La defensa contra la posverdad

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El difícil camino de la verdad, por María A. Blasco

(Artículo aparecido en El cultural, el 21 de junio de 2019)

La ciencia empírica se construye sobre datos medibles. Aunque puede haber un cierto error experimental en la medición, ese error se puede calcular. La ciencia empírica nos aproxima a la verdad racional. De hecho, el anhelo del científico/a es averiguar la verdad. Es cierto que hay casos de científicos que han inventado datos, pero la mayor parte no inventa datos, sino que lo que quieren es entender los datos que observan. El científico que engaña con datos falsos ha dejado de ser científico. El científico podría introducir opiniones sesgadas en la interpretación de los datos –al fin y a cabo vive en un contexto social e histórico– pero nunca alterar los datos mismos. Por eso, la ciencia es una aproximación muy rigurosa a la verdad, diría más, la ciencia y el método científico están diseñados para aproximarse a la verdad.

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María A. Blasco

Investigadora y directora del CNIO


Pensar, hablar, mentir (y difundirlo), por Mariano de las Nieves

Luis García-Chico ha hecho un muy estimable y documentado relato de la historia reciente de la “infoxicación” y de sus causas y secuelas. La democratización de la posibilidad de difundir masivamente opiniones y relatos (verdades o mentiras, tanto da a la hora de la descripción del proceso), su carácter “viral” y su potencial eficacia sobre individuos y grupos, es un hecho irreversible en el mundo contemporáneo. Podremos discutir aquí sobre su utilidad y sentido, su idoneidad y su valor positivo o negativo, pero están ahí y no se van a ir.

Sin embargo, me siento obligado a puntualizar (lo que equivale a invitar a deliberar sobre ellos) algunos aspectos que me han llamado la atención de tan sugerente escrito.

Y los enumero:

1) No es conveniente identificar mentira con error. La subjetividad (no exactamente el cerebro) puede inducir a error en la medida que distorsiona eso que comúnmente llamamos realidad (y dispénseme en este momento de entrar a definir que queremos decir con tan problemática palabra). La mentira es, muy por el contrario, un acto intencional, consciente y voluntario de distorsionar, falsear u ocultar dicha realidad. Distorsionamos la palabra y su significado si decimos que “se miente involuntariamente”. Por eso el error lo compartimos con todos los seres vivos (con los matices específicos que se quiera) pero la mentira es, desgraciadamente, un privilegio humano. El ser humano no es un ser mentiroso por déficit de su cerebro (o de su capacidad cognitiva), es un ser mentirosos precisamente porque posee un cerebro y una capacidad volitiva que le permite, al comunicarse, modificar la realidad a su capricho. Porque quiere, le interesa o le conviene. La mentira se explica por lo interesado o lo desiderativo no por lo insuficiente.

2) En igual medida es dudoso que podamos afirmar que “la estructura de la comunicación es la mentira”. Castilla del Pino glosó bien este problema en su libro sobre la comunicación. Tanto el sobreentendido como el malentendido, fuentes claras de distorsión en el mecanismo comunicativo, no pueden asimilarse de forma definida a la mentira y, sin embargo, mantienen una estrecha relación con el error.

3) Una última observación: Es claro que Internet ha proporcionado unas cuotas de posibilidad a la libertad expresiva individual sin parangón posible. Pero como todo instrumento que expande una posibilidad humana (es decir como toda tecnología) es, en sí, neutral y debe ser definida en su valor por el uso que se hace de ella. Por todo esto el nuevo mundo hipercomunicado e hiperaccesible no solo puede contrarrestar el antiguo monopolio de la noticia por determinados poderes (que lo contrarresta de hecho) sino que también puede dar paso a una realidad depredadora en el que el arma de la información está en manos de todos porque no está en manos de nadie. Y en donde la responsabilidad inherente al acto comunicativo y sus consecuencias se diluye hasta desaparecer. Es una imagen que puede resultar atractiva pero sobre la que hay que pensar un poco.

Mariano de las Nieves


Posverdad: La desmonopolización de la verdad comunicativa, por Luis García-Chico

La posverdad no nos ofrece una suerte de yugo y vendas a la comunicación verdadera; al contrario, nos las quita, y la desorientación que adolecemos ahora no es más que demasiada claridad tras demasiado tiempo a oscuras.

Siguiendo la Teoría de la Mentira (TdM), toda relación social tiene tendencia al conflicto, ello débase, entre otros aspectos, a unas características de la información social exiguas en objetividad, rigidez, armonía o uniformidad; mas al contrario, los conjuntos de datos con los que trabajamos en nuestro día a día se vuelven triviales, contradictorios, pues la información es subjetiva, tácita, dispersa… son prolijas en “enredarse” (término éste utilizado a conciencia de la “teoría del actor-red” de B. Latour), en dispersarse, lo que las hace perder consistencia y, finalmente, quedar sujetas a un constante ensayo de prueba/error para testar su validez empírica.

Es importante plantearse una genealogía de la comunicación, pues de esa manera será más fructífero comprender cuándo nos deshacemos de nuestra libertad. Según Baudrillard, autor francés que preconizó la antesala de la actualidad posmoderna, el mundo transitaba en un imaginario hiperrealista donde los ciudadanos parecieran no menos que telespectadores de un espectáculo colosal de adivinar verdades y mentiras en acontecimientos televisados (casi virtuales) para Occidente, como la Guerra del Golfo (muy en línea del criticismo frankfurtiano). También podemos vincular en esta línea a S. Herman y N. Chomsky, salvando las distancias, con su teoría de los cinco filtros comunicativos, dado que acreditaron el fuerte flujo de intereses existentes entre las instancias gubernamentales y económicas con los medios de comunicación e información, filtrando el contenido a emitir, las barreras que incorporar, y el sentido que ofrecer al consumidor.

Durante las décadas de los 80 y 90, la información se procesaba por televisión, libros, prensa y radio; el alcance a tales medios era remoto y costoso, requirente de una inversión importante en capital y tiempo para su producción, difusión o emisión. Mientras tanto, los ciudadanos se arremolinaban por facciones ideológicas según las ideas que les resultaren verdaderas, dado que el desarrollo tecnológico de la época les impedía a aquéllos aproximarse a un contacto casi original (a diferencia de como sucede prácticamente en nuestros días) con los acontecimientos, con la información, con los hechos. La centralización de la producción, difusión y emisión informativa trasladaba así una realidad social donde la verdad “parecía” más asible, o digamos, se “asumía” (Aufhebung, como diría Hegel) más verdadero por ofrecerse armónico, rectilíneo o compacto, pero sin ninguna antítesis con el rango jerárquico válido de contradecirla, desprendiendo así al espectador de “a pie” de la facultad de investigar o fiscalizar, trastornándole como sujeto pasivo. Baudrillard así expulsaba bilis contra la sociedad de consumo o los media pues nada “verdadero” daban, solo una construcción de la realidad centralizada, cuasi-tiránica. Lo más aproximado a la rebeldía era generar relatos contrafaccionales, esto es, una suerte de literatura experimental donde se jugaba con “hechos alternativos” de acontecimientos ciertos o probables: p.ej. ¿qué pasaría después de un apocalipsis nuclear?

