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La metamorfosis, por Fernando Sánchez Pintado
Se suele considerar que los grandes cambios sociales se producen de forma súbita y tardamos en comprender que los sucesos que los han precedido, aunque de menor entidad, fueron decisivos para alcanzar el punto de ebullición necesario y producir la transformación que hasta entonces parecía imprevisible. Sin embargo, son muy numerosos y se repiten con regularidad. Aun así, cuesta prever lo que, en circunstancias favorables, llegarán a ser. Poco a poco nos acostumbramos a convivir con ellos, los medios de comunicación nos sirven a diario ideas, hechos y situaciones que, por ser presentados reiteradamente con normalidad, dejan de parecernos extravagantes, fuera de lo común y, en muchos casos, peligrosos. Entonces, cuando han pasado a formar parte de la vida ordinaria, cuando no nos sorprenden ni apenas les prestamos atención, ha comenzado la metamorfosis. Habrá que esperar el gran momento en que llegue a realizarse por entero, pero ya avanzamos por el camino para despertar por fin un día como Gregorio Samsa.
Quizá sea esta una comparación excesivamente literaria y podría haberle convenido más una de las acepciones de la RAE en la que metamorfosis son los cambios de forma, funciones y género de vida de algunos animales en su desarrollo. Esta visión zoológica del cuerpo social tiene la ventaja de poner de relieve que la metamorfosis que estamos experimentando se encuentra hoy en fase larvaria, de manera que todavía no se puede saber con precisión qué animal y con qué cualidades surgirá al final. No se trata, en mi opinión, de un problema político en el sentido habitual, que se centra en los partidos y dirigentes que se turnan en el gobierno o aspiran a ocuparlo. Se ha producido un deslizamiento de este terreno tradicional y nos encontramos ante tendencias profundas que ya han desbordado a las mismas organizaciones sociales que las promovieron y hoy tienen que aumentar continuamente la apuesta, esforzándose por estar a la altura de los principios que pusieron en circulación, incluyendo necesariamente términos (ecosocial, sostenible, racializado, diverso …) que por el hecho de ser empleados constituyen el contenido mismo del discurso y el sello que los califica como progresistas y de izquierdas.
No es sencillo escoger entre la variedad de ejemplos que nos ofrece la clase política española cuál puede representar mejor el desprecio al sentido común y el autoritarismo latente en sus intervenciones. Algunas hacen sonreír, de no ser porque no se trata ya de juegos más o menos lúdicos de patio de vecindad. No obstante, una de las últimas del Ayuntamiento de Barcelona invita a quedarse pasmado y preguntarse por la cordura de quienes, durante las fiestas navideñas, organizaron unas jornadas de Consumo responsable, uno de cuyos talleres era Menstruación sostenible. Consistía en enseñar a las mujeres la complejidad del ciclo menstrual, no desde un punto de vista fisiológico, sino para que lo vivan de manera sostenible, aplicando la técnica del diagrama lunar entre otras modernísimas técnicas. Aunque la producción nacional abunda en charlotadas semejantes, que parecen más insustanciales que peligrosas comparadas con las de otros países, no cabe duda de que avanzamos por la dirección adecuada. Por eso es más ilustrativo centrarnos en los casos que nos llegan de Estados Unidos, en ellos los dos vectores, que señala Mariano de las Nieves, se presentan de manera abierta: la corrección política como una forma privilegiada de ejercer la censura y el victimismo como medio paradójico de dominación.
