La conjura de los pedagogos

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La conjura de los ignorantes por Ricardo Moreno Castillo

Autopresentación del libro: La conjura de los ignorantes. De cómo los pedagogos han destruido la enseñanza.

Este libro, en la misma línea que otros dos libros míos, Panfleto antipedagógico y De la buena y la mala educación, pretende denunciar la nefasta situación de la educación en España. Pero en La conjura de los ignorantes me centro en un punto muy concreto: la responsabilidad que en esta situación tienen unos autodenominados “expertos”, por otro nombre pedagogos, que mediante una jerga entre vacía y delirante, han vaciado la enseñanza. Han inventado una ciencia que no es tal pero que ha contribuido decisivamente a degradar la educación hasta dejarla en el lamentable estado actual. Las razones en las cuales me baso para negar el carácter científico de la pedagogía son cuatro:

La primera, la afición que tienen sus defensores de argumentar ad hominen contra el discrepante. La idea de que la pedagogía es un lenguaje carente de contenido la he defendido en varias ocasiones. Esta defensa me ha valido muy demoledoras críticas, pero las más de las veces no sustentadas en argumentos racionales, sino en juicios de valor hacia mi persona. Me han llamado, entre otras muchas cosas, frustrado, nostálgico y reaccionario. No acostumbro a defenderme de ese tipo de ataques, pero sí señalaré que el argumento ad hominen contra quien disiente por parte de los partidarios de la pedagogía ya denuncia a ésta como falsa ciencia.

La segunda razón es la resistencia de los pedagogos a cotejar los hechos con la realidad, como exige el método científico. Algunos defensores de la reforma, que reconocen que ésta no ha tenido el éxito esperado, achacan muchas veces este fracaso a que los profesores no nos hemos sabido adaptar, que no hemos asumido la filosofía de la LOGSE, en definitiva, que no hemos cambiado de mentalidad. Esto, en parte, enlaza con el primer punto, el argumento ad hominen, pero lo que interesa señalar ahora es otra cosa: si el éxito de un experimento depende de la mentalidad de quienes lo llevan a cabo, ese experimento es invulnerable a la crítica científica. Precisamente esas llamadas al cambio de mentalidad denuncian a la pedagogía como una falsa ciencia. Yo puedo escuchar a quien argumenta contra mis ideas, y si sus razones me convencen, cambio mis ideas. Pero ¿qué quiere decir eso de cambiar de mentalidad?

La tercera razón es la afición a crear neologismos. Es muy frecuente en las pseudociencias (y esto las distingue muy bien de las ciencias) la obsesión de multiplicar las palabras, inventar nuevos nombres para las cosas que ya tenían uno. Decía Guillermo de Occam, el de la famosa navaja, que no hay que multiplicar los entes sin necesidad. Tampoco hay que multiplicar las palabras sin necesidad, por lo menos cuando se pretende fabricar un discurso racional que sea entendible por todos. Otra cosa es cuando se trata del lenguaje literario. Ahora en pedagogía se habla de sistemas conceptuales, objetivos procedimentales y actitudinales, primer y segundo nivel de concreción, acción tutorial, adaptación curricular, diseño curricular en espiral, aprendizaje significativo, conflictos cognitivos, diseño curricular base, diversificación curricular, estrategias didácticas expositivas, evaluación diagnóstica, globalización, materias curriculares, objetivos transversales, necesidades educativas especiales, objetivos didácticos, de área, plan de acción tutorial, preconceptos, proyecto curricular de centro, unidades didácticas, competencias básicas, planes estratégicos, segmento de ocio…, y un largo etcétera. Alguien me podría argumentar que toda disciplina tiene un vocabulario específico, sobre todo para nombrar objetos y conceptos que solo manejan los especialistas. Pero las cosas no siempre son así. Cuando una ciencia toma un concepto de otra ciencia o del mundo corriente, no tiene necesidad de cambiarle el nombre. La biología usa conceptos que proceden de la química, la química toma prestadas ideas de la física, y no se preocupan de darle un nuevo nombre para fabricarse un vocabulario propio que haga la disciplina lo más inaccesible que se pueda a los profanos. Cuando un químico habla de la energía interna de un compuesto, toma prestado el término “energía”, que procede de la física, y no se preocupa de llamarlo de otra manera. Lo mismo sucede cuando usa la palabra “velocidad”, que proviene de la cinemática, para hablar de la velocidad de reacción.

     Y el cuarto punto es el de las patochadas y estupideces que dicen los pedagogos. Estupideces que pueden parecer, a quien no esté muy sobre aviso, ideas progresistas, pero que en realidad sirven para ocultar la carencia de un discurso racional. A desarrollar este cuarto punto está dedicado La conjura de los ignorantes, ofreciendo una amplia antología de desvaríos suscritos por muy eminentes pedagogos. Y entiendo por pedagogos, no solo los profesionales de la pedagogía, sino todos aquellos que se han dejado abducir por la jerga pedagógica, sean sociólogos de la educación, psicólogos evolutivos o profesores de instituto. Estos últimos, los profesores de instituto captados por la Secta, son muy entusiastas de la reforma, pero también los primeros voluntarios cuando se trata de abandonar el aula y entrar en la administración en calidad de expertos, consejeros o asesores. De este modo, no tienen que soportar las consecuencias de la aplicación práctica de las teorías que ellos mismos defienden. El procedimiento que utilizo para demostrar la estulticia del discurso de los pedagogos es muy simple: exhibir los textos de los mismos pedagogos e intentar demostrar, a veces glosándolos palabra por palabra, lo absurdo y delirante de sus propuestas.

Y para terminar, un aviso muy importante: este libro podría parecer un libro de risa, porque los textos en él recogidos son tan extravagantes y disparatados que parecen parodias de sí mismos, tanto más extravagantes y disparatados cuanto quienes los suscriben se expresan con el tono solemne de quien cree estar diciendo verdades muy profundas. Pero aunque pueda hacer reír, no es un libro de risa. Porque esas tonterías están haciendo muchísimo daño a la educación en España, y también en otros países, donde también se están empezando a escuchar voces de alarma. Porque quienes las sostienen poseen cada vez más poder y no cejarán hasta haberse cargado lo poco que queda de la enseñanza en nuestro país. Porque estamos ante la conjura de los ignorantes.

Ricardo Moreno Castillo


Prólogo de La conjura de los ignorantes por Arcadi Espada

La palabra revelada

A Ricardo Moreno le han escrito un libro devastador. Comprendo que la frase pueda resultar equívoca, y hasta peligrosa, teniendo en cuenta que La conjura de los ignorantes es un libro que se figura escrito por Ricardo Moreno. Pero todo obedece a la habilidad de su autor, que es un autor verdadero, sin negros o sin blancos, que no sé ahora lo que será correcto para nombrar a aquellos que escriben sin firma y sin gloria.

El autor se propuso hacer un libro, un nuevo libro, contra la nueva pedagogía. Y acabó por darle la palabra a la nueva pedagogía. De esta manera, y a partir de fragmentos de libros, artículos, actas de congreso y otros materiales, ha compuesto una antología delirante que explica buena parte de las razones que han convertido la educación en el primer problema de España.

El método me recuerda mucho a Karl Kraus. El vienés adoptado, aquel inmenso corrector que no se arredró ante la Biblia («En el principio fue la Prensa»), escribió muchas páginas de su revista Die Fackel, una revista unipersonal que hoy diríamos un blog, limitándose a la transcripción de fragmentos de artículos periodísticos, con especial afición a lo que llamó, ¡y fue el primero!, la prensa socialdemócrata. Esas palabras desnudas, arrancadas de su marco  textual y gráfico, revelaban mediante la drástica operación de desacoplamiento su mentira esencial.