Y de repente, llegas tú… la romántica “posverdad”. Se rompen los límites comunicativos, informativos y filtros de cualquier tipo; se saluda a una nueva era de la información. La televisión deja de ser acaparadora de las horas diarias de la gente, y se descentraliza en internet; cae el porcentaje de visionado televisivo, mantenido aún en cifras razonables por generaciones desfasadas por su cultura y edad (pensemos en una persona de 70 años), y despreciada por las generaciones “tecnológicas”. Cualquiera puede transmitir información a toda parte del mundo que pueda recibirlo, dado que la gratuidad logística ha flexibilizado y, por consiguiente, descentralizado la producción, difusión y emisión, otrora cerrada y costosa. A colación, los viejos estudios de grabación y producción televisivos y radiofónicos se devalúan en practicidad, y cualquier persona con una visión empresarial “x” puede, desde su casa, una cámara, un micrófono y un ordenador, llegar a captar más cantidad de clientes objetivos en un día, que atrás en el tiempo muchos periódicos de tirada nacional.

Al romperse la rigidez o armonía inicial de la centralización informativa característica del siglo pasado, se produce una descentralización donde el protagonismo comunicativo pasa a todos y a cada uno de nosotros. Y no ya solo “todos y cada uno de nosotros”, también se incluye a personas que no existen, sujetos inventados, y con ello me refiero a las “cuentas anónimas” y bots.

Sucede así un acontecimiento único hasta la fecha: con un dirigismo informativo débil y confuso (en tiempos pasados garantes de la Verdad recta), la sociedad prefiere la “mentira” a la “verdad”, o prefiere una noticia “medio cierta” si acompaña a su sesgo de confirmación; en los primeros años de dicha descentralización (2000 en adelante) el consumidor medio de internet no contrasta, no acude a las fuentes de la información que circula por las redes sociales; ello tal vez por la rémora o deuda con el sistema de proporción de noticias centralizadas que antes eran dadas y masticadas. Los científicos Sinan Aral, Soroush Vosoughi y Deb Roy, en un estudio acerca de la velocidad de difusión de las fake news en Internet, concluían que éstas se difundían más rápidamente que la verdad, con un 70% de probabilidad de ser replicada, y más notorio resultaba con las noticias políticas falsas que para noticias falsas sobre terrorismo, desastres naturales, ciencia, leyendas urbanas…

El ser humano es mentiroso como condición dado que no sólo voluntariamente asesta engaños, sino que su sistema nervioso central parece ofrecer un proceso inconsciente de toma de decisiones constructivista; el ser humano construye su realidad social con los presupuestos empíricos que motivacionalmente dirigirán inconscientemente su acción, afirmando pautas base o “verdades subjetivas” que mantendrán la coherencia del todo, percibiendo la realidad social con un incansable intento de “cuadrar” lo sensorial con el mapa conceptual mental ya hecho (R.N. Shepard). Toda idea, así, si procede de un ente mentiroso, resultará en la construcción de un escenario alternativo de supervivencia, y en dicha sistemática se buscará consistencia de datos y no contradicción; si bien, una “consistencia de datos” lo suficientemente necesaria para operar “a ojo”, sin grandes esfuerzos intelectuales, y una “no contradicción” para no volver trivial o conflictivo el tránsito del sujeto por sus relaciones sociales.

De este modo, si define al ser humano “mentir” (mentiri/mendacium dicere) existirán altas probabilidades de dirigir la información que capte hacia sus puntos subjetivos en acuerdo, y al mismo tiempo, cuando quiera emitirla. En un escenario de centralización social informativa (una cadena de tv) no hay capacidad de réplica para el espectador más allá de cambiar de canal y buscar aquel que se adapte a él; en estos casos, la oferta informativa es limitada y muy definida. En cambio, en un escenario de descentralización (internet) no sólo hay capacidad de réplica, también de creación y competencia por parte del espectador.

Con tanta información operando, cualquier consumidor de aquella dispone de un alto nivel de falibilidad o error en la construcción de los hechos, si no empuña un método de contraste válido y exhaustivo. Aquello además cualifica más al error, pues ante tanta información aprehensible y libertad, el Efecto Dunning-Kruger cobra más protagonismo, provocando que gente con menos conocimiento sobre una materia en concreto, pueda sentirse con mayor “verdad” que un experto, si además se le suman “followers”, “likes”, o “retweets”.  Claro que la “verdad” en el plano social se relativiza, porque al ser humano sólo le ha interesado siempre “su verdad”; el hecho de que ahora lo observemos diariamente es simplemente una muestra de honestidad.

La posverdad está ofreciendo ni más ni menos que la más clarividente de las realidades paraconsistentes: la estructura de la comunicación es la mentira; se la rechaza por su intencionado ostracismo histórico-social como a una suerte de sombra jungiana que nos cuesta aceptar. Pero la posverdad ha abierto la puerta a lo que somos, y sólo queda aprender a cómo aceptarnos (free won’t o libre no hacer) para hacer de la tendencia al conflicto de las relaciones sociales una tendencia a la baja con estas características “mentirosas” que se han encontrado siempre monopolizadas en las instituciones de poder, centralizadoras.

La posverdad no es el problema, sólo una manifestación más de un proceso dinámico social que abrió Internet proporcionando libertad a la expresión de nuestra personalidad y descentralización de información. Una libertad que no consiste así en decidir qué se va a hacer, sino, desde la consciencia, vetar procesos inconscientes de resolución de problemas que Benjamin Libet argumentó tiempo atrás señalando la orden previa de éstos a aquellos.

La posverdad, así considero, solo requiere que los seres humanos tengamos aún que aprender a saber utilizar nuestras facultades cognitivas en un escenario donde la descentralización informativa y la libre expresión de nuestra facultad más humana, la mentira, pueden dar miedo a cualquiera. La posverdad nos invita a pensar, a analizar con ojos escépticos, de científicos, de duda razonada, todos los datos que nos rodean, porque, si podemos autoengañarnos aceptando una fake new (simple y llanamente porque nos da la razón) también podemos autoengañarnos aceptando el fake de una institución de poder, pero que, por tener ese argumento de autoridad, “asumimos” más verdadero.

