La perversión en el siglo XXI

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NOVEDAD: Más sobre la perversión (respuesta a José Lázaro), por Enrique Baca

José Lázaro me obsequia con una larga serie de cuestiones, inteligentemente planteadas, que le agradezco en la medida en que permiten aclarar algunas de las cuestiones que suscito en mi libro.

Menciona en primer lugar un tema que Enrique Lynch también abordó en su comentario y que yo me abstuve de glosar en mi respuesta. Lo trato ahora. Hace referencia a la distinción entre placer y goce. Al margen de las mixtificaciones lacanianas, para mí el goce es el placer asumido por el sujeto, no el meramente experimentado de forma más o menos pasiva. En este sentido, y solo en este sentido, el placer del perverso es, sin duda, goce.

Vayamos con Lázaro y sus observaciones.

Efectivamente la destrucción del otro como un tal otro es el núcleo fenoménico y fenomenológico de la perversión. Se puede detectar, por tanto, en la mera descripción de la conducta pero también en la génesis, en el eidós, de la misma. Aunque pueda parecer extraño la destrucción física solo es una forma extrema de la pasión por la contemplación cercana de la destrucción total del otro. El perverso no se contenta con el mero destruir (nada le frustraría más que acabar con sus víctimas a distancia, desde un bombardero o a través de un dron). El perverso busca el placer en el acto y en el proceso de ser espectador y agente de la degradación de la persona a objeto mientras sufre. Necesita y exige el contacto físico y, desde luego, si no lo obtiene o no lo puede obtener demanda inexcusablemente la proximidad, la contemplación directa de la víctima.

Puede, eventualmente, buscar su muerte. Pero no es tan frecuente como se piensa. En caso de los perversos asesinos la muerte tiene que retrasarse lo más posible y siempre es vivida con la frustración del que sabe que con ella acabó el placer. Por eso no es de extrañar que muchos perversos que llegan al asesinato no lo hagan en el trámite del ceremonial de su placer sino como un efecto colateral no siempre deseado. Muchas veces como una forma de impedir la denuncia o de ocultar las sevicias infringidas. O simplemente del miedo a ser descubiertos.

El caso de la americana Collen Stan es paradigmático en ese sentido. Y, en menor medida, por no estar tan claros, pueden mencionarse también los de Jaice Lee Dugard y el mediáticamente famoso de Natasha Kampusch. Pero dejemos bien sentado que la destrucción física también está en el repertorio macabro de la perversión. No hace falta mas que citar el de Elizabeth Short, la tan explotada por la prensa y por el cine, Dalia Negra.

Lázaro se pregunta si tanto en la extrema destrucción total (física) que hace gozar al perverso como en la despersonalización sexual del otro objeto de deseo, no hay mecanismo comunes. Conociendo bien la pasión “comparatóloga” de Lázaro no puedo eliminar, sin más, dicha similitud pero hay diferencias de grado que en los extremos se convierten en diferencias de clase. Dicho de otro modo la clara diferencia en la intensidad acaba produciendo distancia cualitativa entre el que simplemente convierte al otro (partenaire sexual o no) en un objeto a usar del que quiere convertirlo en un sujeto a destruir. El perverso no desea moverse en un mundo de objetos sino que quiere siempre moverse en un mundo de sujetos sometidos y eliminados como tales, voluntaria y placenteramente. Si no entendemos esta diferencia es difícil captar la esencia terrible de la perversión.

Por eso la tarea de intentar asimilar la conducta perversa, incluso en sus modos de expresión más leves con cualquier otra conducta más “habitual” (incluso con conductas inmaduras o dañinas —tóxicas—) elude la naturaleza excepcional pero real de la perversión. Esa es, a mi juicio, una de las razones por las que ante el hecho perverso la mayoría de la gente —a la que le resulta imposible entenderlo en al medida en que le resulta imposible asimilarlo a las conductas habituales para el ser humano común— suele decir “¡Son enfermos!” “¡Tienen que estar locos!”, invocando la palabra enfermedad (indebidamente) como señal de lo extraordinario y de lo incompresible.

