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Quien no se consuela es porque no quiere, por Cecilio de Oriol
El pensamiento circular es un riesgo en el que todos podemos caer, pero lo que para muchas circunstancias es solo eso, un riesgo, se puede convertir en un peligro mortal si de deliberar se trata.
Y como, a lo que parece, esta revista quiere deliberar y no “penser en ronde” me atrevo a decir que o bien se renuevan los argumentos o el tema de las ciberfantasías está al borde de la inanición (o del empacho, según se mire).
Porque vamos ver: Nadie niega que, en el ámbito de los encuentros entre los seres humanos, lo ciber genera un mundo virtual infinitamente más plástico que el contacto real entre las personas. Y que permite el disfraz y la mentira, el disimulo y el anonimato. Todo ello ya se sabía y se hacía. Nada nuevo entonces, como he repetido.
También está claro que la tecnología facilita las posibilidades y abrevia los tiempos. El celestineo, el billete galante de los libertinos del siglo XVIII y la carta romántica del XIX y principios de XX, ahora se agiliza y no exige intermediarios.
Y no solo eso. Ya no solo se “comunica” (y entrecomillo a posta) sino que tras cualquier ciberfantasía se encentra la aspiración (¿la esperanza?) de que lo virtual se convierte en real. Añadamos la posibilidad no solo de hablar en la distancia sino de verse en la misma. Chats y skipes lo consiguen.
Pero hay que dejar bien claro que cuando la voz y la cara del otro aparecen, la ciberfantasía deja paso a la realidad más o menos maquillada. Y espero que no resulte necesario decir que toda realidad en los ámbitos del contacto humano nunca lleva la cara lavada.
¿Qué hay que deliberar, pues? ¿qué el ser humano fantasea? ¿qué el ser humano miente? ¿qué el ser humano desea? ¿qué el ser humano busca presentarse de manera más favorable posible? ¿qué la tecnología lo permite y, quizá, amplifica? ¿estamos sugiriendo que la tecnología nos está sacando de la realidad para lanzarnos al océano de la fantasía? ¿nos congratulamos de ello o lo lamentamos? ¿pretendemos deliberar sobre todo ello? ¿sobre una parte? ¿sobre nada de ello? ¿sobre otra cosa? ¿nos limitamos a hacer literatura de ocasión?
Que conste que personalmente no tengo el menor reparo que poner al mundo de las fantasías (ciber o analógicas). Líbreme Manitú de hacer censuras o coartar la capacidad de disfrute de todo hijo de vecino a través de los medios que se pueda procurar. Todo perfecto, por tanto. Incluso si nos ponemos estupendos acabaríamos diciendo que el mundo del deseo (pues no nos engañemos es a ese mundo al que nos remite todo este dichoso tema) se democratiza en su realización fantasmática.
Porque este es el tema de fondo: ante la menesterosidad de la realidad, el deseo se refugia en la fantasía y busca su compensación en un mundo poblado por las ipseidades penosamente inanes.
Lo ha hecho siempre, repito.
Cecilio de Oriol.
El vuelo virtual, por Nathalie Berthe
“¡Pues qué me va a parecer! ¡Un desastre!”
Eso me respondió malhumorado uno de los tutores de mi hijo cuando le pregunté qué pensaba del fenómeno Fornite que está arrasando entre los adolescentes. A mi entender, mucho se acercó a una reacción fóbica: como no entiendo, me asusto y como me asusto, odio. Y me preocupó, porque ese hombre es bastante más joven que yo y como concluye Mariano Asísa “el vino será muy viejo pero los odres nuevos hacen más accesible su consumo”.
No obstante, es igualmente cierto que nuestra imaginación es el motor humano más poderoso que hasta hoy conocemos y responsable de nuestras más bellas pero también más terribles creaciones. Lo sabemos, la historia nos lo ha contado una y otra vez, pero al menor descuido se alía con nuestras pulsiones y vuelve a tomar el control de nuestra existencia. Y es que, como apunta Cecilio de Oriol “al final siempre aparece la nariz de Cyrano”.
Así que deberíamos ser cautos ya que, sin duda, uno de los grandes descuidos del siglo XXI está siendo Internet, ese mundo que José Lázaro traduce en dos bellas metáforas: “un vasto, desconocido y complejo continente”, que en lo sentimental se concreta en “el encuentro con un desconocido enmascarado en un baile de disfraces”.
