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Del cinismo y otras bellas artes, por Mariano de las Nieves

14 de abril de 2021

Como ustedes bien saben el cinismo es definido por el DRAE como “desvergüenza en el mentir o en la defensa y practica de acciones o doctrinas vituperables” y para el que no recuerde lo que es lo vituperable el venerable diccionario se lo aclara: “lo que causa afrenta o deshonra”.

Pero como también saben ustedes en su origen cínico (perruno, del griego cinós perro) fue el nombre de una extravagante tropa de gente habladora y amante de los largos discursos educativos, con una gran opinión sobre sí mismos y que estaba convencida de que todo se puede aprender y de que ellos podían enseñarlo. Para  completar el cuadro, y eso  les aseguró el rechazo de la gente, les  importaban un bledo los convencionalismos sociales del momento.  Piensen que la imagen icónica que nos ha llegado de ellos es la de Diógenes de Sinope, el que vivía en una tinaja y buscaba hombres por las calles de Atenas con un farol en la mano.

Nada que ver con los cínicos actuales que mas bien son la antítesis de lo que fueron ellos. Ahora ser un cínico se aproxima bastante a ser un miserable en la cuarta acepción del Diccionario.

En España (y no solo en España) la capacidad de mentir, negar que se ha metido y volver a mentir con toda desfachatez y con total impunidad una y otra vez y sobre el mismo tema si cabe, no solo se da en la cotidianeidad de la política. Es una presencia agobiante y tan continua que hay que empezar a dudar si no se va extendiendo e infiltrando en los valores sociales del momento. Es esta una asfixiante realidad que nos asalta cotidianamente, y acaba por envolvernos, penetrarnos y, ojalá estemos aun a tiempo, amenaza con convertirnos a todos en mentiras andantes y parlantes.

Si uno escucha lo que se dice y se afirma en corrillos y tertulias, en editoriales y paginas de opinión, en radios y televisiones y ¡cumbre final! en las redes sociales, se va convenciendo que lo que ha comenzado en el mentidero (nunca mejor dicho) de la política se hace realidad en la gente de a pié. La política y los valores sociales son unos espejo de la otra y viceversa, por mucho que nos cueste admitirlo.

El cinismo (versión lingüística) parece haber llegado a tal extremo que trasciendo la anécdota, se ha convertido en algo que de vicio pasa a ser virtud reconocida y además virtud altamente provechosa y rentable.

Estamos a punto de convertir el cinismo en una de las Bellas Artes a semejanza de lo que De Quincey hizo con el asesinato. Y no olvidemos que De Quincey era periodista.

Nuestro cinismo contemporáneo no solo es mentira ni es simplemente mentira. Es una mentira sofisticada, una mezcla de desparpajo, seguridad en la expresión, cara dura y desfachatez que la hace muy compleja y la aleja de la bendita simplicidad del mentiroso tradicional.

Olvidémonos pues, del pseudologo e incluso del pseudologo fantástico que es su expresión mas barroca. No son esos nuestros cínicos patrios.

Lo que en nuestra realidad tenemos son auténticos artistas de la mentira. Una categoría de gentes que despiertan la admiración de sus parroquias al tiempo que producen una indefinible desazón que tiende a convertirse en puro miedo en los que son (somos) conscientes de sus manejos.

En cualquier caso estamos frente a unas gentes de comportamiento tan espectacular que no hay más remedio que rendirles admiración por mucho que la trufemos del razonable desprecio.

El cinismo contemporáneo se ha superado así mismo en un bucle que tiene algo de la pirueta del trapecista que trabaja sin red.  Es casi un arte que no está al alcance de la mayoría de los mortales. Un arte nada fácil y en consecuencia muy meritorio.

Es por eso por lo que proponemos que se le incluya dentro del catalogo excelso de las musas del Olimpo. Ápate y Dolos unidos en una sola divinidad andrógina (o ginecoándrica, no fastidiemos) serian sus santos patronos.

Analicemos brevemente como dicho arte se materializa en  nuestra vida cotidiana.

La mentira cínica (así la denominaremos en adelante) comparte con la mentira corriente (popular, plebeya si se quiere) la habilidad de hurtar consciente y voluntariamente la realidad evidente mediante artificios varios más o menos ingeniosos.  Todos sabemos que el ser humano es un ser potencialmente mentiroso  y que dicha cualidad no aparece con facilidad en el reino animal, es un privilegio nuestro. Los pobres animales son trasparentes y aunque pueden usar argucias para disimular sus intenciones al final las acaban expresando.

El mentiroso cínico añade a la mentira corriente su firme disposición de no admitir nunca que miente o que mintió y negar la evidencia de manera tan empecinada y rocosa que acaba confundiendo al espectador inocente de sus trapacerías. Ante el cínico contemporáneo la gente normal se queda atónita y acaba pensando que no es posible tal impasibilidad, que sus oídos le engañan, que el que se equivoca es él. Acaba sumido en un mundo en que la realidad y la verdad se desdibujan y entonces, ¡tremenda posibilidad! el cínico completa y gana su partida.

Por que cuando el saber popular sentenció aquello de que la mentira tiene las patas cortas o que se coge antes a un mentiroso que a un cojo no pensaba que habría sujetos que les resulta absolutamente irrelevante que los cojan o no los cojan, que sus embustes tengan o no recorridos (o patas) largas o cortas. Están instalados en un mundo donde la realidad la conforman ellos y lo que piensen sientan o digan los demás les traerá completamente sin cuidado. Siempre, claro está, que no altere el statu quo que les beneficia.

Porque, queridos amigos, el cínico contemporáneo es una persona amante del poder en cualesquiera de su formas y la mentira es, por tanto, el instrumento de la que se vale para alcanzarlo o conservarlo.

Una breve tipología de nuestros cínicos, especialmente de los que se mueven en el ámbito de los poderes políticos, nos haría dividir sus andanzas en tres campos que aunque se solapen a veces tienen una cierta especificidad en sus manifestaciones y dinámicas.

La primera es la mentira cínica propiamente dicha . En ella sus oficiantes usan el “lo voy a hacer” y el “no lo haré” generalmente en el marco de declaraciones pomposas y enfáticas. Evidentemente a la primera ocasión no lo hacen o lo perpetran sin pestañear. Cuando se les confronta con este hecho incontrovertible las reacciones son dos: o evaden la cuestión mediante un ataque preventivo hacia quien les  interpela o simplemente ignoraran la pregunta sin despeinarse y a pesar de que se les ponga delante (la tecnología lo permite) de documentos, imágenes y sonidos que atestiguan irrefutablemente lo que dijeron que harían o no harían.

Una variable particularmente artística de esta primera tipología es la que emplea el recurso de achacar a “otro yo” las manifestaciones hechas. Así se oye decir “si lo dije pero no era yo el que lo dijo (entiéndase por “yo” el rol que se desempeñase en ese momento) sino ese “otro yo” que yo era entonces”. En algunas ocasiones envían a un testaferro, generalmente poco dotado, para que haga el papelón de explicar semejante idiotez a un publico adicto (“lo que dijo X no lo dijo X como tal sino que lo dijo X como cual”).

