Crisis de los 40-60 (El demonio meridiano o acedia), por Fernando Rivas Rebaque

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Dentro de las diversas enfermedades, hay una a la que los monjes del desierto conceden una especial atención por la gravedad de sus consecuencias y la importancia que tiene en el proceso de maduración personal: la denominan “acedia” (o “demonio meridiano”) y tiene una clara conexión con lo que hoy llamamos “crisis de los cuarenta”.

El nombre de “acedia” procede del griego ἀκηδία (no-actividad), y en castellano aparece como “negligencia, tristeza o amargura”. Se trata de una enfermedad situada en la mitad de la vida. De aquí el que se hable del demonio meridiano, en referencia al Salmo 91,5-6: “No temerás… el azote que devasta a mediodía”, sin duda el período de mayor calor en el desierto.

Evagrio Póntico, monje del siglo IV y el mejor analista de esta pasión, describe algunos de los síntomas por el que podemos descubrir la enfermedad: cansancio, desánimo, pérdida de las ilusiones, una insatisfacción vaga y generalizada que va apoderándose poco a poco de nuestra existencia… Aparece de improviso, sin que hayamos hecho nada para ello. Comienza por lo afectivo, se traslada a lo psíquico y acaba por instalarse en lo más profundo de nuestro interior.

Algunas de las causas que han podido provocar la acedia se encuentran en un excesivo activismo en las etapas anteriores, que aunque puede habernos ayudado a llenar este tiempo, en el fondo nos impidió afrontar seriamente nuestros problemas interiores; la frustración por proyectos personales o sociales en los que hemos puesto excesivamente nuestra confianza, que así se vuelven contra nosotros; y la rutinización de nuestra existencia, como una manera de afrontar nuestras carencias sin excesivo coste.

Los efectos negativos de esta enfermedad se expresan de manera más evidente en el ámbito corporal. Ante las primeras “goteras” podemos reaccionar por el descuido o abandono de todo lo relacionado con nuestro cuerpo (cuidado, porque en ocasiones se puede encubrir por una obsesiva preocupación por todo lo relacionado con el body).

Pero es una enfermedad que afecta en gran medida al campo psíquico. Y así lo vemos en la búsqueda de lo cómodo y fácil, la incapacidad para hacer o pensar en proyectos que exijan continuidad, el centramiento del deseo sobre mi ego, y una desazón o desánimo con respecto a las posibilidades de mejora de nosotros mismos y de la sociedad, que en ocasiones se justifica con una mayor sabiduría o experiencia. Evagrio Póntico lo expresa de esta contundente manera hablando del monje:

“Al principio, [la acedia] hace que el sol parezca avanzar lento e incluso inmóvil y que el día aparente tener cincuenta horas. A continuación, le apremia a dirigir la vista una y otra vez hacia la ventana y a saltar fuera de su celda… Además, le despierta aversión hacia el lugar donde mora, hacia su misma vida y hacia el trabajo manual; le inculca la idea de que la caridad ha desaparecido entre sus hermanos y no hay quien le consuele… Este demonio le induce entonces al deseo de otros lugares y ejercer un oficio más fácil de realizar y más rentable. Añade a estas cosas también el recuerdo de su familia y del modo de vida anterior y le representa la larga duración de la vida, poniendo ante sus ojos las fatigas de la ascesis; y, como suele decir, pone todo su ingenio para que el monje abandone su celda y huya del estadio”, Tratado práctico 11.

Es una enfermedad que cuestiona de manera inmisericorde nuestras realizaciones anteriores, tanto personales como sociales, produce una cierta nostalgia o añoranza insana de los “años perdidos”, culpabiliza sistemáticamente a los demás, externalizando ingenuamente las culpas (el sistema, la sociedad de consumo, la política…), considera que los objetivos en los que creemos son irrealizables, olvida el espesor de la realidad y propone a cambio mundos ideales y fantasías adolescentes (con mayor capacidad de atracción en un mundo juvenilizado en todos los sectores), y plantea el cambio continuo de actividades, relaciones y situaciones para escapar de la realidad y lo presente que no nos agrada.

Un gran conocedor actual de esta enfermedad, Gabriel Bunge, la define así: “La acedia… estimula simultánea y permanentemente los dos poderes irracionales del alma: la concupiscencia y la violencia. Por eso es una mezcla de concupiscencia frustrada y agresividad… Descontenta del hoy, desea el mañana; se orienta hacia atrás y hacia delante… A causa de su duración, adopta una forma de depresión espiritual que, en los peores casos, aboca al suicidio, último y desesperado intento de evasión”, Akedia (1997). Indudablemente hay grados, y aquí se centra en el más agudo.