Poco puedo aportar en lo teórico a todo lo registrado y analizado aquí, sobre su impacto en nuestra vida sentimental, afectiva y/o sexual, por lo que se me ocurre anexar un relato para tratar de ilustrar esa distancia que Fernando Sánchez Pintado nos propone mantener “entre lo que fantaseamos y lo que vivimos, entre lo que deseamos y lo que somos”:
EL VUELO VIRTUAL
Bienvenidos a bordo del boeing 707 de la Compañía Air Match.com. El comandante le desea un feliz vuelo…
Es un martes de invierno, ha anochecido hace rato, hace frío en la calle y la idea de instalarme en la cama, con el ordenador portátil para darle al “enter” en esta página de encuentros y pasear por todos esos perfiles, me sigue resultando asombrosamente atractiva.
¿Y cómo no hacerlo? ¿Cómo resistirme a toda la magia que puede surgir cuando, tras una búsqueda —a veces muy larga, eso sí—, vuelve a aparecer un perfil que me produce ese hormigueo, esa intriga e ilusión por descubrir quién anda tras esas fotos y esas palabras tan atractivas?
Cómo no dejarme vencer por la tentación de ir a su encuentro, cuando además me brindan tantas herramientas de seducción…, el chat, los mails, la webcam, el teléfono y con ellas, la posibilidad de hacerle llegar lo que quiera de mí: mis mejores y más sugerentes fotos, la música que escucho, los cuadros que tengo o pinto, videos de mi casa con mi voz seductora de colofón, cartas, llamadas, mails en las que me esmero en dar lo mejor de mí, con mi estudiada sintaxis, mis ingeniosas metáforas, mi ortografía impecable, mis insinuaciones respecto a mi muy interesante vida, imágenes en vivo en las que todo está premeditado: la ropa que llevo, la luz con la que me ilumino, el fondo de mi figura, la suavidad de mis movimientos…
Solo falta encontrar un buen compañero de juego para despegar. Es decir, alguien dispuesto a hacer lo propio. Y Él, buscando bien, siempre acaba apareciendo. Él, con el que inmediatamente sintonizo, con el que surge la empatía en cuatro tecleos, con el que hay —y eso es lo asombroso, teniendo en cuenta que ni le veo— ¡química!
Desde ese momento, bastan unos días de “vuelo virtual” con Él para que una vez más haya encontrado el hombre de mi vida, al que todo —o casi todo— cuento, al que acabo mandando hasta fotos de mi abuela y de mi tía de Galicia, el que es mi mejor amigo para siempre, al que veo guapísimo en cada retrato que me envía, que también es el más comprensivo, el más amable, el más educado, el más galante, el más inteligente…
Y claro, con Él acabo hablando por teléfono, aunque para entonces es tanto lo que he invertido en tiempo y en fantasía inventándole, que aunque la voz me disguste, me convenzo de que es la línea telefónica la que no funciona bien, o que sus cuerdas vocales han sido atacadas por algún virus invernal, o peor aún, me digo a mí misma, “bueno nena, nadie es perfecto”. Y es que, a estas alturas del vuelo ¿qué o quién tiene derecho a fastidiarme el viaje? ¿La realidad? ¡Ni hablar!
Claro que, en algún momento hay que aterrizar y el contacto con la tierra, suele ser más que desconcertante. El hombre con el que por fin acabo quedando nunca es Él; forzosamente es otro distinto del imaginado y tengo mucha suerte si ese otro me gusta…
Y como no la tenga —que es lo habitual—, queda lo peor… encontrar la manera de despedirme de alguien que no me atrae, pero al que lógicamente, tras compartir tantas horas de “conversación”, ya tengo cariño y al que sin duda echaré virtualmente de menos…
Y con ese desconcierto, una vez más el vuelo llega a su destino… y vuelvo a preguntarme cuántos de estos viajes podemos realizar las personas, en un periodo de un año —que es lo que dura la mayor suscripción en estas páginas— sin perder del todo la cabeza…
Nathalie Berthe.
Comentario de Fernando Sánchez Pintado
Las ciberfantasías sobre las que reflexiona José Lázaro, como los comentarios a los que su texto ha dado lugar, se nos presentan prima facie como una forma de relacionarse con la realidad y conocer, tratar y hasta enamorar a otras personas, tan insólita que, gracias a los sistemas telemáticos de comunicación, parecen desbordar los límites de la realidad misma a la que, al menos por razones estrictamente físicas, estamos sujetos. Pero, al mismo tiempo, vienen a confirmar que no podemos escapar de ella y, salvo los casos de encierro cibernáutico que se niega a dar un paso en lo real, empiezan y terminan como cualquier otra fantasía desde el momento en que se pretende llevar a la práctica lo que hasta entonces no eran más que palabras y se está obligado a enfrentar el propio cuerpo físico a la mirada física de los demás. Algo verdaderamente difícil, aunque en los intercambios virtuales previos no se haya mentido o sólo lo justo para mejorar nuestra imagen, al igual que se hace en cualquiera de las formas de seducción habituales en el mundo real.