En su extensa (e interesante ) requisitoria Lázaro sigue atacando con preguntas para las cuales, a pesar de su indudable relevancia no tengo contestación. Personalmente no he encontrado ninguna explicación satisfactoria a la génesis (o la etiología, si se prefiere) de la perversión. Teorías las hay. Tampoco estoy tan seguro de que la perversión sea un fenómeno casi exclusivamente (ni siquiera mayoritariamente) masculino. Los crímenes perversos si parecen tener una predominancia estadística en hombres pero hay bastantes en los que la presencia de mujeres al lado del agresor masculino debería ser estudiada. Pero la perversión no es solo la violencia criminal. No me canso de decir que se puede destruir a una persona sin matarla. Es un tema difícil pero interesante sin duda.

Y por último: No hay datos concluyentes sobre el “tratamiento” de los perversos. Entre otras cosas porque ¿cómo se puede tratar lo que no es patológico, lo que no es producto de una enfermedad como hecho que altera el normal funcionamiento de una persona?

Ya sé que la modernidad ha hecho de la palabra “tratar” y de su correlato “terapéutica”, una especie de mantra social que esconde un deseo laudable de resolver todo mediante la intervención de unos técnicos dotados de poderes casi taumatúrgicos. Creo que el uso y la difusión de ello comporta la creación de expectativas poco razonables. El perverso actúa porque le gusta y quiere hacerlo. Sabe que eso choca con el derecho de los demás y con las normas más básicas de la convivencia pero su placer (su goce) está puesto consciente y deliberadamente por encima de cualquier otra consideración.

Hay una última cuestión de la cascada que Lázaro deja caer: ¿Qué hacer con los perversos?

Es un buen estímulo para proseguir la deliberación.

Enrique Baca


Comentario de José Lázaro

La interesante aportación de Enrique Lynch enfoca el concepto de perversión de un modo totalmente distinto al del sugerente fragmento de Enrique Baca.

El planteamiento original se formula con una terminología, unos supuestos y unas referencias que remiten claramente al pensamiento fenomenológico y existencial propio de la cultura germánica en la primera mitad del siglo XX; lo interesante es que Baca parte de ese fundamento para defender un concepto de perversión que tiene plena vigencia en el siglo XXI.

Enrique Lynch se apoya más bien en una terminología, unos supuestos y unas referencias que remiten al pensamiento estructuralista propio de la cultura francesa en la segunda mitad del siglo XX. Un ejemplo claro está en su afirmación “me parece más preciso hablar de goce y no de placer”. Esa diferencia, que se encuentra explícitamente en textos de Lacan o de Barthes, es inexistente, por ejemplo, en Freud, que empleaba ambos términos (Lust y Genuss, en su original alemán) como sinónimos, por ejemplo cuando escribe que el efecto catártico de una representación dramática consigue “abrir fuentes de placer o de goce [Lust- oder Genussquelle] yacentes en nuestra vida afectiva”.

Pero Lynch considera la perversión una patología, cosa que en ningún momento hace Baca pues, si yo lo he entendido bien, para él la categoría de perverso, por monstruosa que sea, no se puede considerar una enfermedad, a diferencia, por ejemplo, de la categoría de psicótico.

Lynch no admite que un objeto de deseo pueda ser degradado a la condición de cosa y al mismo tiempo elevado a la investidura de sujeto. Baca planteaba que la perversión consiste precisamente en desear la transformación de un sujeto en objeto: “Para lo cual se necesita, paradójicamente, que el otro aparezca ante el perverso como una tal persona y no como un objeto. Al perverso no le sirven los otros-objeto sino los otros-yo, cuya degradación a objetos producirá su placer. Placer que cesará en el momento en que dejen de ser otros-yo y se conviertan en cosas”.

Tanto el texto inicial de Baca como el posterior de Lynch abren una gran posibilidad de seguir desarrollando cuestiones que sus planteamientos sugieren, por ejemplo:

Parece que el término “destrucción” marca el límite entre la perversión y otras conductas despersonalizadoras, como es el caso de la seducción en serie propia del donjuanismo. ¿Se trata de una diferencia entre la destrucción perversa del otro-objeto y la simple despersonalización sexual del otro-objeto de deseo? ¿Hay o no hay algo común entre esos dos mecanismos compulsivos de anulación personal del otro, a la vez que una esencial diferencia?