Algo similar sucede con la gran mayoría de documentos que Moreno ha elegido para pautar su radical crítica a la pedagogía dominante: desprovistos de su pompa subvencionada, de la ceremonia, incluso social, que protege su vacuidad, las palabras desfilan una a una, y los educandos con ellas, hacia el abismo. Comprendo que el autor, a pesar de todo, no haya podido resistir el vicio impuro de la glosa. En los comentarios que añade a los textos hay conocimiento de la materia, ironía, y hasta una civilizadísima resignación para un profesor que ha debido de sufrir tanto. No eran imprescindibles, dada la extrema calidad del material antologado. Pero ya digo que lo comprendo: no se le puede pedir a un delantero rompedor que se resista una y otra vez al remate a puerta vacía.

La autoridad, el mérito, la cuantificación, el sentimentalismo, la creatividad, la diversidad, el esfuerzo y el éxito son algunos de los temas que ordenan la letal antología. Pero, de un modo u otro, todos ellos acaban enroscándose en torno a la responsabilidad, que es la víctima fundamental de la nueva pedagogía. Cuando se habla de responsabilidad automáticamente se piensa en la del educando. Y no hay duda de que la nueva pedagogía facilita su destrucción. Sin embargo, mucho menos se subraya la irresponsabilidad que el plan pedagógico otorga al educador, y que tan fácil le hace la vida consciente. No he logrado nunca imaginarme a uno de esos funcionarios, expertos en la gestión de ludotecas, volviendo a casa como los viejos maestros; o, al menos, seamos justos, como yo imagino que volvían: agobiados por los problemas de los alumnos y rumiando su solución más allá de las paredes de la escuela. La nueva pedagogía propone una briosa superación del conflicto, sea el de la ignorancia o el de la conducta asocial, que es la de no reconocer la existencia del conflicto.

Al acabar la lectura de este libro, por lo demás tan divertido, tan malignamente divertido, como lo son los efectos de los resbalones o la actividad generalizada de los merluzos, se tiene la sensación de haber descubierto la piedra filosofal de algunas postraciones españolas, que se reflejan en la política y en la calidad del debate público. España es hoy un lugar (dios me libre de llamarle nación y aún menos Estado) atravesado de punta a cabo por el bullshit, esa palabra inglesa que puede significar muchas cosas dentro del ámbito de la chorrada, pero que a mí me gusta llamar caca de la vaca, en la traducción afortunada del periodista Santiago González. Este prólogo, en razón de su género escueto, debe abstenerse de desarrollar la fecunda relación entre las mentiras pedagógicas y las mentiras políticas. Pero no renunciará, en su empeñada invitación a los lectores, a que tengan en cuenta que a partir de la página siguiente van a tener el placer y el temblor de encararse con el bullshit originario.

Barcelona, enero de 2016

Arcadi Espada


Fragmentos del libro

LOS ALUMNOS TIENEN DERECHO AL ÉXITO

(¿Y A QUIÉN SE LO VAN A RECLAMAR?)

Los alumnos y alumnas tienen derecho a la educación. Y también tienen derecho al éxito en la educación. El llamado fracaso escolar es el fracaso del sistema, no sólo del alumnado. Por eso me parece un desacierto cargar la responsabilidad en la actitud y capacidad de los niños y las niñas, como si sólo de su esfuerzo dependiese la solución. Sería tan injusto como atribuir el fracaso de la sanidad al hecho de que los organismos de los pacientes son muy frágiles y no resisten los tratamientos prescritos por los profesionales.

Miguel Ángel Santos Guerra, catedrático de didáctica y organización escolar de la Universidad de Málaga (publicado en Trabajadores de la enseñanza).

Comentario de Ricardo Moreno:

Hablar del derecho a la educación, y a una educación de calidad, es correcto, porque un derecho es algo que se le exige a alguien, a la sociedad, al poder político, a nuestros semejantes. Pero reivindicar el derecho al éxito es como reivindicar el derecho a tener amigos. ¿A quién se lo voy a exigir? Es cierto que la cantera de donde salen más amigos suele ser el centro escolar, y la existencia de un centro escolar donde los chicos puedan ir, no solo a aprender, sino también a hacer amigos, sí que es algo exigible como un derecho. Ahora bien, si un estudiante es antipático, dice groserías, se niega a pasar los apuntes de clase a un compañero que ha estado enfermo, pues no tendrá amigos, y no tiene derecho a protestar ante ningún organismo. No, ganar amigos es algo que tiene que conseguir cada uno, limando las asperezas de su carácter, tragándose las impertinencias que se le ocurran aunque puedan venir muy a cuento, y prestando ayuda a quien la necesita. Del mismo modo, un chico en edad escolar tiene derecho a una educación de calidad. Esto significa el derecho a tener buenos profesores, y también la posibilidad para encauzar sus quejas si no se siente bien atendido por ellos. Significa también recibir clases complementarias si por cualquier circunstancia le cuesta particularmente una cierta asignatura, y significa acceder fácilmente al centro escolar caso que sea minusválido. También es exigible que el centro ofrezca lugares donde estudiar para aquellos que no lo puedan hacer en su casa, sea porque en ésta haya mal ambiente o sea porque viven en una calle muy ruidosa. Pero todo esto no es más que el acceso a la educación, acceso a las herramientas que el alumno necesita para su educación. El paso siguiente hacia el éxito escolar consiste en que el alumno aproveche esas herramientas que se ponen a su disposición, pero eso ya es cosa suya. Es más, por muy bueno que sea el sistema educativo, más de la mitad del camino hacia el éxito depende del esfuerzo del alumno. He visto a muchos estudiantes salir adelante poniendo empeño para paliar las deficiencias de un sistema que dejaba mucho que desear, y no he conocido a ninguno que salga adelante sin poner de su parte, por mucha ayuda y profesores de apoyo que pueda tener. Hay un precioso texto de Barack Obama, procedente de una alocución impartida en la escuela secundaria Wakefield, en Arlington, en el cual insiste mucho en que un estudiante nunca debe escudarse en sus circunstancias sociales o en las limitaciones de la escuela para justificar su propia desidia:

“Quizás no tenéis adultos en vuestra vida que os den el apoyo que necesitáis. Quizás alguien en vuestra familia ha perdido su trabajo, y no hay suficiente dinero. Quizás vivís en un vecindario donde no os sentís seguros, o tenéis amigos que os presionan para desviaros del buen camino. Pero al final, las circunstancias de vuestra vida no son una excusa para descuidar vuestros deberes escolares o tener una mala actitud. No es excusa para ser groseros con vuestro profesor, hacer novillos, o abandonar la escuela. No es excusa para no intentarlo.”

Reivindicar el acceso a la educación es pues legítimo, porque nadie se educa solo. Reivindicar el derecho al éxito es un disparate, porque nadie se educa sin poner mucho de su parte. Pero no solo es un delirio, es también una manera de crear alumnos irresponsables, en el sentido de que no tienen que responder, porque la culpas siempre es del sistema, que no les motiva, que no invierte lo suficiente, que no pone profesores de apoyo. Todos los españoles mayores de treinta y cinco años se han educado y han salido adelante en una época en la que se invertía menos en educación y con un sistema educativo que distaba mucho de ser perfecto. Y si un estudiante cree que no tiene obligación de poner de su parte hasta que las cosas sean perfectas, no solo no saldrá adelante, sino que será siempre un inmaduro. Estoy de acuerdo en que gran parte del fracaso escolar lo es del sistema porque muchos chicos que quieren aprender no pueden por culpa de quienes boicotean las clases (y en nuestro sistema están más protegidos los que no dejan estudiar a sus compañeros que los que sí quieren aprender). Y porque, muchos de los que superan la etapa obligatoria (que se suponen no entran en las estadísticas del fracaso escolar) ignoran cosas muy elementales, y muchos de los que acaban el bachillerato llegan a la universidad con unas lagunas imperdonables. Que en las facultades de ciencias haya sido necesario implantar un “curso cero” donde se explican cosas que antes sabía un estudiante corriente de catorce o quince años es el fracaso del sistema. Pero quien se empeña en no estudiar, y se planta diciendo que no piensa hacer nada más que pasar el rato hasta alcanzar la edad de trabajar, puede que sea un fracaso del sistema porque éste no le ofrece otras alternativas, pero no puede reclamar a nadie por no haber alcanzado el éxito escolar. En el suplemento de El País del 26 de octubre del año 2008 venía una entrevista con Alexandra Kosteniuk, la llamada “reina del ajedrez”. Entre otras cosas muy sensatas dijo que “El ajedrez enseña que hay una relación directa entre esfuerzo y éxito. Esa es una lección fundamental para la vida”. El profesor Santos Guerra podría aprender mucho de estas palabras tan sabias dichas por una chica que entonces tenía veinticuatro años.