No se trata solo de una enfermedad individual, sino que tiene su vertiente social, que viene a reforzar lo personal. Y si alguien piensa que no la tiene quizá sea porque está tan asumida en el propio interior que es incapaz de descubrirla, o que, habiéndola descubierto, no se encuentra con ganas o fuerzas de oponerse a ella, considerándola una batalla perdida ante la que ha tirado la toalla definitivamente.

Pero los monjes del yermo no se centran solo en el diagnóstico, por muy lúcido que sea en este caso, sino que proponen una serie de terapias para esta enfermedad. El primer paso según ellos consiste en reconocer en qué medida estamos colonizados por esta pasión, porque produce tal oscuridad en nuestra tramas personales y sociales que no somos conscientes de su presencia, pues nos hemos habituado a vivir por este parásito que nos va debilitando poco a poco, e incluso podemos llegar a considerarlo como algo natural, un paso necesario hacia la madurez.

En segundo lugar, nos dicen que no debemos hacer caso a las numerosas excusas que nos propone esta enfermedad para vivir “en paz”, como el merecido descanso por todas las luchas anteriores, que es mejor disfrutar de lo que nos queda de vida con los pequeños placeres cotidianos que empeñarnos en objetivos irrealizables (o utópicos), que hay que recuperar los “años perdidos”, que no volverán… Y muchas otras excusas sutiles que nos va ofreciendo esta enfermedad tan invisible.

En tercer lugar, como la acedia es una enfermedad interior, no se puede buscar el remedio en los demás (que nos solucionen el problema), en el cambio de lugar o de estado, sino en nuestra conciencia y en nuestro yo más profundo. Esto no quita la necesidad de escuchar a las personas mas cercanas o la conveniencia de acudir a personas experimentadas en esas lides, que nos ayuden a discernir sobre los medios o modos de enfrentarnos a esta enfermedad, pero siempre será la propia persona la que debe enfrentarse consigo misma.

En cuarto lugar, la lucha contra esta enfermedad es laboriosa y puede durar mucho tiempo (años incluso), por lo que debemos pertrecharnos de paciencia y perseverancia, hasta tal punto que podemos decir que la cura de la acedia tiene como uno de los principales remedios el “ajo y agua” (apócope de a jod…. y aguant…). Pero de una forma muy particular, porque ni se pueden aceptar órdenes de la acedia ni oponerse radicalmente a ella, pues el voluntarismo engorda esta pasión y el propio sujeto no está en las mejores condiciones para esta lucha, ya que está muy debilitado.

En el fondo se trata de una resistencia pacífica, de ocupación de posiciones, no de grandes batallas. De perseverar en los proyectos personales y sociales, pulir nuestras opciones de vida con las dificultades que vamos a encontrarnos, iniciar trabajos que nos inviten a la asiduidad, la presencia y la acción, y dejarnos llevar por lo mejor que vamos descubriendo en nuestras vidas. Y eso, como decía el frailecico abulense: “Aunque es de noche”.

Una lucha que expresa perfectamente este apotegma: “Un monje fue preso de la acedia. Pero encontró unas pequeñas palmas, las cortó y al día siguiente se puso a hacer con ellas una estera. Al sentir hambre se dijo: ‘Ya quedan pocas palmas, las terminaré de tejer y entones comeré’. Al terminar dijo: ‘Leeré un poco y luego comeré’. Y cuando terminó la lectura pensó: ‘Recitaré algunos salmos y después comeré’. Así, poco a poco, con ayuda de Dios… adquirió seguridad para vencer los malos pensamientos”, Sentencias de los Padres del desierto VII,28.

En cualquier caso, la lucha contra la acedia supone un momento clave en nuestro recorrido personal porque marca un antes y un después, nos ayuda a descubrir nuestros propios límites y, si somos capaces de superar esta enfermedad, nos produce una profunda paz interior y un gozo duradero. O al menos eso es lo que cuentan los monjes del desierto, que, sobre esta cuestión, y muchas otras, sabían bastante

Una respuesta a “Crisis de los 40-60 (El demonio meridiano o acedia), por Fernando Rivas Rebaque”

  1. Lectura muy acertada!!! No nos damos cuenta que poco a poco nos ocurre lo que aquí nos cuentas. Gracias por estas aclaraciones, me sirven muchísimo!!

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