Mirando al abismo, por Cecilio de Oriol

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Nietzsche no tenia razón. O, al menos, solo la tenía en parte. Cuando afirmó, en su tan citada frase, “cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti” decía verdad pero omitía mencionar la capacidad que tiene la mirada del que mira para quitar al abismo, al iluminarlo, gran parte de su poder. Ya en los Fragmentos Póstumos recomendaba proféticamente (como casi todo lo suyo) no temer el abismo de la contemplación.

Pero ¿que es el abismo?. Para Nietzsche es el caos primigenio del que  surge todo y en el que se sumerge todo.  Es “la imagen griega del caos como seno materno que engendra todas las cosas y abismo que las devora” y por eso, o a pesar de eso, es el valor, el arrojo, la audacia, lo que nos hace amarlo. Solo el hombre que merece tal nombre es capaz de afrontar al abismo, es capaz de mirar dentro de él y salir indemne.

Porque en el abismo el hombre  encuentra la  clave de sus propias profundidades, la clave de lo que no quiere ver de sí mismo y, al tiempo, ansia y busca desesperadamente verlo.  Basta una mínima reflexión para que aparezca funcionando como lo relevante a fuer de oculto.

Por eso ha de mirarlo fijamente y esperar, paciente o impaciente, que el abismo le devuelva la mirada y, en esa devolución encontrar las claves de su propia naturaleza y de su existencia.

¿Y qué nos mira, que nos devuelve la mirada, penetrando en nuestro mas recóndito interior sin matizaciones ni paliativos? Hay una respuesta inmediata y casi intuitiva: la oscuridad de lo humano. Cuando el abismo nos devuelve la mirada en realidad lo que hace es dejarnos penetrar con una antorcha vacilante en lo que nosotros no queremos ver o solo miramos cuando no nos ve nadie. Por que, en cualquier caso, nos da miedo verlo, no queremos que se vea.

Lo que nos desvela el abismo que nos mira está siempre ahí pero es lo negado, lo impuro, lo oscuro, lo perverso, lo repugnante y a pesar de todo ello, lo implacablemente atractivo, lo fascinante, lo que induce el escalofrío ante la posibilidad de saciar la curiosidad prohibida.

El abismo es una gigantesco y fiel espejo en el que, si miramos, lo que veremos es precisamente lo que somos nosotros mismos en las profundidades ocultas de nuestra vida.

El ser humano ha usado la literatura (especialmente al poesía, pero también la novela)  para mirar el abismo que devuelve la mirada. La filosofía también, pero menos y con mas asepsia. (Es curioso notar en que medida la neutralidad de la palabra veladora tranquiliza la conciencia del que razona y racionaliza con ahínco, pero no afronta nunca la realidad sucia de la vida, que, en la mayoría de las veces, es la suya propia)

El mundo de lo literario se ha sentido (la tiene) poseedor de la franquicia que permite mostrar lo oculto siempre que se le rodee, incluso en los momentos mas crudos, de un suave y protector velo. La palabra cuidadosamente elegida, la elipsis o la metáfora son parte de estos velos tan tremendos como efectivos. Pero en algunas ocasiones y en relación a algunas situaciones la literatura se permite mostrar las desnudeces agrias y espantosas de lo que necesita ser vestido para ser admitido.

Sade, Dostoievski, Celine,  son ejemplos de la desnudez procaz de los abismos humanos.

Hemos de concluir, siquiera sea provisionalmente, que hay que mirar al abismo si queremos neutralizarlo. Si nosotros no flaqueamos ante lo insondable, lo insondable flaqueará necesariamente si le sostenemos la mirada. No es empresa exenta de riesgos pero se hace necesario afrontarlos con decisión. Porque lo negro del ser humano no se palia, ni mucho menos se elimina, por su ocultación y su disimulo. Uno de los aspectos mas tenebrosos (sí, tenebrosos) del pensamiento políticamente correcto (que no es otra cosa sino la visión postmoderna del pudor social, que existe desde que existe la memoria y la historia humanas) es la imposición, variada en sus formas e igual en sus fines, de evitar hablar con claridad de lo terrible, lo mezquino, lo repugnante o lo obsceno.