El éxito escolar no puede ser reivindicado como un derecho, igual que no puede ser reivindicado el derecho a la salud. Puedo reivindicar el derecho de asistencia médica, pero una vez consigo este derecho, alcanzaré la salud si hago caso a las recomendaciones de los médicos, si tomo la medicación que me mandan, y si sigo el régimen que me prescriben. Quiero afinar un poco esto porque la comparación de la educación con la medicina que acabo de hacer, y que también se hace en el texto, se presta también a ciertas falacias. Se oye mucho decir que el que los profesores se quejen de los malos estudiantes es tan absurdo como si los médicos se quejasen de que sus pacientes estén enfermos. No, las cosas no son así. Un alumno es alguien que tiene una falta de conocimientos para paliar la cual necesita al profesor. Un paciente es alguien que tiene una falta de salud para paliar la cual necesita al médico. Quejarme de que mis alumnos no saben sería tan tonto como que un médico se queje de la mala salud de sus pacientes. Si los alumnos supiesen mucho, la figura del profesor sería superflua. Pero un médico sí que tiene razones para quejarse de sus enfermos si no siguen sus indicaciones. Si el paciente no sigue el tratamiento, es imposible saber si le va bien o mal, si hay que cambiárselo o no, si se le ha de aumentar la dosis o disminuirla. Y si el paciente está hospitalizado, y no solo no pone de su parte para curarse sino que también se dedica a hacer ruidos y molestar a los demás, el médico tiene sobradas razones para estar descontento con su enfermo. No porque esté enfermo, sino porque no hace lo que debe para dejar de estarlo, además de dificultar la curación de los demás, que necesitan sosiego y reposo. Hay malos enfermos y buenos enfermos, igual que hay buenos estudiantes y malos estudiantes. El buen estudiante no es quien sabe mucho, sino el que quiere salir de su ignorancia, igual que el buen enfermo es el que quiere salir de su enfermedad. Un chico que no estudia ni pone de su parte es un mal estudiante, así tenga la inteligencia de Aristóteles, y uno que sí estudia y pone de su parte es un buen estudiante, así sea un zoquete y le cueste muchísimo aprender. Ambos le llegan al profesor siendo unos ignorantes (de lo contrario no necesitarían al profesor) pero uno no quiere poner empeño en dejar de serlo y el otro sí. Por eso no se debe comparar al buen estudiante con la persona sana, sino con el buen enfermo. Y que un profesor quiera trabajar con buenos estudiantes es absolutamente legítimo, y esto no significa decir que no quiera trabajar con estudiantes con dificultades, sino que no le gusta hacerlo con quienes no les interesa aprender porque sabe que su esfuerzo es inútil. Y a nadie le estimula hacer esfuerzos inútiles. Y mucho menos intentar enseñar en unas circunstancias en las que los malos alumnos no dejan aprender a los buenos.

EL NIÑO NO TIENE LA CULPA

(¡SOLO FALTARÍA!)

Pero no es correcto hablar de niños con fracaso escolar. Lo único real es que hay niños con dificultades, las cuales pueden ser muy variadas. El fracaso escolar se produce cuando algo falla en algún punto del sistema educativo, y el niño con dificultades no es ayudado para superarlas. La culpa no es del niño. El niño es el eslabón más débil de la cadena. Primero porque es niño. Segundo porque ya hemos quedado en que es un niño que tiene dificultades. Tercero porque el niño no es un técnico ni en pedagogía, ni en psicología, ni es maestro, ni ninguno de los profesionales que, se supone, son quienes trabajan para enseñarle y conducir sus aprendizajes.

Mónica Panting, psicopedagoga hispanoamericana (de “Causas del fracaso escolar”).

Comentario de Ricardo Moreno:

La frase nuclear de este texto es, a mi juicio, “la culpa no es del niño”. Mucho cuidado con los educadores para quienes el niño siempre es víctima de las circunstancias. Porque los educadores que consideran que los niños son siempre víctimas no están creando personas responsables, ni por lo tanto personas libres. Claro que el niño necesita la ayuda de los adultos, igual que un enfermo necesita la del médico, pero el enfermo que no obedece al médico no puede cuestionar el sistema sanitario, ni considerarse una víctima. Decir de un niño que tiene dificultades no es decir nada, porque nadie carece de ellas. No se aprende nada si no se adquieren unos hábitos de trabajo y una capacidad de prestar atención que no son naturales en el ser humano, y que en consecuencia no se pueden adquirir sin hacer ciertos esfuerzos ni superar algunas dificultades. Eximir de responsabilidades a un niño porque “no es un técnico ni en pedagogía, ni en psicología” es tan absurdo como si a un niño que está siempre comiendo dulces y no se lava los dientes se le exime de responsabilidad de su mala salud dental “porque no es un odontólogo ni un técnico en higiene bucal”. No hace falta ser médico para comprender la necesidad de ciertos hábitos de higiene, como no hace falta ser profesor para comprender que en clase se han de mantener unos modales y que todos los días se han de hacer los deberes escolares. Es cierto que un niño puede no estudiar debido a que una cierta patología se lo impide. Las patologías existen, y deben ser tratadas. Por mucha fuerza de voluntad que se ponga, es imposible estudiar cuando te duelen las muelas o cuando tienes una depresión de caballo, pero es importantísimo distinguir los defectos de las patologías. En primer lugar porque, como se ha dicho antes, si a un niño no le acostumbran a reflexionar sobre los defectos que sí está en su mano superar, porque “el niño no tiene la culpa”, nunca se convertirá en una persona responsable. En segundo lugar, porque quien es tratado de una patología que no tiene es muy posible que acabe teniéndola, igual que el hipocondríaco que está tomando medicinas que no necesita puede terminar enfermo de verdad. Hoy existe un exceso de psicologismo, en parte por dar sentido a la multitud de expertos, orientadores, pedagogos y psicólogos que pululan en muy excesivo número por las consejerías de educación, escuelas e institutos, y en parte por esta corriente que pasa por progresista, pero que en mi opinión es absolutamente reaccionaria, que tan bien se transparenta en el texto anterior: “el niño no tiene la culpa”. Esta falacia pedagógica ya ha sido muy bien criticada por Adolf Tobeña (catedrático de Psicología Médica y Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Barcelona) en una entrevista publicada en el blog Tercera cultura:

“Lo que ocurre con los pedagogos es que desde hace 50 años viven desenfocados. Se han inventado una burbuja, se han colocado dentro y están haciendo un daño terrible al conjunto de la sociedad. Porque han tenido éxito. Predicar la bondad universal es una cosa muy agradable y todos se quedan satisfechos. Lo que tira es la bondad, y la maldad viene siempre de fuera. Ellos viven en esta burbuja y han hecho daño a los padres -que han acabado confundidos- y han hecho daño a los burócratas, que son los que han de regular las políticas educativas. Se trata de una epidemia, y ya pasará.

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En la pedagogía, los sacerdotes de este error doctrinal han acumulado poder y están colocados en las posiciones de comandancia y a los que vayan con otro discurso se les castiga. Los funcionarios obedecen aunque no estén de acuerdo. Si los que mandan piensan así y es lo que toca decir, pues obedecen, aunque después en las salas de profesores luego digan lo contrario”.