(Les puede parecer enrevesado pero es real. No me digan que no hay que ser un artista para hacer semejantes malabarismos).

La segunda es la negación de la realidad pura y simplemente,  un mecanismo que ya describió muy bien Ana Freud. Pero aquí la negación de la realidad es solo de puertas para afuera. El cínico contemporáneo es perfectamente consciente de que miente y la realidad se la niega solo a los demás. Esta es una forma particularmente burda de cinismo y quizá hayamos de expulsarla de las facetas artísticas que estamos considerado. Aquí el cínico se apoya solo en una pétrea impasibilidad de mentir sin mover un músculo. Se limita  a decir “no ha pasado” “no lo he hecho” al estilo de los psicópatas que son pillados con las manos en la masa, lado del cadáver ensangrentando y clavándole el cuchillo. El valor de este tipo de cinismo estriba sobre todo en al capacidad de permanecer inmutable y permanecer  en el sostenella  y no enmendalla, pase lo que pase y digan lo que digan.

En algunos ejemplos excelsos son tan brutalmente caraduras que pueden dar versiones sucesivas en la medida de que los hechos los acorralen. Siempre, por supuesto, negando la mayor. Otros simplemente mienten por tierra mar y aire y en toda ocasión. Con plasma o sin plasma y, si se tercia, en sede judicial.

Un tercer tipo lo forman los sofisticados. Son aquellos que ya describió Víctor Klemperer en una obra que debería ser materia de estudio obligatorio en un improbable sitio donde se intentara educar a las siguientes generaciones.

Como lo recordaran son los que deciden que el significado de las palabras ha de estar al servicio de sus intereses. Los creadores de idiolectos al servicio de la manipulación de las ideas.

Los dos grandes creadores de neo lenguajes en el siglo XX fueron, sin duda, el nacionalsocialismo  y el comunismo, con los aprendices que les rodearon y siguieron en otras partes de Europa y del mundo.  No es aquí el momento de hablar de ellos que están bien documentados. Les remito a Orwell y al citado Klemperer para abrir boca.

Nuestro cínicos sofisticados son los que dicen por ejemplo “ Yo soy comunista pero  lo que yo entiendo como comunismo” al tiempo que con un gran gesto de distancia olímpica muestran su lejanía de Lenin, de Stalin, del socialismo real, de la historia y de lo que sea menester.  Y cuando se les pregunta qué es ser comunista abren la caja de las precisiones exquisitas y dicen que lo que ellos quieren es una sociedad donde el Estado sea fuerte y tenga autoridad para crear marcos de convivencia. Declaración impecable que agruparía a la mayoría de los que hacen depender la vida de la gente  de una regulación centralizada.  Desde la extrema derecha a  la extrema izquierda con la sola y única excepción de los movimientos ácratas (y, claro está, -matizadamente- de los liberales).

Aun así el periodista que interroga  a nuestro héroe no da el paso necesario de preguntar dos cositas de nada: a) ¿Eso como se consigue? ; b) ¿Que pasa con los que no lo aceptan? Más aun: ¿Dejaría usted a que los que no lo aceptasen organizarse y expresarse libremente?

En fin minucias de nada. Ya lo dijo Lenin en la famosa conversación a preguntas de Fernando de los Ríos:  Libertad ¿para qué?

 Menos mal que el que representa a los comunistas españoles, su actual secretario general, es todo menos cínico. Se declara admirador y seguidor de Lenin,  (se “quita el sombrero” ante él) y dice que en caso de revolución (“si se dieran las condiciones” matiza) iría a la Zarzuela y liquidaría al Rey dependiendo  de “como se pusiera”.  Por tanto es perfectamente lógico y coherente al afirmar que la matanza de la familia Romanov,  en el sótano  de la casa Ipatiev, a tiros, bayonetazos y culatazos fue “algo bastante anecdótico”. Aunque, en honor a la verdad, la frase completa es “Los procesos revolucionarios no los haces para matar a un Zar. Eso es bastante anecdótico en el devenir de la historia”.

Un hombre sincero. Por algo lo han hecho Secretario de Estado.

Mariano de las Nieves


¿Es posible otra izquierda? por Gabriel Tortella

Publicado originalmente en El Mundo el 10 de abril de 2021

La extrema izquierda sólo quiere destruir lo existente, como Pablo Iglesias II pretende destruir el Hospital Zendal.

Poco después de la desaparición de la URSS, en 1991, el profesor Pedro Schwartz, paladín del liberalismo en la era postfranquista, se dirigió públicamente a Manuel Vázquez Montalbán, escritor gallego afincado en Barcelona, conspicuo defensor del comunismo ruso (y del nacionalismo catalán), animándole a admitir su error político. Vázquez Montalbán no se dio por aludido y alguno recriminó a Schwartz por su propuesta. El asunto se olvidó pronto sin que nadie, que yo sepa, de los muchos comunistas que entonces había, y hoy hay, se hayan dignado a explicar cómo casan sus convicciones con el fracaso tremendo de lo que se suponía ser modelo de una nueva sociedad. Quizá convenga recordar que el derrumbamiento del comunismo ruso vino precedido del de los países de Europa Oriental y del abandono por la otra gran potencia comunista, China, de la economía marxista y la adopción del sistema de mercado, lo que, por cierto, convirtió en pocas décadas al gigante asiático en el segundo gigante económico mundial. Y conviene recordar, igualmente, que los países donde subsiste o subsistió un comunismo residual, como Etiopía, Cuba o Venezuela, son otros tantos ejemplos de opresión y miseria.

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Gabriel Tortella


A fuego lento, por Francesc Carreras

Publicado originalmente en El País el 9 de diciembre de 2020 

La Constitución está siendo sutilmente reformada como se cocinan las ranas: de forma sigilosa, lentamente

Como es habitual en estas fechas del aniversario de la Constitución, me pregunta una periodista cuáles son, en mi opinión, las reformas que necesita su texto. Al contrario de otros años, en que siempre proponía reformas mínimas pero sustanciales, le contesté que en estos momentos ninguna, hay que dejar la Constitución tal como está, ha dado un gran rendimiento en sus 42 años de historia. Y añadí: “Estos no son momentos de modificar la Constitución sino de salvarla para que no acabe en ruinas. No hay que perder el tiempo hablando de reformas. De la actual crisis política no es responsable el texto constitucional sino la manera en que la usan el Gobierno, la mayoría del Congreso que le apoya y ciertas comunidades autónomas que no la cumplen ni en su letra ni en su espíritu”. 

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Francesc Carreras


 Cartas y manifiestos liberales por Nicolás Redondo Terreros

Publicado originalmente el 19 diciembre 2020 en El Mundo

Diferentes líderes políticos firmaron en la capital de Bolivia una suerte de manifiesto germinal, iniciando una concertación internacional de claro espíritu iliberal y populista. El lamentable texto, que posee la misma altura ética, política y literaria, fue rubricado por dos influyentes políticos españoles: José Luis Rodríguez Zapatero, ex presidente de España y ferviente partidario del régimen bolivariano liderado por Nicolás Maduro, y Pablo Iglesias, vicepresidente del actual Gobierno de España.

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Nicolás Redondo Terreros fue secretario general del PSE.