La corrección política generalizada en los medios político, periodístico y académico de Estados Unidos es una prueba de lo avanzados que se encuentran en su proceso de metamorfosis. Pero es aún más inquietante la forma en que el victimismo ha ocupado progresivamente la conciencia colectiva, hasta pervertir las reivindicaciones más nobles y justificadas, como la lucha contra el racismo. Ofrece grandes ventajas: nadie puede cuestionar la verdad de una víctima y aún menos su valor moral; el sufrimiento, la resistencia y hasta el orgullo de ser una víctima, algo que aparentemente es una forma de defensa, se han convertido en un arma temible que se puede dirigir contra cualquiera y en cualquier momento de la vida y de la historia. Es la justificación con que siempre han soñado los totalitarios. Podemos ironizar cuando leemos que Colón ha pasado a ser un genocida o considerar que cualquier ideología tiene sus extremistas que no representan a la gran mayoría. Sin embargo, conviene no olvidar que el totalitarismo del siglo pasado comenzó declarándose víctima para poder ejercer después de verdugo. El victimismo se presenta como progresista y hay sobrados indicios de que es la manifestación moralizante de un nuevo tipo de discriminación, que puede llegar a la persecución y el linchamiento de una persona, un colectivo o una idea. Antes se cancelaba un viaje o una hipoteca, hoy también se cancelan las personas, es decir, se aísla y suprime de la vida social, profesional, y económica a cualquiera que se considere enemigo de quienes se toman por jueces y emprenden su persecución.
El consejo escolar de San Francisco decidió recientemente cambiar el nombre de un tercio de los colegios de la ciudad, para acabar con la glorificación de personalidades ligadas a la esclavitud, el racismo o la violación de los derechos humanos. Un propósito loable al que nadie puede oponerse, pero la cosa cambia cuando se lee la lista de los proscritos: los padres fundadores de la República, George Washington y Thomas Jefferson, por poseer esclavos; Abraham Lincoln, por haber autorizado la ejecución de treinta y ocho amerindios (condenados por haber atacado a colonos en Minessota en 1862); conquistadores y frailes españoles, como Fray Junípero Serra, canonizado en 2015; Thomas Edison, Franklin D. Roosevelt, Robert L. Stevenson… Podemos juzgar que es algo absurdo, pero precisamente por ello tiene una significación mayor. La llamada cancel culture tiene especial vigencia en los medios culturales de masas y en el ámbito académico. Educar a las nuevas generaciones en el resentimiento y en la ejecución en efigie va más allá de una especie de moderna damnatio memoriae.
En 1964 se prohibió cualquier apoyo y manifestación política en el campus de la universidad de Berkeley, ese fue el comienzo de la revuelta estudiantil que se extendió primero por Estados Unidos y más adelante por Europa. Cuando en San Francisco se “cancela” a Stevenson, también se expulsa de las aulas, junto con La isla del tesoro, cualquier forma de expresarse libremente. Desconcierta pensar que no fue necesario “cancelar” el Movimiento por la Libertad de Expresión que encabezó la rebelión de los estudiantes, porque se disolvió progresivamente él solo. Aunque es más descorazonador tener la duda de si aquellas rebeliones no fueron, sin quererlo ni ser conscientes de ello, el comienzo de buena parte de los victimismos y “cancelaciones” que prefiguran hoy la metamorfosis que todavía no ha alcanzado la madurez suficiente para reconocerla con claridad.
Fernando Sánchez Pintado
De artes y victimizaciones, por Mariano de las Nieves
El suplemento cultural “Babelia” del sábado 14 de Marzo de 2020 publicó un amplio artículo de Pablo Ximenez de Sandoval en el que se hace eco del nuevo libro del escritor americano Bret Easton Ellis. El libro se llama “Blanco”.
Bret Easton Ellis es un conspicuo representante de la llamada generación X. Publicó a los 21 años su primer libro (“Menos que cero”) y Estados Unidos de una merecida fama que, sin embargo, no traspasó masivamente las fronteras de Estados Unidos hasta que, en 1991, sacó a la luz “American Psycho”, un relato sobre un asesino yuppie, pijo y descerebrado, al que le encantan (por ese orden) violar y matar mujeres y las tarjetas de visita. Y cómo su libro se convirtió en película redondeó, si cabe, el éxito mediático.
Pero lo que nos interesa (ahora) de Easton Ellis (que ya ha cumplido 56 años) son las manifestaciones que se recogen en el articulo citado.
