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Nota del Comité Editorial de Deliberar
Editorial Triacastela ha publicado el 10 de julio Bioética mínima, el 37º título de su colección de Humanidades Médicas, una obra que analiza la experiencia moral a partir de los conceptos de hechos, valores y deberes; expone la teoría y la práctica de la deliberación y la aplica a los grandes problemas éticos del principio y el fin de la vida.
La obra de Diego Gracia le ha convertido en una figura internacionalmente reconocida en el campo de la bioética. Pero su magna labor académica no había sido acompañada, hasta ahora de un libro dirigido al público general. Esta cinco conferencias ofrecen por primera vez una exposición de sus ideas fundamentales, tan breve y accesible como solvente y rigurosa.
El autor, Diego Gracia, (Director de la Fundación Zubiri, sucesor de Laín Entralgo como catedrático de Historia de la Medicina en la Universidad Complutense y miembro de las Reales Academias de Medicina y Ciencias Morales y Políticas) realiza en este libro un prodigioso ejercicio de síntesis, claridad y rigor conceptual.
Prólogo, Bioética mínima
En los años cincuenta y sesenta, cuando durante los estudios de bachillerato o universidad discutíamos acaloradamente problemas éticos de cualquier tipo, el asunto acababa siempre, de modo indefectible, en una confrontación Este-Oeste. O se defendía el capitalismo, o el comunismo. Eran los años en los que el marxismo humanista o neomarxismo, con su derivación algo posterior, el eurocomunismo, entró a formar parte fundamental del imaginario colectivo de la juventud europea. Lo decía Sartre en la introducción a su Crítica de la razón dialéctica, entonces libro al que se profesaba una cierta veneración. La ética, cualquier ética, por extraño que fuera el asunto de que se ocupara, terminaba siempre en ética socio-política. Eran aún los tiempos de la guerra fría, del muro de Berlín y de la confrontación Este- Oeste. Eran también los «felices 60», en que un nuevo orden mundial pareció iniciarse con la revolución húngara de 1956, las posteriores de Cuba (1959) y Argelia (1962), y la apoteosis del año 1968, con la «primavera de Praga» y el «mayo» francés. Los felices 60 fueron también los de la New Frontier del presidente Kennedy, del movimiento «pro derechos civiles» de Martin Luther King y su «marcha sobre Washington» en 1963, de la que todos fuimos partícipes a través del electrizante y repetitivo I have a dream.
Hoy esa confrontación ha pasado a la historia. Lo que no significa que los problemas hayan desaparecido. No han desaparecido, pero sí son otros. Dijo Fichte que cada uno hace filosofía según el tipo de ser humano que es. Y si esto se aplica a los individuos, cuánto más a las épocas históricas. El tiempo, que no pasa en balde, permite descubrir unas cosas y encubre otras. De ahí que cada época tenga que hacer su propia filosofía, y aún más su ética. Siempre recordaré la vez primera que los «verdes» de Petra Kelly consiguieron en unas elecciones entrar en el parlamento alemán. Era el año 1983. Todos los vimos como unos antisistema, algo así como el nuevo rostro del clásico anarquismo. Han pasado de aquello cuarenta años. Y hoy todos somos, en medida mayor o menor, en cualquier caso mucha, ecologistas. ¿Qué nos ha sucedido? Como mínimo, que el presente y el futuro de la vida sobre el planeta se nos ha convertido en problemático. Nunca antes lo había sido. El ser humano nunca había tenido el poder, hasta bien entrado el siglo XX, de alterar sustancialmente los equilibrios de la vida sobre el planeta. Ya comenzó a verse el peligro al final de la Segunda Guerra Mundial, con la aparición de las armas nucleares, y sobre todo con su proliferación posterior. Para designarlas hubo que acuñar un concepto nuevo, el de «armas de destrucción masiva». Cuando apareció la que entonces se llamaba «bomba H», mucho más potente que las anteriores, la sociedad empezó a tomar conciencia de lo que se avecinaba. Diecisiete grandes físicos alemanes que directa o indirectamente habían colaborado en el desarrollo de la física nuclear, cinco de ellos galardonados con el premio Nobel, hicieron pública en 1957 una carta en la que advertían a los gobiernos del peligro del rearme atómico. Cuatro años antes, Heidegger pronunciaba sus dos famosas conferencias, La pregunta por la técnica y Ciencia y meditación. Y Jaspers se unía al grito en 1956 con su opúsculo La bomba atómica y el futuro del hombre europeo. Eran los años cincuenta. En los setenta el panorama empezó a verse con ojos distintos. El Club de Roma publicó su informe Los límites del crecimiento en 1972, advirtiendo que los crecimientos no pueden ser indefinidos, y que nos estábamos acercando peligrosamente al momento en el que su aumento no iría seguido de una mejora de la calidad de vida y el bienestar, sino de lo contrario. Años después, en 1987, la Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, nombrada por la ONU algunos años antes, hizo público su informe Our common future, en el que se apuntaban tímidamente algunas propuestas de reforma. En ese informe apareció por vez primera la expresión «desarrollo sostenible», frente al desarrollo insostenible del primer mundo y al subdesarrollo, también insostenible, del tercero. En una de sus conclusiones, el informe decía que hasta bien entrado el siglo XX, la humanidad no había tenido nunca la posibilidad de alterar sustancialmente los equilibrios de la vida sobre el planeta, y que a la altura del Informe, en 1987, tenía ya varios modos de hacerlo. El primero habían sido, obviamente, las armas de destrucción masiva. Pero en la fecha del informe ya había comenzado la manipulación del genoma y la creación de seres transgénicos, lo que abrió un nuevo campo, tan prometedor como preocupante.