Aniversario, sin motivo para la alegría. Por Francisco Sosa Wagner

Publicación original en el siguiente enlace

El cumpleaños es ocasión para la alegría y el intercambio de parabienes. El de este año de la Constitución de 1978 no es el caso por desgracia. Sería estupendo que, junto al virus que mata y arruina, también estuviera la Constitución infectada por un virus cruel pero a la espera de una vacuna con la que inyectarse y sanar. Me temo que no sea así.

Vengo sosteniendo desde hace tiempo que la comunidad política regida por una Constitución ha de ser una comunidad «integrada». Sin ella, lo sabemos desde Rudolf Smend, no hay Estado, siendo precisamente la Constitución el resultado de esa comunidad vertebrada. Pues tal Estado existe cuando hay un grupo que se siente como tal, que recrea y actualiza los elementos de que se nutre y que es capaz de participar lealmente en la vida y en las decisiones de la colectividad. La aquiescencia democrática es así el fundamento de ese artilugio que llamamos Estado, la sustancia que lo anima y que determina su existencia.

Por eso se trata de una realidad que fluye y de ahí que la legitimidad de la Constitución sea un problema también de fe social, de fe en esos atributos compartidos e intereses comunes que permiten al grupo vivir juntos y constituirse en Estado. Tal dimensión se ve muy clara en la configuración de los Estados regionales o federales que han de basarse en elementos muy afinados, el primero de los cuales es un reparto de competencias bien aparejado, pero que de nada serviría si no existiera una conciencia clara en sus agentes y protagonistas de pertenecer todos a una misma familia o linaje. Sin esa conciencia, el edificio se viene abajo.

Pues bien, afirmo que las fracturas que alimentan los partidos políticos separatistas que forman parte hoy de la «dirección del Estado» conforman el ejemplo de manual de una Constitución a la que se ha privado ya de esos elementos de integración indispensables para hacer posible su vigencia ordenada y fructífera. Dicho de otro modo, mientras no exista un «credo»» compartido y libremente asumido, un prontuario de cuestiones básicas, entre ellas, obviamente, la existencia misma de ese Estado y la existencia misma de España, pensar en festejar una Constitución puede ser entendido como un acto de caridad, como quien va a visitar a un pariente gravemente enfermo al hospital, para insuflarle ánimos y ofrecerle un rato de alivio en sus pesares, pero abandonada toda pretensión de milagros.

En España lleva fallando mucho tiempo ese gozne fundamental del Estado que es la «lealtad», conjuro de la desunión y de la fragmentación. Una lealtad que representa el confín más allá del cual se abre otro en el que se extienden la sombra del desconcierto o el germen del despropósito.

Y es en estos elementos del desorden donde estamos cuando advertimos cómo quienes conforman la mayoría parlamentaria que nos gobierna anuncian la celebración de un referéndum de autodeterminación para Cataluña o un futuro republicano confederal para el País Vasco y Navarra o precipitan la aprobación de normas destinadas a liberar a quienes sufren prisión por haber perpetrado un golpe de Estado o se cuestiona la figura del rey. Todo esto es de una gravedad excesiva para poder ser asimilada por un sistema democrático por muy sólido que sea (lo que no es por desgracia nuestro caso).

El ataque al jefe del Estado es quizás el veneno más letal que se está administrando a la democracia española sabedores quienes lo distribuyen de que acabar con la monarquía es acabar con el sistema constitucional de 1978. Produce cierta jovial hilaridad que se descalifique a Felipe VI por no haber sido elegido ¡como si los españoles pudiéramos estar necesariamente orgullosos de las personas a las que elegimos! Olvidan quienes así razonan que en una sociedad política pueden convivir la legitimidad democrática, derivada de los votos, que es la más importante, con otras legitimidades, a saber, la legitimidad técnica o profesional, en la que se basa uno de los poderes del Estado, el judicial, a cuyos miembros no elegimos, sino que son seleccionados por sus conocimientos jurídicos. Y, en fin, otra legitimidad cuya razón de ser es preciso buscar entre los renglones de un relato antiguo, cubierto por telarañas, encorvados sus protagonistas a veces bajo el peso de la historia, un paisaje en el que conviven inevitablemente la decencia con la indecencia de tal manera que puede afirmarse que apenas hay una monarquía ¾¡pero tampoco una república!¾ cuyos orígenes y andadura puedan justificarse en conciencia. La historia nunca ha conocido la virginidad.

Todas estas maniobras de los socios del Gobierno destinadas a barrenar el edificio constitucional serían una nota a pie de página si el PSOE, mayoritario y con amplias raíces en la sociedad española, no los hubiera llevado al texto principal. Y ello ha ocurrido porque en el PSOE, a ver si nos aclaramos de una vez, se ha producido una mutación («mudar: dar otro estado, forma etc», DRAE).  No es la primera: a finales de los setenta del pasado siglo Felipe González y Alfonso Guerra mutaron al PSOE del exilio en un PSOE claramente comprometido con la socialdemocracia europea tradicional. Ahora,  Pedro Sánchez ha transformado (mutado) ese PSOE en algo distinto, apoyado, ya sin máscaras ni mascarillas, en los tradicionales enemigos del socialismo democrático. Sin que -salvo excepciones- se aprecie reacción a este perverso y burdo truco de magia.

La tesis que sostengo es que a la mutación del PSOE, clave en la vertebración de España, seguirá la mutación (¡ojo, no la reforma ni la derogación!) de la Constitución de suerte que en poco tiempo no quedará de este texto, cuyo aniversario ahora nos convoca, ninguno de sus elementos apreciables.

Para el éxito de esta operación es preciso contar con la cobardía de muchos. No faltará.

Francisco Sosa Wagner


¿Quién gobierna? por Antonio Elorza

Publicado originalmente en El Correo el 7 de diciembre de 2020

El pensamiento de las Luces descubrió un procedimiento eficaz para ejercer la crítica de la sociedad y de su sistema político, sin los riesgos de la frontalidad y con un distanciamiento que reforzaba el valor de las observaciones: el viaje filosófico. Montesquieu patentó el hallazgo con sus ‘Cartas persas’, Cadalso le siguió entre nosotros en sus ‘Cartas marruecas’ y en Rusia reprodujo la fórmula Alexander Radishev en el ‘Viaje de San Petersburgo a Moscú’, sin buen asiático o africano interpuesto. Al carecer de esta red de protección, estuvo a punto de perder la vida en el intento, ya que el libro interesó mucho a Catalina la Grande, quien le acribilló a preguntas y finalmente decidió que le trasladasen encadenado a la frontera china, para ser allí decapitado. Aquí y ahora no existe ese riesgo, si bien tampoco el poder dejaría de dictar su sanción sobre el crítico inoportuno.

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Antonio Elorza


Nadie va a parar esto, por Francisco Sosa Wagner

Publicación original en el siguiente enlace

La pregunta es pertinente: ¿nadie va a parar esto? Es decir, ¿nadie va a parar la degradación de la dignidad política en España practicada a golpe de ocurrencias de saldo y prontos primarios?