Ha habido casos de agresiones en los cuales se ha tratado con tantos miramientos al alumno agresor que el agredido ha tenido que cambiar de centro. Quien agrede a un semejante es una mala persona, y ser mala persona no es una enfermedad. El agresor podrá ser un inmaduro, pero no actúa movido por impulsos absolutamente incontrolables. Sabe que está haciendo mal. Prueba de ello es que nunca se ha dado el caso de un alumno que vuelve a casa todos los días lleno de magulladuras porque se mete con quienes son más fuertes que él. No, frente a los más fuertes recupera la cordura y controla sus impulsos agresivos con una gallardía ejemplar. Y es mucho más digno, y mucho más educativo, ser sancionado por portarse como una mala persona que ser tratado como un pobre tonto que no sabe lo que hace y que, en consecuencia, “nunca tiene la culpa”.


Comentario de Cecilio de Oriol

12 de abril de 2016

No voy caer en la tentación (ya estulta a fuer de repetida) de mencionar al rey, a su presuntuosa desnudez y al niño inocente que dice lo que nadie se atreve a decir. Pero les confieso que leyendo a Ricardo Moreno esa tentación es fuerte, muy fuerte. Moreno es el ejemplo mas acabado de espectador inteligente que no puede callar ante la idiotez seguidista en la que ve sumidos a los demás, que se apresuran a decir lo que no piensan y a aseverar lo que no ven.

Por que, en este y en sus anteriores libros, Moreno Castillo ha dicho clara y repetidamente lo que todo el mundo percibe y nadie se atreve a mencionar. Que la llamada “pedagogía” se ha convertido en terreno de arribistas, de ideólogos de tres al cuarto, de pseudofilósofos y ahora recientemente (¡tiemblo por lo que se nos viene encima!) de aficionados a leer las solapillas de los libros de divulgación sobre los hallazgos de la neurociencia. A todos les acompaña una idea sobrevalorada de su importancia y una rotundidad en sus afirmaciones que roza el ridículo. Moreno hace que, sin esfuerzo, eso quede claro.

Hay una observación, atinada y precisa, del autor al resumir su propia obra. Menciona la rapidez con la que estos administradores de la verdad pasan de ejercerla a establecerla, de dar trigo (si alguna vez lo dieron) a predicar. Y este dato puede ser importante para explicar muchas cosas.

A Ricardo Moreno (persona que no conozco, pero autor al que sí he leído y con íntima satisfacción) solo le haría una amistosa observación. En el mundo y en la historia ha habido (y hay) teóricos de la educación y pensadores en los que se pueden encontrar observaciones inteligentes y provechosas. No es por tanto la pedagogía, sino su versión cutre e ignara, poblada de tosca ingeniería social entreverada de ideología y ayuna de sentido común, lo que ha de suscitar nuestro miedo y nuestra indignación.

Seria una temeridad por mi parte sugerirle que el libro debería tener una adenda en el subtitulo: donde dice “De como los pedagogos han destruido la enseñanza” quizá debería precisar “De como (entre otros) los pedagogos españoles han destruido la enseñanza”.

Pero esto, quizá lo haría excesivamente largo.


Contestación de Ricardo Moreno

Ricardo Moreno Castillo

Hablando de enseñanza, sea la de las matemáticas, las lenguas clásicas, la literatura y la filosofía se han dicho muchas tonterías. Tontos los hay en todos los gremios, cofradías, profesiones, y partidos políticos. Y como los tontos, por su propia definición, carecen de inteligencia para examinar si una idea es buena o mala, se apuntan a la más reciente, la que está de moda, a la políticamente correcta. Lo antiguo es por cuestión de principio lo obsoleto, lo arcaico y lo reaccionario. De este modo, identificando sin más lo bueno con lo nuevo y lo malo con lo antiguo, se ahorra el tonto el difícil trámite de pensar, que como todo el mundo sabe, produce muchas jaquecas. Por poner un ejemplo, cuando se planteó la necesidad de volver a los dictados, una tal Carmen Rodríguez, catedrática de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Málaga dijo que eso era “volver hacia atrás”. No se le ocurrió aportar razones sobre si los dictados eran o no eran útiles, no, eran antiguos y eso los descalificaba sin remisión. Si así discurren los catedráticos de las facultades de educación, cómo lo harán los becarios.

No todo lo nuevo es bueno

Demostrar esto es fácil, porque abundan los ejemplos. El nazismo, sin ir más lejos, fue en su momento una novedad que encandiló a millares de jóvenes que desfilaban hacia el futuro con mucha marcialidad y despreciaban a aquellos de sus mayores que reivindicaban las democracias caducas y obsoletas. El tiempo demostró que la novedad era letal, que los viejos que reivindicaban la democracia burguesa estaban en lo cierto, y hubo que volver atrás. Vale lo mismo para el comunismo y para tantas ideologías delirantes que a tantos y tantos hicieron soñar a lo largo de todo el siglo XX, y que tantos y tantos males trajeron. Son ejemplos extremos, porque descubrir que eran fatales costó unos pocos de millones de muertos, pero ya que no los podemos resucitar, aprendamos la lección y desconfiemos de las novedades que se apartan de lo que la experiencia ha demostrado que funciona. Los cambios en la educación habidos en España durante los últimos cincuenta años no han provocado muertos, cierto, pero sí una catástrofe que se hubiera evitado examinando las cosas atendiendo a la sensatez y no a la novedad. En este punto, me parece, no hace falta demorarse más.

Cecilio de Oriol


Comentario de Ricardo Moreno

Hay cosas que ya no admiten mejora

En los congresos de educación se escuchan frases muy redondas y solemnes que antes arrancan un fervoroso aplauso que una sosegada reflexión. El decir: “¡No podemos enseñar como hace cien años!”, tiene el éxito asegurado. Pero respiremos hondo y contemos hasta diez. ¿Y por qué no? ¿No hacemos el amor como hace un millón de años? Si algo funciona ¿por qué cambiarlo? Y aquello que se descalifica sin más como “enseñanza tradicional” algo tendrá de bueno cuando de ella proceden todos los artistas, científicos y filósofos que en el mundo han sido.

Vamos a afinar esta idea con algunos ejemplos. Utilizamos un alfabeto latino cuyo remoto origen es fenicio, de casi tres mil años. Los griegos le pusieron las vocales, y desde entonces lo utilizamos con muy pocas variaciones. Después de intentos de escrituras jeroglíficas y silábicas, se llegó a la escritura alfabética, y salvo pequeños retoques para adaptarla a las diferencias fonéticas de diversos idiomas, seguimos con ella. Como ya es insuperable, lo seguimos usando, y no hay nada malo en ello. No tan antiguo, pero con varios cientos de años, es nuestro sistema de numeración. Después de intentar sistemas aditivos, posicionales, de base diez, veinte o sesenta, llegamos al posicional de base diez, y lo que es más importante, con un signo para el cero que no significa simplemente un hueco, sino que funciona como una cifra más. Esto ha sido decisivo y es lo que lo hace insuperable, y a partir de allí ya nadie se ha dedicado a mejorarlo. Y los ordenadores de última generación tienen un teclado con un alfabeto latino, procedente del fenicio y unos números procedentes de la India medieval. ¿Cómo vamos a seguir usando en la era de los ordenadores un alfabeto de raíces fenicias y un sistema de numeración medieval? Pues usándolos, así de fácil. Y no es un contrasentido: si siempre estuviéramos cuestionando lo antiguo por antiguo, siempre estaríamos empezando y el mundo nunca avanzaría.

Voy a poner algunos ejemplos más significativos. Hasta no hace tanto tiempo, no se consideraba que la esclavitud fuera inmoral. Se nacía esclavo o libre igual que se nace feo o guapo. Incluso se hablaba de los deberes del buen amo: el buen amo no debía maltratar a los esclavos, ni usarlos sexualmente, ni hacerlos trabajar en exceso, y tenía la obligación de cuidarlos en la vejez y la enfermedad. Ahora nos parece que no puede haber un buen amo de esclavos, porque nadie puede poseer esclavos. Esto es una conquista definitiva e insuperable: todo hombre nace libre. No vale decir que cualquier saber es provisional, que hay que estar abierto a las novedades, y que a lo mejor con el tiempo los antropólogos descubren una raza de seres humanos a los cuales, por su propio bien, conviene esclavizar. No, a quien predique semejantes novedades no se le ha de prestar ninguna atención.

