Unidad Racional de Emergencias

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Propuesta a la U.R.E. por Enrique Baca

Hoy sábado 3 de octubre de 2020 y a las 8.30 hora de la mañana me he desayunado con la habitual columna de Fernando Savater en la última página del El País.

Savater es un hombre que habla claro (ya van quedando pocos) y se le entiende todo. Pero este último escrito suyo resplandece en dos temas. Y es obligación de la Unidad Racional de Emergencias que quede constancia de ellos para edificación de nuevos reclutas.

El primero es una definición magistral: “… la estupidez es un mosaico con retazos de sabiduría forzados encajar fuera de su lugar”.

En el segundo se refiera a la insólita reacción de una Europa que exporta pensamiento (valiosos) a los USA y cuando esta se los devuelve, años después, convirtiendo en “amenazas inquisitoriales lo que antes fueron promesas emancipadoras” se las traga sin rechistar.

Y una última puya, de destinatario incierto, aunque perceptible, al referirse a la “imbecilidad moral que hoy se va volviendo obligatoria”: “El problema es que mientras lo leemos a veces olvidados el chiste y creemos estar en la sección de Opinión de algún diario dizqueserio”.

Por todo lo cual me atrevo a solicitar, con tanta humildad como contundencia, se nombre a D. Fernando Savater coronel honorario de la U.R.E., aunque mejor sería hacerle mariscal de campo.

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Enrique Baca


Solicitud (semi) urgente a la Unidad Racional de Emergencias,por Enrique Baca

 24 de Junio de 2020

Después de felicitarles calurosamente por tan insólita iniciativa permítanme que les solicite una ayuda que, como dice el título de esta carta, no sé bien si llamar urgente (y por tanto subsidiaria de sus desvelos) o semiurgente (y, en consecuencia, obligada a ponerse en la cola).

Les explico: Ya conocen que es asunto habitual en nuestro tiempo el que las palabras se deshilachen primero, se banalicen después y se prostituyan, por último. La prostitución lingüística es, como corresponde, cosa fina y a veces incluso elaborada, que hace que un término sea vendido para su uso ilimitado a los mercaderes de la confusión (y de las fake news). Y es prostitución en cuanto ese uso se vuelve obsceno, a fuerza de retorcer el sentido y de manipular el significado. Eso marca su entrada en el reino de la porné.

Reconozco que soy un poco repetitivo cuando, machaconamente, insisto en que Humpty Dumpty no tenía razón y que, además, hay que evitar que la tenga. Pero me reconocerán que acaba siendo cansinamente indignante ver, un día sí y otro también, que “presunto” es un burladero de posibles querellas, que “machista” es como la capa de Luis Candelas y que “democracia” se usa como el bálsamo de Fierabrás por quienes ni la sienten ni la practican. Y eso en flagrante contradicción con el hecho cierto de que el machismo existe, algo presunto es lo que es y la democracia resplandece donde tienen la suerte de disfrutarla.

Sin entrar en polémicas sobre si fue primero la palabra o el pensamiento (en definitiva, el huevo y la gallina) parece claro que el ser humano se sostiene en tres patas, fuertes y delicadas al tiempo: pensar, hablar y saber qué (y lo qué) se piensa y se habla.

Por eso cuando degradamos la palabra (y la degradamos, como antes apuntaba, por deshilachamiento, banalización o definida prostitución) la racionalidad se degrada también de forma irremediable.

Viene esto a cuento de una forma sibilina y constante de agresión al sentido y al significado que se produce cuando un término técnico pasa al lenguaje lego. Dejo claro que no hay nada que objetar a tal paso, que suele redundar, si es correcto, en un enriquecimiento del habla coloquial y un refuerzo para el vocablo, que sale así del gueto especializado y entra a formar parte de la vida cotidiana de las gentes. Nada, pues, de esoterismo elitista.

Pongamos un ejemplo para que se nos entienda bien. Desde hace tiempo mantengo (con resultado de total derrota) la inexactitud conceptual que supone la adopción de la palabra castellana evidencia para su uso en la literatura científica. Soy consciente de que el mundo del derecho ha traducido evidence (término ingles usado para las pruebas que se presentan en un juicio) por evidencia en lugar de prueba. La ciencia escrita en ingles también usa el termino evidence para denominar las pruebas que sustentan las conclusiones de una investigación.  Y en español, al mencionar o traducir los trabajos en inglés, esta traducción “tradittora” ha pasado al lenguaje científico en castellano.