Me dirijo naturalmente al Partido Socialista Obrero Español. Y lo hago porque quienes figuran como sus actuales socios de gobierno, el podemita zarandeado por las urnas (recuérdese: Galicia y País Vasco), el separatista catalán condenado por el Tribunal Supremo y los amigos de los terroristas vascos no serían más que una nota a pie de página en la historia contemporánea de España si el PSOE no los hubiera metido en el texto principal del relato. Y con letras mayúsculas y aun capitulares. El PSOE no solo dispone de un número de diputados abultadamente superior a los de estos grupos, sino que además es el partido que goza de las más sólidas raíces en la sociedad española, presente como está -de manera directa o indirecta- en todo tipo de iniciativas sociales y actividades culturales. Goza pues, como se dice ahora, de una envidiable capilaridad, lo que se manifiesta parlamentariamente en la fortaleza de su respaldo electoral.

De manera que podría decirse que, gobierne o no, el PSOE es clave a la hora de conducir esta nave que es España. Mucho más cuando se encuentra encabezando su Gobierno: de ahí que su responsabilidad sea inmensa. Y de ahí que los españoles avisados y prudentes sigamos sus pasos y sus decisiones con el mayor de los respetos y, cuando procede, con la mayor preocupación.

Que es donde justamente estamos. Porque se convendrá conmigo que ver al PSOE, de historia antigua, controvertida pero siempre vigorosa, gobernar al dictado de un partido cuyos dirigentes están en la cárcel por haber perpetrado un golpe de Estado o de unos sujetos que son descendientes directos de quienes han sembrado el terror en el País Vasco y en el resto de España durante décadas, decidiendo quién debía continuar viviendo en libertad o merecía ser introducido en un zulo o quién debía seguir simplemente viviendo, es algo que debería estremecer a cualquiera que sienta respeto por las siglas socialistas, no digamos a quienes les dispensan su adhesión o incluso su cariño.

Si todo está ocurriendo y negarlo sería tanto como negar la evidencia, la pregunta se impone: ¿dónde están esos compatriotas socialistas? ¿Dónde se esconden? ¿Dónde guardan sus convicciones y su ideario? ¿los conservan entre bolas de alcanfor o los han disuelto en la indiferencia? ¿les han puesto acaso sordina para que no perturben su bienestar?

¿Dónde están los ciento veinte diputados del Congreso y los ciento trece senadores? Estos señores y señoras, cuando se presentaron ante sus electores en sus respectivas circunscripciones, cuando hablaron en los mítines o escribieron artículos explicando sus proyectos ¿defendieron lo que el Gobierno que ellos ahora sostienen está haciendo? ¿abogaron en público por cambiar el Código penal para sacar a la calle a los golpistas? ¿sostuvieron que iban a dar satisfacción a esos mismos separatistas a la hora de arrinconar el idioma español? ¿se mostraron acalorados defensores de los decretos-leyes en lugar de las leyes para ordenar nuestra convivencia jurídica? El mismo pacto con Podemos ¿fue aireado? ¿Se dio a conocer la campaña contra el hombre prudente que encarna hoy la Jefatura del Estado y que se halla consentida -¿o alentada?- ¿por el Gobierno?

Más pienso que justamente ocurrió lo contrario en mítines, encuentros y programas electorales. No es preciso recurrir a las palabras de quien fue candidato principal y hoy preside el Gobierno acerca de su insomnio para sostener que los diputados y senadores actuales han roto de una manera clamorosa ese sutil contrato con sus electores que supone el otorgamiento del voto. Y esto es muy grave en un sistema democrático que tiene muchas imperfecciones pero que está o debe estar soldado por unas reglas de lealtad que son su argamasa misma.

Pero más allá de esta grave consideración ¿no están orgullosos esos diputados y senadores de sus siglas, de su ideario? ¿Cómo es posible que toda esa riqueza quede disuelta en el seguimiento acrítico de un dirigente que les lleva por caminos que nada tienen que ver con una socialdemocracia que tanta gloria ha dado a los gobiernos de Europa durante más de medio siglo?

No lo entiendo y me devano la cabeza porque yo mismo estuve al servicio de los primeros Gobiernos de Felipe González como modesto secretario general técnico del Ministerio para las Administraciones públicas y estoy muy orgulloso de esta etapa de mi vida y de aquello que pude aportar a una política responsable, adulta, poco superficial en suma. Me marché voluntariamente (“a petición propia” dice el Decreto de mi cese) cuando pensé que mi sitio estaba de nuevo en mi cátedra. Ese pasado me impulsa a escribir hoy este artículo, estupefacto como estoy porque las sombras de aquel período que a muchos nos desmoralizaron y nos alejaron, sin embargo no han sido capaces de borrar la claridad de sus luces, la brillantez de algunos de sus logros.

Y ello obliga a no permitir a nadie que arruine -a base de inyecciones de frívolo oportunismo y de ignorancia- el nervio socialdemócrata sustituyéndolo por aventuras coyunturales, por el trajín miope de pobres ocurrencias que están comprometiendo el ser mismo de la España constitucional, tal como proclaman con altanería los socios del Gobierno. ¿Qué se diría -pregunto- si se viera a un Gobierno del Partido Popular encogerse ante las imposiciones de unos parlamentarios que fueran hijos o seguidores de los golpistas del 23 de febrero o de aquellos pistoleros franquistas que tantas amarguras ocasionaron?

¿Saben los diputados y diputadas que en la Asamblea Nacional francesa o en el Bundestag alemán (por citar tan solo dos países cercanos) los grupos parlamentarios tienen sus tensiones internas y que sus jefes han de entregarse a encarnizados debates con ellos para convencerlos del acierto de esto o aquello y que al final la disciplina puede romperse y no pasa nada grave? ¿Cómo es posible que aquí el toque del silbato sea el que marque el comienzo del aplauso desmedido o el silbido atronador de los escaños sin que haya ni una sola ocasión en que ocurra lo contrario? ¿no se advierte el carácter gregario e inmaduro de este comportamiento? Y lo que puede ser peor para ellos ¿no ven estos parlamentarios que están arruinando su propio oficio pues el día llegará que los votantes nos cansemos de ver en nuestros representantes cadáveres bien conservados y les enviemos a instalaciones más apropiadas a su lúgubre condición exceptuando al del silbato?

Y la misma interpelación que dirijo a los parlamentarios presentes en el Congreso y en el Senado la reitero respecto de quienes les precedieron o están o han estado en el Parlamento europeo, a las autoridades que lo son o lo han sido en las instituciones de Bruselas, los ex-ministros y los centenares de antiguos altos cargos presentes en los gobiernos socialistas, como secretarios de Estado, subsecretarios, directores generales o presidentes y consejeros de las Comunidades autónomas o alcaldes que lograron sus puestos gracias a militar en el socialismo español. Ítem más, incluyo a quienes, precisamente por las siglas a las que han servido, están hoy con magníficos sueldos en los Consejos de Administración de grandes empresas o en sólidos negocios a los que en modo alguno hubieran accedido si no hubieran podido presentar la credencial socialista.

De verdad, estas personalidades ¿dónde están? ¿no se les desgarran a diario sus interiores, no pierde el equilibrio su sensibilidad, no se les remueven las conciencias? ¿no sufre su honestidad? ¿no lamentan el zafio patear de ideales y compromisos? ¿no oyen las voces, las quejas, los gritos angustiados de la vergüenza herida?