Otro ejemplo. ¿Qué consejos daríamos a alguien que pregunta cómo hacer para tener amigos? Le diríamos que hay que ser servicial, saber escuchar, ponerse en el lugar del otro, no hablar siempre de uno mismo ni mucho menos contar las propias enfermedades. Los mismos consejos que daría un ateniense a otro ateniense en la Atenas de Pericles. No hay nada nuevo que decir.

Incluso en la medicina, que progresa espectacularmente de día en día, hay resultados definitivos e insuperables, que no los vemos porque nos parecen obvios. ¿Qué pasó cuando apareció el sida? El mundo se llenó de laboratorios que investigaban la enfermedad. ¿Y qué ocurrió cuando se declaró la peste negra? El mundo se llenó de oraciones, procesiones y rogativas. Hoy día ni el creyente más ortodoxo admitiría que un médico le recetara una peregrinación a un cierto santuario y que en el libro de recetas le escribiera las oraciones que habría de rezar delante del santo. Tampoco aquí hay que estar abierto a novedades: no hay que pensar en la posibilidad de que algún día un equipo interdisciplinar de médicos y teólogos descubra unas oraciones curativas. Y esto es otra conclusión definitiva e insuperable: la medicina es cuestión de ciencia, no de religión ni de magia, y tan solo avanza por el estrechísimo carril de la investigación científica rigurosa y contrastada. Y mucha atención, que muchas medicinas alternativas de moda no tienen nada que envidiar a los conjuros de antaño, y captan a incautos más atentos a las novedades delirantes que a las de la ciencia, siempre más pausadas y verificadas.

Lo mismo sucede con la ingeniería. Por mucho que se descubran máquinas más y más eficaces, sabemos que solo podrán transformar energía en trabajo aprovechable, pero no crear energía de la nada. Dicho de otro modo: la máquina del movimiento continuo es imposible. Esto también es una conquista insuperable y definitiva, y quien pretenda hacernos creer que ha fabricado la máquina del movimiento continuo ha de ser tratado con el desdén que merece cualquier charlatán.

¿Y a cuento de qué viene esto? A cuento de que, en mi opinión, la enseñanza ha de ser transmisiva, memorística y repetitiva, y esto es algo también definitivo e insuperable, y todo tipo de enseñanzas alternativas son tan engañosas como tantas y tantas de las terapias alternativas a las que acabo de aludir.

¿Por qué la enseñanza ha de ser transmisiva? Porque, digan lo que digan pedagogos novedosos y delirantes, un estudiante no puede construir su propio conocimiento. El cálculo infinitesimal, por ejemplo, nace en el siglo XVII, pero sus raíces más remotas están en las paradojas de Zenón. Digamos que Newton y Leibniz dan a luz una criatura cuya gestación duró más de dos mil años, durante los cuales muchas de las mejores cabezas de la humanidad reflexionaron sobre las ideas de límite y del infinito. ¿Cómo puede alguien sostener que un adolescente puede descubrir por sí mismo algo que a las mejores cabezas de la humanidad les costó siglos descubrir? El ejemplo es un poco extremo, pero pensemos en el alfabeto o el sistema de numeración aludidos antes, que forman parte de la educación elemental. Son muy antiguos, pero jóvenes en relación a la edad de la humanidad, porque costó siglos de trabajo llegar a ellos, y nadie puede descubrir por sí mismo ninguna de las dos cosas. O al niño se le transmiten conocimientos, o se le condena a la ignorancia.

Vamos con la memoria, tan denostada hoy día. Por cierto, cuando defiendo el papel de la memoria siempre sale un imbécil que pregunta si hay que volver a la aprender la lista de los reyes godos, como si el papel de la memoria en los procesos de aprendizaje tuviera algo que ver con los reyes godos. El aprender es una moneda con dos caras, inteligencia y memoria, y ninguna de ellas puede funcionar sin la otra. Esto ya lo dijo Kant hace bastante tiempo, que los contenidos del conocimiento sin las estructuras del pensamiento son ciegos, pero que las estructuras del pensamiento sin los contenidos del conocimiento están vacías. Si de vez en cuando hiciéramos una pausa en nuestra búsqueda de ideas novedosas e innovadoras y escucháramos la voz de los pocos sabios que en el mundo han sido, las cosas irían mucho mejor. Vamos a explicar esto un poco. La inteligencia es un juego, como el ajedrez, y para jugar al ajedrez son necesarias unas piezas, las cuales se guardan en una caja al acabar la partida. Pues bien, el juego de la inteligencia también necesita unas piezas. Estas piezas se llaman ideas, y mientras no las utilizamos quedan guardadas en una caja llamada memoria. Esta verdad tan elemental, la de que es imposible reflexionar sobre unas ideas cuando se carece de ideas, es tan absolutamente ignorada que mucha gente presume de falta de memoria y nadie de falta de inteligencia (como si una y otra fueran inversamente proporcionales). Y esta ignorancia es una de las razones que nos ha llevado al fiasco de nuestro sistema educativo. Hay una hermosa cita de Borges que apunta en esta dirección:

“De todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”.

 El libro es pues extensión de la memoria, igual que los demás instrumentos creados por el hombre lo son del cuerpo. Si esto es cierto, y los libros prolongan la memoria como el telescopio la vista, entonces no la sustituyen, porque no se puede prolongar un sentido del que se carece. Un libro para un desmemoriado es tan inútil como un telescopio para un ciego. Por otra parte, se consulta lo que se supo y se ha olvidado, o aquello de cuya existencia se tiene noticia, pero no se puede consultar algo si no se sabe ya algo de ese algo. Si un científico no recuerda exactamente una fórmula, sabe dónde encontrarla y la reconoce en cuanto la ve, pero no puede buscar una fórmula cuya existencia ignora. Esto está, además, muy experimentado. Normalmente, cuando se dice a los alumnos que en un examen, de matemáticas por ejemplo, podrán utilizar el libro, los resultados son peores. Y es fácil de entender la razón. Durante el examen hojean distraídamente el libro a ver si encuentran una fórmula en la que encajen los datos del problema, pero como no saben lo que están buscando, sencillamente no lo encuentran. El libro es un apoyo para la memoria, no un sustituto, pero los muchachos, en su ingenuidad, piensan que sí lo es, y cuando saben que podrán consultar el libro ya no estudian la teoría. Pero lo más grave es que esta ingenuidad, perdonable en los estudiantes, está muy extendida entre pedagogos. Ni siquiera un diccionario, el libro de consulta por excelencia, es útil para quien no tiene buena memoria. Dejemos de lado que es imposible manejarlo si no hemos aprendido previamente el orden alfabético. Si después de averiguar el significado de una palabra la olvidamos, esto es, no la incorporamos ya para siempre a nuestro vocabulario, la búsqueda ha sido una pérdida de tiempo. Del mismo modo, se puede entender perfectamente un teorema de física o un conflicto histórico, pero si acto seguido se olvida es como si no se hubiese entendido nunca.