¿Qué más da? se dirá.

Pues da, porque una prueba no es una evidencia ni siquiera en un juicio. La RAE ha intentado soslayar el problema y ha admitido una acepción con la marca técnica Der. (derecho) que admite que “evidencia es una prueba determinante en un proceso” (el subrayado es mío). Es decir que, incluso en el acto jurisdiccional, cualquier evidence no es una evidencia, solo las determinantes.

Decía que el uso incorrecto al pasar a la ciencia ha tenido consecuencias importantes en la correcta interpretación de muchos trabajos, especialmente en el campo de la medicina. También aquí se ha intentado soslayar el tema añadiendo un calificativo anexo (“científica”). Este ardid se ha utilizado muchas veces para robustecer los resultados de los trabajos con una clara intención de que, en el imaginario del lector, la contundencia de la palabra evidencia apoye la relatividad de lo que solo son pruebas.

Porque digámoslo con claridad. El termino evidencia científica (afortunadamente aun ausente del DRAE) es un perfecto oxímoron o, si se prefiere, una estupenda aporía. La razón es simple. Ni la evidencia es, en sí, científica, ni la ciencia es evidente.

Perdida esta batalla en los campos de lo impreso (y también de lo hablado) quiero contarles otra que se aproxima veloz.

Me refiero al empleo del término griego phobos (fobia) en la denominación de determinadas vivencias (sentimientos y conductas humanas).

Es bien conocida la propensión de la medicina “continental”, y más específicamente de la psiquiatría, a buscar en el griego antiguo las denominaciones para los cuadros psicopatológicos que se iban describiendo desde el siglo XVIII.

En este contexto, y aunque los cuadros de miedo irracional eran bien conocidos de la psiquiatría anterior y reflejados muchas veces en obras literarias, en 1871 Carl Friederich Otto Westphal describió, en un sacerdote, un cuadro de miedo irracional con fuertes ataques de angustia que se producían ante la posibilidad de encontrarse al aire libre y específicamente siempre que no tenía un techo sólido sobre su cabeza. A este cuadro clínico le llamó agorafobia, uniendo dos palabras griegas ágora (plaza pública) y fobia, esta última prestada de la mitología.

Como es bien sabido Ares y Afrodita tuvieron dos hijos gemelos que suelen acompañar al dios de la guerra cuando se dirige al campo de batalla.  Uno es Phobos, el pánico que hace que el guerrero rehúse combatir y huya de la lucha; el otro es Deimos el pavor que paraliza al combatiente en el curso de la batalla.  Los acompañantes de Ares tenían bien definida su función: no es igual el miedo que hace huir preventivamente que el pánico que paraliza una vez que ya hemos entrado en la lucha.

Westphal, que era un hombre cuidadoso con las palabras y preciso con sus sentidos y significados, escogió a Phobos para denominar el miedo y la angustia que su paciente sentía ante la posibilidad de verse expuesto a una situación devenida irracionalmente angustiante y que tenía como consecuencia irremediable la huída de la misma, la evitación de la misma. No tomó como referencia a Deimos porque Deimos implica simple parálisis aterrorizada ante un hecho al que uno concurrió voluntariamente (la batalla). El fóbico, dejó claro Westphal, no se queda paralizado, huye ante la situación que le asusta y además evita cuidadosamente tal situación. Westphal no acudió al griego antiguo meramente. Acudió a la mitología.

El termino se adoptó por la psiquiatría alemana y Freud (que no era psiquiatra) lo usa en infinitas ocasiones y desde sus primeras publicaciones. Ya en 1895 aparece múltiples veces en los historiales clínicos de los “Estudios sobre la Histeria”. Desde entonces es una palabra con un sentido perfectamente definido en la psicopatología mundial.

En alemán no técnico el termino phobie se consolidó también, pero como advertían sus diccionarios, como sufijo de otra palabra, más que como sustantivo.