¿Por qué callan?

Francisco Sosa Wagner


La innegable virtud de la racionalidad, por Mariano de las Nieves

Javier Otaola envía un nuevo escrito, inteligente y ponderado como todos los suyos, en el que re-incide sobre las posibles virtudes resolutorias de un federalismo que no explica bien si se plantea como simétrico o asimétrico. (Solo hay una muy tangencial mención a la distinción entre nacionalidades y regiones que hace el artículo 2 de la Constitución).

Pero al margen de particularidades, es evidente que lo importante sería deliberar sobre qué añade el federalismo que no haya dado ya (muchas veces por la vía de los hechos y con resultados algo preocupantes) el Estado Autonómico.

Otaola enumera las cuestiones que el federalismo podría avanzar o incluso resolver. Y es una enumeración clara y rotunda.

En síntesis son la transformación del Senado en cámara de representación territorial, el reparto de competencia entre Estado federal y ¿estados federados? y dos aspectos que merecerían un análisis mas profundo: la dotación de significado político (¿cuál?) a las CCAA (futuros estados) y la evitación del famoso artículo 155.

Olvidándonos de lo que yo argumentaba sobre la naturaleza misma del federalismo como mecanismo centrípeto y no centrifugo, por aquello de no ser pesados, la utilidad expresada muy bien por Otaola en los anteriores puntos es, repito, racionalmente irreprochable y por ello, perfectamente deliberable. Sin embargo, él mismo me abre una puerta a un aspecto oculto de esa deseable deliberación al mencionar agudamente que los problemas políticos no son solo problemas de razón. Y ahí sí acierta en el origen último de esta federalitis que nos aqueja.

Porque en el centro del corazón de lo emocional (y perdonen el quasipleonasmo) y a la hora de la federalización (evidentemente sobre todo de la asimétrica) se esconde entre las flores de sus ventajas el áspid del supremacismo y de la insolidaridad. Evidentemente en dosis muy variables: moderados y amablemente racionalizados en una zona y montaraces y agresivamente destructivos en otra. Y lo que a nivel individual podría ser algo “natural” y producto de la debilidad humana (cualquiera puede sentirse mejor que otro y desear tener más que otro) acaba convirtiéndose, a nivel social y político, en algo profundamente venenoso.

Y una última cosa: todo avance en el terreno de lo político que implique pactos y acuerdos ha de tener una cláusula ineludible que obligue a respetar lo pactado o acordado. La decencia de los que acuerdan se mide por su devoción a esta virtud política fundamental que se llama lealtad. No hay más que mirar a la España de hoy (no hace ninguna falta remontarse al pasado) para ver que la lealtad no es lo que brilla en ninguna de las actitudes centrífugas que nos aquejan.

Javier Otaola concluye, con una profecía que es también un deseo: que la mayoría de los españoles (imagino que se refiere a todos los españoles) apoyará la reforma federal. Yo no me atrevo a pronóstico alguno y por eso creo que hay que seguir hablando de ello.

Hablemos pues.

Mariano de las Nieves


Federalismo deliberante: con Herrero de Miñón, por J. Otaola

Mi propósito con mi artículo El triunfo de la Gironda, (El Correo 4.5.2019) era simplemente incorporarme a una conversación pública sobre el federalismo, que hace tiempo que se ha iniciado en España, y que el nombramiento del Catedrático de Filosofía, Manuel Cruz como Presidente del Senado ha vuelto a poner de relieve. No soy tan arrogante para pensar que yo pueda dar esa conversación por zanjada, pero sí puedo deliberar con otras posiciones contradictorias y traer a colación en este momento lo dicho por mi admirado Miguel Herrero de Miñón —uno de los padres de la Constitución— que compareció en el Congreso el 10 de enero de 2018 en la Comisión de evaluación y actualización del Estado autonómico, —comparecieron también Roca i Junyent y Pérez Lorca— Herrero de Miñón mostró una firme oposición a cualquier reforma constitucional que pretenda una vía federal, o dicho más rotundamente advirtió que cualquier reforma de la Constitución que pretenda retocar nuestro sistema territorial ha de partir —para que pueda tener éxito— de la negación previa de la vía federal.

Sin embargo, Herrero de Miñón defendió en la Comisión del Congreso que “la Constitución puede reformarse y debe ser reformada si es que tiene defectos”, y auguró el éxito de la reforma solo “si la reforma es concreta, si se sabe qué hay que reformar”; pero nunca si se entra a reformar con una visión meramente abstracta sin tener claro lo que se quiere reformar, y por supuesto — como condición sine qua non— debe hacerse desde “desde el consenso”. “Consensuada como lo fue su creación”, lo que le “ha dado estabilidad, a diferencia de los que ha ocurrido en la historia constitucional española”.

Todo lo que dice Herrero me parece sensato —señala riesgos que todos podemos ver— y no seré yo el que menosprecie sus advertencias; pero pienso que coincidimos en lo esencial: tenemos que afrontar una reforma o novación constitucional que retoque algunas cuestiones, a saber: que dote al Senado de representatividad territorial, que clarifique el reparto competencial Estado-Comunidades Autónomas, que dote al Estado de mecanismos federales que no le excluyan de ningún rincón del territorio, que dote de significado político a las nacionalidades y regiones del artículo 2 de la Constitución, que evite que el artículo 150 de la Constitución se convierta en un expediente de vaciamiento de competencias del Estado, que resuelva la financiación de los territorios de manera equitativa…

Tengo que aclarar que mi federalismo no es fruto de ningún entusiasmo —desconfío de los entusiasmos políticos—, ni siquiera de una inclinación personal, sino más bien de una consideración práctica que nace de mi experiencia como ciudadano español en el seno de una comunidad con una fuerte identidad colectiva como la vasca, y singularmente de mi trayectoria como Letrado del Gobierno Vasco desde los tiempos ya casi históricos del Lehendakari Garaikoetxea hasta la actualidad, experiencia que me ha obligado a conocer mejor la sociedad vasca, sus razones y sus sinrazones, y tengo la impresión de que los vascos somos tan españoles como cualquiera pero no lo somos en el sentido castizo que nos quiso imponer el franquismo sino que lo somos de una manera netamente política —casi federal— compatible con la pertenencia comunitaria vasco-navarra. Las instituciones forales del País Vasco y Navarra son como muy bien dice Herrero de Miñón “fragmentos de Estado”, formas de ensamblaje político entre los territorios vasco-navarros y España como Nación-Estado acrisoladas por el tiempo y elevadas a rango constitucional por la Constitución de 1978. Se trata de una experiencia histórica y política de éxito que no podemos despreciar.

No creo que el consenso federal sea una “verdad política” a la que podamos llegar de una manera meramente abstracta, sin emoción, como si los problemas políticos fueran solo problemas de razón, entiendo más bien el avance de la propuesta federal de la Constitución de 1978 como un proceso de razón y corazón, como un apalabramiento colectivo que irá fraguándose entre posiciones contradictorias, como una resultante de las transacciones que unos y otros vayamos aceptando.

