca. En esto sí se ve el genio y también la perspicacia de Alma al buscarlo y encontrarlo. Pero el problema es, ya lo he dicho, que el genio no es genio de manera permanente y entre la túnica de oro siempre aparecen, más o menos presentes, más o menos controlados, los destellos humanos de la carne y las miserias, no menos humanas, de la vida.

Y Alma tropieza con ellas tras la muerte de la hija. Depresión, balneario, lejanía y Alma obsequia a su flamante marido con una testuz de ciervo de siete puntas. Un joven Walter Gropius entra en escena, inaugurando la segunda serie de trofeos de Alma. Salomé puede ser adúltera, pero nunca con el cochero; y, si lo fuese también con él, la experiencia quedará sepultada para siempre en las cavernas de lo no dicho, de lo omitido. Alma tiene en su vida una piedra miliar que la separa en dos etapas distintas, digan lo que quieran sus biógrafos. Mahler fue para ella la esperanza de culminar una búsqueda y un tanteo. Los otros, incluido un mítico primer beso de Klimt, habían sido tan solo ensayos —sin vestuario, en este caso— de lo que para ella habría de ser la epifanía definitiva. Cuando se constata el fallo, hay una primera salida, Gropius, que ejemplifica bien el inicio, indeseado e indeseable, de la nueva búsqueda que ya no terminará. La muerte de Mahler hace imposible que Salomé recapacite y se dé cuenta de que no hay ningún Zeus, ni probabilidad de que los haya, que permanezca siempre y en todo momento en la majestad, en la seguridad, en la creación, en la roca inmarcesible de lo que es El Hombre mítico. Y por ello no se le da el tiempo que necesita para que Salomé pacte con la cabeza conquistada y admita que la búsqueda de lo perfecto es siempre más frustrante que la realidad de lo tenido.

Triste destino de las salomés reales que vagan, de presa en presa, disminuyendo el nivel de exigencia, insaciables e insaciadas hasta que la implacable acción del tiempo las mata o las convierte en viejas putas, tan llenas de recuerdos como vacías de presencias. Tengamos para ellas un piadoso recuerdo. Siempre serán las víctimas de la peor de las condiciones masculinas: la debilidad de los grandes, la pequeñez de los fuertes.

Alma —¿Mahler? — fue un ejemplo excelso de supervivencia. Algún miope pensará que se salió con la suya, porque a los 53 años —de 1930, que no son los de ahora— aún podía tirarse a un cura católico que no llegaba a la treintena. Puede ser. Pero a mí se me aparecen todas las demás, las que no pusieron su meta en la primera fila de la cultura o del poder, las que no aspiraron a poltrona sino a compartir la banqueta de la admiración local. Las inteligentes calcularon bien la última posibilidad y se aferraron a ella pactando con intimidades más o menos aceptables. Las menos listas —también hay salomés tontas— engrosaron la fauna espectral de los retoques estéticos, de las posiciones enrocadas, de la autosuficiencia mentirosa.

Nadie les dijo que el trofeo en la pared tiene siempre la mirada muerta.

Cecilio de Oriol


Alma Mahler, un caso clínico. Joaquín Leguina

Mi poco aprecio por Alma Mahler —que me parece una impostora— se deriva, probablemente, de la lectura de Canetti, quien habla de ella en sus memorias (El juego de ojos) y no la trata nada bien.

En efecto, Elías Canetti fue amigo de Anna, la hija mayor de Alma, y fue ella quien le presentó a su madre. Alma recibió a Canetti en su casa y le enseñó sus «trofeos», entre los que destacaban la última partitura que escribió Mahler en su lecho de muerte, la inacabada Décima sinfonía, y el cuadro de Kokoschka donde Alma aparece representada como Lucrecia Borgia. «Esta soy yo. ¡Qué lástima que como pintor no haya llegado a nada!», dijo Alma despreciando a Kokoschka, cuyos cuadros alcanzan hoy precios astronómicos en las subastas. También como «trofeo» le fue presentada Manon, la hija que tuvo Alma con Gropius, una niña que moriría un año después. «¿Ha visto usted a Gropius? —dijo Alma—. Un hombre alto, hermoso. Justo lo que se llama un ario. El único hombre que racialmente ha hecho juego conmigo. Excepto él, siempre han sido judíos pequeños, como Mahler, los que se han enamorado de mí».

En la época de esta entrevista entre la Gran Viuda y Canetti, Kokoschka había tenido que abandonar Alemania, pues los nuevos amos consideraban que su pintura era «degenerada». Huido a Praga, pintaba en aquellos días un retrato del presidente Masaryk.