Quizá habría que desarrollar la distinción entre destrucción física, destrucción psicológica y destrucción simbólica del otro. Cuando Baca se refiere a formas cotidianas de perversión disfrazadas de acoso o similares, alude a mecanismos auténticamente perversos que no implican ninguna destrucción ni tortura física, sino solo psicológica o simbólica, como la del profesor inquisitorial que él describe. ¿Quizá en un nivel menor al de la auténtica perversión deberíamos situar las llamadas “relaciones tóxicas”?

También se podría plantear la categoría de sujetos no perversos pero con incapacidad de empatizar para llegar al otro. Por ejemplo, la persona de la que suele decirse que “no quiere a nadie”, que “es incapaz de tener amigos”, que “es de una frialdad gélida” por sus dificultades para la conexión interpersonal empática y por tanto para sentir la dimensión personal del otro. O, acercándonos quizá a la psicopatía, el caso del político o el alto ejecutivo que va manipulando sentimientos de sus colaboradores y competidores para mejor pisotearlos con el fin de seguir ascendiendo.

¿Cómo se hace un ser perverso? ¿Qué podemos saber sobre su desarrollo a partir de la infancia? ¿Qué factores influyen realmente para que Ghandi llegue a ser Ghandi y Chikatilo se convierta Chikatilo? ¿Cuál es la estructura biográfica y la base psicológica característica del perverso, si es que existe? ¿Cómo evoluciona en la infancia, la adolescencia y la madurez, si es que evoluciona?

¿Qué relación se da entre lo perverso y lo masculino/femenino? ¿Hay perversas igual que hay perversos? ¿O el vínculo entre perversión y poder implica diferencias de sexo (congénitas) o de género (adquiridas)? En la relación de ejemplos aparece solo uno de mujer perversa: Elizabeth Báthory.

Parece claro que la dinámica perversa enraizada en la estructura de la personalidad es difícilmente corregible. ¿Hay algún tratamiento psiquiátrico capaz de hacerlo? ¿Existe la posibilidad de una psicoterapia curativa de la auténtica perversión removiendo la estructura de carácter desde sus cimientos? Porque si no existe (o si el porcentaje de éxitos terapéuticos es muy bajo) habría que afrontar directamente la terrible, difícil cuestión: una vez diagnosticados los auténticos perversos, ¿qué se puede hacer con ellos?

José Lázaro


Enfermos y perversos, por Enrique Baca 

Mi querido amigo Enrique Lynch me hizo el honor de publicar un comentario largo y bien pergeñado sobre los fragmentos de mi libro Transgresión y perversión (Editorial Triacastela, 2014) recogidos por Deliberar. En él hace sintéticamente una serie de observaciones inteligentes de las cuales rescato una que me interesa especialmente.

Se refiere a mi afirmación de que el perverso no es un enfermo mental y, en consecuencia, no ha de ser visto como tal, tanto a la hora de su consideración social como de la calibración de su responsabilidad sobre las conductas que desarrolle. Incluidas, claro está, sus consecuencias penales.

Hace ya unas décadas publiqué un trabajo, citando fuentes escandinavas, sobre el papel social del enfermo en la cultura occidental y específicamente europea (en Estados Unidos cualquier consideración teórica de este tipo estaría invalidada por el peculiar sistema sanitario que tiene el gigante americano). Decía en síntesis que en nuestros ambientes el enfermo queda automáticamente relevado de determinadas obligaciones sociales (trabajo, compromisos, comparecencias, etc.) al tiempo que adquiere el deber de cuidarse y colaborar con todo aquello que la haga superar el estado de enfermedad en el que se encuentra. La enfermedad aparece así como un estado de “excepción social” que coloca al que la sufre en un estatus distinto del sano y que coloca las acciones necesarias para sanar en el primer plano de las conductas del sujeto, que, además, tiene derecho a recibir los cuidados necesarios para que tal cosa se consiga.

En el caso de la enfermedad mental estas circunstancias se modifican y así se considera que la colaboración del paciente en su tratamiento es deseable pero no siempre posible (de ahí los ingresos involuntarios y los tratamientos impuestos de alguna forma) y también que los actos cometidos en presencia de la enfermedad activa ha de ser vistos como actos de responsabilidad limitada o incluso nula.