Y nació la bioética. No es un azar que el término, en su sentido actual, se acuñara en 1970. Su creador, Van Rensselaer Potter la definió como the bridge to the future. La bioética quería ser un puente entre dos orillas, de tal modo que no se relajara la conexión entre la ciencia y la ética. Caso de que una avanzara aceleradamente y perdiera de vista a la otra, el resultado podría acabar siendo catastrófico. Porque no todo lo técnicamente posible es éticamente correcto.
Nada más nacer, la bioética fue inmediatamente monopolizada por la medicina. Los avances en su campo estaban siendo tan portentosos y salvaban tantas vidas, que la atención se concentró en ellos, y en resolver los conflictos que planteaban, que no eran pocos, ni leves. De nuevo hay que recordar los comienzos de la biología molecular y la llamada entonces manipulación genética en los años setenta, así como todo lo que ha venido después, la clonación de células, las técnicas de reproducción asistida, la desdiferenciación y reprogramación de células previamente diferenciadas, etc., etc. Pero no era solo eso. Piénsese, por ejemplo, en la introducción de la famosa «píldora», que llevó, por vez primera en la historia, a diferenciar tajantemente dos categorías hasta entonces inseparables, sexualidad y reproducción. Y si esto se dice del origen de la vida, no es menor lo que debería contarse sobre su final. Basta pensar en la suplencia mediante aparatos de casi todas las funciones vitales del organismo, lo que hizo surgir una categoría nueva, hoy de dominio común, las llamadas «técnicas de soporte vital», que fue preciso reunir en servicios hospitalarios de nueva creación, las unidades de cuidados intensivos, a las que algo después se unieron, con fines muy distintos, pero en cualquier caso complementarios, las unidades de cuidados paliativos. Y junto a unos avances y otros, los del principio y los del final de la vida, los no menos sorprendentes ni revolucionarios que han afectado al diagnóstico médico en el medio de la vida, como son las llamadas, nueva categoría, «técnicas diagnósticas no invasivas», a la cabeza de todas el humilde ecógrafo.
Se comprende, a la vista de lo anterior, que durante décadas haya cundido la sospecha de que la bioética era el nuevo rostro de la clásica ética médica. Se trataba, por tanto, de una más entre las éticas aplicadas. De igual modo que existe una ética del periodismo o de la abogacía, hay otra, curiosamente más antigua que todas las demás, la ética médica, o la ética de las profesiones sanitarias, que últimamente habría cobrado importancia nueva y a la que por tanto se designaba mediante un nombre también nuevo, el de bioética.
Desde hace muchos años vengo protestando contra este modo de entender la bioética. De hecho, no fue esa la idea de su fundador, Potter. No se trataba de una ética aplicada más, la ética de las profesiones sanitarias, sino de la ética de la vida. Aquella confrontación Este-Oeste, propia de los años cincuenta y sesenta, ha ido poco a poco disolviéndose, a la par que surgía otra igual o más grave, la confrontación Norte-Sur, que es precisamente la confrontación de la vida, del presente y futuro de la vida sobre el planeta, y de la calidad de vida. Hace algunas décadas esto no era fácil de argumentar, y menos cuando se hablaba a público sanitario. Pero hoy todos nos hemos convertido, velis nolis, en ecologistas. Ya no hace falta dar grandes explicaciones. De lo cual se deduce algo de la máxima importancia, que la bioética, lejos de ser una ética aplicada, es la ética sin más, la ética propia de la sociedad humana en estos albores del siglo XXI.