La divulgación y popularización de la obra freudiana en todos los países y su uso vulgarizado por la literatura hizo que phobie (traducido) se emplease como un sustantivo equivalente a miedo irracional a algo, sin más precisión, en prácticamente todos los idiomas.

Y pronto fobia comenzó a desflecarse (o a deshilacharse)

El primero de estos desflecos, en español, lo hace el DRAE al definir, como primera acepción, fobia como “aversión obsesiva”. Nada más lejos de una fobia que ser una “aversión obsesiva”. El fóbico a los caracoles no les tiene aversión y, si lo parece por su conducta evitativa, es solo consecuencia de lo que sí tiene: miedo, pánico total, a los caracoles. Y correlativamente, yo, sin ir más lejos, que jamás me comería un caracol, es decir, que les tengo una suerte de aversión, no les tengo el más mínimo miedo y me parecen, incluso, unos animalitos muy simpáticos.

Tampoco ese miedo (ya hemos visto que lo definitorio no es la aversión) es “obsesivo”. Aquí el conocimiento psicopatológico de la RAE (y de sus asesores) deja mucho que desear.

Se argumentará que el DRAE no es un diccionario técnico y que las palabras se pueden usar también en un sentido figurado. Es evidente, pero para eso no se pone la acepción de este último tipo en primer lugar y, desde luego, se hace preceder de la notación “sentido figurado” (fig.). En caso contrario se entiende que la propuesta definitoria es conceptualmente (y técnicamente) exacta.

Pero el deshilachamiento (o desflecamiento) definitivos llega a este malhadado termino en pleno siglo XX cuando a alguien se le ocurre introducir el término xenofobia, inicio del despropósito.

Despropósito que se hace fuerte en el lenguaje de la sociología y que impregna también el habla jurídica y la terminología política (amén del periodismo y la literatura). Es decir, aquí no estamos ante la vulgarización de una palabra sino en la creación “desafortunada” de un término técnico profundamente inexacto.

Una historieta lo aclara: No me cuesta mucho pensar que un muchacho de 12 años, indígena del Congo mal llamado Belga, al cual un capataz de esa nacionalidad, corta una, dos o las cuatro extremidades porque no ha cumplido su cuota de recolecta de caucho, le tendrá miedo a esa raza depredadora que lo somete y además procurará evitar siempre que pueda su contacto. Su familia y sus amigos serán muy probablemente xenófobos en el sentido más propio del término (tendrán miedo y conductas evitativas ante una gente extraña que les asusta). Pero me cuesta mucho pensar que el esbirro de Leopoldo pueda ser definido con la misma palabra.

Pero la sociología, la política, algunas leyes y el DRAE así lo hacen.

Y lo hacen innecesariamente. Ya Corominas en su Diccionario nos advierte de la existencia de un prefijo, también de origen griego, que supone y define, ese sí, la aversión, el desprecio y el odio. Es miso– y está presente en palabras como misoginia y misantropía, entre otras.

Así pues si el muchacho congolés es xenófobo por derecho propio, el belga ejecutor es un miserable misoxeno, si hablamos bien.

Ya me parece oír el clamor de los que, invocando a Heráclito a grandes gritos, hablan de la imposibilidad de que el río revierta a la fuente y de la legitimación del lenguaje por el uso en la calle.

Me parece bien y no les resto realismo en su postura.

Pero no sigamos perpetuando la prostitución sistemática de las palabras que no sabemos precisar.

Y lo digo por la aporofobia, ese término que acecha al DRAE y que nunca (ya se ha dicho por ahí) debió llamarse así sino, en todo caso, aporomisia si se le mantiene el sentido con el que ha sido abundantemente publicitado.

Porque el problema es que la aporofobia real existe. El miedo irracional y las conductas evitativas ante sujetos que tienen imagen canónica del pobre -el mendigo, el clochard-  es un cuadro clínico que se da en la realidad.

No lo confundamos con la aversión o el odio de los que desprecian o agreden a los menesterosos.

Y todo esto lo digo, evidentemente, sin la menor esperanza de conseguir nada.