En el fondo de esta consideración social y jurídica de la enfermedad mental, propia de los países occidentales, late la idea de que, de alguna manera, la enfermedad mental menoscaba básicamente la libertad del sujeto a la hora de disponer de sus acciones, de sus pensamientos y de sus sentimientos y actitudes.

Y el rationale que sustenta esta actitud radica en la idea de que el cerebro del sujeto se ha lesionado de tal forma que los mecanismos que permiten la conducta normal y las acciones voluntarias, y por tanto responsables, se hayan menoscabados.

No cabe duda de que tal concepción suscita (y debe hacerlo) una fronda de reflexiones interesantísimas que es imposible reflejar aquí y que supondría la elaboración de una teoría de la enfermedad mental que, como tal, está aún por hacer.

Piénsese, y esto es solo un listado apresurado de temas absolutamente fundamentales, en los debates sobre la noción de normalidad en contraposición con la noción de salud, en las distintas (y distantes) concepciones de la normalidad, en el debate sobre categorialidad o dimensionalidad de los hechos patológicos, en la distancia conceptual entre los signos y los síntomas (algo de esto he escrito en el libro Teoría del síntoma mental), en la idea misma de “lo psíquico”, en la concepción actual de la actividad cerebral, en el papel de los elementos ambientales en la configuración de dicha actividad, etc., etc. Todo un mundo que no se puede resumir en una opinión apresurada.

Se me dirá “Bueno, todo eso esta muy bien, pero ¿qué tiene que ver con la afirmación que usted hace: los perversos no son enfermos?”. Y la respuesta seria tan sencilla como probablemente decepcionante: no lo son porque los perversos no presentan en su conducta ni en su conciencia alteración alguna de su libertad para saber lo que desean y lo que quieren, para saber lo que hacen y sus consecuencias, para conocer y manejar su conducta.

“Entonces, ¿por qué lo hacen?” preguntará el lector tan ingenuo como razonable. Y la respuesta es también sencilla y también decepcionante. Porque quieren hacerlo, porque su deseo está colocado por encima de cualquier otra consideración y porque ese deseo expresa una forma de consecución de placer que supone la destrucción del otro, del prójimo elegido como víctima. Destrucción que, como ya dejé claro, es física en las formas más extremas pero que puede (y es) destrucción de la integridad personal del otro en sus variadas maneras en los casos más frecuentes y más desapercibidos.

Y esto es lo que los separa del mundo de la trasgresión. Pero espero que a nadie se le ocurrirá decir, a no ser que uno sea un soviético de los años sesenta, que un trasgresor es un enfermo mental.

Hay una cita de Julia Kristeva que suelo mencionar con asiduidad (quizá demasiado). Dice, en síntesis no literal, que la postmodernidad ha intentado hacer olvidar que el mal existe. Lo cual no quiere decir que exista el Mal.

Enrique Baca


Comentario de Enrique Lynch

 A propósito del extracto del libro Transgresión y perversión, de Enrique Baca, me gustaría hacer algunos comentarios:

  1. La determinación de una conducta como perversa plantea una serie de problemas de muy difícil solución. Por una parte, el diagnóstico y/o calificación de una conducta cualquiera —no solo la perversa— requiere de una previa determinación de la diferencia entre lo normal y lo patológico, pauta que suele variar según la comunidad, según la tradición e, incluso en el marco de una misma sociedad, según la época. El hábito de cazar, por ejemplo, o la tauromaquia, hace unas pocas décadas no llamaban la atención de nadie y hoy en día son consideradas como indicios claros y repudiables de conductas sádicas con relación a los animales. Lo mismo ha sucedido pero en sentido inverso con la homosexualidad, considerada durante mucho tiempo como paradigma de la perversión y hoy en día aceptada como una práctica totalmente normal.

Por otra parte, en la medida en que se trata de una conducta, la perversión tiene un lado visible y otro oculto y, por tanto, inaccesible al juicio puesto que involucra la intención del sujeto, su deseo —que muchas veces es inexplicable para el propio sujeto— y la comprensión del goce implicado en el acto perverso, que resulta tan oscuro como puede ser cualquier forma de goce para quien no lo experimenta. Comprender la naturaleza de una intención perversa es tan difícil como comprender por qué un individuo tiene una especial inclinación por el chocolate.