Luis García-Chico


Medacium vitae, por Mariano de Las Nieves

 La realidad cambiante, y cambiante tan rápidamente, hace que escribir sobre algo que es hoy noticia relevante deje de tener importancia pasados unos días. Pero en toda noticia, por efímera que sea su vigencia, hay siempre un problema de fondo sobre el cual merece la pena deliberar.

 Hace unos días y mientras zapeaba por los canales televisivos, tropecé con una de las innumerables tertulias, la mayoría de ellas tan ásperas como esquinadas, en la que una asistente asidua planteaba, con inteligencia y cierta retranca, que la falsificación de los curricula en España era un fenómeno tan habitual como explicable. Argumentaba que es normal que todo el mundo, cuando pretende un puesto de trabajo o una canonjía de cualquier tipo, se presente bajo los mejores focos posibles. Y al tiempo apostillaba que tampoco debía prestarse demasiada atención a las constantes mentira que prodigan los políticos “Es parte del juego —decía— todos lo saben y nadie entre ellos se las cree”.

No seré yo quien desmienta esta manifestación patria de picaresca y desahogo pero me parece que en los momentos actuales quizá merezca la pena reflexionar sobre qué pasa específicamente en el ámbito político en nuestro país y más específicamente aun en los curricula de nuestros gobernantes y aspirantes a serlo. Y hacerlo como parte de una análisis de urgencia sobre los valores de la verdad y la honestidad en el panorama social español.

La primera pregunta que surge es la razón por la que personas, de las que no hay por que sospechar que sean intrínsecamente corruptas, se deslizan con tanta facilidad a mentir descaradamente cuando presentan el balance de sus vidas ante la gente. No se me alcanza otra posibilidad que la inseguridad que obliga a maquillar lo que se sabe que es insuficiente y precario en relación con la posición a la que se aspira. No hay cosa que provoque más terror que saber que se carece de mérito para lo que se quiere tener y a pesar de ello verse con posibilidades de conseguirlo en la punta de los dedos. La mentira es entonces una defensa contra el miedo, un cerrar los ojos y lanzarse, un “que sea lo que Dios quiera”. Se me dirá, con razón, que ese mecanismo también puede darse acompañado de cierta dosis de desahogo e incluso que en muchos casos no haya un tal análisis objetivo de la propia situación sino un “yo lo quiero, me lo merezco y me pongo el mundo por montera. Y si hay que mentir, se miente”.

Nuestros políticos, que hacen sus carreras en las juventudes de los partidos y medran trayendo cafés, asintiendo con fervor al líder o pegando carteles (acciones sin duda meritorias y estupendas), se encuentran a la hora de recoger frutos que todas ellas no pueden ser mencionadas en ningún papel. Y hay que recurrir a rellenar huecos y a buscar méritos que les presenten ante la opinión publica como gestores eficientes y adalides del progreso, por supuesto, pero también como ciudadanos formados y titulados.

Hay sin duda una segunda posibilidad mas antipática. Es la de aquellos aprovechados que buscan un alma caritativa (o mercenaria) que les resuelva el problema de lo tedioso de cualquier trabajo tendente a titularse. En estos casos, como se dice en las novelas policiacas mediocres, tiene que haber una complicidad “desde dentro” y entonces la responsabilidad del profesor que aprueba, del administrativo que falsifica, del director de tesis que hace la vista gorda o colabora con el fraude, es inexcusable.

En cualquier caso es llamativo que, en una mayoría sustancial de los casos, en cuanto el tal político ha alcanzado su meta final (o alguna de las innumerables metas intermedias) se apresura a limpiar su CV. Ya no hace falta aparentar si uno ha conseguido instalarse en la poltrona. Y se borran títulos, se modifican fechas o se recurre a la universal excusa: “Fue un error y ya está subsanado. ¿Qué mas queréis?”.

Está claro que todos estos comportamientos, tengan la motivación que tengan, lesionan gravemente no solo la ética sino también la estética que tenemos el derecho a exigir a los que pretenden gobernarnos y, de rechazo, a la institución universitaria. Pero hay algo más que una mera carencia ética o un defecto en la estética. Hay una clara ofensa al resto de los profesores que no se dejan deslumbrar por tener un alumno directa o indirectamente poderoso y de los estudiantes que obtienen lo que obtienen por su trabajo, sin mas añadidos. Ni gabelas, ni prebendas.

Por eso tenemos que recordarles a los políticos que mientras ellos se dedicaban a la acción benemérita de trepar en el partido hay otros muchos ciudadanos que se matriculan de verdad, que estudian con esfuerzo (e invirtiendo tiempo y dinero, no lo olvidemos) y cuyos profesores no les van a visitar a casa. Porque es muy duro verse en la vida real, cotidiana, verse igualados (que digo igualados, ¡superados!) por los que apenas terminaron el bachillérato y se preparan primero para ser directores generales y después presidentes de comunidades autónomas, altos cargos de empresas publicas y, si cae, ministros.

La corrupción económica obligó a que nuestro parlamentarios hicieran una declaración de bienes al comienzo de su andadura (no sé si eso también lo hacen todos los altos cargos de la administración, pero deberían). Dado la que esta cayendo, que no solo perjudica a los afectados sino también a la estabilidad de la nación que nos alberga, no sería mala idea que el curriculum vitae de todos los que aspiran a un cargo en la administración tuviera valor formal declaratorio y pasara factura no solo la falsedad de los datos sino también las correcciones oportunas (oportunistas) que de ellos se hagan.

Así evitaríamos tener que corregir la sabia denominación ciceroniana de curriculum vitae como “carrera de la vida” y vernos obligados a cambiarla por mendacium vitae o “mentira de la vida”.

Mariano de las Nieves


La referencia para la respuesta a las amenazas. Una cuestión desatendida, por Federico Aznar Fernández-Montesinos

 Cuando se está decidido y se ha fijado la voluntad a ese respecto, entonces se pregunta uno lo que el adversario puede hacer para contrariarnos. Si se sigue el método inverso, es decir, si se busca primero lo que el adversario puede hacer y si de ellos se deduce lo que debemos hacer nosotros, se subordina uno a las intenciones del enemigo, se deja dictar la ley por él y se priva de uno de los medios más preciosos para triunfar en la guerra, es decir, la iniciativa.”

General Julius von Verdy du Vernois

La cuestión es, siguiendo la propuesta de von Verdy du Vernois, situar el eje de la respuesta en los valores de la sociedad; a continuación fijar hacia dónde quiere ir esta; y entonces, y solo entonces, tomar en consideración el problema de que se trate. Los valores de una sociedad están para los tiempos de conmoción y no para cambiarlos cuando llega una crisis. Sus valores no son aquellos que predica, sino aquellos de los que hace práctica.

