«ROJA» versus «AZUL». Reflexiones de un ciudadano

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                                                 Madrid, octubre de 2023

Pedro García Barreno

El líder rebelde Morpheus da la opción al novel Neo de permanecer en la simulación imperante tras la ingesta de una «píldora azul», o irrumpir en la realidad tomado una «pastilla roja». No es una decisión fácil: ¿elegir la realidad, con sus difíciles verdades, o vivir en el entumecido olvido de Matrix?

La película The Matrix, la primera de la franquicia Matrix, escrita y dirigida por las Hermanas Wachowski (Lana, 1965; Lilly, 1967. Ambas son mujeres transgénero, directoras de cine, guionistas y productoras, estadounidenses, o las Wachowski), estrenada en 1999, es famosa por acuñar la metáfora de la «píldora roja».

En el mundo imaginario de la película, la gente vive en un estado de ilusión, experimentando una simulación de la vida real, completamente controlada, que los mantiene pasivos, completamente engañados.

Thomas Anderson es programador informático de día y un hacker llamado Neo de noche. Lleva toda su vida intuyendo que hay algo más, que hay algo que falla y esa duda se ve reafirmada con un mensaje recibido en su ordenador: «Matrix te posee». Así, Neo comienza la búsqueda desesperada de una persona de la que solo ha oído hablar: otro hacker llamado Morfeo, alguien que puede darle la respuesta a las preguntas que persigue: ¿Qué es Matrix? y ¿por qué lo posee a él? Morfeo y su equipo, al darse cuenta de que sus enemigos están buscando a Neo, deciden entrar en contacto con él. La hacker Trinity, amiga de Morfeo, lo conduce hasta él y la respuesta que busca. Pero para obtenerla debe renunciar a su vida anterior y a todo lo que había conocido antes. El símbolo de dicho proceso es aceptar tomar una «píldora roja»; en cambio, la «píldora azul» podría devolverlo a su mundo actual sin que, aparentemente, nada de lo que está sucediendo hubiera pasado. Neo acepta tomar la «pastilla roja», olvidar su vida y todo lo que conoce para descubrir «qué es Matrix».

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La «píldora roja» entró en el léxico como una elección, libre, que podemos realizar, comenta A. C. Brooks. Últimamente, esto a veces se refiere a la radicalización política, pero desde antes y de manera más benigna, ha significado la elección que hacemos en la vida de adormecernos o enfrentar la realidad. Por un lado, dice la propuesta, podemos aceptar las distracciones narcóticas de la vida moderna, ya sean drogas, redes sociales o teléfonos inteligentes. Por otro lado, podemos afrontar la realidad, a veces dura, de nuestras relaciones, nuestro trabajo, nuestras perspectivas, incluida la verdad sobre nosotros mismos que preferiríamos no afrontar.

Con la pastilla azul, somos perfectos tal como somos: somos adorables; nuestras opiniones son correctas; nunca pecamos. La pastilla roja nos muestra nuestro yo imperfecto: defectuoso, tal vez difícil de amar, culpable, ignorante, arrogante.

Esa pastilla roja que nos permite vernos a nosotros mismos como realmente somos tiene una forma existente, no metafórica: se llama humildad. No siempre es una medicina fácil y viene en más de una dosis. Pero si estamos dispuestos a tomar esa pastilla una y otra vez, nos esperan recompensas asombrosas.

La humildad (modestia sobre la propia importancia o experiencia) puede referirse a un acto (por ejemplo, ceder un buen asiento a otro), una condición (vivir de manera discreta) o un rasgo (evitar la suposición de que siempre se tiene la razón). Puede practicarse intelectualmente (un concepto llamado «humildad epistémica», que se ve en discusiones sobre, por ejemplo, religión o política) y socialmente, en nuestras relaciones con los demás, lo que puede implicar abstenerse de comportamientos como la jactancia, por ejemplo. En otras palabras, la humildad es puro realismo: la «píldora roja». Algunos consejos de humildad son obvios, como «habla menos sobre ti mismo» y «discute menos, escucha más». Una cucharada de azúcar -«A spoonful of sugar»- ayuda a tragar la medicina. La pastilla roja no tiene por qué ser completamente amarga. Mucha gente toma pastillas para relajarse. De hecho, la «pastilla roja» de la humildad podría ser la medicina más eficaz. No se requiere receta médica.

El artículo de F. J. Ingelfinger concluye: «En la facultad de medicina, a los estudiantes se les habla de la perplejidad, la ansiedad y la incomprensión que pueden afectar al paciente cuando ingresa al sistema de atención médica, y en los años clínicos el estudiante venturoso y sensible puede aprender mucho hablando con aquellos asignados a su supervisión. Pero los efectos de las conferencias y conversaciones son efímeros y no sustituyen a la experiencia real. Por supuesto, se podría sugerir que sólo aquellos que hayan sido hospitalizados durante su adolescencia o edad adulta sean admitidos en la facultad de medicina. Una práctica así no sólo aumentaría el número de médicos empáticos; también permitiría que se desechara todo el complicado sistema de admisión a las escuelas de medicina».