Y por supuesto, la enseñanza ha de ser repetitiva. No se puede llegar a la matemática superior sin haber interiorizado rutinas de cálculo que hay que repetir una y otra vez. Y esto sucede incluso con la enseñanza más artística. Un hermoso poema es tan fresco, tan cómo tiene que ser, que parece que es así porque no podría ser de otra manera, igual que una amapola se desarrolla como amapola. Pero si parece tan fresco y espontáneo es precisamente porque no es ninguna de las dos cosas, sino porque tiene detrás muchas y muchas horas de trabajo. El trabajo del buen poeta es más repetitivo y artesanal de lo que muchos se imaginan. Lo mismo sucede con el teatro. El actor que mejor actúa es quien lo hace con más naturalidad, pero esa naturalidad es producto de mucha reflexión y dedicación. El que actúa con más naturalidad es el menos natural. Cuando vemos una actuación de ballet clásico y a la bailarina dando vueltas con tal agilidad que parece que va creando la música con su movimiento, estamos tentados de pensar: ¡qué ligereza!, ¡qué espontaneidad! Pero no es así. Detrás de esa aparente espontaneidad hay muchas horas de esfuerzo diario y repetitivo durante muchos años. Picasso decía que a los niños les gustaban sus dibujos porque parecían pintados por un niño, pero que antes de llegar a eso había tenido que dedicar muchas y muchas horas copiando capiteles, estatuas griegas y haciendo pintura figurativa. Y cualquier virtuoso de cualquier instrumento musical ha pasado horas y horas haciendo escalas y ejercicios repetitivos. Ya no digamos la creatividad del científico, quien primero ha de estudiar hasta alcanzar la frontera de lo desconocido dentro de su especialidad para, a partir de allí, poder decir cosas nuevas. Hay un precioso libro de Santiago Ramón y Cajal, titulado Los tónicos de la voluntad, dirigido a futuros investigadores, en el que dice algo admirable por su sensatez, y sobre todo por su modestia: “Primero hay que ser buenos obreros, después ya veremos si llegamos a arquitectos”. Porque también la investigación científica tiene una gran dosis de rutina. Si un químico tiene que confirmar o rechazar una hipótesis, tendrá que hacer análisis y repetirlos muchas veces. Y para que esos análisis sean significativos, han de ser hechos con un rigor y precisión que solo habrá logrado después de muchas horas de prácticas muy repetitivas en un laboratorio bajo la dirección de alguien que sepa más que él. Porque la creatividad no solo tiene que ver con el trabajo, sino también con la modestia: hay que dejarse enseñar.

Y todo esto lo vamos a ejemplificar con la medicina. ¿Por qué en las facultades de medicina han mantenido el nivel, a pesar de todos los disparates pedagógicos a la moda? Porque, irremediablemente, la enseñanza de la medicina ha de ser transmisiva, memorística y repetitiva, y ni el pedagogo más descerebrado se atrevería a sostener lo contrario. ¿Cómo podría un estudiante de medicina “construir por sí mismo su conocimiento”? ¿Dándole un enfermo para que lo fuera medicando a su gusto, y así, según mejora o empeora, “construir su conocimiento”? Vamos, ni de broma. ¿Y ya no van a tener los aspirantes a médicos que estudiar anatomía porque está en internet? No, igual que siempre, tendrán que estudiarla y memorizarla, porque sin memoria no hay conocimiento. Y un aspirante a cirujano tiene que ver muchas operaciones antes de coger el bisturí, y cuando al final lo hace, ha de respetar el protocolo que le han enseñado al pie de la letra. ¿Qué diríamos de él si le da por recortar de cualquier manera dando rienda suelta a su creatividad? No, ha de ser repetitivo, y solo después de mucho tiempo de ejercer el arte de la cirugía a lo mejor aporta una novedad. Así pues todo aprendizaje, desde el de la medicina hasta el necesario para tener el carnet de conducir, pasando por el de las matemáticas, la pintura o la música, ha de ser trasmitivo, repetitivo y memorístico, y a mi juicio esto es tan definitivo e insuperable como el de que la esclavitud es injusta. Es por esta razón que un buen profesor de ahora hace casi lo mismo que un buen profesor de hace quinientos años, mientras que un buen médico no hace lo mismo que un buen médico de hace quinientos años. Y debe ser por esto que hay premio Nobel de medicina y no hay premio Nobel del profesor de instituto. Es cierto que esto es frustrante para un profesor, porque a todos nos gusta ser originales e innovadores. Pero ¡qué le vamos a hacer! siempre que se intenta innovar saliéndose de lo que ya es definitivo, solo se llega a delirios, destrozos y desvaríos.

Y hay otra cosa, a mi juicio, también insuperable y definitiva. Por buenos que sean los profesores, por más que se gaste en educación, por muy dotadas que estén las escuelas, un estudiante no aprenderá nada sin muchas horas de estudio, constancia y esfuerzo, un esfuerzo que habrá de ser cotidiano, se esté o no motivado. Dicho de otra manera: no hay alternativa a los codos. Todo intento de soslayar esta realidad, por muy obsoleta y ramplona que parezca, es engañar. Y además, este engaño a veces es deliberado. Muchos de quienes presumen de ser partidarios de una enseñanza lúdica y motivadora porque eso les proporciona una gratificadora imagen de estupendos y progresistas, llevan luego a sus hijos a un colegio privado donde los someten a la misma disciplina de la que dice descreer. Y eso es mala fe: los experimentos delirantes con los hijos de los demás, con los míos la enseñanza tradicional que es la que desde siempre ha funcionado.

Voy a citar un texto de la periodista Susana Pérez de Pablos, procedente de una entrevista que hizo a Álvaro Marchesi, el padre del desastre educativo español, publicada en El País el 15 de mayo del año 2008:

 “Marchesi es concienzudo con todo. Tiene un hijo, que vive en Brasil con su madre. Va a verlo cada dos meses, pero le llama por teléfono para tomarle la lección tres veces por semana. En su casa de Boadilla del Monte tiene un ejemplar en portugués de cada uno de los libros de texto que estudia el niño. «Papá, eres un pesado», le dice a menudo, como repite el padre sin ocultar el orgullo”.

 Cuando se trata del propio hijo todo el mundo se vuelve más pragmático y menos fantasioso. Y si para obligarle estudiar se le ha de tomar la lección (procedimiento tradicional y antiguo donde los haya), pues se le toma la lección. Y si el hijo encuentra que eso es una pesadez por parte de su padre (esto es, en la jerga pedagógica: “si no está motivado”), pues que se aguante, y se le toma la lección igual. Álvaro Marchesi es un padre ejemplar y todos los padres deberían hacer como él: al niño hay tomarle la lección para obligarle a estudiar, esté o no motivado. Y ahora planteo una pregunta para dejarla en el aire: ¿Actúa de buena o mala fe Álvaro Marchesi al defender su reforma?

Ricardo Moreno Castillo


Una defensa de la pedagogía por Ignacio Quintanilla

En diversos momentos de su desarrollo, la sociedad occidental ha tenido que concentrar gran cantidad de talento colectivo en ámbitos muy precisos de la cultura: el religioso o el militar en fases fundacionales, el jurídico o el administrativo posteriormente, etc… En el caso de Euroamérica constatamos la focalización de la inteligencia colectiva en las ciencias naturales hacia los siglos XVIII-XIX y en la tecnología hacia los siglos XIX-XX. Digamos que muchas de las “mejores cabezas”, o lo mejor de nuestras cabezas, desde el punto de vista de la inteligencia social, se fue concentrando en esos terrenos todavía no colonizados plenamente por la inteligencia, y que es de esos terrenos de donde la sociedad obtuvo un mayor retorno de provecho o de sabiduría.

A mí no me parece aventurado sugerir que en el siglo XXI necesitamos una concentración excepcional de inteligencia colectiva en las ciencias humanas y, muy singularmente, en la educación. El libro de Moreno Castillo, y la línea de discusión que abre en Deliberar, ponen sobre la mesa un alarmante diagnóstico que es todavía más alarmante si lo que acabo de decir es cierto. La discusión es, pues, acertada y urgente, pero tengo serias reservas sobre el enfoque del problema que subyace, más allá del acicate mediático que acertadamente y con sobrado ingenio plantea. Quisiera aportar a esta tertulia una pequeña defensa de la posibilidad y el sentido de la pedagogía —que el autor del libro no cuestiona— pero por si acaso. De la pedagogía como saber experto en educación, ya sea como ciencia, ya como saber específico y contrastadamente valioso ya, simplemente, como arte.