Así pues, las ciberfantasías serían lo uno y lo contrario. Serían superar las limitaciones del aquí y el ahora de manera distinta o más radical que cualquier otra forma de fantasear. Y también serían lo contrario: creer que se puede negar la realidad y vivir en otra hecha a la medida de nuestros deseos, sin querer ver que tarde o temprano tendremos que volver a ella. La potencia de los instrumentos técnicos que tenemos a nuestra disposición es tal que se puede mantener y multiplicar la ficción hasta límites inconcebibles, al menos numéricamente considerados. Pero esto, al margen de que tenga consecuencias y produzca cambios sociales que merecen otra reflexión, no hace a las ciberfantasías esencialmente distintas de las fantasías en general, o dicho más claramente, no son más que fantasías. De ahí que no me parezca enteramente adecuado sostener que sean la antítesis de la realidad ni tampoco que aporten nuevas formas de realidad.
Sin embargo, hay una diferencia nada menor que las hace ser, en cierto sentido, otra cosa, porque mientras las fantasías son en general privadas y, cuando se hacen públicas, dejan de ser fantasías y se convierten en mentiras (o en obras de ficción), las ciberfantasías son por definición públicas. Tal vez esto sí sea el cambio más radical, que se corresponde con nuestro mundo hipercomunicado al instante en el que La vida secreta de Walter Mitty es una rareza en trance de extinción. Me refiero, por supuesto, a la primera versión de la película, la de 1947 interpretada por Danny Kaye. La distancia entre lo que fantaseamos y lo que vivimos, entre lo que deseamos y lo que somos, mantener ese equilibrio y ser más o menos conscientes de él, no sé si es una de las piedras de toque de la salud mental, pero sí que sin ella no es posible tener una vida buena.
Creo que con un ejemplo puedo dar una idea más cabal de cómo se llega a anular la distancia entre lo real y lo imaginado en el mundo ciber, o tal vez que es nuestra naturaleza (aunque sea un término tan en desuso hoy) quien mezcla, a veces sabiamente, lo uno y lo otro. Se trata de una noticia aparecida en la prensa británica en 2008. Una pareja se divorció al enterarse la mujer de que su marido tenía una relación “extramatrimonial” en el mundo de Second Life, en el que todo es estrictamente virtual a través de avatares creados por cada participante como quiera, en el que se lleva una vida imaginaria desde la compraventa de propiedades hasta los encuentros sexuales o el ejercicio de una profesión. Marido y mujer pasaban, cada cual por su parte, horas en su segunda vida, probablemente más que uno al lado del otro en la realidad. Pues bien, la mujer sospechó que su marido le era virtualmente infiel y contrató a un investigador también virtual, descubrió el engaño y solicitó el divorcio una vez que el marido reconoció que se había enamorado de otra mujer virtual que, según las reglas de Second Life, siempre seguiría siéndolo. Para rizar el rizo, la mujer, en un estado de abatimiento, afirmaba que no podía creerse lo que le había hecho, porque estaban muy enamorados desde que se conocieron a través de Internet, tanto que primero se casaron en la vida real y luego celebraron el matrimonio virtual en Second Life. Así que tuvieron que divorciarse en los dos mundos.
Fernando Sánchez Pintado
Comentario de Mariano Aísa
¿Es lo ciber la antítesis de lo real? ¿O aporta nuevas formas de realidad? Pienso que millones y millones de personas, —más millones que hace diez años y menos que dentro de otros diez— escogerían la segunda alternativa. Es más, dudo que algún nieto mío, de los que se pasan largos ratos enganchados a su móvil, me entendiera si le digo que está manteniendo “relaciones virtuales” con su amigo o amiga.
Tendremos que ir aceptando que internet está ampliando la capacidad real de interrelación entre los humanos, en la gran mayoría de los casos, en su propio provecho. Y “quien lo probó lo sabe”. ¿Es amistad virtual la sentida ante un desconocido, digamos de Iowa o de Ucrania, que te ha ayudado con su propia experiencia ante una enfermedad poco común, el uso de un producto complicado de manejo, o una visita prevista a una rareza arqueológica?
Parece que efectivamente uno de los grandes atributos de la Red es el de facilitar fantasías sexuales compensatorias de frustraciones reales. Bien nos debería parecer, dijera Freud lo que dijera, al menos a los integrantes de la generación de quien esto escribe, cuya casi única ayuda consoladora eran unas páginas sobadas y arrugadas, camufladas de mano en mano, de algo que se llamaba Paris Hollywood.
