De la sonrisa al amor. Proposiciones aforísticas

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Amor, celos y máquinas de coser, por Fernando Sánchez Pintado

De los innumerables caminos que se abren a la hora de reflexionar sobre el amor, Enrique Baca ha elegido el del equilibrio, tan inestable como consolador, entre la pasión amorosa a menudo irreprimible (reducida a los límites del enamoramiento) y el ágape erótico (reconocido como verdadero amor) en el que se encuentran y reconocen dos sujetos libres en su entrega mutua. Es de suponer que para que esto sea posible no puede ocurrir, como tantas veces en la literatura y a aún más en el cine, a primera vista, ni ser fugaz, ni transcurrir a distancia, sino que debe estar basado en algo muy prosaico, es decir, en la convivencia y en el tiempo. Por eso el título de su texto, De la sonrisa al amor, además de muy sugestivo, es una declaración programática de la genealogía del amor. Para quienes tengan una tendencia empirista, que trata de levantar acta de lo que realmente ocurre, ni la genealogía ni la epifanía que propone son evidentes. Tampoco son falsas, sino una aproximación más de las consagradas a un fenómeno tan esencial como multiforme para el que no hay teoría capaz de dar cuenta de él. Aunque los empiristas luego añaden que no por ello es inefable, lo que es paradójico, pero posiblemente cierto.

No hay por qué recordar la variedad de formas sociales e históricas en las que se ha constituido lo que hoy conocemos como amor y que obviamente antes no existía como tal; algunas tan ajenas a nuestra estructura sentimental que sólo llegamos a comprenderlas, aproximadamente, con ayuda de estudios antropológicos. Nos encontramos con otra dificultad, menos llamativa pero no menos perturbadora, al comparar las distintas visiones del amor y su génesis que compartimos desde el romanticismo, o incluso desde que el amor-pasión tuvo carta de naturaleza. Muchas de ellas se contraponen y, sin embargo, conviven hoy más o menos armoniosamente en el imaginario social, y también en cada uno de nosotros.

A manera de ejemplo, y muy superficialmente, voy a referirme a otra concepción que está en las antípodas de la del ágape erótico el cual necesita para constituirse idealmente de una finalidad sin fin de entrega y apropiación mutua de dos sujetos libres. Esta otra forma de abordar el amor es, en apariencia, lo opuesto, por suprimir en una u otra medida la libertad de uno de los términos del binomio. En ese sentido es extrema y pone en duda la idea tan apacible y deseable del amor que, aunque no se nombre así, es el amor conyugal. También porque no es nada teórica y, por contraposición, puede ser esclarecedora en la medida en que parte de un sentimiento absolutamente común y, sin embargo, reprobado: los celos. Sobre ellos se ha escrito, y se seguirá escribiendo, que son una forma de amor enfermizo y de dominio insufrible, que en ellos se manifiesta una psicopatología. No obstante, en la vida social, mientras no se superen ciertos límites, se tienen por el correlato de un amor sincero que los justifica, que no admite desvíos y espera todo de quien tiene que sufrir los celos. No hay que olvidar que los celos son mutuos, aunque tengan formas de manifestarse bien distintas en cada sexo. Sin duda, tienen motivaciones sociales y psíquicas, pero no se trata de eso. Creo que debo reiterar que no hay por qué analizar aquí la formación del sentimiento ni la psicología de los celos, ni de los celosos por activa o por pasiva. Voy a hacer abstracción de todo ello y centrarme exclusivamente en la evidencia de que en la concepción social dominante los celos son la consecuencia (moderada e inevitable) del amor. Digamos que, una vez establecido el amor, serían su consecuencia por miedo a la pérdida o, en otros términos, a la quiebra o a la imposibilidad de alcanzar el cierre amoroso de pertenencia exclusiva y mutua. En suma, el amor precede a los celos y estos son la derivada necesaria que sólo a veces llega a convertirse en enfermedad.

En una de las mayores obras literarias del siglo XX, Proust describe minuciosamente lo contrario: son los celos quienes preceden al amor y lo hacen nacer y le dan consistencia. Swann no se siente siquiera atraído por Odette, soporta a su amante por aburrimiento y costumbre, es una compañía insulsa a la que trata con distancia, de la que desea desprenderse, hasta que la ve deseada y, sobre todo, descubre sus costumbres ocultas y disolutas. Con Albertine ocurre algo similar, pero agravado por la convivencia que obliga al narrador a encerrarla en vida, interrogarla sin cesar y creer que descubriendo la verdad podrá calmarse. No es así, nunca es así. Después de muerta Albertine, necesita recrearla en y gracias a sus «traiciones». Los celos son más reales que la realidad, pues más que descubrirla ponen en ella lo que teme y desea encontrar el celoso. Pero el amor que germina de los celos y lo alimentan no es menos real. Ni menos imaginario. En Proust el amor es una forma extrema de nuestra capacidad de imaginar. Al igual que los celos, es imaginario. Esto también tiene otra consecuencia. Los celos no se detienen nunca, como el amor necesitan ir más allá, nunca se agotan ni encuentran satisfacción. No basta con saber lo que Albertine hizo en esas pocas horas que la dejaba libre, con quién se encontraba, los placeres a los que se entregaba, nada es suficiente, ni siquiera las palabras, las exclamaciones, los suspiros que emitía en el éxtasis amoroso con otras desconocidas. Hay siempre un paso más que dar, tiene que saber lo que ella sentía y cómo lo sentía; llegar aún más adentro, a un último punto que ni ella conoce. Ante esa imposibilidad ontológica se llega al fondo del amor proustiano, a su radical imposibilidad, a la que, al menos en alguna ocasión, se ven atraídos todos los amantes.