No me parece sensato esperar que los sectores más ideologizados y militantes de nuestro espectro político vayan a convencerse jamás de las bondades del federalismo, no debemos lanzar la propuesta pensando en ellos, pero sí debemos pensar en su electorado que en cada elección tiene la libertad de cambiar, porque estoy seguro de que una amplísima mayoría de la ciudadanía española cualquiera que hay sido su voto en el pasado terminará apoyando una propuesta de reforma federal siempre que no se presente como un ejercicio de aventurerismo político sino como una propuesta meditada y precisa, fruto de un amplio consenso y de la experiencia política de nuestro más largo período constitucional que inauguramos en 1978.

Javier Otaola

Escritor, abogado. Miembro de número de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País.


La magia de las palabras, por Mariano de las Nieves

Como muy bien dice F. Sánchez Pintado, los planteamientos teóricos en la vida política no siempre resisten la prueba de su aplicación real.

Recordando este sano principio, la palabra “federalización”, como mantra que posibilitaría la solución a los importantes problemas territoriales que tiene planteados la democracia española, merece una reflexión que me parece deseable sea, a la vez, sucinta y radical.

Hay un primer aspecto que a pesar de ser tan sabido es sistemáticamente soslayado. La federación supone la existencia de entidades independientes que buscan agruparse bajo una autoridad (federal) que los homogeneice y los unifique y dicha autoridad federal ha de estar investida de poder tanto regulatorio como ejecutivo en los ámbitos que le son propios. No hay que negar de plano la posibilidad de que algo unitario se federalice pero surge el problema de cómo eso que es unitario se disgrega primero para unirse después.

Por eso hay que hablar claro si se pretende deliberar con cierta solvencia.

La “federalización” en España partirá de asumir que hay ya entidades soberanas diferenciadas de facto, pero no de iure, y que el proyecto federalizador será simplemente elevar a la categoría de legal lo que ya es una realidad (social o política, tanto da). A partir de ese reconocimiento de soberanía de las partes se podría iniciar un movimiento hacia la unión federal de las misma, supuesto (casi todo en la federalización se supone) que las partes previamente diferenciadas quisieran hacerlo. Y aquí también se supone (no se dice con claridad) que el estado autonómico ya hizo dicha diferenciación en la medida en que cedió soberanía. Es lógico que el irredentismo catalán y vasco (seguido de lejos, con cierta timidez, por el gallego) partan de esa base a la que añaden un concepto, difuso y difícil de precisar, que son los llamados “derechos históricos”. Clara y persistentemente lo llevan diciendo desde la Transición misma. Pero estaríamos fuera de la realidad si pensáramos que dicho punto de partida es común para todos los españoles “federalizables”. ¿O solo se federalizarían algunos sí y otros no?

Las autonomías (estructura prácticamente irreversible que satisface a muchos y que, si vamos al fondo de la cuestión, está ayuna de racionalidad al confundir la descentralización de la gestión con la cesión de la planificación, incluida la planificación política) se pensaron inicialmente como una forma de federalización asimétrica “light”, pero pronto a algún “genio” de los que creen que solo ellos son listos y que los demás lo son menos, se le ocurrió el truco del “café para todos”.

Los resultados están a la vista desde el primer día y al grito de “idiota el último” todos (incluso aquellos a los que nunca se les había pasado por la cabeza) se lanzaron por la pendiente del maximalismo más o menos explícito y lo que fue una ocurrencia que se hizo para aplacar algún lobo suelto, se convirtió en una especie de reinos de taifas en continua pugna con un poder central en retroceso diario.

Y entonces las autonomías se dividieron en dos tipos muy concretos: unas mantenían una clara lealtad hacia el esquema constitucional (entre otras cosas porque eran un regalo inesperado) y otros lo cuestionaron desde el primer momento por que no eran lo que querían.

Fundamentalmente querían ser distintos. ¿Por qué querían ser distintos? Por que se sentían (se sienten) mejores. Quien a estas alturas no admita que la base de esa distinción hay siempre un supremacismo difusamente racista está negando una realidad cuya mención, lo reconozco, es tan políticamente incorrecta como palpablemente real. Nace así el nacionalismo radical y su inmediata consecuencia, el independentismo. Sus adornos históricos son una simple forma de vestir al santo. Pero lo han vestido y las barbaridades increíbles que se han dicho sin que nadie les prestase mayor atención puede que hagan sonreír a los historiadores pero calan en el pueblo llano.

¿Para qué seguir el relato de lo pasado y de lo presente?

Pero se puede y se debe seguir deliberando sobre las consecuencias ocultas de la civilizada “federalización”, sobre su extraña naturaleza centrífuga frente al centripetismo de lo conceptualmente federal, sobre la exigencia de la lealtad imprescindible en estos procesos, sobre la necesidad del imperio de la Ley común, sobre la insaciabilidad intrínseca del irredentismo separatista, sobre el paso insensible de la federalización hacia la confederación y de ahí a la doctrina de los Estados Libres Asociados, sobre la coartada (o la solución) de Europa como punto de encuentro, sobre los teóricos de la desaparición de las nacionalidades, sobre los efectos sobre el cambio de régimen y una larguísima lista de etcéteras que hacen que hablar de federalizar España no pueda (ni deba) despacharse en una enunciación bienintencionada.

Prosigamos, pues, la deliberación. Sin juicios a priori pero sin simplificaciones suicidas.

Mariano de las Nieves


La propuesta de una España federal, por José Lázaro

El tema planteado por Javier Otaola y comentado por Fernando Sánchez Pintado supone una cuestión básica sobre la que me gustaría pedirles alguna precisión, especialmente a Otaola.

En su artículo inicial defiende “la necesidad de una reforma federalista de nuestra Constitución” y al mismo tiempo señala, como es habitual, que “la Constitución española de 1978, (…) ha dado lugar al día de hoy a un modelo de Estado que podemos calificar como federal: la mayoría de los autores, juristas y politólogos de todo el mundo lo califican así. Vivimos en un Estado federal que no se atreve a llamarse a sí mismo por su nombre”.

En este punto es posible sentir cierto desconcierto, pues si la Constitución vigente ha diseñado un Estado autonómico que de hecho es un “Estado federal que no se atreve a llamarse a sí mismo por su nombre”, bastaría con cambiarle el nombre para resolver el problema, lo cual es absurdo.

Otaola matiza, con razón, que hay estados federales monárquicos y republicanos, por lo que no cuestiona ese punto, y que además el federalismo es compatible con ideologías de izquierdas y de derechas (como el viejo carlismo monárquico, que considera una especie de federalismo tradicional). Tampoco ahí, por tanto, habría nada que cambiar.

Pero también hay en el planteamiento de Otaola afirmaciones concretas sobre los cambios beneficiosos que debería garantizar la reforma federal que él defiende: “Un reparto competencial eficiente, que asegure el autogobierno de los territorios y la coherencia de la federación, que implemente una financiación responsable y equitativa para todos los territorios, que nos permita apalabrar una lealtad federal que nos incluya a todos”.

Por consiguiente la propuesta concreta de Otaola es una nueva modificación de las competencias estatales y autonómicas y de la correspondiente financiación, de la que se derivarían todos los efectos positivos mencionados en su texto. Y sin embargo yo tenía la impresión de que precisamente modificaciones de competencias y financiación es lo que se ha venido haciendo una y otra vez desde 1978, en agotadoras negociaciones entre el Estado y las Autonomías que sin embargo no han logrado producir esa satisfacción generalizada y esa lealtad mutua entre todos los españoles.