Veámoslas:
“La ideología está aplastando al arte, la corrección política está asfixiando la libertad estética”
“A la cultura ya no le importa el arte”
Y mas adelante:
“Hay unas olimpiadas del victimismo. Unas olimpiadas de la opresión donde todo el mundo está oprimido y es víctima. No te pasan cosas en la vida, eres víctima de las circunstancias de la vida. Me pregunto porqué el victimismo es tan atractivo. Qué es lo que hace tan interesante presentarte como víctima. Incluso si no lo eres te presentas como víctima porque da mucha atención mediática”
Y advierte contra determinada izquierda americana a la que llama “opresora”: “Es opresión. No se trata de libertad, son autoritarios. Se trata de ocupar espacios de poder, que es de lo que va la vida”.
Hay pues dos temas confluyentes (hay más, pero solo entresacaremos estos) en las manifestaciones de Easton Ellis. El primero toca la delicadísima cuestión de la corrección política y la censura aparejada. Les confieso que para mí es un tema de importancia marginal, y no por que lo menosprecie sino porque forma parte de la viejísima historia de la “censura a medida” y también de la manipulación de lo ético. Y a estas alturas es inútil discutir de la evidente asimetría que se genera cuando a Willy Toledo se le aplaude que blasfeme y a mí no se me permitiría un comentario ¿machista? sobre una personalidad política a la que considero, en mi mas intima intimidad, tonta del culo. Pero, claro está, yo no soy Willy Toledo. Y para que quede claro lo que quiero decir, y digo, es que los vigilantes, oficiales y oficiosos, de la corrección política tienen una gran surtido de gafas, con graduaciones distintas que les permiten desde ver borroso a analizar hasta los poros de la piel, dependiendo del propietario del pellejo escrutado.
Sin duda que Ellis tiene razón al decir que todo este perverso y pegajoso mecanismo afecta al arte. Porque le afecta. Y afecta también a la consideración del arte en la medida en que la trasgresión, que es el núcleo de acción de la creación artística, tiende a convertirse en trasgresión acorde con la corrección. Y así surgen una caterva de estúpidos funcionales que acaban distinguiendo entre trasgresión correcta e incorrecta. La trasgresión no es acorde con nada pero tampoco se justifica por sí misma. De lo que se deduce (o debería) que la obra de arte ha de ser juzgada no por lo que trasgrede sino por lo que alumbra al trasgredir.
Pero pasemos al segundo comentario.
Al hablar de la popularidad del victimismo Ellis ya recorre un camino que se abrió alrededor del año 2005 y que produjo en Francia (también en España) algunos libros interesantes.
El ser víctima comenzó a convertirse en una situación social deseable para precisamente los que no eran víctimas en absoluto (incluso intentaron, y consiguieron, colarse algunos que simple y llanamente eran verdugos). Un periódico francés publicó una viñeta (muy difundida pero quizá no lo suficiente) en la que un transeúnte le decía a otro “¿Es usted una víctima?” Y cuando el interlocutor le contestaba negativamente, el primer concluía “Pues le acompaño en el sentimiento”.
Ahora tenemos a la izquierda populista empeñada en considerarse víctima de todo al tiempo que invita a barra libre de victimismo a cualquiera que se sienta agraviado por la vida. Hay que buscar un culpable a lo que nos pasa y el culpable son los demás, jamás el que suscribe. Con la gracia de que este “los demás” es variopinto y extensible de modo que admite todo aquello a lo que reputamos que no nos ha dado “lo que tenemos derecho”. Y qué les voy a decir de los nacionalismos que ustedes no sepan.
Lo más curioso que sucede en este apasionante mecanismo de la victimización fantasma es que los que lo promueven, cuando han conseguido lo que querían (poder, dinero o una casa en Galapagar) son los primeros que niegan a los demás la posibilidad de ser víctimas de sus andanzas. En ese momento el que se queja o es un blando o es un saboteador, porque no ha entendido que ya pasó el momento de quejarse y es el momento de arrimar el hombro. Ellos ya se situaron en el pescante del carromato.