En la lucha contra la posverdad no podemos dejarnos por el camino ni la duda ni el pensamiento crítico, que son precisamente lo que han permitido que Occidente sea lo que de facto es hoy. Y es que la lucha contra la difusión de contenidos falsos puede arrastrar a las sociedades a la censura, y con ello, como corolario, a que se suprima el pensamiento crítico y se mengüen libertades y derechos; esto es, todo lo que ha hecho que Occidente sea lo que hoy es.

Para combatirlas es imperativo, al margen de los hechos, comprender sus razones e identificar a la fuente que las ha estimulado. Como ya apuntaba Derrida: “Lo relevante en la mentira no es nunca su contenido, sino la finalidad del mentiroso”. No se trata de dar una respuesta en ese plano, sino una respuesta adecuada.

Por tanto, el control de la información no es necesariamente la piedra angular sobre la que construir la solución. Los costos exceden a los beneficios y, además, es poco menos que poner puertas al campo. La clave está, nuevamente hay que recordarlo, en el interior de la sociedad y pasa en un primer estadio por resolver sus problemas efectivos, que para más inri son reales: ausencia de un periodismo fuerte, falta de calidad de la clase política, escasa formación tecnológica de la ciudadanía…

Es algo parecido a lo que ocurre con el terrorismo. Si ponemos en el centro del problema de la lucha contra el terrorismo al propio terrorismo la respuesta será indefectiblemente un Estado policial y mutaremos los valores de la sociedad para alcanzar tamaño logro. Es decir, perderemos el objeto de protección y haremos que el plan diseñado acabe por darle la razón al adversario que además retendrá la iniciativa y fijará el plano de enfrentamiento.

La palabra contraterrorismo delata una dimensión negativa, en la medida en que plantea un carácter reactivo, surge y se define contra otro concepto. Es decir, no incorpora en sí misma sus razones, su ser, sino que estas le vienen de otro, del terrorismo al que se opone y que se cita como parte de la definición. Por eso, esta aproximación, de partida, resulta insuficiente.

La lucha contra el terrorismo debe ir más allá de este y ser, por el contrario, y como se ha subrayado, una expresión de la continuidad de los valores del Estado, una necesaria derivada de los mismos sin disrupciones, de la cual ciertamente deben surgir razones que determinen su contención primero y represión, después, pero sin que tal cosa sea necesariamente una “lucha,” ni una alteración de su orden sino la prolongación natural de las esencias. Se lucha sin luchar realmente, como se hace contra la delincuencia, esto es, sin romper la armonía y centralidad del Estado. Para ello es preciso, imprescindible, buscar una dimensión positiva y, por tanto articuladora, para poder primarla y dotarla de continuidad.

Los valores, el acervo de las comunidades, se ven tensionados en la lucha contra estos fenómenos. Así, el problema de combatir los grupos radicales es que estos se constituyen en torno a imperativos morales, siendo en Occidente la moralidad un espacio sobre el que el Estado no tiene jurisdicción hasta que los principios que promueven no se materialicen en una actividad ilegal. Es más, estos grupos pueden hacer una vida independiente del Estado del que forman parte pues cumplen sus leyes; la cuestión es que su demanda moral les separa de la sociedad que los acoge. El derecho a la intimidad se encuentra en los pilares de Occidente.

El terrorismo también obliga a efectuar sacrificios en nombre de la seguridad, que afectan no sólo a la libertad. Un precio a veces excesivo para las ventajas reales que pueden obtenerse de tales renuncias. Por ello es preciso entender y valorar que, mientras sea tal, la amenaza no es militar, por más que aspire o simule serlo, sino política. Y eso es un aspecto esencial a la hora de diseñar la respuesta.

La lucha contra el terrorismo requiere de prevención e incluso de medidas específicas. La cuestión se sitúa en los límites en que se debe desarrollar esta. El margen será mayor o menor en función de la naturaleza de la amenaza, precisándose la tutela judicial como una garantía legitimadora, esto es, para minorar los daños que en este plano ineludiblemente se producen. De hecho, sí en un Estado democrático la población acepta mantener el margen de libertades aun en un entorno de menor seguridad, la batalla estará ganada pues la lucha, como apuntábamos antes, es una lucha por la legitimidad y los daños reales derivados del terrorismo, escasos.

Y es que una ficción deja de serlo cuando se considera real lo que, por otra parte, hace que la reacción sea siempre equívoca porque no deja de ser una ficción cuando ya la respuesta no lo es. Las medidas excepcionales deben ponderarse exquisitamente porque la mayor parte de las veces no son rentables y, desde luego, no se puede hacer de lo excepcional una norma habitual.

Federico Aznar Fernández-Montesinos


Comentario de Mariano Aísa

Tras leer las tres deliberaciones anteriores, todas fundamentadas y bien expuestas, me siento tentado a jugar en campo contrario. La razón es que, ante las, casi diarias, avalanchas de artículos y comentarios sobre la posverdad y sus sinónimos, siento una cierta perplejidad. De hecho, me parece que todos estos nuevos términos resultan innecesarios porque expresan simplemente la mentira, la mentira de siempre; esas falsedades, deformaciones y manipulaciones que los seres humanos, para obtener algún tipo de provecho, han acostumbrado a transmitir a los demás, y muy especialmente desde el poder, la política, la defensa de ideologías, o las simples prédicas religiosas.

Sí es una novedad que los sistemas de información y comunicación actuales son globales, instantáneos y apabullantes, y que, a través de ellos, efectivamente estamos siendo bombardeados y aturdidos por partículas informativas de todo tipo, que pueden generar efectos dañinos, en la misma medida que indiscutiblemente aportan notables beneficios.

Hay dos aspectos en este asunto que me inquietan especialmente: el primero se refiere a que, al menos en mi opinión, se está ampliando ese concepto de posverdad, en especial en el ámbito político, para aplicarlo a manifestaciones que simplemente no gustan, irritan, o están en contradicción con creencias o ideas políticas. La acusación de posverdad se convierte también en arma arrojadiza.

El segundo aspecto que me parece arriesgado es ese deseo de crear órganos nuevos, por encima de la melé, capaces de discernir entre lo que es verdad o falsedad, y de proponer sanciones al respecto.