Enrique Baca


Solicitud de ingreso en la Unidad Racional de emergencias, por José Lázaro

Sr. D. J.A. González Sainz

Fundador de la Unidad Racional de Emergencias

En Madrid, a 27 de abril de 2020

Muy señor mío:

El abajo firmante, mayor de edad, soltero y en más o menos posesión de sus facultades mentales,

A V. I. RESPETUOSAMENTE EXPONE:

Que, habiendo tenido noticias de su convocatoria para la creación de una Unidad Racional de Emergencias, desea solicitar su inmediata incorporación como voluntario a la misma.

No hace falta añadir muchas razones a lo tan brillantemente escrito por usted. La invasión de nuevos clérigos que estamos padeciendo es cada vez más insoportable y hay que movilizarse contra ellos si no queremos que el mundo se degrade a una feria de creyentes empeñados en imponer a los demás sus virtudes y verdades rigurosamente obligatorias.

Hemos disfrutado en este país de 45 años espléndidos (gracias a lo que algunos de esos clérigos, particularmente necios, llaman despectivamente “el régimen del 78”). Y casi habíamos empezado a respirar a gusto, con la sensación de que por primera vez la historia de España dejaba de ser triste y daba la impresión de que, al menos por el momento, estaba acabando bien. Parecía haberse impuesto un cierto espíritu de tolerancia, en el que no habían desaparecido esos creyentes proselitistas que usted, con mucho acierto, denomina “clérigos”, pero al menos los había de tan diversos pelajes que se neutralizaban entre ellos y no molestaban demasiado a los que procurábamos no dar oídos ni a hunos ni a hotros.

Y, sin embargo, como usted muy bien señala, se está produciendo ahora una deriva inquietante. Algunos de esos clérigos, en parte reforzados por su ascenso a las más elevadas alturas ministeriales, muestran un doble rasgo que produce mucha intranquilidad. Primero, han convertido en intolerable cualquier género de disidencia, de tal modo que ya es obligatorio ser “xxxxista”, y el que no lo sea (y no lo proclame a gritos) es condenado a las más oprobiosa de las infamias. Y, segundo, se han lanzado sin frenos a la pendiente resbaladiza que conduce de la creencia al dogmatismo y de ahí al fanatismo. El siguiente paso no puede ser otro que la violencia de los creyentes. Nacionalistas y populistas son dos ejemplos obvios, y usted se refiere claramente a ellos. También los hay de otros géneros.

Y todos tiene en común, junto a esa mirada firme, desafiante, del que cree firmemente en su propia virtud, el lema que a todos ellos les une: “Más corazón y menos cerebro”.

Y POR TODO ELLO SUPLICA:

Le sea concedido el honor de ser admitido cuanto antes en la Unidad Racional de Emergencias, declarándose dispuesto a asumir en ella el puesto en que más útiles puedan resultar sus limitadas capacidades racionalizantes.

Que los dioses del Olimpo guarden a Usted muchos años.

Fdo: José Lázaro


Otra cultura de gobierno es posible (y necesaria); modelos de inversión, por J. A. González Sainz

En los momentos críticos, cuando la vida y el porvenir de las personas y las sociedades están gravemente comprometidos como ahora, cada uno de los actos y cada uno de los gestos de cada persona cobra una importancia decisiva, a veces aplastante. No es que antes, en los buenos tiempos, digamos, no tuvieran esa relevancia; pero su pegada, vamos a decirlo así, su carga significativa, podía ser menos concluyente. Los grandes peligros tienen también eso: que todo, cada acción y cada palabra, en la caja de resonancia de la capital gravedad en que se producen, revelan más a las claras (y pese a todos los dispositivos de control de la comunicación) lo que son y suponen. Lo que son y también lo que han sido antes, pero sin que quizá les diéramos, o les dieran algunos, la trascendencia que tenían. Cosas que antes podían pasar como una anécdota más y a las que la inopia o las tragaderas de parte de la sociedad se habían hecho como si nada, ahora demuestran, con cruda evidencia, su rango terminante de categoría. Claro, para quien lo quiera ver, porque es sabido que no hay peor ciego que el que no quiere ver.