Está bien que Bret Easton Ellis nos lo recuerde.
Mariano de las Nieves
El triunfo del pensamiento mágico, por José Lázaro
Texto publicado originalmente en Espacios Inseguros.
El hecho de que Franco tuviese siempre cerca el brazo incorrupto de santa Teresa es un indicio más de lo importantes que son las reliquias. Cuenta Gustave Le Bon en un libro muy serio, publicado hace un siglo, que en la Catedral de Oviedo le enseñaron un cofre, transportado en un instante desde Jerusalén por el aire, que contenía, entre otras cosas, leche de la Madre de Cristo, cabello del que la Magdalena empleó para enjuagarle los pies al Señor, la vara con que Moisés dividió las aguas del Mar Rojo y la cartera de San Pedro. No he conseguido que mis amigos asturianos me confirmen si pueden todavía verse allí esas maravillas, con lo que no puedo asegurar si el testimonio de Le Bon es auténtico o postauténtico.
José Lázaro
Si no se nombra no existe, de José Lázaro
Maravillas del pensamiento mágico: si en lugar de pronunciar su apellido le llaman “esa persona” es como si desapareciese; si en lugar de “España” dicen “Estado español” irán logrando que se extinga ese país; si en lugar de “cadena perpetua” escriben “máxima pena posible”, pueden ya firmar el texto antes rechazado. Es que son como niños. ¿O quizá es que, en el fondo, todos somos así?
Amos Oz escribió un breve ensayo que en castellano lleva el insípido título de Contra el fanatismo. La versión en inglés se llama How to cure a Fanatic, que el editor francés acertó a traducir por Comment guérir un fanatique. Recuerda allí Oz las primeras décadas del conflicto israelí-palestino, en las que “los palestinos y otros árabes tenían verdadera dificultad para pronunciar la sucia palabra ‘Israel’. Solían llamarlo la ‘entidad sionista’, la ‘criatura artificial’, la ‘intrusión’, la ‘infección’, aldaula al-mazuuma (el ‘estado o ser artificial’)”. Y, con la ecuanimidad que le caracteriza, añade Oz que sus propios compatriotas hacían lo mismo para no mencionar al pueblo palestino: “Solíamos recurrir a eufemismos como los ‘lugareños’ o los ‘habitantes árabes del país’.” No hará falta recordar aquel entretenido juego de los periodistas que intentaban hacerle pronunciar a Zapatero la palabra “crisis” mientras él repetía lo de la “desaceleración acelerada” debida a que “ahora las cosas van menos bien” y ocurrencias por el estilo.
Pero los apóstoles del lenguaje políticamente correcto no son los únicos convencidos de que se logra cambiar la realidad sin más que cambiarle el nombre. A principios del siglo veinte eran frecuentes los análisis de algo que hoy está muy mal visto: los elementos comunes que se pueden observar en el pensamiento mágico de los pueblos primitivos (perdón, quise decir “cazadores-recolectores”), de los borrachos (perdón, me refería a las “personas con intoxicación etílica aguda”), de algunos enfermos mentales (perdón, quería decir las “personas que padecen un trastorno mental”) y de los niños pequeños (lo siento, pero ya no sé como hay que llamarles este año; ¿quizá “personitas en vías de desarrollo”?). Esos elementos comunes son llamativamente constantes: convicción de que dos cosas análogas pueden sustituirse entre sí, de que dos cosas que han estado en contacto pueden después influirse a distancia entre sí, de que dos palabras parecidas se refieren a la misma cosa (o a dos profundamente relacionadas), de que a través de un nombre se puede actuar mágicamente sobre el objeto nombrado (por ejemplo, eliminándolo de la existencia)… El abuelo de la Antropología, Georges Frazer, describió brillantemente en La rama dorada todos esos mecanismos (en el caso concreto del pensamiento mágico de los pueblos “cazadores-recolectores”, que el muy miserable no llamaba como es debido, claro está). Y Wittgenstein anotó, con la lucidez que le caracterizaba: “Cuando leo a Frazer me gustaría decir continuamente: todos esos procesos, esos cambios de significado los seguimos teniendo ante nosotros, en nuestro lenguaje hablado.”