Se podría decir, simplificando, que cuando uno se expresa ante los demás para tratar de persuadir lo hace mediante el uso de tres tipos de aseveraciones: 1) Verdades indiscutibles: “Ayer llovió en mi ciudad”, “La reciente moción de censura se ha efectuado por procedimientos legales”, 2) Mentiras comprobables: “El político fulano fue condenado por robo hace 20 años”, o 3) Opiniones: “Pienso que el partido X está plenamente corrupto”, “Creo que el marxismo es la solución definitiva para la humanidad”. Con frecuencia esas opiniones se expresan, intencionadamente, suprimiendo el “creo que…” o “pienso que…”, lo que da contundencia a la manifestación, pero no suprime su carácter de opinión. Expresiones como las citadas, o tantas otras, podrán provocar reacciones desde risibles hasta indignadas, pero no creo que puedan ser consideradas apropiadamente como posverdades. Tomando como ejemplo el caso paradigmático de los tuits del presidente Trump, se podrían encontrar manifestaciones de los tres tipos citados. pero, en rigor, fundamentalmente del tercero. El simple comentario, o sospecha, de que Obama pudiera ser un musulmán oculto podría considerarse como una auténtica felonía, pero dudo que se le pudiera dar el trato de falsedad constatada. Ni siquiera, aunque lo negara expresamente el propio Obama.

El asunto es que, si entendemos como posverdad una falsedad intencionada, deberá haber una correspondencia con una verdad indiscutible, y habrá que admitir que el concepto de verdad hay ido perdiendo campos de aplicación en épocas recientes. Aquellas verdades, reveladas por la divinidad o derivadas de la aceptación de meta-relatos, que daban por ciertas ideas abstractas, de las que no se pueden obtener evidencias empíricas, están claramente en baja. Y si prescindimos de las verdades formales derivadas de proposiciones lógicas, o de las correspondientes a hechos científicos plenamente aceptados, nos quedará solamente como verdad la referida a acontecimientos sucedidos, constatados a través de fenómenos percibidos y plenamente aceptados.

Versiones manipuladas de los hechos, y sometidas a una intensa propaganda, ha habido siempre, como mostraba detalladamente Guillermo Altares en un artículo (El País, 10 de junio). En este sentido, me voy a referir como ejemplo a un tema, el de la Leyenda Negra, sobre el que aparentemente se ha despertado un nuevo interés. (Por cierto, me resulta algo asombroso que los españoles actuales sintamos la necesidad de hacernos responsables, para vanagloria o bochorno, de lo que hicieron personas de hace 500 años, con creencias y culturas tan distintas de las actuales, por el hecho simple de que hubieran nacido en un entorno geográfico más o menos próximo al nuestro).

Respecto a la Leyenda Negra, podríamos decir que hay una verdad, o conjunto de verdades, basadas en hechos empíricos, plenamente aceptados y comprobados: “Los españoles gobernaron en territorios italianos y en los Países Bajos y conquistaron y colonizaron las Américas. Y en todos los casos, mantuvieron conflictos armados con los nativos u otras fuerzas extranjeras”. No habría duda de que el que negara estos hechos, planteados de esta forma tan sintética, incurriría en una falsedad voluntaria o involuntaria. Pero, a partir de ahí, durante siglos y con el pleno uso de los sistemas de información y comunicación de las épocas, se fueron desarrollando multitud de interpretaciones, acusaciones y justificaciones, en una gama que se extiende desde calificar a los que intervinieron y a sus dirigentes de genocidas hasta de héroes virtuosos.

La cuestión sería: ¿Dónde está aquí la verdad y dónde la posverdad? ¿Es válido el contenido en los libros de historia de los niños holandeses, o el de los niños españoles? ¿Sería posible que un órgano neutral, juicioso, y con una autoridad otorgada con justicia, pudiera pronunciarse y decidir qué es posverdad en este asunto? ¿O volviendo al tema del presidente Trump, quien puede determinar qué hay de falsedad o de simple opinión en sus tuits, entre tanta estupidez, bravuconería y amenaza?

Sinceramente, me da miedo de que, junto con las manipulaciones de los emisores de desinformación, acabáramos también siendo victimas de la manipulación de los controladores de posverdades. Y tampoco me hace feliz la propia definición de posverdad de la RAE, ¿Qué sentido se le quiere dar a “… que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”? Eso es lo que hacen desde siempre gobiernos, partidos y movimientos políticos y sociales, sindicatos y empresarios, predicadores de religiones, editores de medios de comunicación, publicistas, lobbies de todo tipo. Quien esté libre de pecado…

Ahora bien, viendo u oyendo lo que dicen los políticos en sus debates en el Parlamento, en la televisión, en sus tuits, es irremediable preguntarse: ¿Debe la mentira en política tener un tratamiento distinto a la mentira en el mundo social normal?, y también: ¿Significa que nuestros políticos actuales son de peor calidad moral que los antiguos? ¿Se está encanallando o envilecimiento la gestión política?

Yo estoy convencido de que no hay nada nuevo bajo el sol, y que los políticos en los sistemas democráticos de los dos últimos siglos han recurrido a las mismas mentiras, falsedades de todo tipo, sofismas, omisiones voluntarias, eufemismos, tautologías etc.; es lo que los franceses vienen llamando desde hace mucho tiempo “la langue de bois”. Sinceramente no creo que eximios políticos como Disraeli, Clemenceau, Cánovas del Castillo o De Gaulle, fueran más sinceros en sus planteamientos y en su relación con la sociedad.

Los gobernantes han acostumbrado a mentir siempre a sus súbditos y, en cierta medida, éstos lo aceptaban, o se resignaban a ello. Ya Platón asumía el mentir “por el bien de la ciudad”. El hecho es que gobernar sin mentir sería inviable. No se puede decir, aunque seguro que algunos lo defenderían, que una elección de parlamentos y/o gobiernos por sufragio universal se estructure sobre verdades, sino que más bien es el resultado de un complejo, y hasta en cierta medida aleatorio, proceso de contraste de imágenes verbales y también visuales, de debates, aserciones retóricas, muletillas y eufemismos, comparaciones y abstracciones, deformaciones de la realidad, que permiten que unos ciudadanos formen opinión y decidan. Evidentemente, esos ciudadanos parten, para formar su criterio, de proyectos éticos y culturales personales -lo que Rawls llamaba las doctrinas comprehensivas particulares-  pero luego el proceso político adquiere una dinámica propia y concluye en algo que podríamos llamar modus vivendi. Y en ese proceso, no estoy seguro de que esas continuas deformaciones, requiebros o enmascaramientos a lo que podríamos llamar las verdades desde un punto de vista jurídico o moral sean muy condenables, sino más bien los artilugios de un juego inevitable.