De ahí la cuestión que yo le plantearía a Javier Otaola aunque solo sea por prolongar el placer de leerlo: ¿Cuáles son, concretamente, esas modificaciones que resolverían el problema? ¿Cuáles, exactamente, las diferencias entre la Constitución vigente y la nueva Constitución federal que él propone? ¿Cuáles, precisamente, esas modificaciones que dejarían a todos los españoles contentos y satisfechos de la organización estatal?

José Lázaro


El espejismo federal, por Fernando Sánchez Pintado

Una aproximación teórica a la organización territorial del Estado que establece nuestra Constitución es más que recomendable en la situación actual, en la que nos enfrentamos a crecientes tensiones políticas que socavan las bases mismas de esta organización territorial e incluso las del propio Estado. Estas aportaciones teóricas son necesarias y pueden servir para analizar las insuficiencias de la organización autonómica y proponer soluciones que fortalezcan las instituciones o, al menos, reduzcan a términos razonables desde el punto de vista político los conflictos actuales. En este sentido, el modelo federal se presenta de manera recurrente como el más adecuado. Sus entusiastas defensores consideran que de facto el estado autonómico tiene componentes federales básicos, aunque para su correcta aplicación sea necesario dotarse de instituciones estatales federales de las que hoy se carece. En segundo lugar, modificar el Senado, cerrar el modelo autonómico delimitando definitivamente el ámbito competencial, establecer un nuevo sistema de financiación o reconocer peculiaridades y diferencias regionales de manera expresa, en suma, reformar la Constitución garantizaría un mejor funcionamiento de la administración del Estado. Y, por último, se supone que de esta manera se amortiguarían las tensiones centrífugas que hoy se han multiplicado y hasta se integraría, en alguna medida y por otros cuarenta años, a quienes han intentado, e intentan, romper el pacto constitucional.

Pero, como ocurre con los planteamientos teóricos en la vida política, la realidad es tozuda y no siempre se adapta a ellos. Previamente habrá que saber a qué federalismo nos referimos entre los múltiples que, por razones históricas y estructurales, son realmente existentes. Pero, ante todo, habrá que preguntarse si, hoy y en España, es posible. El principio originario de toda federación es la voluntad íntima y expresa de querer formar parte de ella, no considerarse una fracción separable, sino uno de los componentes que, como en una reacción química, modifican su estructura para dar lugar a un nuevo producto. En mi opinión, no se dan hoy las condiciones para emprender este camino y puede ser extremadamente peligroso hacerlo.

Sin pretender abordar el complejo problema del federalismo históricamente ni desde una perspectiva politológica, creo que ayuda a comprender su dificultad considerarlo, en los términos que estableció W.B. Gallie, como un «concepto esencialmente contestado», cuyas características principales consisten en ser conceptos basados en juicios de valor, de naturaleza abierta, que no pueden ser valorados mediante argumentación ni a partir de hechos de manera definitiva y, por tanto, no puede asignárseles un valor absoluto y universal. Ahora bien, que no sea posible una concepción absoluta válida para ellos no quiere decir que sean confusos y no respondan a problemas reales y aporten una interpretación válida, aunque teniendo siempre presente que esta atribución de valor es parcial (una determinada concepción de federalismo se encuentra siempre frente a otras que la niegan, configurando todas su sentido) y puede modificarse dependiendo de las circunstancias. En definitiva, si esta aproximación es pertinente y aplicable al federalismo, podemos preguntarnos de qué federalismo estamos hablando: si el federalismo que se propone, reiterativamente en los últimos años sin entrar a definir cuáles serían sus características y de qué manera se haría realidad, es la mejor forma de organización territorial porque responde a corrientes profundas e históricas para toda España; o bien, como ocurrió con el Estado de las Autonomías, es una fórmula nuevamente abierta y hasta cierto punto indefinible, que quiere generalizar un modelo teórico para evitar las diferencias con las autonomías llamadas históricas y, por consiguiente, siendo en apariencia ambos igual de federales, uno de ellos conduciría al mismo callejón sin salida en que nos encontramos.

También hay que tener en cuenta que los términos no son neutros y pueden responder a cambios notables en la valoración de las relaciones sociales. En este sentido, términos como unitario, central, uniforme o subordinado han sufrido una devaluación muy notable y son vistos con extremado recelo y, aunque obviamente no sean sinónimos, se reciben como tales y se aplican a distintos ámbitos atribuyéndoles connotaciones políticas. En la misma medida se han sobrevaluado los opuestos: diversidad, pluralidad, diferencia o autonomía. Con ello, sin embargo, entraríamos en un terreno distinto al del federalismo, un terreno en el que subyace la concepción de que el sujeto individual o colectivo es el único que tiene la auténtica vara de medir el valor, que consiste en aquello que es su identidad. No obstante, tenerlo presente puede ayudar a comprender el predominio de concepciones (políticas) que se emparentan con esta hipertrofia de la identidad, aunque parezcan muy alejadas, incluso a veces opuestas, de ese movimiento identitario que atraviesa la sociedad actual.

Ahora bien, el mayor problema al que nos enfrenta la propuesta de una reforma federal de la Constitución estriba, como decía, en saber si esto es posible. Es evidente que la situación en Cataluña no permite el menor optimismo al respecto. Desde 2012 se produjeron acontecimientos que cualquier lector de periódicos conoce de sobra: sucesivas declaraciones de soberanía, movilizaciones populares, creación de estructuras de Estado paralelas, aprobación de la ley ilegal «de transitoriedad jurídica y fundacional de la República», convocatoria de referéndum vinculante de autodeterminación y declaración de independencia de Cataluña en octubre de 2017. Nadie duda de que durante estos años se siguió un camino prefijado de antemano con la finalidad expresa de proclamar la independencia unilateral (a no ser que el Estado español la «concediera» voluntariamente). También es obvio que se ha transgredido la Constitución, el Estatuto de Autonomía y varias leyes. Sin entrar en la calificación que merezcan en términos penales los responsables del llamado proces, sería de una ingenuidad mayúscula suponer que estos mismos responsables, que sostienen que por encima de la Ley está la voluntad del pueblo catalán, considerarán suficiente y provechoso o, al menos, aceptable una reforma de la Constitución que no puede necesariamente dejar de plasmar que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, y que la soberanía nacional reside en el pueblo español. Es necesario ser tan directo y limitativo cuando se habla de reformar la Constitución en un sentido federal, porque, si olvidamos la realidad, es decir que fuerzas políticas con alta implantación en un territorio niegan el elemento fundacional de la Constitución, estaríamos dilatando el problema, o tal vez agravándolo. Puede argüirse que es posible negociar y llegar a situaciones intermedias, pero en ese caso me temo que estaríamos en lo que señalaba más arriba, en una especie «nueva» de federalismo (como lo fue el Estado autonómico) que podría ser una vía de ruptura de la propia Nación española.