Exacto: esos procesos están en todos nosotros porque son la base misma de la asociación de ideas, de las metáforas y las metonimias, del razonamiento analógico, de la imaginación, de la fantasía y de las creencias religiosas. Diversos autores se han acercado a ellos con perspectivas parciales, pero seguramente complementarias; por ejemplo Freud, cuando describió los mecanismos básicos del inconsciente (la condensación metafórica y el desplazamiento metonímico) o Jakobson cuando planteó que el lenguaje tiene dos grandes ejes: el paradigmático (en el que se realiza la selección de un término descartando con ello otros más o menos semejantes que podrían haber sido seleccionados en su lugar) y el sintagmático (en el que se realiza una yuxtaposición de los términos seleccionados estableciendo entre ellos una relación de contigüidad que permite construir el discurso lineal). En España revisó el tema Eugenio Trías, en su temprana obra Metodología del pensamiento mágico.
Lo relevante es que esos mecanismos asociativos profundos están en todos nosotros y pueden fácilmente observarse en la vida cotidiana. A veces toman el control del habla y pueden llegar a producir la poesía de Góngora o el delirio. Otras veces se infiltran sutilmente en el discurso lógico y revelan su verdad oculta: le ocurrió hace muchos años a un locutor que informó sobre los parlamentarios electos de Herri Batasuna que, para tomar posesión de sus escaños en el Congreso, habían usado la formula “por imperativo legal, para atacar la Constitución”. Y también le pasó a un profesor que al explicar en clase las terroríficas plagas medievales de ergotismo fue interrumpido por risitas inexplicables… hasta que un alumno piadoso le señaló que en la pizarra había escrito “erotismo”.
Sí, Wittgenstein tenía razón: el pensamiento mágico lo usamos (y lo padecemos) todos, inevitablemente, cada día. En la medida en que logramos controlarlo podemos argumentar con lógica. En la medida en que nos abandonamos a él podemos convertirnos en poetas, en psicóticos o hacernos como niños. Pero cuando un político lo usa sin darse cuenta siquiera de la inocencia con que lo está usando solo consigue reforzar una opinión cada día más extendida: la política es una de las pocas profesiones que dan prestigio a quien las abandona.
José Lázaro
El país de la izquierda, por Juan Claudio de Ramón
Texto publicado originalmente en El País el 8 de octubre de 2019.
Es frecuente salir al paso alegando que un país no son sus símbolos, sino la calidad de sus servicios públicos. Eso es confundir conceptos.
La campaña comienza bien: con una pintoresca disputa sobre las dificultades de cierta izquierda española para decir el nombre del país que quiere gobernar. Errejón no podía esperar menos: más que nombre de partido, “Más País” lo es de síndrome: el de no poder articular las seis letras de la palabra España. Tampoco en 2015 la izquierda alternativa tuvo la audacia de concurrir a las elecciones con un “España en común”, análogo a la fórmula usada en autonómicas y municipales.
Los mareos y trasudores que le entraban ante la idea de decir España fueron confesados por el propio Pablo Iglesias, en un corte de vídeo que aún anda por YouTube. En él se escucha al líder de Podemos decir esto: “la identidad España, una vez perdida la Guerra Civil, está perdida para la izquierda”. Un diagnóstico aturdido y sin fundamento que enfurecería a miles de republicanos de izquierda que defendieron la Segunda República, empezando por los intelectuales antifascistas agrupados en la mejor revista literaria publicada durante la guerra: Hora de España se llamaba.
Juan Claudio de Ramón.