No viene al caso, ni por supuesto me siento capaz de continuar y tratar de exponer el amor en la obra de Proust, sólo pretendo apuntar su inversión radical de la concepción que es hoy dominante de la sentimentalidad objetual del amor en la que, por muchos componentes azarosos y comprensiones mutuas e imaginarias que se añadan, sigue teniendo como referencia el objeto amado y no el movimiento del amante. Pero, si seguimos a Proust, aunque el objeto sea (imaginariamente) creación de los celos también imaginarios del amante, no por ello habrá desaparecido el amor. Curiosa situación, sin duda, que llevaría a nuestros empiristas a tratar ese amor en otros términos y, para encontrar terreno firme de interpretación, lo harán estrictamente real, de una realidad que oscila, sin importar cómo ni por qué, entre la satisfacción sexual inmediata y la conveniencia permanente y matrimonial. Como no me siento tentado a seguir ese camino, voy a sugerir otra vía también imaginaria.

Los que tuvimos la suerte de quedar hechizados por las gloriosas femmes fatales del cine de los años cuarenta de Hollywood hemos visto siempre un rastro de esa fatalidad en todo gran amor. Y si me apuran, también en los pequeños. Como en aquellas películas, en el amor hay un componente canalla (debo este oxímoron a mi amigo David Felipe Arranz que tuvo el valor de ponerlo como título de una obra que coordinó), sin él no habríamos visto verdaderamente a la amada, sería tan inane y mustia como todas las demás. Para nacer, el amor tiene que ser peligroso o, dicho más suavemente, romper lo establecido, la seguridad, los límites, las identidades. Es ajeno a la razón, a la voluntad y, sobre todo, al orden. En ese sentido, es un amor canalla. En lugar de ser lo previsto y previsible de la vida que se vive, es ruptura. Los enamorados reniegan de su vida y ven con la mirada de un vidente lo que será a partir de ese momento. El amor les dice sigue adelante y da un paso en el vacío, aunque en general con red, es cierto, pero ellos aún no lo saben, tendrán que aprenderlo, porque lo que ocurra después es otra cuestión, que dependerá del tiempo y la ceguera de los actores que entren en escena.

«Bello como el encuentro fortuito, en una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas», escribió Lautréamont. ¿Habría una forma más absurda y radical de expresar la conmoción del encuentro amoroso que altera una vida? Tal vez, pero en esa extrañeza radica el estupor de la belleza y del amor. Se encuentran contra toda lógica dos realidades vulgares y ajenas, y ambas rompen, solo por ese encuentro, los límites precisos y la utilidad cotidiana que les definían antes, y en el encuentro (absurdo) dejan, o creen dejar, atrás lo que fueron: máquina de coser y paraguas. Ahora, como dijo años después Max Ernst, «adquieren un absolutismo nuevo, verdadero y poético: el paraguas y la máquina de coser se aparean».

En los encuentros artísticos como en los amorosos hay una belleza insólita y, sin embargo, cotidiana, algo que altera el curso de las cosas, que rompe su definición y su uso, eso que somos y, de repente, dejamos de ser para ser lo que queríamos ser desde siempre. ¿Hay algo que, contra toda lógica, tenga más sentido?, ¿hay algo más imposible que todos deseamos? Puede que a los amores les ocurra lo que a las peligrosas bellezas de la pantalla y a las obras de arte, que son refulgentes e inaprensibles y se alejan cuanto más queremos acercarnos a ellas. No hay datos estadísticos suficientes para afirmar cómo y cuándo desaparecen, lo que en todo caso es incuestionable es que el amor, a diferencia del arte y las femmes fatales de nuestros sueños, resiste a duras penas el paso del tiempo y termina siendo lo más alejado del amor canalla de su origen. Entonces, lo sensato no es renegar de él, sino aceptarlo y saber despedirse.

Fernando Sánchez Pintado


Más sobre el amor (si es que ello es posible), por Cecilio de Oriol

Los atardeceres de agosto, aun sofocantes, propician la reflexión si se consigue disipar el amodorramiento. Por eso se agradece el soplo fresco de la belleza expresiva y de la digresión inteligente.

Ambas están bien presentes en las líneas que Antonio Muñoz Vico envía a Deliberar y que, con buen criterio, la redacción de la revista engancha a la breve ristra de comentarios que suscitó el escrito inicial de Enrique Baca sobre la progresión entre la sonrisa y el amor.