«¿Qué es eso de que Kokoschka no ha llegado a nada?», objetó Canetti. «Pues sí, no lo dude —contestó Alma—. Ahora anda por Praga, como un pobre emigrante». No habría de pasar mucho tiempo para que también ella, por estar casada con un judío, Werfel, tuviera que convertirse en «emigrante» (aunque no tan «pobre», como se verá más adelante) y todo a causa del racismo nazi, tan ario.

«Era una mujer bastante alta —informa Canetti—, abundosa en carnes por todos lados, de sonrisa dulzona y unos ojos claros, muy abiertos, de cristal. En todas partes se hablaba de su belleza. Una reputación, la de su belleza, que se había venido transmitiendo durante más de treinta años. Pero allí estaba ella, de pie, e inmediatamente se arrellanó pesadamente. Una persona medio ebria, que parecía mucho más vieja de lo que en realidad era».

Alma fue una especie rara de musa. Una musa dispersa, pues por ella sintieron una especial devoción personas tan variadas en profesiones y gustos como el músico que le dejó el apellido, el arquitecto Gropius, el pintor Kokoschka, el escritor Werfel y un número crecido de amantes más o menos ocasionales.

En mi opinión, Alma dedicó especial atención a su propia persona y muy poca a los demás. En torno a su figura se ha producido una cantidad tan desproporcionada de literatura elogiosa que bien merece una desmitificación. Lo intentaré fijando la atención solo en un momento y en un viaje entre Francia y Estados Unidos, realizado por un extraño quinteto cuando las tropas nazis asolaban Europa en 1940.

Ignoro, porque la literatura a su costa suele ser muy remilgada, cuáles eran las artes eróticas de la señora Mahler, pero durante los días que se narran a continuación, y pese a lo apurado del trance, tuvo tiempo y ganas de seducir al más joven viajero de los que la acompañaban en la huida. En efecto, también Golo Mann entró a formar parte de la colección de Alma pasando por su cama, no sé si con la natural prisa de quien escapa o con la placidez de quien reposa en tan duro camino como el que aquí se va a relatar.

De todos los hijos de Thomas Mann, es Golo quien me resulta más simpático, quizá porque fue siempre el más silencioso y estudioso, y también el menos empadrado de todos ellos. De Golo Mann se publicaron en español sus memorias de juventud (Una juventud alemana, Plaza y Janés, 1989), cuya lectura me atrevo a recomendar a todo aquel que tenga interés por la familia Mann y, sobre todo, por el desgarro social e intelectual que se vivió en el periodo de entreguerras dentro de Alemania. Golo Mann, socialdemócrata en su juventud, fue historiador e hispanista, todo ello muy a su manera, pero, sobre todo, fue un hombre solitario y generoso.

La tormenta de la Segunda Guerra, como es habitual en tales tragedias, produjo cruces de vidas y caminos, y uno de esos cruces es el que se va a contar aquí.

Fue cerca de la frontera franco-española donde coincidieron los espectros de tres figuras, las tres «M», cuyas andaduras no se habían entrecruzado antes: Mahler, Mann y Machado. Golo Mann, que mucho después escribiría un hermoso ensayo sobre Antonio Machado, estuvo allí y la historia no deja de tener su lado paradójico y hasta cómico.

La relación entre las tres «M» comienza con la muerte del poeta sevillano cerca de la frontera francesa, en el final de la guerra civil española. Pocos meses después, el ejército del Reich, a la velocidad del rayo, invadió el territorio francés, y los antinazis alemanes, exiliados en Francia, intentaron salir de allí como pudieron. Algunos quedaron en el camino. Por ejemplo, el 26 de septiembre de 1940, Walter Benjamin se quitaba la vida en Portbou. Había dejado escrito: «Sobre un muerto no tiene potestad nadie».

Al inicio de ese mes de septiembre y vagando entre Lourdes y Marsella va una maleta con algunas partituras originales de Gustav Mahler. Una maleta arrastrada, perdida y reencontrada por Alma Schindler, quien, como sabemos, era conocida por el apellido de su primer marido, Mahler. Alma, ya entrada en años y en carnes, se había casado en su tercer matrimonio con el escritor judío Franz Werfel, junto a quien intentaba huir hacia España.

«El último día de nuestra estancia en Lourdes —escribió más tarde Alma—, Franz Werfel desapareció durante bastante tiempo. Estuvo en la gruta de las apariciones. Me lo dijo él mismo: “He prometido a la Virgen escribir un libro sobre santa Bernadette si llegamos sanos y salvos a América”».

