De blogs, realidades y racionalidades, por Cecilio de Oriol

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3 de octubre de 2022

Escribir y mantener un blog supone siempre una doble aproximación que, al tiempo y como suele suceder, es una doble posibilidad de errar. Hay una tercera (siempre hay una tercera): caer en la sima temible de aburrir al personal que tiene la amabilidad de acercarse a leernos un rato.

Si prescindimos, insensatamente, de este último resultado (el de aburrir) el bloguero solo puede oscilar entre la opción de ser cronista de lo que pasa a su alrededor e interprete, más o menos afortunado, de lo que sucede, o mantenerse en el terreno de las ideas y hacer de sus peroraciones la expresión de lo que el caletre le dé de sí a la hora de pensar y de decir lo que piensa.

Eso hace que haya blogueros cronistas y blogueros filósofos (quizá haya que incluir otra tercera vía: la de los blogueros críticos literarios).

En cualquier caso y al margen de clasificaciones que acaban siendo cavilaciones, a uno le tienta la idea de, de vez en cuando, hablar de un libro, comentar algo que apareció en el periódico de ayer o irse arriba y reflexionar sobre el destino y papel del hombre “en el cosmos”, como han hecho pensadores de toda laya a lo largo de los siglos.

Les confieso que a mi me gusta transitar por todas estas posibilidades y pasar, con mejor o peor fortuna, del libro que leo o leí, a la prensa del día y, de lo cotidiano de estas realidades, a especulaciones más o menos afortunadas que siempre son, no nos engañemos, llamadas de auxilio que piden el contraste con otras ajenas, que se esperan y nunca llegan.

Y hoy toca el periódico de ayer que en este caso es, precisemos, de antesdeayer.

En El País del día 1 de Octubre de este año de 2022 me encuentro con dos artículos distintos y dispares pero que me permiten, no sé si abusivamente, hacer unos comentarios que seguramente serán calificados por muchos como inadecuados por políticamente incorrectos y, sin duda, como inoportunos en todo caso.

En el primero, y a propósito de eso que alguien se empeña en llamar Memoria Histórica (excelso pleonasmo trasmutado, por mor de la prisa ideológica, en Memoria Democrática) se habla de que la ley  en ciernes  establece como uno de sus objetivos nucleares “articular una respuesta del Estado para asumir los hechos del pasado en su integridad, rehabilitando la memoria de sus víctimas, reparando los daños causados y evitando la repetición de enfrentamientos y cualquier justificación de violencia política o regímenes totalitarios”.

Convendrán conmigo que es una declaración de principios llena de perlas semánticas que merecerían una atención detallada. La sola mención inicial al protagonista de la respuesta que se pretende articular (el Estado) ya suscita imágenes que no son precisamente tranquilizadoras. Huele al afán de unos y otros (no lo digo como Unamuno) de centrar en el Leviatán el origen de todo bien y la solución de todos los males. Y eso sin mencionar el fantasma orwelliano.

Pero vayamos al final del párrafo citado y pensemos en su aplicabilidad en la realidad del momento. Hay en ella un matiz claramente prospectivo en la medida que habla de “evitar”. Y ahí es donde surgen las preguntas que sería conveniente contestar antes de pasar a cualquier otra consideración. Son preguntas fáciles en algunos casos y menos fáciles en otros.

Hablemos claro. Cuando se menciona evitar “cualquier justificación de la violencia política” hay una zona que es diáfana y perfectamente suscribible. Matar, secuestrar, torturar por motivos políticos y, por supuesto, inducir o provocar la guerra, son algunas de las conductas que deben ser evitadas. Entre otras cosas porque son condenables sea cual fuere la motivación (política o no) que se aduzca.

Pero hay toda una pléyade de “pequeños aspectos” que merecerían aclaración. Son preguntas sencillas y sin grandes dificultades de ser contestadas. Ahí van algunas. ¿Es violencia política un escrache?, ¿es violencia política impedir hablar al adversario?, ¿es violencia política una manifestación con daños a la propiedad o a las personas?, ¿es violencia política la difamación persistente y la calumnia comprobada?, ¿es violencia política el insulto personal? (Amplíen el repertorio ustedes hasta donde llegue su experiencia).

Y vayamos, por fin, a otra de las fases citadas: “fomentar un discurso común basado en la defensa de la paz, el pluralismo y la condena de toda forma de totalitarismo político”. Leerla le ensancha el corazón a cualquier persona sensata y no hay duda que resulta difícil estar en desacuerdo. Pero también aquí surgen, siempre malintencionadas, algunas preguntas. Como decíamos antes a estas alturas nadie duda de que el régimen de Hitler, de Stalin, de Mussolini, de Franco o de Salazar fueron totalitarios (y también dictatoriales, se diga lo que se diga).  Nadie puede afirmar que el partido fascista, el nazi o la falange fueran pluralistas. Tampoco el comunismo de Lenin y Stalin y sus seguidores.