Muñoz Vico pone sobre la mesa, no sé si intencionadamente o no, una cuestión que me parece importante: el afrontamiento del amor bien desde la acerada punta del bisturí fenomenológico, bien desde la nube rosada de la belleza literaria. No cabe duda de que, en esta última estancia, Muñoz Vico nos presenta unos párrafos estimables en su hermosura y hermosos en su estimativa. La literatura siempre ha sido y seguirá siendo la herramienta de trasmisión de lo inefable y, no hay que decirlo, el amor tiene mucho de ello. Pero cabe preguntarse, ¿lo tiene por sí mismo, por su misteriosa e intrínseca naturaleza, o lo tiene por la incapacidad de la mayoría de los humanos a la hora de poner palabras a los sentimientos? Incluso podríamos dar un paso más y argumentar con solidez la innecesariedad de, precisamente, poner palabras a los sentimientos. ¿Para que hablar de lo que se siente?

Yo, que no soy experto en nada y curioso en todo, me abstuve de comentar el escrito inicial de Baca. Es una construcción casi ingenieril en la que la progresión lógica aparece como la manera de describir efectivamente una especie de acueducto, observado desde una prudencial distancia, que permite apreciarlo en toda su longitud y estructura. Pero las descripciones fenoménicas son solo eso: descripciones. Y describir ayuda pero no resuelve ni la génesis ni el proceso de cómo se construyó lo ya construido. En Baca hay un incipiente intento de buscar las raíces genéticas de la conducta amorosa. No sé si lo consigue. No tengo capacidad para enjuiciarlo.

El escrito de Muñoz Vico es su antítesis perfecta. Aquí no importa lo que se dice sino como se dice. Y como se dice muy bien, el tema queda cerrado en sí mismo. No es mala solución pero siempre queda la duda de si la belleza en la expresión —la literatura en su más pura presencia— se constituye por sí misma en la razón suprema que no necesita ir más allá.

Hay además una anotación marginal que no me resisto a hacer. No me cabe duda de que hay escritores eminentes, alguno cita Muñoz Vico, que han hablado, confundiéndolos generalmente, del enamoramiento y del amor. Me temo que, en una mayoría sustancial de los casos, no han sabido despegarse del primero y jamás han llegado al segundo.

Cecilio de Oriol


Amor y ficción: conjeturas románticas de un racionalista, por Antonio Muñoz Vico

Bien sûr, il y a la mémoire du cœur dont on dit qu’elle est la plus sûre

Albert Camus. Le premier homme.

No he estado nunca en Salzburgo, pero en los márgenes de sus ríos crecen majestuosos castaños de Indias. Comparaba Stendhal el amor a esas ramitas arrastradas por el viento y la lluvia hasta las salinas de Hallein en Salzburgo: a plena luz del día, la rama impregnada de sal brillaba como un pedazo de vidrio. Ese destello simbolizaba para Stendhal la chispa –o la sonrisa– que está en el origen del amor: el amante vería al ser amado a través de un prisma de sal, quedaría prendado de una ficción.

En La Orgía Perpetua, Vargas Llosa nos revela su amor por Emma Bovary. La fuerza del ensayo radica precisamente en lo que tiene de impúdico, de confesión personal: el amor rutinario o conyugal, el de la vida misma, no era para el escritor más que una convención social. La literatura sería en cambio la evasión de una realidad prosaica, aburrida y grosera hacia la plenitud del único amor posible: el concebido en la ficción. El amor genuino sólo podía consumarse con una mujer caprichosa, adúltera y ficticia inventada por Flaubert hace más de un siglo. Y es que Machado nos enseñó que “Todo amor es fantasía, / él inventa el año, el día, / la hora y su melodía; / inventa el amante y, más, / la amada. No prueba nada, / contra el amor, que la amada / no haya existido jamás”.

¿Es entonces el amor una quimera literaria y los enamorados vanos Quijotes que se afanan por su Dulcinea? El enamoramiento es un estado de enajenación parecido al trance de quien se sumerge en una novela o en una película. Quien se enamora ve a su amada en el reflejo de un espejo equívoco y es, en cierto modo, presa de ese privilegio casi exclusivo de la ficción que llamamos “suspensión de la incredulidad”. Víctima de un estado febril, el amante se entrega a la verdad del amor, atribuye a la persona amada virtudes que no posee y recela de quienes lo previenen frente a los peligros de la obcecación: “Una doble noche cubre mis ojos” escribía Catulo a Lesbia en pleno arrebato de ceguera amorosa.