A mi entender, hay un hilo conductor en esta deliberación que es esencialmente correcto y da fuerza a la obra que la origina: al conjunto de la teoría pedagógica, en general, le falta todavía un hábito consolidado de pensamiento crítico y de confrontación empírica con los datos. Eso sí, no me atrevería a decir si mucho más o menos que al trabajo de los economistas o el de los politólogos, entre cuya masa de escritos podríamos extraer ejemplos de extraordinaria similitud, en calidad y abundancia, con los que nuestra obra propone, sin que por ello nos parezcan una estupidez el Nobel de economía o los ensayos de Berlin sobre el liberalismo.

También creo que algunas de las tesis colaterales que se desprenden de este hilo deliberatorio son incorrectas. Por ejemplo, la insistencia en que la situación pedagógica en España es singular o especialmente mala. Siendo el caso que ni la educación en España es especialmente mala comparada con parámetros objetivos con las naciones que llamamos desarrolladas, ni España ha tenido nunca —groseramente hablando y salvada la ILE—, ni por tanto ha podido aplicar, una teoría o corriente pedagógica propia. Más del 90 % de la teoría educativa aplicada y difundida en España ha sido siempre importada, de instituciones eclesiásticas, en primer lugar, y luego de Francia o, más recientemente, de los Estados Unidos.

Pero no voy a hacer crítica de estas cuestiones porque creo —con Popper— que las buenas controversias no surgen de atacar los puntos flojos de la otra argumentación sino de atacar sus puntos más fuertes. Quede claro que no pretendo ni podría enjuiciar aquí la obra de un estudioso y un colega como el profesor Moreno Castillo, sino proseguir un poco el debate social que su trabajo ha sabido suscitar. Y, en este sentido, me quedo con el diagnóstico general —que yo comparto con apostillas— de la penuria de nuestra sabiduría pedagógica.

Que en educación se pueden hacer mejor o peor las cosas es algo en lo que estamos de acuerdo. Todos tendemos a asumir que hay o hubo instituciones educativas que se acercaban más o menos a la excelencia por su particular ideario o forma de enseñar, y también tendemos a asumir que las familias, las personas y las sociedades se encuentran legítimamente más a gusto o a disgusto en determinados contextos educativos.

Ahora bien, uno de los problemas constitutivos de la enseñanza como actividad es que, a la hora de medir la calidad del producto, no está nada claro quién es el cliente. Si es el alumno, la abuela del alumno, el ministro de educación —cuyo ministerio, además, cambia sospechosamente de nombre cada cambio de gobierno e incluso antes—, las empresas de la bolsa, la generación venidera o la humanidad en su totalidad hasta el final de sus días.

Y esto nos pone ya sobre la mesa una primera obviedad que olvidamos con frecuencia: la educación no es una actividad más entre otras que se pueden llevar a cabo en una sociedad, como la pesca o la medicina, es esa misma sociedad en su conjunto vista desde cierto punto de vista: el de la creación y transmisión de saber socialmente valioso. Quiere esto decir que toda interacción humana, desde el primer beso de una pareja al correcto uso de un medicamento, tiene una vertiente educativa, como tiene también una vertiente simbólica o económica.

El objeto que estudia la pedagogía no tiene, de entrada, restricciones espaciales o temporales concretas en el conjunto de la actividad humana. De ahí la relativa trivialidad teórica de esos descubrimientos de Mediterráneo que realizamos en educación de cuando en cuando: educa la familia, educa la tribu, educa el ejemplo, educa la web. Pero de ahí también, y sobre todo, la dificultad oceánica de la educación humana como materia de estudio. Podríamos decir, para sentirnos más técnicos, que el número e índole de variables y tipos de interacción que intervienen en la educación humana, vista como un sistema, es muy superior al que intervienen en el hundimiento de la bolsa o en la fabricación de un ordenador cuántico.

Por esta razón, quienes estudian la educación, comienzan por delimitar drásticamente su terreno y por distinguir entre innumerables y justificados planos: que si teorías educativas, instituciones y prácticas docentes, que si entrenamiento, formación y educación propiamente dicha, que si educación informal, no formal y formal, etc… Distinciones en las que no voy a entrar para no aburrir pero que son ineludibles.

Centrémonos ahora, por ejemplo, en un aspecto concretísimo y parcial de la educación como es el de los “sistemas educativos” y propongamos el sencillo ejercicio de mencionar algunos que en los últimos siglos se hayan propuesto transformar su sociedad y lo hayan logrado durante un período razonable de tiempo. A mí se me ocurren ahora tres: el de la Tercera República Francesa, el de la Alemania posterior a la segunda Guerra Mundial y su apuesta por excelentes peritos pero sin demasiada bildung romántica —que luego pasa lo que pasa—, o el de la China de Mao en su esfuerzo por laminar localismos autonomistas y generar élites profesionales numerosas, internacionalmente competitivas y políticamente disciplinadas.

En el supuesto de que ello fuera cierto ¿estaría legitimada la conclusión de que lo que debe hacer el sistema educativo español es parecerse a alguno de ellos? Pues bien, desde cuestiones tan generales como ésta, cuyas vertientes filosóficas y políticas son ineludibles, hasta otras tan precisas como la de qué tipo de letra facilita la lectura de las personas con dislexia, se abre un abanico de problemas cuya respuesta es extremadamente importante para una sociedad. Un inmenso campo de posible sabiduría educativa que constituye uno de los principales activos de una sociedad, una organización o una familia. Y es, precisamente, situados frente a este inmenso campo de saber —o de ignorancia— donde nos surge un problema clave.

Cuando hablamos de la miseria de la pedagogía podemos querer decir una de estas dos cosas, o las dos. La primera es que sobre la educación humana no hay nuevo saber experto posible. Ya sea porque sabemos a día de hoy todo lo fundamental que hay que saber, por tradición o por sentido común —¡qué bien lo sabía nuestra abuela!—, ya sea porque no es una materia en la que quepa investigar nada conforme a los parámetros de una racionalidad obligatoria y compartida como en las ciencias.

La segunda es que, quienes se dedican a ese menester han sido, considerados en general y con las obvias excepciones, unos incompetentes o unos todavía no aceptablemente competentes. Ya sea por defectos personales ya por defectos de las instituciones que gestionan este campo del saber.

En el primero de los casos el estatuto de un saber experto sobre educación humana sería algo tan quimérico como la frenología o el mesmerismo, o tan cuestionable como el psicoanálisis. En el segundo de los casos nuestra ciencia educativa se encontraría hoy en un estado tan caótico y preliminar como lo estaban nuestra física en el siglo XVI o nuestra medicina en el XVIII. Dejo al lector la elección de alternativa, pero sea la que sea se dará cuenta de que criticar a la pedagogía y enumerar disparates pedagógicos son dos tareas muy distintas, en realidad radicalmente distintas, y el debate que nos ocupa gana mucho si no pierde esto de vista.

Pero he prometido una defensa de la pedagogía y no puedo terminar sin una —entre otras posibles— que me parece rotunda, clara, y, a la vista de nuestra deliberación, polémica. Me la sugiere, además, la lectura veraniega de algunas obras autobiográficas de C. S. Lewis, y se centra en el olvidado dato del sufrimiento humano en nuestras instituciones educativas.

En los sistemas educativos que conocemos ha habido, hay y previsiblemente habrá a corto plazo un margen de sufrimiento y dolor humanos considerable. Muchos aspectos de la vida de un alumno medio dan fe de esta realidad. Pero no hablamos solo de los alumnos sino también de los docentes o de las familias. Por ejemplo, un pequeño porcentaje de este sufrimiento que salpica a los propios padres al final de la jornada en forma de tener que ponerse a hacer los deberes con los hijos —estén o no en condiciones adecuadas para ello— ha movilizado en Francia algunas organizaciones ciudadanas bastante activas.

Creo que minimizar la carga de sufrimiento escolar de un educando, un docente o un progenitor es un valor cultural intrínseco. Es decir, un genuino valor que permite clasificar sociedades, centros docentes y enseñantes. Y creo que ello es así, incluso cuando se trata de educar en el esfuerzo, en el sacrifico y en la autosuperación, como de hecho hay que hacer —en mi opinión— y aquí no se discute.