  1. Algunas notas son comunes a las conductas consideradas perversas. Baca las enumera: además de implicar un goce —me parece más preciso hablar de goce y no de placer— está el componente sexual, la destrucción del objeto deseado que sigue al paso previo, que es la determinación del otro que motiva el acto perverso como cosa y no como persona, el carácter autodestructivo de la conducta perversa y la voluntad racionalizada de cometerla, lo que hace suponer que, para Baca, el perverso no es un individuo irresponsable sino todo lo contrario.

Ahora bien, Baca añade que para el perverso el otro, objeto de su deseo, ha de ser tenido como yo. ¿Pero cómo puede ser un objeto de deseo degradado a la condición de cosa y al mismo tiempo elevado a la investidura de sujeto?

  1. Lo perverso tiene necesariamente relación con la experiencia sexual, sobre todo con una parte de esa experiencia, el goce sexual, razón por la que bien podríamos considerar que la conducta perversa es el discurso propio de la sexualidad allí donde esta no puede ser explicada. Con el añadido de dos elementos que suelen acompañar el hecho perverso: la compulsión (y consecuentemente, la repetición) y la voluntad asociada de dar muerte y, por otro lado, la reducción de la pauta perversa a una regla, que es justamente lo opuesto de lo que el sujeto experimenta cuando se siente dominado por su deseo sexual. El perverso —como lo muestra el caso del Marqués de Sade, cuyas obras pornográficas iban acompañadas de largas disquisiciones morales— es un grande y elaborado racionalizador, de ahí que Jacques Lacan (y, con él, el surrealismo que descubrió en Sade a uno de sus precursores literarios) sugiriese que para mejor comprender la moral sadeana había que interpretarla como una variación de la ética kantiana (Cfr. Kant avec Sade” en Lacan, Jacques. Écrits II. Paris: Éditions du Seuil, 1966), idea que conlleva el supuesto de que quizá Kant fue un perverso; y su moral, el discurso de un sádico.
  2. El perverso y su deseo señalan el goce, lo ponen de manifiesto, lo hacen ineludible, todo lo contrario de lo que hacemos con las conductas corrientes todo el tiempo.

Enrique Lynch


Transgresión y perversión, por Enrique Baca

Un caso que puede servirnos para rastrear, con cierta facilidad, los rasgos de la perversión es el de Edmund Kemper. Kemper, un gigante de más de dos metros de altura y 130 kilos de peso, con un cociente intelectual de 145 y una historia personal llena de las consabidas disfunciones familiares y sociales, se entrena de niño torturando y matando gatos y acaba, a los 15 años, asesinando a su abuela y a su abuelo. Las circunstancias de ese asesinato merece la pena explicitarlas: estando solo en casa con su abuela, esta le riñe y él la agrede y acaba con ella. Después ve llegar a su abuelo y decide matarlo para “evitarle el sufrimiento de ver a la abuela muerta”. Y lo hace.

Sin que haya constancia de un diagnostico concreto, se le ingresa en un hospital psiquiátrico y se le da de alta algunos años después. Tras eso hay una larga y sangrienta historia de muertes de mujeres jóvenes seguidas de violación del cadáver, descuartizamientos, uso sexual de partes de los cadáveres, etc., que culmina con el asesinato de su propia madre, su decapitación y el empleo de la cabeza para maniobras felatorias. Acabó usándola como diana de dardos.

Es perfectamente comprensible el horror y la extrañeza sobrecogida que se ha de sentir ante semejante personaje. No es difícil que una mayoría de gentes, sencillas y normales, decida colocar esta conducta bajo el titulo genérico de la locura. No parece fácil convencer a todas esa personas que no se trata de un loco, ni de nadie que esté abocado a semejante despliegue de perversión por razones estructurales o funcionales de su cerebro. Pero, en esto como en tantas cosas, el debate no solo es legítimo sino probablemente imprescindible.

Por eso quizá pueda iluminar las razones de unos y otros relatar, en su integridad, lo sucedido en una entrevista mantenida con un psicólogo forense, una vez condenado a cadena perpetua, sin posibilidad de libertad y en prisión.