Es innegable que algunos personajes logran conmovernos por su verosimilitud y que, a veces, la literatura nos permite ir más allá de la empatía y experimentar sensaciones tangibles: una punzada de angustia, un principio de estremecimiento, el aliento azorado que se agita y se entrecorta. Emma Bovary es sólo un ejemplo, pero yo mismo podría fantasear con la misteriosa Claudia Chauchat de Mann o con la Teresa de las Últimas Tardes de Marsé. Y sospecho que lectores de ambos sexos habrán bebido los vientos por el magnético Fabrizio del Dongo o por el Juanito Santa Cruz de Fortunata y, por qué no, por el Peter Quinn de Homeland o el Sito Miñanco de Fariña. En las series, como en los folletines decimonónicos, convivimos durante meses con personajes que terminan por obsesionarnos, a los que dedicamos con fruición las últimas horas del día y que, apenas apagamos el televisor o posamos el libro sobre la mesita de noche, “nos llevamos a la cama”; personajes con quienes congeniamos y que nos desasosiegan y cuyo recuerdo nos acompañará ya de forma irremediable como el de amistades lejanas o amoríos pasados. En el cine y en la televisión la fascinación es todavía menos improbable: enamoriscarse de Madame Bovary en la piel de Isabelle Huppert parece más fácil que hacerlo de la silueta imprecisa que aventura nuestra imaginación. Pero lo esencial es que nos enamoramos del personaje y no del actor, cuya catadura moral nos trae sin cuidado mientras dura el hechizo y la incredulidad permanece en suspenso. Se añora al personaje y no al libro ni a la serie y ni siquiera a su autor. Con todo, mi afición por la literatura y el cine no me ha llevado nunca a incurrir en eso que los franceses llaman “amour fou” y que sólo me resulta concebible –dentro de los límites de la cordura– con mujeres de carne y hueso. Al fin y al cabo, hasta Vargas Llosa terminó claudicando ante los encantos del amor terrenal.

Y de la misma forma en que el olvido difumina el recuerdo de un personaje, el tiempo erosiona el primer amor, despoja a la rama de su lámina de sal y nos la muestra desnuda, imperfecta, inerme. ¿Es ése el final del amor? Sin duda lo es del enamoramiento, de su música y su poesía embriagadoras. Se nos rompió el amor, que canta la copla, de tanto usarlo. Tal vez el amor, el amor verdadero, se explique porque una parte de la película de sal queda en el cuerpo de la persona amada impregnando su piel y ocultando sólo a medias su desnudez. Lejos de la renuncia melancólica de Vargas Llosa en La Orgía Perpetua, para el romántico, enamorarse de un personaje de ficción es más bien una metáfora de su pasión por la literatura que no contradice su propia vivencia del amor. Esa forma de romanticismo –de la que me declaro militante– tiene que ver sobre todo con un estilo de vida y una simbología muy precisa que incluiría, seguramente, el placer de abandonarse a la lectura en el vagón corriente de un tren de provincias, un cierto gusto por lo artesanal y por la austeridad en el arte, el cante flamenco y la improvisación en el jazz, una copa de manzanilla en una terraza de Cádiz o un bordeaux en el París de Modiano: ingredientes de la joie de vivre que alimentan la orgía perpetua y nos devuelven, al reparar en la sonrisa ausente de nuestra enamorada, el recuerdo súbito de un Salzburgo imaginario.

Antonio Muñoz Vico


El amar entre mujeres, por Cecilio de Oriol

Mi lectura de esta deliberación sobre temas amorosos en la que intervienen los señores Enrique Baca, Rafael Spottorno y Mariano Aísa, ha coincidido con la de un librito, editado por la Fundación Banco de Santander en la colección “Cuadernos de obra fundamental”. Son un total de 137 páginas, 108 de las cuales recogen una recopilación de cartas intercambiadas entre Carmen Laforet y Elena Fortún entre 1 de febrero de 1947 y 25 de enero de 1952. A esas alturas Laforet tenia entre 26 y 31 años y Fortún (Encarnación Aragoneses de Urquijo) entre 61 y 66. Carmen viviría 52 años más y Elena (Encarnación) moriría cuatro meses después de cesar la correspondencia.

El género epistolar tiene detractores y partidarios. Entusiastas ambos. Pero distingamos entre lo epistolar como estructura de una obra literaria —facticia y ficticia— y lo epistolar como expresión de comunicaciones íntimas entre personas, que no tiene otro fin que la lectura por el destinatario. Por eso, cuando este segundo grupo se filtra a los demás (muchas veces —quiero imaginar— sin ningún aprobación, ni póstuma ni previa, de los corresponsales), presenta a nuestros ojos de voyeurs indiscretos una oportunidad única de escudriñar las almas de los que escriben.

Carmen y Elena (dejemos ya sus nombre tal como ellas los quisieron) comienzan sus confidencias en un tono mesurado en el que encontramos el apasionamiento de una joven escritora que se cartea con alguien a quien admira, y la respuesta, inicialmente también mesurada y serena, de la que ya es madura de edad y de criterio. Pero pronto Carmen se desborda en apasionamientos y Elena le sigue sin perder por ello la sagesse que le corresponde. Elena esta enferma y gran parte de las cartas contiene sus quejas y sus temores; Carmen parece no querer admitir esta realidad o la desborda en una continua y explicita petición de amor. Al final, el 13 de noviembre de 1951, escribe a Elena que está ingresada en el sanatorio de Puig de Olena, en la provincia de Barcelona:

Querida mía; quiero que pienses de cuando en cuando que yo te quiero mucho y que pienso mucho en ti: quiero que, me veas alguna vez junto a tu cama y que sepas que, muchas veces, te beso con cariño de verdad.

Si, te beso y te quiero y estoy contigo. Te doy las gracias por ser como eres, por pensar como piensas y también por haber recibido mi cariño y quererme también… Esto es muy hermoso.