Por otra parte, supongamos que los políticos tuvieran un gen que les obligara a decir siempre la verdad, sobre sus proyectos reales y sobre qué piensan realmente de los demás. Bien, está claro que la democracia sería imposible y todo acabaría en conflicto y quizás en violencia; nunca habría acuerdo. No creo pues que el término posverdad en política esté describiendo un fenómeno nuevo. Lo que sí ha cambiado, con la llegada de Internet y las redes sociales, es el efecto amplificador de este juego.

Pienso, como conclusión, que estamos hoy en día sometidos a un movimiento browniano de partículas informativas, verdaderas, falsas o simple opiniones, a veces con estructuras dañinas, y que los ciudadanos deberán ir aprendiendo a interpretar. Los Estados organizados tienen recursos legales, policiales y diplomáticos para proteger el honor y la intimidad de las personas, el mantenimiento de sus leyes y el equilibrio de sus sistemas democráticos, y deben usarlos. Pero creo que se está magnificando el efecto de las “posverdades” (posverdad sería todo lo que no nos gusta) y que un sistema organizado de filtrado de esas partículas informativas puede acabar en forzar la salvaguardia de “nuestras verdades y opiniones”, porque esas son “las verdaderas”, a costa de las de los “demás”.

Mariano Aísa


Falsas noticias: cómo defenderse de la adulteración de la vida política, por Fernando Sánchez Pintado

La mentira puede decirse de muchas maneras, este es uno de sus rasgos distintivos y de ahí su gran capacidad para seducirnos, porque, a diferencia de la verdad que es una y única y, en ese sentido, nos limita y obliga a reconocer y mantenernos en el ámbito de lo real, la mentira nos ofrece un mundo cambiante, ilusorio y podría decirse que casi a nuestra elección. La mentira tiene tantas formas de ser que hasta el propio nombre de mentira desaparece y pasa a ser (en una razonable escala de gravedad y según los contextos y situaciones en que se realiza) bulo, rumor, chisme, murmuración, enredo, simulación, falsedad, fraude, mistificación, difamación…Y si nos alejamos del contexto mediático actual, lo que hoy ha dado en llamarse, retorciendo el lenguaje hasta que no se sepa qué significa, “hechos alternativos” oculta lo que antes se llamaba “razón de Estado”, porque ambas expresiones vienen a significar lo mismo: son la mentira dicha desde el poder.

Por eso no nos tiene que asombrar que ahora la mentira sea fake news, o mejor dicho en castellano, falsas noticias. Más bien nos advierte de que lo que caracteriza a la forma dominante hoy de la mentira es la información (convertida en hecho social total como opinión pública) que, mediante circuitos desconocidos por los ciudadanos, puede ser lo contrario de lo que dice ser, esto es, sin que podamos saber cuándo es falsa o verdadera. No malinterpreta ni comete errores, es una forma de continuar lo que en tiempo de guerra los servicios de espionaje llamaron desinformación, de tal manera que la negación de la transmisión verídica de los hechos es presentada hoy como lo verdadero y hace de la sociedad civil el campo de batalla.

Es evidente que la historia política de la humanidad es un continuo, más o menos organizado, de transmisión de noticias falsas, en eso consiste en gran medida la acción política. Nadie duda de que la información que se transmite por medios tradicionales como la prensa no esté libre de tergiversación y manipulación, pero tampoco podemos negar que hay grandes diferencias entre estas deformaciones de la verdad y la utilización masiva de falsas noticias de manera planificada y sistemática a través de las redes sociales. Es un hecho incuestionable que esto ha intervenido y muy probablemente ha influido de manera decisiva e inesperada en la vida política, que ha torcido la voluntad ciudadana en el Brexit o en las últimas elecciones americanas o en los momentos álgidos del movimiento separatista de Cataluña. Sostener que la mentira ha sido un arma política en la historia y por eso no distinguirla de lo que está sucediendo hoy gracias a las nuevas tecnologías, sería como decir que no hay grandes diferencias (a no ser por el número de combatientes e inocentes muertos) entre las guerras “tradicionales” y las que asolaron el mundo en el siglo XX. De las muchas y grandes diferencias, la primera es que la planificación de la mentira política también se ha globalizado, hasta el punto de que los Estado-nación no encuentran los medios legales ni materiales para hacerle frente. Esto constituye un hecho social y político de enorme gravedad, que puede trastornar las normas aceptadas comúnmente para delimitar la libertad de expresión y la formación de la opinión pública y, en consecuencia, la democracia. Frente a ello nos encontramos en buena medida inermes y, desde luego, bastante confusos. Hasta ahora se han contemplado dos opciones para impedir esta nueva forma de desinformación que tiene un claro propósito desestabilizador de la vida política: la intervención de los poderes públicos (es el caso de Alemania y el iniciado por Francia) o la tutela de organismos de control que no implican limitaciones estrictamente legales, esperando que las plataformas informáticas se autorregulen y cumplan un código de conducta en materia de información.

Recientemente, el 7 de junio pasado, se presentaron dos proyectos de Ley en la Asamblea Nacional francesa para combatir la manipulación de la información y, en especial, limitar la injerencia extranjera y la propaganda (ilegal y alegal) durante el período electoral, centrándose en la propagación de falsa información en las redes sociales. Pero, como no resulta nada fácil delimitar qué es información falsa, y menos aún diferenciar en términos legales lo verdadero de lo falso, se ha optado en estos proyectos de ley por eludir el término verdad, y sustituirlo por el de verosímil (lo cual nos lleva a un terreno francamente problemático). En el título de la ley el término “falsa información” ha sido sustituido por el de “manipulación de la información”. Sin duda los nombres son importantes, pero es difícil que por cambiar el título de la ley se haya resuelto el problema de fondo de qué es, desde el punto de vista legal, lo aceptable (verdadero o verosímil) y lo punible en la información. Por ello, el proyecto de ley establece que sólo se podrá intervenir judicialmente –y suspender la transmisión de informaciones falsas, cerrando páginas web– tres meses antes de las elecciones. Y esto, siempre que se den otras condiciones: que esas informaciones puedan alterar la “sinceridad de la votación”; que hayan sido difundidas de “mala fe”; que se hayan utilizado robots; y que su alcance haya sido masivo. Como se puede apreciar, determinar cada una de estas condiciones no es evidente, pero hacerlo, en términos jurídicos, con todas ellas, además de ser una tarea de enorme complejidad, puede llevar a la arbitrariedad.