Hace ahora treinta años, en 1989, escribía yo el prólogo a mi libro Fundamentos de bioética. De él son estas líneas: «Si en otros tiempos la medicina monopolizó las ciencias de la vida, hoy eso no es así, y por tanto sería un error reducir el ámbito de la bioética al de la ética médica, o convertirla en mera deontología profesional. Se trata, a mi parecer, de mucho más, de la ética civil de las sociedades occidentales en estas tortuosas postrimerías del segundo milenio». Hoy resulta necesario introducir en ese párrafo dos breves rectificaciones. La primera, que no se trata solo de las sociedades occidentales sino de las sociedades humanas en su conjunto, porque ha emergido con rapidez y fuerza inusitadas el fenómeno de la «globalización». Y la segunda, que ya no se trata de las postrimerías del segundo milenio, sino de los albores del tercero.
Justificado el término «bioética», permítaseme un breve comentario sobre el adjetivo que le sigue, «mínima». Desde que Theodor W. Adorno publicara en 1951 su libro Minima moralia, la expresión ha cobrado una cierta vigencia. La tesis minimalista de Adorno iba directamente dirigida contra el maximalismo hegeliano, imposible de asumir desde la experiencia de la «vida dañada» característica la sociedad que nos ha tocado en suerte. El ideal que Aristóteles expresaba en el título de uno de los libros de ética que se le atribuyen, Magna moralia, es imposible, y hemos de conformarnos, más modestamente, con la instauración en nuestra sociedad de una «ética mínima». Entre nosotros, Adela Cortina publicó, hace ya tiempo, un excelente libro con el título de Ética mínima. Y yo denominé «Bioética mínima» al último capítulo de mi libro antes citado, Fundamentos de bioética. En todos estos textos, el minimalismo se entiende en un sentido muy preciso. Las éticas procedimentales modernas, típicas de la época ya aludida en que todo debate moral acababa convirtiéndose en cuestión política, y a la vez muy influidas por Kant, han buscado procedimientos de legitimación de normas que superaran el solipsismo de la razón kantiana sin perder por ello su carácter canónico. Tanto individual como colectivamente podemos proyectar una situación ideal, trasunto del reino de los fines kantiano, en la que los seres humanos puedan llevar a término sus ideales de felicidad y perfección. Las situaciones reales nunca se adecuarán completamente a esos cánones ideales, por lo cual la norma jurídica habrá de expresar unos «mínimos» de justicia, que no cubran, pero tampoco impidan el que las personas concretas puedan hacer su vida yendo más allá de esos mínimos a través de sus sistemas privados de valores y creencias, lo que daría lugar al logro de las distintas «éticas de máximos». La ética mínima sería, por tanto, algo así como los mínimos exigibles a todos a través de normas en una sociedad de seres humanos bien ordenada, aunque desde luego no perfecta.
Hace tiempo que vengo criticando esta distinción entre ética de mínimos y de máximos. La ética no puede ser más que de máximos. Su objetivo es tomar decisiones concretas de modo correcto, responsable o prudente. Y eso exige siempre y necesariamente tomar la mejor decisión posible. Buen cirujano es el que hace la mejor operación posible, y buen juez el que dicta la mejor sentencia posible. La ética no va de lo bueno a secas sino de lo óptimo. Lo que no sea óptimo es por definición malo. Así son las cosas. Hay que acabar con la vieja cantinela de los preceptos y los consejos, como si los primeros marcaran el nivel exigible a todos y el segundo el campo que se deja a la libertad de cada uno. Con el primero uno sacaría aprobado, o evitaría el suspenso, y el segundo sería el nivel de los que aspiran a nota. Por más que haya estado vigente durante siglos y siglos, esta doctrina es impresentable, y debe su error a algo que también ha dominado la historia de la ética más de lo que debía, a saber, que los preceptos consisten en el cumplimiento de la ley, a la postre penal, cuyos límites no pueden, o al menos no deben ser traspasados, en tanto que los consejos marcan una dirección, pero no establecen un límite. Todo viene de la confusión entre ley y obligación moral, entre el derecho, incluido el derecho natural, y la ética.
La ética, que es una disciplina práctica, no trata de lo que se debe hacer en abstracto, o de la norma que hay que cumplir, sino de la decisión que debe tomarse en cada momento concreto, con unas determinadas circunstancias y previendo ciertas consecuencias. Aquí no es de aplicación la lógica especulativa o teórica, sino la lógica práctica, la lógica del razonamiento práctico, que tan distinta es de la otra, y que tan extraña nos resulta.