Deseo con toda el alma que no sufras físicamente. Deseo con toda el alma que te cures; y deseo con toda el alma verte y abrazarte de verdad, querida amiga mía.

Con un cariño muy grande y un grandísimo deseo de que me sientas a tu lado te envió un abrazo y muchos, muchísimos, besos

Tu Carmen.

 En su contestación del 20 de noviembre del mismo año Elena, tras comentar cosas de su enfermedad, hablar de su confesión con “un cura viejecito” que la tranquiliza sobre sus “remordimientos” y le explica que los produce el diablo “que no quiere mi paz”, se despide de Carmen diciendo: “Adiós querida mía, yo también te quiero mucho y te mando miles de besos. Tu Elena”.

Sobre y alrededor de estas cartas se ha hablado del amor entre mujeres. La vida de Carmen y Elena, tan distintas y distantes y solo unidas al final de la de una de ellas, se ha interpretado a la luz de las previas relaciones de ambas con otras personas (especialmente de Elena con Matilde Ras). Se las ha incluido también en un grupo de extraordinarias mujeres que en la primera mitad del siglo XX generaron, se quiera o no, una cierta atmosfera que menciona con justeza una de las prologuistas del libro que comentamos: Nuria Capdevila-Argüelles. Todo un mundo conocido a medias y mencionado también a media voz, que esconde bajo un rotulo genérico de feministas una realidad que a mi me resalta con una luz distinta y más potente: El amor entre mujeres y más específicamente el amar entre mujeres.  Porque nunca un hombre habría escrito a su amigo mas dilecto unas cartas como las que Carmen escribía a una Elena anciana y enferma. Nunca. Y no se piense que es el pudor o la convención social la que lo impediría. Lo impediría la misma constitución del amor que el hombre construye con el sujeto amado.

Quizá por eso resulta tan difícil a la literatura escrita por hombres entender estos amores sin reducirlos a la categoría donde lo masculino se mueve con una tan pasmosa como insuficiente seguridad: el amor o es “platónico” o es “carnal” y el segundo se rige solo por las leyes del deseo inmediato de la detumescencia. Por mucho que lo arropemos con la ternura. Pero este no solo es el error del hombre común. También es el error de los hombres geniales. Solo tenemos que recordar a Sigmund Freud.

Explicar esto parece empresa imposible. De un lado no se entiende y del otro se malinterpreta. Cuando uno lee las discusiones sobre si había amor carnal o amor platónico entre Sor Juana Inés de la Cruz, la eximia poetisa mexicana, y su protectora la marquesa de Laguna, Luisa Manrique, queda patente esta incapacidad de evitar la mala interpretación y el mal entendimiento.

Pero hay que arriesgarse y decirlo con la voz mas fuerte que tengamos. El alma femenina no usa el cuerpo (que también) sino que lo ocupa e instala. La mujer tiene un cuerpo, como el hombre sin duda, y también como el hombre es un cuerpo, pero este ser es un estar en la más completa y armónica inmediatez. Y por eso cuando ama, ama con todo lo que ella es: su alma y su cuerpo.

Y eso conduce a que la distancia entre el contacto y la caricia, entre el beso y la pasión, entre el abrazo y la entrega, se hagan porosas y sus fronteras flexibles. Es esa maravillosa e incomprendida forma de amar, donde el cuerpo nunca es un obstáculo o un pretexto, en la que lo sensual y lo afectivo carecen de toda dualidad y la piel, los labios, las manos, la mirada y la voz se convierten en vehículo natural del sentimiento.

Pensemos si somos capaces. Visualicemos por un momento lo que es sentir este amor y sentirlo con alguien que sabemos que lo siente como nosotros. Si lo hacemos estaremos en la antesala de comprender el arcano del amar de las mujeres. Porque en el amar de las mujeres, y más aun en el amar entre mujeres, se da el milagro de la entrega alborozada que, al entregarse envuelve, y al envolver posee, con la sublime ternura que surge incontenible cuando el alma posee y el cuerpo se entrega.

Dichoso los hombres a los que les sea permitido asomarse, aunque solo sea por una rendija pequeña (la que permita su atolondrada insensibilidad) a esta maravillosa realidad del amor femenino.

Cecilio de Oriol


Comentario, por Mariano Aísa

Preciso y clarificador me parece el trabajo del profesor Baca. Mi única objeción sería que el criterio que establece para el amor, la conjunción de agápē y eros, resulta muy limitativo. El eros sería para mí un complemento, un magnífico complemento, pero no una condición necesaria; pienso que se puede hablar de amor, y de un amor con el grado de sublime, sin que intervenga el deseo erótico.

En cualquier caso, y asumiendo el canon exigente de Baca sobre el amor, querría señalar un requerimiento imprescindible, a mi parecer, que aunque implícito en su exposición, convendría aflorar. Me refiero a la disposición de entrega plena por el amante, a la entrega con armas y bagajes, a la donación al amado tanto de las capacidades corporales como de lo que San Agustín definía como potencias del alma. Es la dilución del propio yo en el del Otro. Y los poetas han ido tratando, bella y diferentemente, esas entregas:

La entrega corporal, no solo del cuerpo propio como objeto de placer, sino también como instrumento de ayuda y cuidado: “Dos amantes dichosos hacen un solo pan / una sola gota de luna en la hierba”; “Dos cuerpos frente a frente / Son a veces raíces / En la noche enlazadas”.