Merece la pena contarla. Tal y como la refiere el protagonista de la misma, Robert Ressler (que emplea la tercera persona en el relato):

Al final de la tercera entrevista, Robert Ressler aprieta el timbre para llamar a la guardia, llama tres veces en un cuarto de hora. No hay respuesta. Kemper advierte a su entrevistador que no sirve de nada ponerse nervioso, pues es la hora del relevo y de la comida de los condenados a muerte, y agrega que nadie contestará a la llamada antes de otro cuarto de hora por lo menos: “Y si de repente me vuelvo majareta, vaya problema que tendrías, ¿verdad? Podría desenroscarte la cabeza y ponerla encima de la mesa para darle la bienvenida al guardia…”.

Nada tranquilo, Ressler le contesta que esto no volvería más fácil su estancia en la cárcel. Kemper le responde que tratar así a un agente del FBI provocaría, al contrario, un enorme respeto entre los demás prisioneros. “No te imagines que he venido aquí sin medios de defensa”, le dice Ressler. “Sabes tan bien como yo que está prohibido a los visitantes llevar armas”, responde Kemper, mofándose.

Conocedor de las técnicas de negociación Ressler intenta ganar tiempo. Finalmente, el guardia aparece y abre la puerta, Ressler suspira con alivio. Al salir de la sala de entrevistas, Kemper le dirige un guiño y poniéndole el brazo sobre el hombro, le dice sonriendo: “Ya sabes que sólo bromeaba, ¿no?”

(…)

Pero es un error buscar solamente la perversión en Sade y en Gilles de Rais, en Elizabeth Báthory y en los asesinos de las niñas de Alcasser, en Andrei Chikatilo y en el homosexual alemán que mató y devoró (previa cita consentida con su víctima) a su amante. Podemos buscar y encontrarlos mucho más cerca y mucho menos visibles.

Quizá pueda ser útil referir aquí, como ejemplo definitorio, una experiencia clínica real.

Puede resumirse así: Profesor universitario en un país indeterminado, de unos cuarenta años de edad, varón, inteligente y capaz, con fama de rígido y exigente, buen docente y que tenía la costumbre de interrogar en clase a sus estudiantes, preferentemente a las mujeres. Ante la idea de hacerlo sentía una especial excitación que convertía sus clases en ejercicios que, lejos de constituir un trabajo, aparecían como experiencias deseables y se rodeaban de una cierta expectativa del tipo de “a ver que pasa hoy”, “a ver a quien pregunto hoy”. Poco a poco se fue dando cuenta de que si el alumno (y preferentemente la alumna) se azaraba o se angustiaba, experimentaba un placer agudo que se sexualizaba sin paliativos. Comenzó a acosar con sus preguntas (hechas siempre con una absoluta corrección formal y en un tono respetoso y mesurado) a aquellas de las alumnas que sabía más vulnerables y la excitación premonitoria se convirtió en franco placer genital con erecciones bruscas. Preguntar y acorralar, sin perder la compostura en el tono amable, a una chica joven que pasaba de la inquietud a la franca angustia cuando no al llanto, acabó proporcionándole orgasmos en plena clase que a duras penas podía disimular. No se privaba, por supuesto, de consolar tras el acoso a la víctima, reconfortándola. Incluso esta última acción aumentaba su placer en la medida que la sentía cada vez más indefensa e incluso agradecida. La rememoración de la experiencia en la soledad de su domicilio acarreaba inmediatas maniobras masturbatorias. Era la consternación de la víctima, la conciencia de su inermidad ante el poder detentado, la sensación de omnipotencia de la situación, la visión de la aniquilación afectiva de la víctima, su conversión en un sujeto sumiso y, como antes decíamos, casi agradecido y que todo ello se materializase en presencia de un público afectado, lo que desencadenaba una reacción sexual imparable.