¿Cómo se articulan, entonces, ética y derecho? Es una distinción similar a la que debe establecerse, aunque tampoco sea frecuente hacerlo, entre Sociedad y Estado. Los seres humanos vivimos unos con otros y formamos grupos sociales, sociedades. Esa es nuestra vida práctica, en la que tenemos que tomar decisiones, y donde se plantea el problema moral por antonomasia, la cuestión del deber. El deber es problema primario, que aparece en cuanto el ser humano alcanza un mínimo grado de inteligencia y comienza a vivir y convivir. El Estado no se encuentra a ese nivel. Surge por un acuerdo explícito de voluntades entre los miembros de un grupo social. El Estado lo genera la sociedad, como creación propia y específica de los seres humanos. Hay que verlo, pues, como una decisión concreta de los individuos; o dicho de otro modo, como un acto moral. Y así como la sociedad tiene su lenguaje propio, que es la Ética, el Estado tiene el suyo, que es el Derecho. El Estado se rige por normas. ¿Por qué normas? Las que formulen y establezcan sus miembros, los ciudadanos. De donde resulta que el Estado, como ya dijeran algunos herederos de Hegel, entre ellos Marx, es una superestructura, un epifenómeno de la sociedad. Dime qué sociedad tienes y te diré que Estado creas. O dicho de otro modo: Dime cuál es la ética de una sociedad, y te diré qué leyes tendrá el Estado que surja de ella. En tanto que las leyes han de ser comunes y afectar a todos, tiene algún sentido calificar la ética del Estado como «mínima». Pero no conviene confundir ética con derecho, como ha sucedido secularmente, y como se sigue haciendo por parte de los secuaces de las éticas procedimentales modernas. Entre otras cosas, porque si por ética mínima se entiende aquella que consigue plasmar en una sociedad la justicia, hay que decir, mal que nos pese, que el Estado nunca llegará al nivel de la ética mínima, porque nunca conseguirá ser estrictamente justo. También en esto, las éticas del discurso pecan de idealistas.
Aquí por «bioética mínima» no entendemos la ética del Estado, o la que debería, en una situación ideal, caracterizar al Estado. Se trata de «lo mínimo» o «lo imprescindible», aquello que nunca debe faltar en un programa de ética. Lo cual significa, cuando menos, dos cosas. Primera, que dejará fuera muchos temas y problemas que tanto el autor como probablemente también el lector considerarán muy interesantes, y de los que este minimalismo obliga a prescindir. Y segunda, que todos esos capítulos, con ser muy importantes, no es imprescindible tratarlos aquí. La razón está en que pueden ser analizados autónomamente por el propio lector, siguiendo las pautas aquí ofrecidas. Más que tratar todos los temas, algo por principio imposible, lo importante es proveer al lector con los instrumentos necesarios para que él mismo pueda llevar a cabo esa labor. Como la bioética va de tomar decisiones correctas, es conveniente, más aún, imprescindible seguir un método de análisis, y ese es el que se intenta exponer a lo largo de los tres primeros capítulos del libro. En los otras dos, el método descrito se aplica a dos grandes áreas de problemas, los relativos al comienzo y al final de la vida. El lector puede tomar estos últimos capítulos como ejercicios de aplicación del método, que luego él podrá y deberá ir aplicando a todos los demás. Y como conviene que el método tenga un nombre, démoselo ya desde el principio. Se llama «deliberación».
Todo tiene su génesis, y este pequeño libro, también. Surgió de una demanda que me hizo el Patronato de la Fundación Politeia: dar un breve curso de cinco lecciones al numeroso y selecto público que año tras año sigue sus cursos. El de 2017-18 estuvo dedicado a la historia y cultura en las décadas finales del siglo XX y los comienzos del XXI. Como novedad importante surgida en esos años, di una conferencia sobre el nacimiento y desarrollo de la bioética. Para mi sorpresa, fueron muchos los oyentes que se vieron sorprendidos. Así que me pidieron un seminario más amplio, de cinco lecciones, para el curso siguiente, 2018-2019. Esas lecciones tuvieron lugar del 14 de noviembre al 19 de diciembre de 2018. El presente libro reproduce básicamente su contenido. Vaya desde aquí mi agradecimiento al Patronato de la Fundación, y en especial a su Presidente, Miguel Satrústegui, fiel heredero y continuador de la tradición que inició su fundadora, Jorgina Satrústegui.
Y como el libro es breve, va de suyo que también debe serlo su prólogo.
Madrid, 23 de febrero de 2019
Diego Gracia
Comentario de Juanjo Jambrina
Artículo publicado en La Nueva España, el 16 de agosto de 2019
Diego Gracia Guillén (Madrid, 1941) es un hombre polifacético con una formidable pasión tanto por enseñar como por aprender y dinamizar debates, diálogos y deliberaciones.