La entrega del tiempo, supeditándolo a la prioridad del Otro; el tiempo lo mide el otro: “Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir y por vos muero”.

La entrega de la voluntad: “Es una libertad encarcelada / Que dura hasta el postrero paroxismo”. “Y siempre cuanto vivieres / Haré lo que tú quisieres / Si merced hacerme quieres”. Con una visión más prosaica, es el: “¿Qué hacemos hoy? “Decide tú”. “No, no, decide tú”.

Es también supeditar la historia propia a la del amado: “Y si se cierran los ojos / ¿quién eres tú?, ¿quién soy yo?”; “Cuando confío, es ella la confianza,/ Y cuando espero, es ella la esperanza, / Y cuando vivo, es ella el corazón”.

Pero el amor sublime precisa de otra entrega del amante; la entrega de la razón; tiene que asumir, en la composición medular de su amor, la sinrazón. Bien, esto no es nuevo; la literatura, desde el Cantar de los Cantares hasta hoy, ha relacionado siempre amor con desvarío, con locura, “la bendita locura”. Yo no voy tan lejos y la relación entre amor y locura la podrá explicar, con plena competencia, el profesor Baca. Pero pienso que él aceptará que, en ese amor riguroso que define, el logos está de mirón ante la coyunda de agápē y eros.

Y no se trata solo de que la fusión amorosa demande la aplicación de filtros a la razón (“Tengo la mujer más guapa”, “Mi hijo es el más inteligente de su clase”). No, se trata de aceptar que el amor, repito, el Verdadero Amor exige la sinrazón. ¿Por qué amas intensamente a tu pareja?: 1) Porque me satisface sexualmente. 2) Por ser el padre, o la madre, de mis hijos. 3) Por largos años de convivencia. Ninguna de estas respuestas explicaría un amor tal como lo hemos definido, ni siquiera la conjunción de todas ellas. La única respuesta válida sería: Le amo porque SÍ, y es difícil encontrar una proposición más irracional.

Lo que pasa es que, bien pensado, es decir, usando la razón, se concluye que esta ni está, ni se la espera en los episodios de máxima satisfacción de una vida humana: el disfrute sensorial o sexual, el goce intenso ante la obra de arte, la experiencia amorosa (la caricia, el embeleso ante el amado), la relación (quien la consiga) con la Divinidad. Tampoco parece que la razón se deje ver en el último momento cumbre del vivir humano.

Ya señaló Nietzsche: “¡Ah, la razón! Esa vieja hembra embustera …”.

Mariano Aísa


Comentario, por Rafael Spottorno

Me gusta mucho esa progresión con cadencia de escala musical perfecta: sonrisa – empatía – amistad – amistad+deseo – amor. Todo esto que dice Enrique Baca es muy sensato y seguramente muy cierto porque de emociones y cogniciones sabe por vía doble, la teórica y la práctica.

No cabe duda de que el que describe es un posible camino para llegar al amor, sin duda el más amable, hermoso, incluso beatífico y hasta… amoroso. Pero me pregunto si no hay otros quizá menos atractivos —podríamos decir, menos políticamente correctos— pero que podrían no ser menos eficaces. Por ejemplo, con perdón, el interés.

Ya sé que queda francamente feo sacar a relucir la palabra interés cuando estamos hablando de amor, pero no hay que amedrentarse ante las palabras, por mala prensa que tengan. ¿Tiene cabida el interés en esa preciosa escala musical que describe el doctor Baca? Yo creo que sí y que lo puede hacer con la cabeza alta. Al fin y al cabo, desde los neandertales el interés ha sido un potentísimo motor del progreso de la humanidad y tampoco nadie ha puesto en duda su legitimación para ocupar plaza con pleno derecho en el elenco de motivaciones que inspiran las acciones de los seres humanos. A lo más que se llega en un amago de descalificación es a motejarlo de vil para camuflar, en el fondo, la desazón que en el fondo produce el darle entrada en el edificio en construcción del amor junto a otros invitados más románticos y respetables como la empatía o la amistad

En la relación de pareja (evito la palabra matrimonio para eludir voluntariamente la dimensión institucional) cuya vida en común ha tenido su origen en el interés, no es difícil encontrar, tras muchos años juntos, que cuando uno de los dos muere, celui des deux qui reste se retrouve en enfer, como tan elocuentemente dice la canción de Jacques Brel Les Vieux. La historia —y la vida— nos muestran casos semejantes a todos los niveles sociales, desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca (vale igual, innecesario es decirlo, el príncipe altivo y el pescador en ruin barca). ¿Ha construido esa pareja su amor ascendiendo por esa escala que va de la sonrisa a la empatía, que luego sube el peldaño de la amistad y que finalmente se encarama en el de la amistad más el deseo, tras el que se alcanza ese vértice que es el amor? Al principio de la escala, esa misma escala que termina en el amor, ha hecho su aparición, bien voluntaria y autónoma, bien forzada por terceros (normalmente padres o parientes), en sustitución de la sonrisa, ese incómodo interés, tan poco romántico pero con tanta capacidad de amalgama y con tan considerable potencial de desarrollo por caminos inesperados que al cabo desmentirían su infamante condición de vil.