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«Cuando vea que el comercio se hace no por consentimiento de las partes sino por coerción; cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes nada producen; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes sino favores; cuando perciba que unos cuantos se hacen ricos por el soborno y por influencias y no por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en autosacrificio; entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada» (A. Rand). Pero no toda corrupción es «despistar» fondos, en uno u otro sentido.

España albergará la Copa del Mundo de futbol de 2030, junto a Portugal y Marruecos. La FIFA ha emitido un comunicado en la que da por hecho la celebración del evento en suelo nacional. Una pregunta está en el aire: ¿El mundial más global o el más raro? Hay más cuestiones a resolver. Implican al reglamento del deporte rey, y asumo, por extensión, a otras actividades «cívicas».  

En los denominados «años de esperanza», el reglamento balompédico recoge en la regla V –Árbitro-, un acuerdo de 1 de marzo de 1930: «En el caso de corrupción probada de un árbitro, éste debe ser expulsado y el encuentro nuevamente jugado». Un poco más adelante incluye otro acuerdo, esta vez de mayo de 1934: «En ningún caso el árbitro debe tomar en consideración el criterio de un juez de línea si él vió el incidente y puede tener perfecto criterio con arreglo a su posición en el campo. En caso de estar el auxiliar en mejor posición, el árbitro, aun después de haber concedido un gol, puede volverse de su anterior fallo. En todos los casos el árbitro no podrá cambiar su primera decisión si el juego fue reanudado». Si seguimos con este manual -de lectura obligatoria no solo en enseñanza secundaria, sino en la terciaria y en la denominada educación permanente-, llegamos al Apartado A) Aplicación de las Reglas. Decisiones Oficiales (éstas no tienen desperdicio): «Un jugador no está autorizado para demostrar su disconformidad de palabra y obra con las decisiones del árbitro, y caso de proceder así se considerará como conducta inconveniente» (International Board, junio 1930). En el mismo apartado -y con ello ya lo dejo- se encuentra el epígrafe «Arbitrar no es destruir el partido», «Las leyes de juego están hechas con el propósito de conseguir que el partido sea disputado con el menor número posible de interrupciones, y, por ese motivo, lo árbitros no deben aplicar castigos por faltas técnicas o supuestas infracciones. Pitar por hechos insignificantes o dudosos aburre e irrita a los jugadores, restando placer al público» (International Board, 14 de diciembre de 1930). Sobran los comentarios.

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 A esta altura de la vida uno ya sólo aspira a tener decoro —la dignidad y la decencia son difíciles aspiraciones—, a tener unos pocos pero sólidos amigos y a sorprenderse de que salga el sol cada día. Todas las doctrinas han pasado y el azul del cielo permanece; todos los imperios han caído y, sin embargo, en nuestro interior la ascética puede levantar un baluarte que nunca será derribado y de ello si estoy seguro. También la juventud ha huido hacia otras playas, hacia otros cuerpos. Brindemos. Que nadie llore por los días perdidos, por los placeres que uno sacrificó a la prudencia o por los impulsos ahogados. Hay que levantar la copa con esperanza y brindar por unos cuantos principios bien asentados; sólo por esa memoria. Desecha cualquier pensamiento que te lleve a aquellos sueños que no pudiste realizar; pon los pies dentro de una acequia y deja que la historia fluya como el agua. Las teorías políticas, las creencias, las convicciones y las disquisiciones filosóficas discurrirán acariciándote el calcañar mientras el mundo se cae a pedazos. Las grandes utopías han desaparecido; los profetas han sido burlados y se han reído de nosotros; el futuro tenemos que seguir conquistándolo porque hay quienes pretenden impedir que se alambique el presente. Son ricos en escaseces. Mas he aquí algunos bienes que, en medio de tanto azar, siempre quedarán en pie: el Benedictus qui venit de la Misa solemne, un buen vino, un delicado manjar, cultivar la amistad y amar a los que te quieren, respetar, ser decente, pasear, contemplar el mar, sentir una buena lumbre o Antígona —«La cordura es con mucho el primer paso de la felicidad». Cuando ya no puedas aferrarte a doctrina alguna, tu nieto o tu amigo o tu amiga, te regalará una sonrisa, tu perro seguirá moviendo el rabo, y aun quedará la luz del alba, la bondad de corazón, la ternura ante el dolor y una agradable conversación con los amigos inmersos en el aroma y la bruma de un buen cigarro. Hoy, los negocios más oscuros se hacen en despachos de cristal muy transparente. Para defenderse: terca austeridad y sosiego. Aún inquieto, mis deseos de PAZ y BIEN [a propósito de unas líneas de Manuel Vicent].

A lo que podemos añadir, o concluir: «Pero todo lo que queda no es ni mausoleos, ni arcos, ni laurel, ni columnas, ni lápidas, ni himnos; no es mármol ni bronce; no es panteón. Es, acaso, algo leve, sin forma, como un brillo de lágrimas insinuando en una pupila, o una pinza de orgullo y desprecio en el silencio de unos labios. Algo como una rosa dejada en un vaso de agua, en el ángulo de una mesa de pino, o allá, al fondo, puesta sobre el simple vasar. En la oscurecida tierra sólo se oía un rumor de oculta acequia» (Final del Diálogo de los muertos).

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