Que la vida en la sociedad contemporánea iba a ser complicada no nos lo advirtió nadie. Y no me refiero a las complicaciones inherentes a la tecnificación o a la propia forma de organizarnos en esta colectividad de vastísimas dimensiones. Eso no es lo complicado, y si lo es, también lo fue para todas aquella civilizaciones que nos precedieron. De hecho, el nivel de tecnificación de nuestra sociedad responde de manera directa al crecimiento desmesurado de la sociedad misma. Permítame que utilice un ejemplo simple: una sociedad tribal puede estructurarse, por ejemplo, en torno a un consejo de ancianos; mientras, una sociedad contemporánea y eminentemente urbanita necesita estructuras de vertebración y poder mucho más sólidas y fundamentadas que las que se basan en la asunción de que la edad es igual a la autoridad y la experiencia.
Así, de esta forma y por este camino inhóspito, hemos llegado hasta donde estamos ahora. Somos una sociedad, probablemente la más grande de toda la historia de la humanidad. Con toda seguridad la más comunicada y tecnificada. Pero también con toda seguridad igual de imperfecta que todas aquellas civilizaciones que nos precedieron. Incluso si me permite, puede que más imperfecta, pues arrastramos muchos de los errores que hicieron sucumbir a las de nuestros antecesores. Porque no podemos obviar un elemento fundamental en nuestra fragilidad como civilización contemporánea: seguimos construyendo estructuras modernas a partir de los mismos mimbres que hicieron colapsar todas las construcciones de las que hoy nos admiran sus ruinas: los mismos hombres y las mismas mujeres.
Sería un estúpido si pretendiese entender por qué se vinieron abajo todas las sociedades que nos precedieron. Sería un presuntuoso si creyese saber donde se encuentran los errores de nuestra construcción social y cuáles son las claves para la pervivencia de la misma. Albergo más dudas que respuestas. Sin embargo, y como parte de esta sociedad, como simple observador, aprecio un error persistente y cada vez más acusado. Ni soy el único ni siquiera el primero, Arthur Schopenhauer escribía alrededor de 1831 -muy en los albores de nuestra contemporaneidad- y casi con vocación de servicio, su obra póstuma El arte de tener razón.
Déjeme detenerme un momento en esto porque creo que es importante. Tener razón, así, por si mismo, ni está mal ni es cuestionable. O mejor dicho: querer tener razón. Puede que ni esté mal ni esté bien porque, al fin y al cabo, el tiempo nos viene demostrando que la razón, como la verdad y la historia, la terminan escribiendo los vencedores. Precisamente, en este tiempo de guerras culturales y debates de civilizaciones, creo que no está demás poner un poco en orden cómo son las reglas y cuál es el estado de esos terrenos de juego.
La obra antes citada de Schopenhauer continúa su titulo con la siguiente coda: “expuesto en 38 estratagemas”. La verdad es que el título con el que se publicó la obra de Schopenhauer es en este caso lo de menos. Por un lado, porque como dije antes la publicación fue póstuma, y por otra parte porque el texto original no tenía título a la muerte de su autor. Parece ser que no solo los vencedores escriben la historia, también los supervivientes escriben los títulos.
Bromas aparte. Lo que me interesa sobre el texto de Schopenhauer no es ni el texto ni el título, es el concepto que quiso retratar el guedanense. Esto es, el hecho de tener razón por encima de todo, incluso por encima de saber que uno mismo la tiene. Podría decirse que la decisión de Schopenhauer en no publicar su texto se basaba precisamente en ese motivo. Según comentan, él, con el paso del tiempo, tomo consciencia de que glosar las argucias dialécticas que pudieran servir para imponer la opinión de uno mismo en una discusión, quizá no era una labor encomiable.
Sin embargo, el tener razón por encima de todas las cosas, como valor supremo, se ha convertido desde los tiempos de Schopenhauer hasta nuestros días en algo mucho más habitual de lo recomendable y mucho más abundante de lo admisible. Baste echar un vistazo a ese pozo de insultos e insidias en que se ha convertido algo que pudo ser tan útil (o tan inútil) como Twitter. Le advierto que si no tiene costumbre de ir por allí, mejor ni se asome.
Así las cosas, usted podrá pensar: “Bueno, sí, a día de hoy todo el mundo quiere tener la razón. Tampoco es para tanto.” Y es cierto, ese particular tampoco supone el fin de los días. Pero el problema es más profundo y severamente más grave. La insistencia de ciertos grupos o individuos en demostrar su razón puede transformar nuestra sociedad en un corral de vehemencia. De hecho así es. Pero muchas veces ese afán en estar en posesión de la verdad por encima del otro nos lleva querer hacerlo incluso vulnerando la verdad, las leyes más elementales de la física o el simple y llano sentido común. Véase sin ir más lejos a aquellos negacionistas de las vacunas, del COVID, del Holocausto o (y esto reconozco que no me lo esperaba) del Latín. Sí, ha leído bien. Casi del mismo modo que hay negacionistas de la redondez del planeta Tierra también hay una corriente de negacionistas de la Lengua Latina como origen del resto de lenguas romances. Vivir para ver y ver para vomitar.
Dicho sea de paso, yo siempre he sido partidario de aplicar el sentido crítico a todo. Como hijo de mi tiempo y del Posmodernismo, la deconstrucción es parte de mi formación y de mi manera de entender la realidad. Pero convendrá conmigo que, como ha sucedido siempre a lo largo de la historia, esta vez la óptica crítica a algunos se les está yendo de las manos.
Una de las cosas que he aprendido, gracias a la crisis global que ha supuesto la pandemia que estamos viviendo, es a ser crítico con cualquiera que plantee una crítica a lo lógico y evidente. Porque, además de la enfermedad, este virus que nos acecha ha destapado otro mal igual de pernicioso: la epidemia de la falacia.
Tener razón por encima de todo, a costa de cualquier cosa, incluso negando lo más evidente y razonable, ha encontrado en todo tipo de negacionismos el sustrato perfecto; y en la falacia de todo tipo y pelaje, el abono ideal. No quiero con esto romantizar un pasado en el que la verdad y la cortesía reinasen en cualquier debate dialéctico. Porque creo que eso no ha sucedido nunca. De otro modo Cicerón, Maquiavelo e incluso el propio Schopenhauer hubieran escrito otro tipo de obras. Sin embargo reconozco que ahora, la falacia e incluso la mentira desnuda como arma oratoria, viven una nueva juventud gracias a la diversificación de los medios de comunicación y la aparición de las redes sociales.
Ahora bien, no podemos olvidar dos cosas. La primera es que, si al comienzo decía que la vida moderna era complicada, también lo será para los falaces y negacionistas. Y la segunda, que del mismo modo que la falacia y la mentira están viviendo una juventud dorada, basta con dejar que el tiempo las agoste como uvas en un cesto. Pues, la falacia y la mentira, tienen en su contra el tiempo que uno quiera dedicar a contrastarlas en esa maravilla universal que es internet. Pocos bulos, pocas insidias, pocas, poquísimas falacias resisten una búsqueda certera en la Red de Redes. Y sobre todo, ninguna mentira, falacia, bulo o embuste tiene difusión -que es al fin y al cabo de lo que se alimentan- si nosotros no se la damos.
Lea, estudie, contraste, desconfíe de fuentes poco confiables. Haga como Schopenhauer, entienda, comprenda, compile, ríase de quien pretende reírse de usted. Pero sobre todo, no comparta y no difunda el aliento de aquellos que quieren que este tiempo se recuerde como la Edad de la Falacia.