En las clases altas francesas, si bien más en el pasado que ahora, era frecuente que los cónyuges / amantes se dirigieran el uno al otro como mon ami / mon amielo que resulta revelador en quienes, en proporciones altísimas, habían iniciado su vida en común por vil interés. Y del mon ami / mon amie al mon amour hay solo un paso, el que propicia el deseo, para el que el interés actúa como un elemento absolutamente neutro.

Baca visualiza esto que yo llamo, con muy poca propiedad, escala musical, como un acueducto que, uniendo arco tras arco, va trazando el camino que conduce a la eclosión del amor a partir de esa sonrisa que ejerce el fundamental papel inicial de ser “un medio de significar el acercamiento positivo al otro”. Sin negarle calidad ingenieril a ese acueducto, sugiero un arco alternativo en su comienzo: el interés. Estaría por ver con cuál de los dos arranques permanecerá en pie por más tiempo la fábrica del acueducto…

Rafael Spottorno


De la sonrisa al amor, por Enrique Baca

1

De la sonrisa

La sonrisa está en el mundo de las expresiones comunicativas, más concretamente en el de las expresiones que preceden o acompañan a la empatía. Es el intento de establecer comunicación con un sujeto que se pretende sea próximo.

Las meras expresiones han de ser valoradas siempre en el contexto de su sentido y nunca aisladamente. En su origen ontogenético la sonrisa del bebé es una expresión de temor expectante ante lo desconocido, que es el preludio del llanto si el temor se conforma como amenaza percibida.

Si ante la sonrisa lo que se recibe es aceptación y contacto positivo, su mecanismo queda consolidado como manera habitual de relación amistosa.

En la materialización de ese gesto siempre actúan los factores temperamentales. Especialmente importante es el binomio pasividad/retracción == actividad/exploración.

En el mundo infantil la sonrisa es un modo exploratorio del mundo de los otros. El llanto es un modo de rechazo al contacto.

En el mundo adulto de todas las culturas del mundo la sonrisa es un medio de significar el acercamiento positivo al otro, extraño o no. Su rechazo sustituye el llanto infantil por las expresiones de hostilidad o de agresión.

2

De la empatía

Empatía es la identificación afectiva con los sentimientos y la posición personal de otro.

La empatía es siempre un intento de “sentir lo que el otro siente”, se consiga realmente o solo crea conseguirlo el que intenta empatizar.

La empatía no supone conocimiento cierto ni exacto de los sentimientos del otro. Solo supone que el sujeto intenta conocerlos e identificarse.

La empatía tiene, por tanto, un componente cognitivo, real o imaginado (conocer lo que el otro siente) y un componente identificatorio, afectivo, (intentar sentir lo que el otro siente).

Cuando la empatía se establece, la relación entre el sujeto y el otro de la empatía se hace intuitivamente más fluida y más aceptante.

La aceptación del otro, de sus sentimientos y de sus valores, es una de las consecuencias inmediatas de la empatía.

Asimismo, la comunicación es otra de las consecuencias inmediatas de la empatía.

Ahora bien, para que la comunicación se consolide y permanezca, la empatía ha de constituirse bilateralmente.

Se puede afirmar que la empatía es una vía regia para la constitución de una alteridad en la que el otro no es un objeto sino otro-yo.

Pero la empatía no es necesariamente bilateral ni correspondida y puede estar sometida en la comunicación resultante a variaciones y distorsiones inherentes a la comunicación misma (por ejemplo, al malentendido y al sobreentendido).

La empatía puede ser un rasgo disposicional en la personalidad de cualquier sujeto, pero solo se materializa en presencia de un “otro” concreto. La visión idealista de la empatía como capacidad universal y aplicable a cualquier otro en cualquier situación es ilusoria.

Fomentar la empatía es posible, pero de manera indirecta, fomentando otras disposiciones individuales como la capacidad de escucha y de comprensión. Estos no son rasgos radicalmente afectivos, sino que pertenecen al mundo de la confluencia entre el afecto y la cognición.

La empatía no tiene rango estructural si no evoluciona hacia la amistad, pudiendo aparecer como cambiante, mudable o perecedera.

Hay, por tanto, movimientos empáticos que resultan fallidos al someterse a la experiencia o al devenir de los acontecimientos. Si esto ocurre no se desarrolla amistad.

Una ultima advertencia: la empatía no es similar a la identificación con el otro forzada cognitivamente como, por ejemplo, sucede o debe suceder en la psicoterapia

3

De la amistad

La empatía consolidada entre dos personas puede considerarse como la fuente (origen) de la amistad.

“Amistad” es una palabra que identifica el momento emocional empático, expreso, consolidado y acompañado de una fluida comunicación cognitiva.

La amistad tiene por tanto una base empática y una culminación cognitivo-intelectual.