Dados dos o más procedimientos para que alguien aprenda algo: destreza, principio moral, hábito o algoritmo, aquél que comporta menos daño, dolor y sufrimiento —que son, por cierto, tres cosas distintas— para conseguir los mismos resultados debe ser averiguado y preferido. Y el arte que se ocupa de esta encomiable labor —entre otras que ahora no trato— es la pedagogía.

Por alguna razón poco clara pero, sin duda, interesante, este principio de minimización de sufrimiento, cuyo equivalente asumimos en el cargador portuario o el labrador —y para eso están los ingenieros— o en el paciente de cataratas —y para eso la investigación médica—, se difumina al hablar del estudiante. Más todavía, seguimos admirando instituciones educativas, como centros musicales o escuelas superiores, desde el supuesto implícito de que el procedimiento más doloroso para aprender algo es el mejor. Supuesto notoriamente absurdo a menos que se quiera proponer de tapadillo alguna metafísica concreta del dolor y entonces nos vamos a discutir de otras cosas distintas. El profesor más exigente es el que más cosas puede enseñar a un alumno con un esfuerzo dado, no el que más esfuerzo le exige al alumno para enseñarle, al final, la misma cosa.

Criticando la validez universal de la famosa navaja de Occam: no multiplicar los entes sin necesidad, Leibniz proponía un principio mucho más inteligente para entender la vida y el universo: la mayor diversidad de efectos con la menor cantidad de recursos. El lema de esa pedagogía tan necesaria y que tanto echamos de menos bien podría ser: la máxima cantidad de sabiduría con la mínima cantidad de sufrimiento.

Ignacio Quintanilla


El valor de las palabras o tampoco hay que exagerar, por Enrique Baca

A Ignacio Quintanilla lo conozco y me felicito por ello. Es un profesor competente y dedicado y un pensador muy estimable. Son estas circunstancias las que me hicieron apresurarme a leer, hace ya algunos meses, su intervención en la deliberación sobre la pedagogía.

En un principio no pensé siquiera participar en este asunto para el que no me siento especialmente motivado. Y al decir esto me refiero específicamente a la discusión acerca de la calidad técnica y el sentido de la realidad de aquellos autoproclamados pedagogos que se han dedicado a diseñar nuestro sistema educativo bajo los distintos disfraces de unos y otros partidos políticos.

Y no solo me refiero a las cuestiones más “teóricas” (que en realidad no lo son) como por ejemplo si hay que estudiar los ríos en una comunidad que no los tiene, sino a los vaivenes indiscutibles que se prodigan  que van desde evaluaciones si, evaluaciones no, a evaluaciones pero menos; al mantra que hay que aprender divirtiéndose (eso, que de una forma mas cursi, se llama gamificacion); a descubrir como hay que poner las sillas (o si hay que poner sillas o cojines) en un aula y a cientos de ocurrencias más o menos ingeniosas.

Pasada la imprescindible pausa veraniega, he vuelto a releer el escrito del profesor Quintanilla y  me he percatado (a veces unos no está tan listo y rápido como quisiera) que tras una exposición estupenda y un razonamiento impecable acaba su escrito diciendo:

Pero he prometido una defensa de la pedagogía y no puedo terminar sin una —entre otras posibles— que me parece rotunda, clara, y, a la vista de nuestra deliberación, polémica”.

Y como efectivamente lo es (rotunda, clara y polémica), me ha parecido interesante echar un cuarto a espadas y entrar en la deliberación.

La argumentación final de Quintanilla es que la pedagogía tiene una función liberadora o al menos paliativa del sufrimiento que significa enseñar aprender y participar siquiera sea colateralmente en este empeño. Y ello por que afirma que “En los sistemas educativos que conocemos ha habido, hay y previsiblemente habrá a corto plazo un margen de sufrimiento y dolor humanos considerable”.

Siempre he pensado que la hipérbole es un mal negocio cuando se trata de defender una postura y aunque Quintanilla se apresura a decir que daño, dolor y sufrimiento no son lo mismo (como efectivamente así es) no acaba de concretar a que sufrimiento de refiere. Nada mas lejos de mi intención de entrar en una discusión semántica pero creo que la palabra sufrimiento merece un trato mas esmerado. He estado durante toda mi vida profesional en contacto muy directo con el sufrimiento humano y no puedo aceptar llamar sufrimiento a lo que le pasa a un padre si tiene que ayudar a sus hijos a hacer los deberes.  Ni tampoco lo que le sucede a un adolescente si tiene que estudiar en lugar de ir a divertirse. La banalización de las palabras fuertes de la vida humana no sirve para destacar las dificultades menores y si es una forma eficaz de ofender gratuitamente a los que soportan las mayores.

Soy consciente que la pedagogía que surgió siguiendo la estela de Spock, la educación antiautoritaria  y las reformas de F. Dolto en Francia, ha tenido un éxito entre la izquierda biempensante. Pero la idea de hacer seguidismo de las teorías del filicidio y de la lucha contra la frustración como mal mayor en el proceso educativo hay que revisarla con la cabeza fría y los pies calientes.

El profesor Quintanilla termina con una frase que es perfectamente suscribible y que yo suscribo con entusiasmo: Dice: “El profesor más exigente es el que más cosas puede enseñar a un alumno con un esfuerzo dado, no el que más esfuerzo le exige al alumno para enseñarle, al final, la misma cosa”.

Ahí esta la clave: en el esfuerzo, en su dosificación y en las ayudas que es obligatorio proporcionarle al que se esfuerza. Pero no confundamos esfuerzo y sufrimiento (ni con dolor, ni con daño). Si la enseñanza (y la educación, que no son exactamente lo mismo, aunque confluyen) produce sufrimiento, dolor y daño está ya fuera de su propia naturaleza. Ha traspasado todos los límites y se ha convertido no en un problema pedagógico sino en un tema criminal.

Enrique Baca.


El valor de las palabras o tampoco hay que exagerar (II) (Una apostilla de urgencia), por Enrique Baca

Veo que hoy ha sido “colgada” (expresión horrible) mi intervención en  la conversación amistosa que se inició alrededor de la publicación del libro de Ricardo Castillo. Y al mismo tiempo leo en un periódico nacional (El Mundo) una entrevista  con la profesora Inger Enkvist (en realidad un reportaje sobre un libro suyo de inmediata publicación) en el que habla de las nuevas pedagogías y de la educación española, entre otras cosas.

La profesora Enkvist es catedrática de español en la universidad de Lund, conoce bien el sistema educativo sueco (ha sido asesora del Ministerio de Educación de su país) y, visto lo visto, conoce también los vaivenes de nuestra zarandeada educación. Habla nuestro idioma correcta y brillantemente y se ha preocupado de analizar críticamente muchas de las aportaciones que la pedagogía en boga ha considerado como verdades intocables (y que han venido muchas de ellas de la propia región nórdica de Europa).

Así habla claro de las ideas que nos llegan y de las que algunos de nuestros pedagogos se muestran tan afines. Y las critica frontalmente.

Destaquemos algunas: No hay que aprender contenidos; los alumnos deban construir y dirigir su propio proceso de aprendizaje; la función principal de los profesores es proporcionar la felicidad de sus estudiantes antes que enseñarles que aprender exige esfuerzo personal (evidentemente -y como ya dije- no dolor, ni sufrimiento, ni daño); la función del profesor debe limitarse a guiar las iniciativas de los alumnos.

Y muchas cosas más (el valor de las evaluaciones y de las revalidas, el nivel de conocimientos a la llegada a la universidad, la masificación de esta, etc etc)

Los libros de la profesora Enkvist aparecen, en Suecia, en la primera mitad de la década de los 90 del siglo pasado y se van traduciendo al español  a partir del 2001.

Y si, como parece, ya nos hablan de lo mismo desde fuera y desde dentro, quizá haya llegado la hora de darnos por aludidos.

Enrique Baca.

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