Algo sobre lo que hay que pensar, por Cecilio de Oriol

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El 13 de diciembre de 2021 Verónica Forqué dijo a su asistenta que se iba a dar una ducha, entro en el baño y se ahorcó. Este es el hecho desnudo con toda su terrible brutalidad.

Una noticia más que engrosa el número de suicidios que se cometen diariamente y a los que la gente no suele prestar demasiada atención. Los suicidas son, en la mayoría de los casos, muertos anónimos cuyo destino solo afecta a la familia, si la hay, y, todo lo más, a un reducido grupo de gente cercana. No suelen salir en los periódicos y solo son un número en unas frías estadísticas que no pueden reflejar el dolor y la desesperación que se oculta tras los datos.

Pero en esta ocasión la victima era una persona, notable y conocida, que hacia unos meses abandonaba “por que no podía más” un reality de esos que sirven para que los “jueces” se esmeren poniendo, más o menos, en ridículo a los concursantes para jolgorio de una audiencia, muy entretenida por el programa, y que se divierte mucho con los tropiezos, fracasos y éxitos de los que allí están. Todo ello bajo la férula de unos organizadores y responsables diversos, centrados en “dar espectáculo”.

Hasta ahí todo normal, si decidimos llamar normal lo que sucede todos los días, delante de nuestras narices, en la vida cotidiana.

Pero la muerte de Forqué tuvo una resonancia que no es frecuente. Dos articulistas de prestigio, una el 19 de diciembre pasado (Elvira Lindo, EL País: “El dolor a la vista de cualquiera”) y otra el 2 de enero del recién estrenado año (Rosa Montero, El País Semanal “Islas de Furor”), han incidido sobre algo de lo que nadie más quiere hablar: La inmoralidad indigna que supone convertir en espectáculo el deterioro mental de una persona. Inmoralidad que cruza todos los limites cuando se acompaña, tras un desenlace funesto, de una posición inmediatamente exhibida que combina “nosotros la queríamos mucho” con “no es nuestro problema”.

Es evidente que no se trata de culpas, ni individualizables ni punibles, sino de responsabilidades, repetimos, morales. Y todo ello abre la necesidad de reflexionar en voz alta sobre la naturaleza y las consecuencias de un mecanismo diabólico que una de las articulistas citadas (Rosa Montero, una semana antes en El País Semanal: “Una aguja en el corazón”) había magistralmente sintetizado en un articulo, sin relación aparente con el suicidio de Forqué.

Montero dice una frase que le copio textualmente y que me parece un buen motivo de reflexión. “… hay dos cosas que me resultan imperdonables, y son la crueldad y la voluntad de humillar. Dos maldades máximas que suelen ir unida… la humillación me parece el sentimiento más destructivo que puede experimentar una persona. De hecho es tan toxico y vitriólico que abrasa a su paso, dejando siempre un rastro de cicatrices”.

Sobre la humillación se sabe más de lo que parece. La literatura de todos los tiempos la ha tratado con mejor o peor fortuna, pero cubriendo casi todos los puntos de vista. La ciencia también lo ha hecho. Desde que, en 1959, aparece en una revista científica una investigación sobre la naturaleza y los efectos de la humillación, hasta este mismo año, hay mas de mil publicaciones censadas sobre el tema. Y si se mira la frecuencia por año se observa claramente un ascenso ininterrumpido que va escalando hasta llegar a los 93 artículos en 2021. No es este el momento de reflejar o recoger sus contenidos. Están disponibles para el que quiera leerlos.

Solo una cita como ejemplo de los muchos que podrían ponerse.  En 2016 un equipo de la Universidad de Tilburg, en Holanda, publicó una cuidadosa investigación empírica en búsqueda de una definición operativa de la humillación. Su conclusión, coincide con la apreciación habitual que todos tenemos, pero la robustece alejándola de la mera opinión y basándola en hechos y datos. La humillación se define por “el sentimiento de impotencia, pequeñez e inferioridad en una situación en la que uno se ve acosado y en la que está presente un público que puede contribuir a estos sentimientos de disminución”. La reacción de los humillados se asoció siempre con dos sentimientos importantes que están presentes en todas las investigaciones realizadas: la vergüenza y la ira.

Pero hay también otro sentimiento que no se puede ignorar, que aparece ligado con consistencia en casi todos los trabajos publicados, y que se relaciona con la situación de vulnerabilidad psicológica del sujeto humillado: la culpa.

Frente a los fuertes que desarrollan sentimientos más o menos vindicativos, producto de la ira que les produce la humillación revivida una y otra vez en su cabeza, hay personas vulnerables que los interiorizan y piensan que son ellos, precisamente ellos, los culpables de la humillación que alguien les provocó y a la que los espectadores asistieron, en el mejor de los casos sin muestra alguna de desagrado, y, en el peor, con risas y comentarios.

Cualquiera, profano, profesional o paciente, sabe bien que, en la depresión, la culpa es un elemento que acompaña a la depreciación personal, al sentimiento de impotencia y a la terrible sensación de desamparo. Y que, tras la depresión, se encuentra el fantasma amenazador del suicidio.

Quizá alguien (todos) deberíamos pensar sobre lo que, con frivolidad irresponsable, hacemos primero y lamentamos después.

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