Hay casos, no obstante, en que la base empática puede suplir la falta de comunicación intelectual, aunque es muy difícil que esta falta sea total o completa. Se puede “querer” a un amigo sin estimarlo intelectualmente, es decir, solo sobre la base de una fuerte identificación empática. Aunque hay que reflexionar si esta circunstancia no degradaría la amistad a simple “consideración afectiva” del otro.

Sobre lo que podemos llamar “afectividad empática” (identificativa con el otro) comunicada y comunicante y añadida a la posibilidad de identificación en los valores personales (o al menos a la consideración cognitivo/intelectual), se instala generalmente el respeto.

El respeto es siempre respeto a la identidad del otro como tal, seguido de la atribución a dicho otro de la condición de interlocutor válido.

Ser un interlocutor válido supone siempre un plus de deseabilidad en la comunicación del otro y su instalación (temporal o permanente) en un nivel de comunicación privilegiado en la panoplia de los “próximos” del sujeto.

En estas condiciones (identificación afectiva, consideración específica, comunicación privilegiada y respeto) la amistad asciende al nivel del agápē griego.

Esta concepción de la amistad (agápē) puede no ser estructural inicialmente pero, supuesto el éxito de sus componentes, tiende indefectiblemente a hacerse estructural y a incorporarse a la vida relacional del sujeto como elemento fijo y, en ocasiones, imprescindible.

Si estas estructuras son generadas en la infancia o en la primera adolescencia tienden a ser muy estables y consolidadas. Las generadas en otras etapas de la vida pueden ser más superficiales. Se habla en estos casos de que estamos ante elementos funcionales más que ante estructuras personales.

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Del amor

El amor se construye sobre la existencia de la amistad y del deseo.

No así el enamoramiento, que se construye sobre la simple empatía y el deseo.

En el enamoramiento el deseo lleva el mando del afecto.

Si el deseo inicia el enamoramiento, la empatía lo consolida en sus primeras fases.

Una primera visión del amor (que no del enamoramiento) puede ser planteada como la coexistencia de las condiciones básicas del agápē con las de un deseo que permanece (eros).

(El amor unidireccional e incondicional, como el maternal, y el metapersonal, a una Idea o a Dios, no se incluyen aquí porque necesitarían un análisis diferente y especifico).

En cualquier caso no es posible hablar de enamoramiento sin la presencia del cuerpo deseado, que es el elemento central del enamoramiento.

Para que el enamoramiento devenga en amor el cuerpo deseado ha de ser también el cuerpo del amigo. El amor funde así los elementos básicos del agápē y del eros.

Tras el enamoramiento y a lo largo del tiempo las formas y manifestaciones del deseo pueden cambiar sin alterar la íntima constitución del eros.

El deseo inicial del enamoramiento, lleno de elementos estéticos y pulsionales, puede evolucionar a un “deseo integral” en el cual el cuerpo amado está más allá de la estética y de la pulsión.

Eso sucede porque el eros se organiza alrededor y a través de la comunicación corporal con el otro y de la constitución simultánea del otro en cuerpo amado más allá de las formas y expresiones de ese amor.

En consecuencia el amor se instala en el ámbito primordial de lo corporal y, como tal, en el ámbito de lo sensual. Pero no se instala de cualquier forma: para su definitiva vida exige la previa constitución del agápē.

Si el agápē es la máxima expresión de la capacidad de empatizar, comunicar y respetar, el amor lo dota, en una ultima vuelta de tuerca, con la posibilidad de comunicación total que es la comunicación corporal en tanto que existencia personal encarnada de otro-yo que ya es un otro-prójimo privilegiado.

Porque debe quedar claro que el amor es un proceso de “llegar a amarse”, nunca un punto de partida; y en este proceso el cuerpo amado sufre una trasformación definitiva a través de haber sido y ser un cuerpo deseado.

La expresión máxima del deseo amoroso es aquella que consigue y se basa en el sentimiento de apropiación (del otro) y de pertenencia (al otro). Pero al otro y del otro como sujetos respetados, no como objetos.

Esta transformación del otro en Sujeto (con mayúscula) es lo que hace que el amor no caiga en su caricatura meramente deseante (la utilización y la dependencia).

Si en este momento de la argumentación decimos que ese Sujeto es el Amigo Deseado, poseído y poseedor de mí en el marco del respeto que nos tenemos el uno al otro como personas y el deseo de compartir nuestra vida que nos une en un quehacer común, puede considerarse que hemos culminado la descripción.

Queda una penúltima consideración: ¿Es este amor así constituido, definitivo y permanente? La respuesta es clara: sí, si ha llegado a constituirse; pero hasta ese momento hay que admitir la existencia empírica de múltiples situaciones incompletas o frustradas.

Pero el proceso de constitución refuerza la faceta estructural (refuerza la estructura). Es decir, el tiempo constituido en el proceso del desarrollo del eros refuerza al eros.

Y una ultimísima cuestión que es grave: ¿Es esto posible en la existencia real de los seres humanos? La respuesta es sí. ¿Es esto frecuente? La respuesta es incierta.

Enrique Baca

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