Diego Gracia se licenció en Medicina en la Universidad de Salamanca donde se interesó por la Historia de la Medicina de la mano de Luis Sánchez Granjel que le apoyó y encaminó hacia el magisterio de Pedro Laín Entralgo. Así, el profesor Gracia regresó a Madrid en el año 1970, justo cuando Van Rensselaer Potter acuña el término “bioética” para intentar trazar un puente entre la ciencia y la ética. Como Pedro Laín, Diego Gracia se especializó en Psiquiatría que ejerció algunos años. Su inquietud intelectual le acercó a la filosofía de la mano de Xabier Zubiri. Su capacidad pedagógica y sus numerosas publicaciones le convirtieron en Catedrático de Historia de la Medicina de la Universidad Complutense. Al inicio de la década de los años ochenta su actividad se orienta hacia la Bioética, siendo en la actualidad el referente español en dicha especialidad y un líder destacado a nivel internacional. En 1989, justo ahora hace 30 años, publica su libro seminal: Fundamentos de Bioética (Eudema) del que hay dos ediciones más (Triacastela 2007, 2008). Por entonces, pone en marcha el primer Máster español de Bioética, donde se formarán la mayoría de quienes actualmente forman los Comités de Ética de nuestro sistema sanitario. Diego Gracia es un divulgador infatigable. Solo así puede explicarse que cualquier congreso o foro que se precie quiera contar con su aval que casi siempre coincide con su presencia activa y estimulante bien sea para hablar de los cambios de la praxis médica ante el “Big Data” o de los aspectos éticos implicados en reproducción asistida.
Sus conocimientos médicos, su sólida formación filosófica y su amplio repertorio de intereses culturales hacen de él un gran escritor y un conversador fenomenal. El profesor Gracia Guillén, como su admirado Sócrates, raramente da respuestas a los dilemas que le plantean sus interlocutores: es un ferviente partidario de que cada uno busque la respuesta por su cuenta porque él se encarga de enseñar a manejar la herramienta. Y esa herramienta es el método deliberativo.
Tras Fundamentos de Bioética, el profesor Gracia Guillén ha escrito libros de gran éxito: Como arqueros al blanco o Procedimientos de decisión en ética clínica. Y su visión de la aventura intelectual de Laín Entralgo, libro valiente y vivo, titulado Voluntad de comprensión. Pero hasta la fecha no había publicado ningún libro para el público general. Bioética mínima surge de esta necesidad. A Aristóteles se le atribuye un tratado de ética llamado Magna Moralia. Theodor Adorno, para confrontar el maximalismo hegeliano escribe su Mínima Moralia. En este último libro, Diego Gracia trata de recoger “lo imprescindible”, “lo mínimo”, lo que nunca debe faltar en un programa formativo de bioética.
Así, esta Bioética mínima de Gracia Guillén se estructura en cinco capítulos que son como cinco conferencias y que se ordenan desde los cimientos hasta la techumbre. O sea, empezando por el origen de la experiencia moral (capítulo uno) a partir de la cual obtenemos los hechos, valores y deberes (capítulo dos) con los que deberemos trabajar usando el método deliberativo (capítulo tres) para dar respuesta a los problemas éticos que plantea el origen de la vida (capítulo cuatro) y su final (capítulo cinco). Leo, gracias a mi apreciado Manuel Arias Maldonado, un artículo de Edward Said sobre los “periodos tardíos” de los creadores. Es un concepto acuñado por T. Adorno para explicar los trabajos finales de Beethoven pero Said lo usa para revisar a muchos otros autores. Y creo que esta Bioética mínima, bajo su apariencia de libro breve, sencillo y riguroso esconde una proposición paradójica: es una llamada a una conciliación que no quiere cerrarse porque el autor no oculta a sus lectores las contradicciones que ha detectado en el mundo en que vivimos. En este aspecto, Bioética mínima es un libro falto de serenidades, de aguas tranquilas. No puede haberlas porque la ética, para Gracia, nunca puede ser mínima: solo es posible una ética de máximos, que es la que elige no una decisión buena sino la mejor de las posibles. Bioética mínima es un texto sencillo y accesible pero para ir en contra. En contra de las amenazas que se ciernen sobre nuestra sumisa sociedad en forma de fake news, por ejemplo. Bioética mínima, sí, pero para comprometer al individuo: “porque quien delibera, quien toma decisiones por necesidad siempre es una persona, no un colectivo. Frente al dogmatismo de antaño y a la trivialización de hogaño, deliberación. Esta es mi fórmula para resolver los problemas morales, tanto en el orden individual como colectivo ”. Queda escrito.
Juanjo Jambrina