Con aberrante crueldad, una eurodiputada y exconsejera de Educación de la Generalidad de Cataluña de cuyo nombre no quiero ni acordarme, para mofarse del desolador incremento de víctimas mortales en la capital de España a consecuencia del virus chino y creyéndose seguramente además graciosa, tuiteó sarcásticamente a los cuatro vientos el viejo lema “De Madrid al cielo”. Insensible a cualquier asomo no ya de solidaridad sino de mera compasión humana, o por lo menos del debido silencio ante la muerte, la exconsejera —¡de Educación! — de la institución catalana no consiguió contener la expresión de su gozo ante la desgracia de sus vecinos, y su vergonzosa mofa enseguida fue borreguilmente corroborada —retuiteada— por el habitual enjambre de clérigos del nacionalismo, con el expresidente de esa misma institución a la cabeza. El gesto, que quedará en los anales de la vergüenza y la estupidez humanas, desde luego no es una excepción. Es uno más, por mísero que sea, de los venenosos frutos que el nacionalismo, con sus temporeros y braceros ocasionales, lleva decenios sembrando y cosechando para su distribución y venta masivas. Responde a un nombre clásico: odio, y su papel de combustible fundamental en las circunstancias que abocan a las grandes crisis y catástrofes está más que demostrado por la historia.

“Esa horrible hostilidad, convertida en residuo venenoso”, recuerda Stefan Zweig de los años que precedieron al hundimiento de Europa con las guerras mundiales, “todavía no separaba a unos hombres de otros”, “el sentimiento de rebaño y de masa todavía no era tan repugnantemente fuerte en la vida pública”. Todavía, siempre hay un todavía no en que aún es quizá posible neutralizar; luego viene el ya no, luego ya el fanatismo campa por sus fueros como campó entonces y frente al fanatismo, a diferencia del idealismo a secas, ya de nada valen ni la argumentación racional ni la experiencia de las cosas ni las pruebas fehacientes; sólo su derrota frontal. Eso es algo de lo que comprendió Hannah Arendt tras las tragedias del siglo XX y lo que trató de mostrar en sus estudios sobre los populismos totalitarios a quien quiera ver.

Pero aquí no hemos querido ver, y con esos mimbres se ha llegado a formar el gobierno con el que nos ha pillado la catástrofe.  Con el mismo fondo de estolidez y vileza que pone de relieve el tuit de la exconsejera —de nuevo: ¡de Educación! — de la Generalidad catalana, la consentida, engordada y subvencionada maquinaria del nacionalismo catalán ha acuñado y sigue acuñando a porrillo moneda simbólica e inundándonos con ella como valor de cambio: del “España nos roba”, dadas las circunstancias, han pasado al actual “España nos contagia” o “España nos mata”. Verdaderas cumbres de ignominia; y de una ignominia, como sucede con todos los fanatismos, además exultante. Pero a las cumbres se asciende poco a poco, con decisión y equipo adecuado, y, además, una vez ascendida una, parece como que te pide el cuerpo seguir ascendiendo otras hasta haberlas probado todas las veces que sea. A qué cumbre de abyección no será capaz de ascender el dispositivo políticosocial que no tuvo empacho en convertir una manifestación de duelo y repulsa por unos atentados islamistas que causaron docenas de muertos en Barcelona y Cambrils (y el luto en todo el país y todo el mundo, muchas de las víctimas eran extranjeras) en un despiadado espectáculo de animadversión nacionalista contra los representantes de las instituciones del Estado. La cumbre más alta ya estaba subida.

Cuanto más determinantes son los dispositivos de odio y animadversión para la formación de la identidad y el éxito de un grupo, más nos van acercando a una guerra civil, al principio sólo larvada y emocional, donde ni la razón ni la piedad son ya otra cosa que excepciones. Tras su deflagración, sólo deseando la muerte del otro o matándolo de veras, se sabe que somos iguales (Hobbes). Celebrar con recochineo la muerte de quien has decidido que sea el otro es ya el penúltimo escalón.