No interesa aquí tanto la causalidad última y la evolución clínica del proceso, ni tampoco la progresiva impregnación de la voluntad consciente del sujeto por la dinámica que había comenzado como algo que se producía “espontáneamente”. Nos interesa ver cómo la perversión del poder, ejercido en una actividad cotidiana y lejos de los “grandes relatos”, es un fenómeno que, si lo explorásemos, encontraríamos en muchas de las acciones que, con nombres generalmente anglosajones, expresan la presencia de la perversión en la vida cotidiana contemporánea. Acosos en el trabajo y en el ámbito docente, maltratos domésticos, prepotencias y sumisiones y muchas conductas que pasan desapercibidas, ocultan en sus entresijos la víbora de lo perverso.

(…)

¿Que rasgos pueden definir la perversión?

  1. La perversión no puede ser definida a partir de una descripción meramente conductual. Lo que hace el sujeto no define el carácter perverso de su acción. El carácter perverso lo define el porqué lo hace, la intención o, si se quiere, el motor motivacional de su deseo. En el mundo del deseo es donde está el origen de la conducta perversa y su posible tipificación. Está en los objetivos últimos del perverso, en lo que quiere. Por eso precisamente lo perverso puede quedarse en el ámbito de lo fantaseado sin pasar nunca a la acción y sin dejar por ello de ser perverso. Debe quedar claro que cualquier conducta dirigida a la obtención de placer, aunque se considere social y culturalmente extrema, desviada o transgresora, no es perversa simplemente porque no coincida con los usos y costumbres de la mayoría o aparezca como extraña, repugnante, rechazable o, simplemente, minoritaria.
  2. La perversión supone siempre una dinámica personal, es decir un conjunto de sentimientos, acciones y decisiones conscientes, asumidas y voluntariamente aceptadas y ejercidas por el perverso. Puede discutirse si la intensidad pulsional acaba por menoscabar la capacidad del sujeto para controlar sus actos, pero hay que dejar claro que el perverso no necesariamente, ni siquiera frecuentemente, presenta alteración alguna del control de sus impulsos y sí una deliberada y planificada actitud de satisfacerlos, al margen de cualquier consideración hacia el otro. Este es uno de los rasgos definitorios de la perversión.
  3. La perversión supone una dinámica (personal) de satisfacción de apetencias que no se limitan al área sexual, aunque puede expresarse de forma preferente en ella. La fuerza instintiva del placer sexual, y su capacidad plástica de poder ser configurado, hacen del sexo y de la actividad sexual campos de interacción particularmente adecuados para que los mecanismos perversos se expresen. El sexo es tanto un vehículo de comunicación y amor como un medio de radical utilización del otro en tanto que mero objeto impersonal. Esta circunstancia puede explicar que, desde el comienzo de la historia, haya una especial atención a las tendencias y conductas perversas en el campo de lo sexual. Lo sexual se constituye así en territorio “privilegiado” de expresión de la dinámica perversa.
  4. En cualquier caso el fin inmediato de la tendencia y de la conducta perversa es la obtención de placer. Es por eso por lo que su motor básico es el deseo. Esto no quiere decir que dicho fin esté ligado necesariamente a la consecución de un orgasmo genital.
  5. Lo nuclear de la estructura, dinámica y conducta perversas es la actitud destructiva hacia el otro como persona, para lo cual se necesita, paradójicamente, que el otro aparezca ante el perverso como una tal persona y no como un objeto. Al perverso no le sirven los otros-objeto sino los otros-yo, cuya degradación a objetos producirá su placer. Placer que cesará en el momento en que dejen de ser otros-yo y se conviertan en cosas. Como consecuencia, el perverso acaba siendo, casi automáticamente, un consumidor desaforado de otros-yo, abocado a una eterna repetición de los actos que le producen placer, pero no satisfacción. Gebsattel ya estudió, de manera seminal e interesante, la proximidad que hay entre la dependencia como mecanismo de repetición compulsiva de una conducta (Sucht) y la perversión.
  6. Esta actitud destructiva básica que caracteriza lo perverso puede expresarse en una amplísima gama de comportamientos, que van desde las formas más simbólicas de degradación utilitaria del otro hasta las formas más extremas de destrucción física. En ocasiones el otro-yo, el otro persona, puede ser eludido y representado simbólicamente por su cadáver, por objetos o por animales.