Este es el escollo esencial, pero si se pretendiera y fuera posible llegar a una modificación menos drástica que la de los independentistas, aunque dándoles un trato privilegiado, nos encontraríamos con otros problemas. Podemos llamarlo por contagio, como sabemos después de casi cuarenta años de autonomías. No es necesario extenderse en ello, basta transcribir la Disposición Adicional Segunda del Estatuto de la Comunidad Autónoma de Valencia: «Cualquier modificación de la legislación del Estado que, con carácter general y en el ámbito nacional, implique una ampliación de las competencias de las Comunidades Autónomas será de aplicación a la Comunitat Valenciana, considerándose ampliadas en esos mismos términos sus competencias».

Creo que en política hay que conjugar decisión y prudencia y, en ocasiones, la prudencia debe predominar y adoptar medidas que, aun siendo parciales o dolorosas, al menos mejoren la salud. Porque no debemos olvidar que para que se pueda hablar de federación es necesario que las partes federadas lo quieran y acepten las normas con las que se constituye, sin que haya voluntad, que no sea la general, que pueda modificarlas. En ciertas condiciones sociales, algunas concepciones políticas válidas en sí mismas pueden ser un espejismo.

Fernando Sánchez Pintado


La propuesta de una España federal

España o el triunfo de la Gironda, por Javier Otaola

Publicado en El Correo y El Diario Vasco el 4 de mayo de 2019

El resultado de las elecciones a Cortes del pasado día 28 de abril me confirman en mi convicción de que el período político, social y económico abierto por nuestra Constitución de 1978 —bajo cuyo benéfica Ley seguimos viviendo en la actualidad—es el momento histórico, desde hace al menos dos siglos, en el que hemos demostrado la mayor inteligencia colectiva y hemos logrado como nación, —a pesar de los pesares, que siempre los hay— la más larga y fructífera época de entendimiento, libertad política, desarrollo social y progreso económico. Sería pecado de lesa patria que después de estas cuatro décadas de progreso, por egoísmos sectarios, miopía moral y política no fuéramos capaces de dar continuidad a esos logros garantizando un futuro en la misma senda constitucional y afrontando las reformas precisas para asegurar y mejorar todo lo que de bueno hemos logrado.

Lo dicho no es incompatible con el reconocimiento de que algunos problemas políticos llaman perentoriamente a nuestras puertas, pero no tenemos que dejarnos intimidar, vivir es en definitiva tener problemas, y atreverse con ellos, a saber: padecemos un penoso encanallamiento del discurso político, efecto contagio del encanallamiento global que nos viene del trumpismo,  y hay síntomas de cansancio institucional que nos obligan a asumir a medio plazo pero en serio la necesidad de una reforma federalista de nuestra Constitución, no para dar satisfacción a ningún partido en particular sino para consolidar nuestro mejor Constitución a la luz de la experiencia institucional ganada en estas cuatro décadas.

La débil tradición liberal y democrática de nuestro país ha sido casi siempre —y mayoritariamente— de inspiración francesa y jacobina. Francia fue para generaciones de españoles el resumen y epítome de lo que significaba Democracia, era nuestra puerta hacia Europa. Eso fue especialmente cierto con la II República representada por hombres y políticos como, Alejandro Lerroux, Fernando de los Ríos, Jimenez de Asúa o Manuel Azaña. Aun así el jacobinismo republicano no pudo menos que vérselas con la realidad de nuestro país y tuvo que buscar una fórmula política de compromiso que denominó Estado Integral, es decir un unitarismo integral en lo ciudadano y nacional que al mismo tiempo reconocía relevancia política a ciertos territorios: Catalunya, Euskadi, Galicia…

La Constituyentes de 1978 tuvieron más suerte y más sabiduría histórica que los de 1931. Felizmente la Europa de 1978 no era tampoco la misma que 1931 en la que la democracia parlamentaria era vilipendiada y combatida fanáticamente por ideologías totalitarias de derecha y de izquierda, no era el tiempo de la crisis económica de 1929 que hacía estragos entre las clases medias y populares. Nuestra generación, en 1978 no estaba ya fascinada por el modelo jacobino francés que en el 31 parecía el único modelo a imitar, y descubrimos las virtudes pragmáticas de la monarquía constitucional— ejemplarizado en Gran Bretaña, Suecia, Noruega, Canadá…—, y el valor democrático de la minoritaria tradición revolucionaria francesa, afincada a orillas de río Gironde —los ríos son femeninos en francés: la Gironda—. Girondinos no es solamente el nombre de un equipo de fútbol, ni solo un monumento votivo en la hermosa ciudad de Burdeos que recuerda el valor y el sacrifico de algunos federalistas franceses; los girondinos fueron un grupo de unos 175 diputados, demócratas y federalistas de los 749 que componían la Asamblea de la Convención que gobernaron Francia durante los años 1792 y 1793, antes de la implantación del Terror Revolucionario aplicado por Robespierre.

Los Girondinos fueron revolucionariamente demócratas y sin embargo federales y monárquicos.

En la Constitución de 1978 apalabramos una ciudadanía que la Dictadura nos había robado, pero no una ciudadanía republicana y jacobina, sino parlamentaria y circunstanciada territorialmente — o sea, federalista y girondina—. La Constitución española de 1978, el desarrollo de su Título VIII y la sólida jurisprudencia del Tribunal Constitucional han dado lugar al día de hoy a un modelo de Estado que podemos calificar como federal: la mayoría de los autores, juristas y politólogos de todo el mundo lo califican así. Vivimos en un Estado federal que no se atreve a llamarse a sí mismo por su nombre, y que precisamente por eso no es capaz cohesionar un patriotismo federal, y un reparto competencial eficiente, que asegure el autogobierno de los territorios y la coherencia de la federación, que implemente una financiación responsable y equitativa para todos los territorios, que nos permita apalabrar una lealtad federal que nos incluya a todos.

Para que la reforma federal de nuestra Constitución comience en los años venideros a abrirse camino como deseable y posible debemos abrirla a un amplísimo consenso izquierda/derecha, y para ello tenemos que dar prioridad a la cuestión del federalismo respecto de otros debates colaterales. La reforma federal no conlleva la revisión de la forma del Estado —hay estados federales monárquicos y republicanos— y no debe tampoco identificarse con unas posiciones ideológicamente de “izquierdas”.   Paradójicamente, entre nosotros la vieja formulación del carlismo monárquico, poco sospechoso de izquierdismo, se reclama precisamente de la monarquía compuesta anterior a la Constitución de 1812 como una especie de federalismo tradicional.

El federalismo tiene que ser de todos o no será de nadie.

Como tiene escrito y bien fundamentado en antecedentes históricos, el profesor Alberto López Basaguren, la experiencia de la Constitución de 1978 y la historia de España nos demuestran que la Democracia y la salvaguarda de los autogobiernos territoriales están íntimamente unidas. No habrá entre nosotros autogobiernos territoriales que merezcan ese nombre sin una Democracia sólidamente asentada, pero también es verdad lo contrario: no habrá una Democracia que merezca ese nombre sin una estructura federal que reconozca y regule de manera efectiva sólidos autogobiernos de los territorios.

Vive la Gironde ¡

Javier Otaola

Escritor, abogado. Miembro de número de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País

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