Las maquinarias de animadversión (organizaciones, medios de comunicación, estrategias de acaparamiento de poder, penetración y control de instituciones y presupuestos, educación…), como las de los populismos o el nacionalismo catalán de marras, se basan, por mucho que consigan presentarlo al revés (presentar al revés las cosas de cómo son es una de sus prácticas fundamentales), en una atribución absoluta y originaria de culpa al grupo al que han decidido oponerse y, en último extremo, anular. Haga lo que haga el otro —los españoles por ejemplo para los nacionalcatalanistas—, y aunque no haga nada, siempre y de alguna manera, aun de las más inverosímiles, es el culpable de todo: de que no sean más ricos y felices, de que no sean más unos, grandes y libres, de las crisis económicas y de las pandemias. Estas maquinarias de vocación totalitaria no aspiran a ser mejores que sus oponentes por la calidad de su gestión de las cosas públicas en pos de una convivencia lo más justa posible y una prosperidad lo más sostenible y equilibrada, sino por el contrario a quitar de en medio a una parte de la población —grupo, tendencia, pensamiento o idiosincrasia a los que, en el fondo, se da consideración categórica o tratamiento de raza— para ocupar todo el engranaje de las instituciones y conquistar el poder de la forma más omnímoda y permanente que se pueda.

Desde Pujol hasta el tuit de la exconsejera —otra vez: ¡de Educación!—  es lo que se ha venido promocionando en nuestro país en un proceso unívoco e imparable —el proceso— de sustitución de la realidad por la fantasmagoría, de las cosas por su instrumentalización, de la veracidad por una engrasadísima maquinaria mediática de mendacidad y de todo afecto por el encono y el odio, invirtiendo grandes cantidades de dinero público (que ahora vendrían de maravilla para menesteres de efectiva vida o muerte) y de esfuerzos y tiempo para alentar un antagonismo que se quiere inveterado, originario e infinito; que, si no existió, se inventa, y si algo hubo, se recuerda de continuo obsesivamente y, si se adormece, se despabila a porrazos retóricos y emocionales continuos manipulando conceptos, hechos, historias y afectos. Ese ha sido el modelo de inversión en nuestro país en los últimos decenios: invertir en antagonismo, invertir en odio, invertir en insolvencia, en desintegración de la sociedad y el territorio, invertir en burocracias, en chiringuitos clientelares, en incapacidad operativa, en adoctrinamiento y embustes y burbujas. Causa verdadero repelús imaginar lo que esa exconsejera —una vez más: ¡de Educación! —  alentó y cobijó bajo su mandato. Con el producto de esas inversiones, hemos afrontado en estos momentos la gravedad de una realidad de la que la Organización Mundial de la Salud llevaba alertando desde el inicio de febrero.

Modelos hay otros, claro, por ejemplo invertir en racionalidad, en concordia y conciliación en lugar de en animadversión y, en su extremo, el odio; invertir en formación del criterio y el juicio personales en lugar de en espíritus nacionales, invertir en técnicos de verdad en lugar de en verdades de ideólogos de partido, en investigación en lugar de en burocracias, en empresas localizadas aquí en lugar de despreciarlas, en educar en el esfuerzo integrado y el esmero y el servicio a la comunidad, en servidores públicos y no en quienes se sirven de lo público, en funcionarios de carrera en lugar en mamporreros de partido, en prudencia y prevención en vez de en prepotencia y banalidad, en hechos en vez de en manipulación y comunicación y en la obsesión continua de ganar elecciones. Ante la brutal irrupción de la realidad que ha supuesto el virus chino, la incapacidad de respuesta operativa del modelo seguido en nuestro país, del modelo en que nos hemos educado y en el que se ha echado el resto en invertir, ya no se computa en un enfrentamiento de opiniones o posturas sino en la terrible realidad de los muertos. Si hemos de volver a ponernos en pie, habrá que revisar y corregir, punto por punto, el modelo seguido —el que ilustra la anécdota de la exconsejera catalana. Necesitamos una Unidad Racional de Emergencias que, a semejanza de la Unidad Militar de Emergencia, intervenga sin demora en las partes emocionales más dañadas del cerebro, esas que han dado vítores y votos para que lo peor se alíe y se propague y gobierne el país. De esos cuerpos expedicionarios, no habría ni que decirlo, todos podemos y debemos ser parte activa.

J.A. González Sainz

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