Al introducir estas cautelas, de difícil cumplimiento, el proyecto de ley pretende impedir que esto ocurra, aunque la oposición, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, sostenga que es un procedimiento antidemocrático que establece una forma de censura. Una oposición semejante se ha levantado en Alemania, que cuenta con una ley desde comienzo de 2018, en la que la falsa información está asociada a otros contenidos ilícitos como racismo, antisemitismo o incitación al odio. Sin duda existen riesgos, pero es aún más cierto que ya se han producido numerosas intervenciones extremadamente eficaces, presumiblemente organizadas por potencias extranjeras, para adulterar y manipular campañas electorales, referéndums y otras situaciones claves en la vida política de los Estados-nación. No es necesario recordar las múltiples formas de propaganda mentirosa que han servido para conseguirlo, sería una larga relación que supera los límites de este comentario, y de la que conocemos sólo algunos de sus resultados.

El problema que se plantea es doble. Por una parte, es necesario proteger la democracia, que no es algo dado e inalterable, como hemos tenido ocasión de comprobar en nuestra historia reciente, sino que por su propia naturaleza exige a los ciudadanos construirla, mejorarla y defenderla. Pero, por otra parte, también hay que tener presente que, a pesar de todas las cautelas contenidas en las leyes, existe la posibilidad de que, en el futuro, se consoliden tendencias autoritarias y los jueces tengan el poder de establecer lo que es verdadero o falso, y con ello se establezca una nueva forma de censura. Si las leyes son más simbólicas que efectivas es difícil que esto se produzca, pero entonces no servirán para contener la manipulación creciente de la opinión pública. Y, a la inversa, existe el peligro de que sean demasiado efectivas.

Se han producido transformaciones radicales tanto técnicas como sociales que nos plantean un problema que lo primero que exige es reconocer que se trata de un verdadero problema. Habrá que abordarlo adaptando la legislación a las nuevas condiciones, con todas las cautelas necesarias. Pero no basta con esto. Es conocido que se han creado auténticas fábricas de difusión de falsas noticias que utilizan una tecnología avanzada y aprovechan los vacíos legales que hoy existen, pero también es conocido que esas informaciones falsas, por muy increíbles que sean, se transforman en verdaderas gracias a la intervención de personas conocidas que las multiplican y hacen creíbles porque vienen del “vecino de al lado”.  La revista Science publicó un estudio empírico en el que se analizan millones de tweet, una de sus principales conclusiones es que en las redes sociales lo falso se difunde de manera mucho más rápida y masiva que lo verdadero. Habrá a quien le parezca una perogrullada o, por el contrario, exagerado. Sin embargo, aporta algo valioso, la confirmación empírica de que la mentira es más fácil de creer que la verdad, como en la vida cotidiana hemos comprobado más de una vez. En el mundo de la comunicación instantánea, la información también está globalizada y no hay motivo para asombrarnos de que los ciudadanos elijan y crean las falsas noticias, al menos por una razón poderosa: porque no creen en las verdaderas.

Fernando Sánchez Pintado


Comentario de José Lázaro

La lectura del brillante artículo sobre las fake news y la postverdad (diga lo que diga la Academia, me resisto a quitarle la t a post-) escrito por Antonio Muñoz Vico produce una cierta inquietud relacionada con la ausencia de cuestionamiento acerca del origen, el sentido y la pertinencia de esos términos.

No tengo nada que objetar a las reflexiones de Muñoz Vico y comparto plenamente sus conclusiones. Pero pienso que para tratar este tema es necesario un comentario previo de los términos que se usan, entre otras razones porque es difícil dar una batalla si empezamos por aceptar sin crítica las bombas-trampa con que nos obsequia el enemigo.

La costumbre de aceptar acríticamente neologismos ingleses e incrustarlos sin más en la lengua castellana es una muestra de pereza y esnobismo tan generalizados que casi todos la seguimos, a veces sin darnos cuenta, y casi nunca la criticamos. Pero en casos como este sirve además para enturbiar el sentido de los términos en juego, como si el trapacero que los acuñó les hubiese dado además un significado nuevo. No es, en absoluto, el caso de fake news, término inglés cuyo sentido es transparente y no es difícil traducir al español: noticias falsas, mentiras publicadas.

La misma trampa es fácil de descubrir en los otros términos de que se trata, incluso aunque estos hayan sido traducidos: la desvergonzada expresión “hechos alternativos”  no es más que un eufemismo para referirse a falsedades, hecho que ni siquiera Trump y  sus secuaces se molestan en ocultar. Como buenos partidarios del pensamiento mágico, ellos están convencidos de que basta con cambiar las palabras para que cambie la realidad a la que aluden: “Nosotros no mentimos, enunciamos hechos alternativos”. La misma estrategia del Presidente de Gobierno aquel que para suprimir una incipiente crisis económica decidió bautizarla como “desaceleración acelerada del crecimiento económico”. O aquel otro que cuando pillan a su querido amigo con las manos en la masa, olvida de repente su nombre y apellido para referirse en público a él como “esa persona que usted menciona”. Si no se nombra, no existe: gran sabiduría política heredada, como es sabido, de los avestruces.

El caso de la postverdad añade un elemento más a la cuestión. Su significado es claro: se trata, sencillamente, de lo que toda la vida se ha llamado la mentira. Pero es cierto que se trata de un tipo determinado de mentira, cuyo sentido específico recoge muy bien el diccionario de la RAE que, después de extirparle la t sin anestesia, la define así:

posverdad (De pos- y verdad, trad. del ingl. post-truth). 1. f. Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Los demagogos son maestros de la posverdad.

Hay personas que desdeñan este tipo de cuestiones con la frase despectiva: “Eso son solo cuestiones semánticas”. Ignoran la trascendencia de las cuestiones semánticas. Ignoran que el pensamiento certero consiste muchas veces en hacer precisiones semánticas adecuadas. Pero, pese a su ignorancia, o precisamente por ella, no suelen equivocarse al elegir entre términos como “España” o “Estado español”, “violencia de género” o “violencia de pareja”, “Euskadi” o “País Vascos”, “presos políticos” o “políticos presos”, “presidiarios” o “delincuentes encarcelados”… Las palabras son armas muy potentes y no es buena estrategia de combate aceptar sin más las armas que nos ofrece amablemente el enemigo. Porque, como solía decir Javier Pradera, tampoco es verdad que las palabras no matan: basta con pensar en las palabras: “Preparen, apunten, ¡fuego!”.

José Lázaro


Globos sobre el Atlántico o cómo defender Europa en tiempos de posverdad, por Antonio Muñoz Vico

 Aprendí también a elaborar historias que, aunque falsas, resultasen verosímiles. Me convertí en un maestro de la fabulación. Acabé creyéndome mis propias mentiras. Me acostumbré a que no hubiese más verdad que la mía, la que alumbraba con mis palabras. […] La verdad pura y simple brillaba por su ausencia. Todo era un conjunto de mistificaciones.

José Luis CanchoLos refugios de la memoria.

