Enrique Lynch

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Enrique Lynch, un recuerdo. Por Enrique Baca

El martes pasado (10 de noviembre) me llegó a casa el libro “Ensayo sobre lo que no se ve”. Lo había pedido, con cierta impaciencia, tras leer una reseña en la sección cultural de uno de los diarios nacionales. Tenia ganas de ver lo que Enrique podía decir sobre un tema que me interesa y que me ocupa.

La noche del 11 al 12 me puse manos a la obra y al hojear el prologo (llamado aquí “Preliminar”), fechado en abril del año pasado, me encontré con una frase en la que Lynch decía textualmente “No me queda mucho tiempo”. Ya conocía de antiguo las preocupaciones y los temores que le despertaba su salud física, indudablemente amenazada.  Pero, insensatamente, pensé que la frase escrita no distaba de las muchas que en los últimos años le había oído decir. Y cómo, por esto o por aquello, hacia ya bastante tiempo desde la ultima vez que hablamos, pensé inmediatamente en escribirle lo antes posible. Cuando me aprestaba a hacerlo me trajeron el periódico El Mundo del día 12 y con él la noticia que no conocía: Enrique había fallecido el martes, el mismo día que su libro (ya póstumo) llegaba a mi casa.

Conocí a Lynch a través de José Lázaro hace ya bastantes años. Al comienzo nuestra relación fue intensa y programada y trascurrió a través de conversaciones casi semanales, él en Barcelona y yo en Madrid, mediante esa herramienta llamada Skype.  Lo virtual no menguaba lo profundo, ni lo tecnológico lo humano. Después, la relación viró hacia campos más personales y se desarrolló lo que calificaría sin dudarlo como una amistad atípica en su comienzo.

En noviembre de 2012 me invitó a dar una conferencia en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, en el departamento en el que él profesaba, llamado, extensivamente, historia de la filosofía, estética y filosofía de la cultura. El tema era “Lo antiestético de la melancolía” y sirvió para que, después, hablásemos mucho y de muchas cosas.

Recuerdo aun la anécdota de ir a su casa en un barrio clásico de la ciudad y la aventura de vagar durante muchos minutos por un edificio, vetusto y laberíntico, en el que la llamada a puertas que se sucedían en pisos alternados tenía como respuesta la aparición de amables ancianas a las que, al preguntar por su vecino, me daban indicaciones tan variadas que casi no indicaban nada. Al final me encontré a Enrique en un piso lleno de libros que, no sé porqué, me evocó una especie de sitio semi mágico y semi imposible. Tras eso nos volvimos encontrar en varias cenas y comidas, hablamos más veces y creo recordar (no estoy seguro) que la ultima vez que lo vi fue cuando me llamó a casa diciéndome que estaba ingresado en el Hospital La Paz de Madrid por una complicación, afortunadamente resuelta. Allí me fui a verle y allí charlamos de nuevo en dos o tres ocasiones mas.

La biografía de Enrique Lynch es una novela de aventuras; a veces medio en broma y medio en serio le animé a que la escribiera y siempre me dijo que lo veía complejo pero que a lo mejor lo hacia algún día. Hay en ella orígenes interesantísimos, peripecias y desgracias familiares sobrecogedoras, sesudas locuras juveniles en el límite del riesgo para la vida, militancias y acciones que producen escalofríos al oírlas, huidas rocambolescas producto de protecciones inesperadas e ilógicas y decepciones sonadas como las que sufrió a su llegada a España. Era interesantísimo oírle contar, con nombre y apellidos, las maniobras evasivas de muchos de los que teóricamente debían ser sus acogedores en la medida que eran sus correligionarios. No era menos interesante la evolución de sus actitudes (no de sus ideas) en la medida que descubría que donde había pensado encontrar pensamiento libre, día a día tropezaba con sectarismos y localismos que le hicieron sentirse incomodo primero, y en situaciones difícilmente soportables después. Y no solo fue el ambiente de su ciudad, sino también los limites que, como buen librepensador que había sido cocinero antes que fraile, había tocado, sin querer o queriendo, en el mundo de las ortodoxias asfixiantes. La vigilancia sectaria de lo políticamente correcto provocó, directa o indirectamente, que los responsables de uno de los suplementos culturales donde ejercía la critica de libros con mesura y con valor, le expulsara sin remedio.

Pero todo eso se fue con él y bien ido está.

Yo no soy un experto en la obra de Lynch aunque he leído con atención varios (no todos) de sus libros y he estado atento a Nubes y Nubarrones, pero si me ha interesado (ahora mas) su altura intelectual y su papel en el mundo cultural de los últimos treinta años en España.

Es innecesario decir que era un hombre inteligente y muy culto, de pensamiento afilado y con un matiz de insobornabilidad que, si bien le traía complicaciones, le evitaba prostituciones en un mundo donde el chalaneo defensivo y el desenfile oportuno comenzaba a estar de moda. Sabía hacer una critica y sus reseñas eran, cuanto menos, veraces, acertadas y precisas. Nunca dio por bueno nada que no pensara que era bueno y nunca dejó de criticar aquello que él apreciaba criticable.

Siempre me reprocharé que aquí precisamente, en Deliberar, hizo una crítica a mi libro sobre la perversión poniendo muy en duda mi afirmación de que los perversos no son, por definición, enfermos mentales. Me demoré en la respuesta que le debía y ahora ya no me podrá rebatirme, como seguro habría hecho.

Personalmente, ya lo han dicho los que le conocieron, era seductor como buen argentino, cultiparlo sin pedantería y preciso en sus afirmaciones. Socialmente encantador y de conversación fluida cuando le interesaba o le apetecía, no manifestaba una fácil cercanía afectiva mas allá de lo banal, aunque en lo profundo era un hombre tierno que quizá no supo manifestar sus sentimientos reales a los que de verdad quería y le querían.

Confieso que, en mí, a lo largo de los años que lo conocí, despertó afecto y complicidad intelectual. Y una admiración por su persona y por su obra de la que, hoy y aquí, quiero dejar constancia y reseña clara.

Enrique Baca, 13 de noviembre de 2020

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