Pero ¿es pluralista y no totalitario el partido comunista actual (incluidos sus diversísimas franquicias, aparecidas tras la caída del muro)? ¿fue pluralista y no totalitario el PSOE de Largo Caballero, que parece resucitar?  ¿es pluralista y no totalitario el integrismo católico español? ¿son pluralistas y no totalitarios los regímenes de Venezuela, Cuba, Nicaragua, Irán, Arabia Saudí y tantos otros que harían larga la cita? ¿Son pluralistas y no totalitarios los nacionalismos extremos?

Todas estas preguntas se pueden contestar con un si o con un no y ambas respuestas tienen la posibilidad de ser razonadas de una manera u otra. Pero cuando uno no las ve contestadas de manera clara y terminante, le surge de la más íntima de las regiones del alma una amarga reflexión: Una cosa es predicar y otra dar trigo.

Estaba yo en estas melancólicas cavilaciones cuando di la vuelta al periódico y, en la última pagina, me topé con el semanal artículo de Savater.

Digan lo que digan los que últimamente le critican, a Savater se le puede reprochar sus opiniones (como a todo el mundo, afortunadamente) pero no se le puede negar la racionalidad de lo que opina.  Es evidente que Savater habla desde su apreciación subjetiva de una realidad que observa (y la observa con innegable agudeza) y a la que intenta colocar en el ámbito de la objetividad posible (la objetividad absoluta le queda lejos porque nos queda lejos a todos: sencillamente es imposible).

En su columna Savater afirma algo que verán como viene a cuento ahora. Por una parte dice que lo que sale de las urnas “legalmente utilizadas” (la precisión no es ociosa) no puede ser totalitario (el dice fascista quizá arrastrado por la actual manía de cierta izquierda de llamar “fascista” a todo lo que no le gusta o le interesa: algunos recordamos que el franquismo también llamaba “comunistas” a todo lo que no le gustaba o no le interesaba).

Y, tras precisar que el fascismo consiste “en romper las urnas no en respetarlas” añade que “fascistas son los que salen a la calle a manifestarse cuando son elegidos quienes no les gustan”.

Y tiene razón, aunque me atrevo a hacerle un apunte. Ha habido fascistas (totalitarios preferiría llamarles yo) que tras alcanzar el poder en las urnas hicieron uso de ese poder para cambiar las leyes y conseguir una situación política que impidiese de facto el desarrollo y la vuelta de cualquier forma de oposición al poder que querían conservar para siempre. El ejemplo histórico (y muy didáctico) de eso fue el ascenso del partido nazi en la Alemania de los años 30. Por tanto el totalitarismo no solo suele rechazar los resultados adversos sino también usar los positivos para impedir el recambio posible.

Las urnas garantizan, por tanto, una forma de legitimidad de origen pero esa legitimidad se puede perder si el ejercicio del poder no está abierto a ser perdido por los que lo detentan. Y recalco, la legitimidad democrática exige siempre serlo de origen pero también exige, con la misma o más fuerza, serlo de ejercicio. Por eso un partido no es automáticamente democrático por ser votado. Adquiere esa condición al respetar las reglas del juego que incluyen no obstaculizar, fuera del juego electoral legal y mediante abuso del poder ostentado, el posible acceso al poder de los que se le oponen.

En España tuvimos en la historia del siglo veinte dos hechos interesantes que vamos a citar en orden inverso al cronológico.  Uno bien conocido y otro más opacado. El primero es la rebelión militar ante los resultados de las elecciones del 36; el segundo fue la revolución del año 34 ante los resultados de 1933.  Las dos rebeliones, porque rebeliones fueron, se justificaron por sus partidarios como medidas “preventivas”. La primera ante la posibilidad de una dictadura comunista, la segunda ante la posibilidad de una dictadura de derechas. Las consecuencias de la primera están claras, las consecuencias de la segunda se han discutido menos, entre otras cosas por que fracasó.

Por eso la Memoria Democrática no debería empezar en 1936 sino en 1934 y mucho mejor (ya oigo los aullidos y los insultos) desde 1931, fecha en la que en España la racionalidad política y el juego democrático, tal y como hoy lo entendemos (y penosamente defendemos), dio paso a la justificación y racionalización a posteriori de lo que  fueron simples y claros golpes de Estado.

La política se despeñó entonces en el fangoso y movedizo campo de las justificaciones emocionales pero también, muchas veces, cínicamente mentirosas.

Y hasta aquí hemos llegado.

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