Atravesar el Atlántico en globo no es sólo una gesta admirable, sino también una de las grandes mentiras del siglo XIX. El autor del embuste, Edgar Allan Poe, es uno de tantos escritores que, en ausencia de leyes que protegieran eficazmente sus derechos, se vio obligado a ejercer de gacetillero y hasta a imaginar y divulgar bulos en periódicos sensacionalistas para vivir de la pluma. El Atlántico no se cruzaría en globo hasta 1978, pero a Poe no le tembló el pulso al asegurar en una crónica de 1844 que unos aventureros habían sobrevolado el océano a bordo del dirigible “Victoria”. Los lectores del New York Sun asumieron la noticia con entusiasmo y credulidad: si los franceses habían realizado el primer viaje en globo en 1783 –cuando un gallo, una oveja y un pato se elevaron sobre Versalles para asombro de María Antonieta–, ¿por qué dudar de la noticia publicada por el diario neoyorquino? El escritor confesaría su pecado años más tarde en “El camelo del globo”.

¿Fue Edgar Allan Poe el inventor de las fake news? Las mentiras con trazas de verosimilitud se conocen hoy como noticias falsas y se han convertido en uno de los fenómenos del siglo. Divulgar bulos para confundir y desestabilizar al poder es algo que ha ocurrido siempre. Lo que nos inquieta ahora es la facilidad con que las falacias se propagan en la Red y seducen a millones de personas. Ningún titular es tan sugestivo como el que nos dice exactamente lo que queremos oír; ninguna noticia es tan dañina como la que desdibuja la frontera entre las causas nobles y las más burdas; ninguna tan peligrosa como la que emborrona y socava la credibilidad de la democracia (de sus procesos electorales, de sus valores y sus instituciones) apelando a las emociones y despreciando el valor de los hechos. Las redes sociales se han convertido en el medio más común para la difusión de noticias falsas, pero quienes las conciben son personas de carne y hueso que persiguen objetivos premeditados. Y lo hacen a través de algoritmos que repiten sin descanso la consigna marcada: la condición de forastero de Barack Obama, la homosexualidad de Emmanuel Macron o el oscurantismo de la democracia española frente al desafío catalán al imperio de la ley. Poco importa el pretexto si puede servir para cambiar el signo de unas elecciones o brindarnos la llave del poder.

El lenguaje no es inocente: los asesores del presidente Trump acuñaron la expresión “hechos alternativos” para dotar de legitimidad semántica a la mentira. La Rusia de Putin promueve la confusión masiva en las redes, pero se escuda en el término “fake news” para desacreditar a quienes denuncian sus métodos. Ahora, un grupo de expertos auspiciado por la Comisión Europea (el “High Level Expert Group on Fake News” o HLEG) aboga por hablar de “desinformación” en detrimento del escurridizo fake news. La desinformación abarcaría cualquier tipo de información falsa, imprecisa o engañosa dirigida a causar un daño a la colectividad o a generar réditos económicos. El informe del comité de expertos esboza las líneas maestras sobre las que la UE hará frente al fenómeno de la desinformación. Pero, ¿debe Europa legislar para frenar el avance de la posverdad? Y si ese fuera el caso, ¿cómo hacerlo sin afectar a los derechos y libertades que nos definen como europeos: la libertad de expresión, el derecho a la información o la libertad de prensa? La respuesta no es fácil ni unívoca. El grupo HLEG desaconseja legislar en el corto plazo y opta por fomentar un marco de autorregulación acordado entre los principales interesados: las plataformas de internet, los medios de comunicación, la industria de la publicidad y los fact-checkers (periodistas u organizaciones sin ánimo de lucro encargados de contrastar noticias dudosas).

El pasado 26 de abril, la Comisión Europea recogió el testigo del HLEG y anunció medidas inminentes. La Comisión da a las plataformas hasta octubre de 2018 para poner en marcha un código de buenas prácticas que persiga, entre otros, los siguientes objetivos: 1) la identificación de las noticias publicadas a cambio de un precio —con especial énfasis en la propaganda política— y la restricción de la publicidad como vía de financiación para quienes difunden campañas de desinformación; 2) una mayor transparencia de los algoritmos que permita a terceros independientes comprobar que no responden a sesgos ideológicos; 3) el cierre de perfiles falsos y la persecución de los denominados bots: algoritmos robotizados que ayudan a posicionar determinadas noticias sobre otras; 4) las plataformas deberán también sugerir a sus usuarios fuentes de información que ofrezcan puntos de vista diversos a fin de mitigar el sectarismo. Se trata, en suma, de rastrear y controlar el origen de la desinformación, sus vías de financiación y los protocolos seguidos para su difusión.

La Comisión promoverá, además, una red europea de verificadores de hechos que facilite el intercambio de experiencias nacionales, programas educativos dirigidos a cultivar el espíritu crítico en las redes (anunciándose una “semana europea de la alfabetización mediática”) y medidas de  apoyo a los Estados Miembros para fortalecer sus procesos electorales frente a unos ciberataques cada vez más sofisticados. Todo ello en el marco de una estrategia coordinada entre la Unión y los gobiernos de los 28 para rebatir falsas narrativas sobre Europa y proteger el ecosistema europeo de medios de prensa (ese “periodismo despierto capaz de dirigir el interés de las mayorías hacia temas relevantes para la formación de la opinión política”, al que apelaba Jürgen Habermas en una entrevista reciente concedida a un medio español).

Europa se posiciona así frente a las fake news y se da de margen hasta diciembre de 2018 para decidir si la autorregulación es suficiente. Entretanto, la contienda contra la desinformación debe librarse también desde la sociedad civil: es nuestra responsabilidad como ciudadanos ejercer la libertad de expresión con audacia para contrarrestar el poder expansivo de la mentira —tantas veces prestigiado por modas o corrientes de opinión—, y abordar con escepticismo los juicios sumarísimos a la democracia representativa. Porque, como advirtió Edgar Allan Poe, la manipulación de la realidad para halagar al público o reforzar sus prejuicios resulta mucho más eficaz que informar con rigor sobre una actualidad a menudo compleja y vidriosa. Bajo ese prisma, la lucha contra la posverdad es sólo un flanco más en la batalla cotidiana por la democracia en Europa. Decía Ovidio que la ley está para que el poderoso no lo pueda todo. Veintiún siglos después de Ovidio, casi dos después de Poe y tras dos guerras mundiales, los europeos hemos aprendido que más allá de la ley y de la democracia sólo hay una certeza posible: la verdad deshonrosa de los totalitarismos. A todos nos concierne evitar que la historia se repita.

Antonio Muñoz Vico

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