  7. Por tanto, es una característica básica de la perversión que el placer se obtenga siempre del acto de destrucción, sea este simbólico o real.
  8. El acto perverso es, asimismo, siempre un acto autodestructivo. Esta faceta autodestructiva también se puede producir en un plano simbólico o en un plano real y materializarse en una amplia gama de conductas. Pero la capacidad autodestructiva de la dinámica perversa va más allá del acto y se realiza en el plano de la vida global, de la existencia del sujeto, en la medida en que cada eliminación placentera del otro-persona y su conversión degradatoria en otro-objeto supone una acción “despersonalizadora” de sí mismo, un regreso a dinámicas apersonales, una detención en el proceso de constitución y construcción del self y un retroceso en el llegar a ser del sujeto. No cabe duda de que este proceso no es meramente destructivo sino que “construye” un nuevo sí-mismo (el self perverso) que, en tanto tal, aboca necesariamente a la degradación de lo humano del sujeto en la medida en que niega y cierra la posibilidad de construir el mundo de la alteridad. Dicho de otra manera: constituye al sujeto perverso en sujeto aislado y desconectado de cualquier realidad humana. Sade “inventa” la sociedad de los perversos intentando de manera imposible crear una falsa fraternidad que haga desaparecer esta básica y principal maldición del self Hay que insistir en que la destrucción del otro como persona y la destrucción del que intenta destruir no son dinámicas separadas ni independientes, sino aspectos de la misma naturaleza y de un mismo fenómeno.
  9. La dinámica de la perversión es, en cualesquiera de sus formas y manifestaciones, una dinámica de soledad. La perversión conduce inexorablemente al aislamiento y a la negación de la posibilidad de comunicación. El perverso es por tanto un depredador solitario. Por eso Sade ejemplifica sus actividades, tan magistralmente analizadas por Barthes, en la forma ritual, teatral y acompañada (el perverso de la literatura sadiana nunca está solo en sus correrías). Muestra así, paradójicamente, el lado menos perverso de la perversión, un aspecto que casi se podría decir que la anula. El perverso desea, piensa y actúa solo. En la vida real las asociaciones de perversos para ejercer sus acciones son excepcionales y no deben ser confundidas con aquellas circunstancias en las que el perverso tiene “ayudantes” que son también sujetos despersonalizables y despersonalizados
  10. En la medida en que la radical actitud del perverso, como ya venimos apuntando, niega la posibilidad de comunicación, el otro-yo es visto solamente como objeto de la destrucción que ha de ser llevada a cabo sin que pierda precisamente (al menos durante el mayor tiempo posible) su condición de sujeto, de otro yo. El torturador que mantiene con vida a su víctima lo hace porque en cuanto la víctima deje de ser persona-victimizada dejará de poder proporcionar el placer que arranca del propio proceso de hacerla victima, de eliminar sus derechos, de eliminar su radical humanidad. Vargas Llosa ejemplifica bien este proceso en las páginas finales de La muerte del chivo, en la descripción de la inacabable tortura de los autores del atentado. La intención de que no mueran pronto va más allá de la venganza, es una manifestación de la necesidad de que el otro siga siendo otro-torturado el mayor tiempo posible. Si aparece la muerte, se acabó el placer. Cuando esta característica, básica e imprescindible para el perverso, sea eliminada, la víctima deja de ser deseable y debe ser desechada como un trasto roto, como el objeto inservible en que la ha convertido el perverso, para buscar otra nueva y recomenzar el ciclo. El perverso, en consecuencia, se condena a sí mismo a vivir en un mundo relacional vacío, en el que intenta, infructuosamente, apoderarse del otro, que se le escapará precisamente en la medida en que consiga tenerlo, en la medida en que lo destruya. Por ello si bien el placer perverso siempre es posible, la satisfacción nunca es alcanzable.

Enrique Baca


Introducción de Deliberar

Si en el siglo XIX el concepto de perversión prácticamente se homologa al de degeneración y en el XX gira en torno a la concepción freudiana (un acto sexual que no es genital), quizá sea ya el momento de asumir otro concepto antropológico de la estructura, la dinámica y la conducta perversas. Proponemos deliberar sobre ello a partir de los siguientes fragmentos del libro Transgresión y perversión. Búsqueda de lo nuevo y destrucción de lo humano. (Enrique Baca Baldomero, 2014).

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