En cualquier caso, en lo referente a relaciones afectivas o “amatorias” entre humanos, parece que internet está ampliando extensamente el campo donde buscar un ligue, se entienda esta palabra en cualquiera de sus variadas interpretaciones. Y esto, y en términos estadísticos, siempre será más bueno que malo. Se sabe desde siempre que, ante toda decisión, aumentar las opciones de selección incrementa las posibilidades de éxito.
Así pues, el vino será muy viejo pero los odres nuevos hacen más accesible su consumo.
Mariano Aísa
Comentario de Cecilio de Oriol
Los odres nuevos de un vino muy viejo.
Siempre es antipático citar aquello de “Nihil novum sub sole” por mucho que, tozudamente, se nos aparezca una y otra vez como evidencia. Es un hecho que la tecnología se nos revela como un eficaz soporte de las pulsiones humanas mas venerables. ¿Que hay de sorprendente en que la gente fantasee en internet? ¿Que supone de nuevo en el horizonte de las menesterosas prácticas compensatorias de la frustración? En realidad, nada.
Aunque sí, sí hay algo nuevo. La potencia y la accesibilidad del medio que convierte a la técnica en un eficacísimo vehículo y que permite el acceso de tontos y listos, de letrados y analfabetos, de ricos y pobres, de gente corriente y de frustrados profesionales que “democratizan”, diría un postmoderno, los vastos terrenos de un contacto fácil y sin riesgos.
Pero este “contacto”, en realidad, es la ausencia misma de todo contacto. Por eso lo ciber es la antítesis de lo real, aunque pretenda sustituirlo. Aspirar a construir una nueva realidad no garantiza su automática consecución.
No es de extrañar que siempre (y hay datos para ello) el salto que se da en ocasiones (pocas) entre lo ciber y lo real se salde con más frustración, más soledad y más cabreo que con historias de amor corintelladescas.
Compensar las miserias propias mediante un doble ciber (incluso trabajosamente construido) nos remite siempre a la exposición final de la nariz de Cyrano.
Aunque ya saben ustedes que Cyrano, mientras duró la farsa, fue feliz.
¿Qué decir entonces? Pues que les aproveche.
Cecilio de Oriol
La realidad de las ciberfantasías, por José Lázaro
Psicoanálisis de las relaciones virtuales podría haber sido el título de un libro que Freud no escribió, por razones cronológicas obvias. Y sin embargo son llamativos los paralelismos entre su idea de tumbar a los neuróticos en un diván para que hablen de sí mismos mirando al techo (que actúa como una pantalla sobre la que se proyectan las fantasías y deseos más íntimos) y el fenómeno actual de las relaciones que se establecen entre desconocidos a través de la pantalla de un ordenador conectado a internet. Una pantalla en la que aparecen palabras de cuyo emisor no se sabe, rigurosamente, nada. Palabras inciertas que se teclean a distancia, a veces alguna foto que puede ser falsa, datos incompletos, inconcretos e imposibles de comprobar… A través de las páginas de contactos personales de internet se establecen relaciones que no tienen el carácter profesional del psicoanálisis, sino el carácter azaroso y aventurero del encuentro con un desconocido enmascarado en un baile de disfraces.
Se han dado casos de caballeros que, tras meses de tiernos mensajes y apasionados chateos con una dama presuntamente encantadora, descubren tras su dulce nick la ruda realidad de un camionero de Mondoñedo. Una viñeta, de estilo inconfundiblemente americano, plasma con claridad este tipo de situaciones nada infrecuentes: una mujer de avanzada edad cuyo aspecto evoca la antilujuria, chatea apasionadamente desde una cochambrosa habitación de su casa. En algún lugar del planeta Tierra, un hombre más que maduro cuyo aspecto recuerda a un hipopótamo responde desde un cubículo no menos lúgubre al último mensaje de su interlocutora: “¿Así que eres modelo y tienes 18 añitos? Pues casualmente yo soy actor y me suelen confundir con Brad Pitt…”. Es bastante más interesante el caso de la pareja de cibernautas que, a lo largo de meses de frecuentes chateos cada vez más íntimos y apasionados, llegaron a tener una intensa ciberrelación amorosa. Cuando el primer encuentro personal se hizo inevitable, decidieron sincerarse por completo. Él reconoció que era en realidad una mujer y ella le confesó ser un hombre. El siguiente paso fue una violenta escena de ruptura en la que ambos se acusaron mutuamente de deshonestidad.