Y hay que hablar de ello,  nominarlo con claridad y precisión y sin miedo alguno, por que la única posibilidad de desactivarlo es precisamente poner sobre todos estos aspectos indeseables la luz de la mirada que razona, que explica y, porque no, que comprende, aunque no justifique, legitime ni mucho menos legalice lo que ve. El abismo puede devolvernos la mirara y, reduplicando el hecho, nosotros hemos de devolverle su devolución.

En la periódica llegada de mi alijo de libros (tocaba ayer: algún día hablaremos de eso)  me llamó la atención un  volumen encuadernado en cartoné en tonos rosas y motivos florales con el nombre de “Cartas eróticas”. El recopilador es Nicolás Bersihand, un autor francés que también tiene otra recopilación titulada “Cartas a la madre”.

Confieso paladinamente que entre los catorce o quince libros del paquete la vista quedó prendida en este y no por lo que usted malpensado lector pueda suponer. En la antologías siempre queda la sorpresa de la capacidad del recopilador para separar la paja del grano, cosa que en el tema que nos ocupa no me negarán que es esencialmente relevante.

Y me puse a leerlo de inmediato tras la preceptiva ojada al índice que se anunciaba esperanzador.

Terminé a las 4 de la mañana de culminar 254 paginas y no hice mucho caso a un apéndice que me resultó mucho menos interesante.

He aquí me dije al cerrar el libro,  unos ejemplos de gentes de toda condición (la única cosa en común que tienen es que escribieron cartas y por tanto sus palabras tienen en todos los casos un interlocutor preciso y único) que han mirado sus abismos particulares, la mayoría de las veces sin saberlo con claridad y pretendiendo explicarse, justificarse, pedir o exigir cosa al otro al que desean o han dejado de desear.  Por que pocas de  las cartas son declamaciones  impersonales más o menos líricas sobre la pasión del sexo (no se privan de llamarlo amor y cositas así: no lo hagan ustedes) y la mayoría describen lo que les gusta, hacen planes, piden, o se quejan  proporcionando la imagen de una intimidad de la que el lector se siente irremediablemente voyeur.

Cada uno lo hace, como no podría ser de otra manera, a su modo. Y desde los arpegios de Rainer Maria Rilke a las planificaciones precisas de “Mademoiselle S.; desde la amenazas volumétricas de Emilia Pardo Bazán a las instrucciones  de Stendhal a Merrimé sobre como “beneficiarse” (sic) a “una mujer decente” (sic también), pasando por las tragicómicas insuficiencias de los borbones franceses, y también españoles a partir de Felipe V, las cartas son una panoplia espectacular de los abismos del deseo y de los espejos para mirarse que cuentan personas relevantes y, en una gran parte, inteligentes.

A pesar de la radicalidad de esas miradas hay algo que, quizá hay que achacárselo al pavor que lleva a disfrazar el tan traído y llevado abismo que nos mira cuando lo miramos. Es una irrefrenable veladura  que se refugia en la sufrida capacidad de aguante que tiene la palabra amor y que aparece en muchas de las cartas que comentamos. Pero no siempre es así. Reconocerán conmigo que cuando Napoleón Bonaparte escribe a Josefina Beauharnais “No te laves, parto y en ocho días estoy ahí” el velo se desvanece y la desnudez fisiológica del deseo prevalece. Y esta es solo una muestra que cito por ser  una epístola bien conocida.

Las cartas, como es  natural, fueron escritas para que las leyese solo su destinatario. No hay pues deseabilidad social alguna en lo que se dice (salvo en amantes despechados o en nuevos solicitantes). Decíamos antes que leerlas es un ejercicio de voyerismo pero también una constatación de que el abismo de Nietzsche es algo más domestico y cotidiano de lo que nos puede parecer.

Y es reconfortante ver que, en la seguridad de la interlocución con el otro, la capacidad humana de verse,  aumenta sin duda.

Busquemos y encontremos, voluntariosamente, en esa capacidad la grandeza humana para afrontar lo oscuro y la prenda definitiva de la libertad que supone el hacerlo.

Toda obscuridad mirada de frente se ilumina y al iluminarse  desaparecen incluso las penumbras. Y cuando la luz se hace el terror se desvanece.

También cuando pedimos al  ser amado no lavarse. E incluso cosas peores.

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