En Marsella, intentando conseguir un visado en el consulado norteamericano, Alma y Franz van a formar un quinteto con Heinrich Mann, el barbudo hermano de Thomas, de casi setenta años, a quien la invasión ha sorprendido en Niza escribiendo una novela sobre el rey Enrique IV de Francia, su nueva esposa, Nelly Kröger, una joven algo alocada, y su sobrino Golo Mann.

El viernes 13 de septiembre, conseguidos los papeles norteamericanos, el quinteto se prepara para salir de Cerbère hacia la frontera española, pero surgen dos problemas. Por ser el 13 un día marcado, la supersticiosa Nelly se niega a viajar. Solo unas bofetadas de su irritado esposo hacen entrar en razón a la joven. El segundo impedimento lo constituyen las maletas de Alma. Golo Mann, porteador casi obligado del equipaje, protesta educadamente. Su tío le apoya airado. «Y menos mal que no te has traído los pianos de Mahler y maquetas de Gropius y diez o doce cuadros de Kokoschka», le reprocha.

Alma se considera vejada por las frases de Heinrich y se refugia una vez más en el Benedictine (los anisetes siempre la acompañaron), lo que retrasa algunas horas la salida.

Con la maleta de Mahler a cuestas y no sin dificultades, el quinteto pasa a España. Barcelona y luego Madrid. Desde Madrid viajan en avión a Lisboa. Finalmente, un vapor griego, el Nea Hellas, les llevó a Nueva York. Ya en California, Heinrich Mann –que había escrito El ángel azul antes de la guerra– comenzó a trabajar para la Warner Bros a ciento veinticinco dólares por semana, hasta que se hartó de aquella vida de oficinista. Poco tiempo después, Nelly se suicidó.

La vida de Heinrich Mann en Estados Unidos fue amarga, siempre a la sombra de su hermano. Al final, apenas escribía. Heinrich murió de un derrame cerebral en su casa de Santa Mónica el 12 de marzo de 1950 y sus últimas líneas —que no llegaron a publicarse— componían un artículo necrológico en recuerdo de su sobrino, el hermano de Golo, Klaus Mann, quien se había suicidado, tras varios intentos fallidos, el 21 de mayo de 1949 en un hotelucho de Cannes, frente al Mediterráneo.

La última novela de Klaus, El aliento, que publicó en Ámsterdam meses antes de su muerte, concluía así: «La luminosidad del jardín se había apagado. El mundo dormía paralizado, como en las noches en que estallaban sus catástrofes, aunque ahora estemos cansados y depongamos ya la palabra».

Golo Mann volvió a Alemania en 1945 vistiendo el uniforme del ejército americano. Fue la desolación ante su patria destruida lo que le hizo retornar a California, donde fue profesor de Historia en el Claremont Men’s College. En 1957 fue nombrado catedrático de Ciencia Política, primero en Münster, luego en Stuttgart. Más tarde se instaló en Kilchberg, al lado de Zürich, donde murió hace ya algunos años.

Werfel cumplió su promesa y escribió de un tirón La canción de Bernadette. De la primera edición se vendieron trescientos mil ejemplares. La Twentieth Century Fox compró los derechos, y la virginal Jennifer Jones —a la sazón esposa del actor Robert Walker y amante de David O. Selznick, el productor de la Fox— interpretó el papel de la espiritual campesina con toda la convicción que fue capaz de reunir. Ganó un Oscar.

En agosto de 1945 Werfel murió de un ataque cardiaco. A su entierro acudió todo Hollywood, pero Alma no estuvo presente. «Jamás voy a esos actos», dijo. Pero sí ordenó lo que había de introducirse en el ataúd, cumpliendo, según ella, el deseo de su esposo. A Werfel —bajo las órdenes de Alma— se le vistió de esmoquin, y al lado de su cuerpo se depositaron varios pañuelos y una camisa de seda como improbable muda. Bruno Walter tocaba el órgano mientras todos esperaban el discurso fúnebre del franciscano Georg Moenius, pero este no pudo pronunciarlo, pues Alma había querido revisar el texto de arriba abajo y sus anotaciones no llegaron a tiempo.

Alma vivió buena parte de su vida a costa de algún hombre que, además, la admirara. Aunque esta vez, la definitiva, más bien se tratara de un milagro. Un milagro de la Virgen de Lourdes, pues aun sin estar catalogado ¿qué otra explicación puede tener el que un poeta judío, checo y probablemente ateo, consiga un éxito millonario escribiendo la lírica historia de una campesina a quien se le aparece la Virgen?

Se asegura que Dios escribe derecho sobre renglones torcidos, pero habrá de reconocerse que en el extraordinario caso de Alma Mahler la escritura divina resulta difícilmente inteligible.

Joaquín Leguina

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