¿Cuál es el límite entre realidad y fantasía en las relaciones amistosas y amorosas que se establecen entre desconocidos por internet? La intensidad del fenómeno (y los datos existentes sobre la dimensión que está alcanzando) hace que ésta sea una pregunta importante. Pero sus características (lo reciente que es aún el fenómeno, su escasa transparencia y el abismo existente entre su frecuencia en privado y su relativa ausencia del debate público) hacen que la literatura rigurosa que se va publicando recuerde la situación de los primeros exploradores de un vasto, desconocido y complejo continente.
En su libro Love online. Emotions on the Internet, el especialista en el estudio de las emociones humanas y Rector de la Universidad de Haifa, Aarón Ben-Ze’ez escribe el siguiente párrafo, verdaderamente notable: “Los participantes en el ciberamor se toman muy en serio la realidad del ciberespacio. Hablan de sus ciberparejas y también de sus maridos online y esposas online. Hay gente que contrae cibermatrimonio y se promete fidelidad mutua. Una mujer escribe que lo que la animó a responder a los primeros mensajes de su ciberamante (del que ahora está profundamente enamorada) fue que él la invitó a un ciberbaile. Hay mujeres que aseguran que no están dispuestas a practicar el cibersexo con el primero que se lo proponga, ya que desean conservar su virginidad virtual hasta que encuentren al hombre adecuado. De forma similar, bastantes cibernautas advierten que no están dispuestas a consentir ciberligues de una noche, pues sólo están interesadas en el sexo online dentro de una ciberrelación estable y seria.”
El mundo virtual ha posibilitado un nuevo tipo de relaciones personales entre desconocidos en páginas web específicamente dedicadas a ello. Las hay de todo tipo: generales y especializadas; para menores de treinta años y para obesos maduritos; para licenciados en Harvard, para homosexuales católicos y para diabéticos; para amantes de la ópera y para aficionados al sadomasoquismo. El abanico de posibilidades es inagotable. Y el fenómeno de esos desconocidos que se lanzan al encuentro de una cibermáscara sobre la que proyectar sus deseos (a la vez que son objeto del deseo, igualmente fantasmático, del otro que se encuentra tras esa cibermáscara) está dando lugar a un fenómeno social cuya envergadura es impresionante, a jugar por los datos que se van conociendo sobre el número de aficionados y sobre la facturación de las principales empresas internacionales que controlan el negocio.
Cuando Freud analizó las fantasías del mundo antiguo (es decir, las puramente mentales) concluyó que servían fundamentalmente para proporcionar una pseudosatisfacción compensatoria de las frustraciones reales. Pero a partir de ellas pueden ponerse en marcha dos procesos que conducen a desenlaces opuestos. Por un lado, hay fantasías estériles que cumplen, mejor o peor, su papel consolador a costa de potenciar la tendencia a la introversión del fantaseador, cerrarle todavía más su posibilidad de funcionamiento en el mundo externo y contribuir a hundirlo en el aislamiento. Por otra parte, hay fantasías creativas que abren a su autor una vía de expresión real que le proporciona un reconocimiento y, con él, las relaciones personales satisfactorias que le faltaban. Algo muy parecido está ocurriendo entre los buscadores de encuentros con cibercuerpos y ciberalmas. Están, por un lado, los que procuran prolongar el ciberdiálogo pero se niegan rotundamente a cualquier encuentro real (el fóbico social extremo; el enfermo que compensa el tedio de su aislamiento con una vida apasionada que difícilmente podría dejar de ser virtual; el simulador que, asustado por su excesiva diferencia con el personaje que ha elegido interpretar no está dispuesto, en ningún caso, a sacarse la máscara…). Pero hay también otro grupo de usuarios que emplean las páginas de ciberencuentros como el medio idóneo de seleccionar, a través del diálogo, los mejores candidatos para una nueva relación real que puede llegar a ser muy satisfactoria. El psiquiatra Juanjo Jambrina asegura que él conoce el nombre de esas páginas web porque varios de sus pacientes empezaron a hablar de ellas poco antes de pedir el alta.
Es difícil imaginar el prodigioso libro que podría haber escrito Freud después de pasar unas cuantas noches navegando por internet. Pero seguramente apuntaría que el nuevo mundo virtual es, en buena medida, un versión concentrada, acelerada, interactiva y adictiva del viejo mundo de la fantasía. Y en uno, como en otro, las vivencias virtuales provocan placeres y sufrimientos muy reales. Porque no hay nada más real que una buena ciberfantasía.
José Lázaro