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Tantas cosas pueden ir mal en la vida que –como la tristeza pesa y la alegría es liviana- a veces nos resignamos y nos dejamos atraer por el sentimiento más afín a las fuerzas físicas. La gravedad tira de nosotros hacia abajo, la tristeza nos empuja un poco más. Bien, hay que tener los pies en la tierra, sí. Pero no tenemos que hundirnos de tristeza en ella. Tenemos imaginación para flotar livianos, pies y piernas para saltar de alegría. Existen más fuerzas en el mundo que las físicas.
Hay ocasiones (o épocas) en la que podemos sentirnos perdidos, errantes, en aprietos, sin propósito, abandonados, traicionados, malqueridos, decepcionados, dolientes, enfermos… Cada uno tenemos nuestra pequeña parcelita de dolor. Pero el dolor es un signo vital. ¿Qué podemos hacer con él, pues? Vivir.
Aun así hay quien persevera apático, vencido, ¡pero eso es trampa! Lo que nunca, nunca, nunca debemos hacer es morir antes de morirnos.
Algo así le pasó al «desencantado», ese fue su drama:
«…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida».[1]
Gabriel García Márquez
Este brevísimo cuento de García Márquez nos habla de la vida y la muerte y del sentido de permanecer en el mundo a pesar de los retos y obstáculos que podamos encontrar. En un solo párrafo consigue impactar con un tema significativo que apela directamente a nuestros sentimientos sin necesidad de extenderse ni dar demasiadas explicaciones. Con una cuidada economía del lenguaje, en pocas líneas, crea una estructura secuencial, con orden lógico y cronológico. Va mostrando la sucesión de acontecimientos, además, en lo que podría ser tiempo real; lo que tardamos en leer el cuento bien podría ser lo que dura la caída del desencantado. García Márquez evita ofrecer descripciones innecesarias, no son relevantes para el propósito del relato. Esto prueba que no hay que escribir más de lo imprescindible para lograr el efecto deseado: reivindicar las ganas de vivir y enfrentarse a la realidad.
Cada uno, claro, tenemos una realidad distinta. Hay realidades más complicadas que otras, desde luego. Pero no hay que resignarse. La felicidad es un trabajo, es una decisión personal. Siempre habrá acontecimientos terribles y situaciones adversas a nuestro alrededor. La cuestión es decidir cómo enfrentarnos a ellas. Y en el margen que tengamos —si no podemos cambiar el mundo— tratar de mejorar el mundo a nuestro alrededor. Aunque a veces nos equivoquemos (también tenemos derecho a equivocarnos).
[1] Cuento: El drama del desencantado, Gabriel García Márquez
Conocer cuál es nuestra misión en el Universo adquiere un alto significado en la vida de cada persona, pues ya no somos seres intrascendentes cuya existencia carece de objeto, ni animales que solo usan la portentosa capacidad pensante, de la que están singularmente dotados, para gozar hasta que el cuerpo aguante. Por desgracia, ese es el proyecto de vida imperante, anunciado por doquier en la sociedad del bienestar y del consumo que habita la parte del mundo más desarrollada. Podría parecer un objetivo válido si no fuese porque en esta misma sociedad es en la que se registran las más altas tasas de suicidios, de neurosis psíquicas, de violencia y de corrupción, como consecuencias de la banalización de la vida humana. Y si, como argumento para relativizar nuestra potencial misión, nos atenemos a las diferencias individuales que existen entre los seres humanos, en el fondo, no dejan de constituir una pluralidad de cualidades que nos complementan. Aceptarse cada uno como es constituye el principio inclusivo a partir del cual toda persona pueda aportar sin complejos lo mejor de sí mismo a la sociedad, esforzándose por mejorar sus potenciales innatos.