Tengo que confesar varias cosas probablemente inconfesables. La primera es que no he leído ninguna novela de Chirbes y, además, es muy posible que no las lea nunca; la segunda que la otra persona que voy a mencionar es para mi una perfecta desconocida a la que tampoco voy a leer, esta vez con muchísimos mas argumentos disuasorios.
Heme aquí, pues, en una situación bastante desairada, escribiendo sobre un autor que no he leído y criticando a una prologuista que no voy a leer. Pero eso precisamente, aunque no me crean, es lo que he aprendido del estupendo libro del que quiero hablarles; los Diarios de Rafael Chirbes, en su primer tomo.
Hay en el género diarístico un valor que no se le escapa a nadie: representa algo así como la tramoya interna del que escribe. Los diarios son piezas vergonzantemente públicas y con esto significo una deliciosa e inicial contradicción. La que resulta de escribir para uno mismo sabiendo en el hondón de la conciencia que ese uno mismo, que se mira en un espejo masturbando sus neuronas, aspira siempre a que lo lean los demás. Pero no de cualquier forma y menos aun de la convencional que significa publicar algo y ponerlo en un escaparate. El diarista aspira siempre a ser leído en un doble movimiento, en un ejercicio de exhibicionismo casi sexual que convierte al lector en un voyeur invitado. Invitado, sí, pero al que se pide ocultarse tras la cortina para asistir a los desahogos del que practica una especie cualificada de onanismo intelectual.
Es el momento en el que el autor del diario le dice al lector: “Pasa y mira. Pero ten bien presente que esto que te dejo leer no estaba destinado a los ojos de nadie. Al leerlo me ves desnudo no en un escenario abierto (para eso ya tienes mis libros) sino en una intimidad que te dejo que sorprendas. Así que siéntete privilegiado e invasor, invitado e indeseado, intruso clandestino y cómplice necesario. Siéntete un voyeur y goza pecaminosamente al leerlo como yo gozo pecaminosamente al mostrártelo”.
En los últimos años hemos tenido (bien por edición directa o bien por traducción) una estupenda abundancia de diarios.
Sin exhaustividad y por ojeada rasante, veo en los anaqueles a El diario de un escritor de Dostoievski, los tres estupendo tomos de Ricardo Piglia, el venerable Cuaderno gris de Plá, el impresionante volumen de los Cuadernos 1857-1972 de Cioran, la torrencial obra de Trapiello o el mínimo pero inquietante tomito de Diario de un exquisito de Drieu La Rochelle. Y más habría si más buscara.
Otro día hablaremos de lo que los filósofos apuntan, en los sitios menos previsibles, mientras piensan. Sin esas notas y apuntes que ellos guardan y sus herederos y albaceas publican cuando se mueren. No son los diarios del vivir pero si los diarios del pensar y ofrecen siempre maravillosas primicias al que se atreve a abordarlos.
Pero lo que ahora nos ocupa es Chirbes.
Antes un apunte necesario. Al parecer Chirbes corrigió sus cuadernos y los dejó de alguna manera listos para su publicación. Esta maniobra podría haber estropeado la genuina naturaleza del diario privado que se hace publico. Alguno dirá que mi queja es producto de una desmedida afición al chismorreo pero siento defraudarle. Mi prevención estaría más dirigida a apartarme de lo que son generalmente las memorias de un político. Suelen acabar siendo una ficción tramposa de la realidad que se pretende ocultar. Por eso no los coloco en el mismo lugar de mis estanterías, como acto de segregación profiláctica.
Los diarios de los políticos, abundantísimos en España desde la transición, son meros ajustes de cuentas cuando no cínicos lavados de cara. No merecen mucha credibilidad salvo que uno lea el de uno y el de su enemigo, a la par y cotejando. No me interesan demasiado y aquí lo dejo.
Pero (primer dato admirativo) Chirbes a pesar de corregirlos no los expurgó. O se contuvo al hacerlo de tal forma que no se cambió de ropa para exhibirse sino que se mostró en pelotas literales y literarias. Especular porqué lo hizo es tarea inútil y cansina.
[Ahora una nota impertinente: el libro tiene dos prólogos. El segundo es técnico, concreto y ilustrador. Se lee con gusto y contextualiza el libro para que el lector sepa por donde anda. El primero es definitivamente desafortunado. Por barroco, desmadrado, sectario y acuosamente sensiblero. Mas contención y menos aspaviento no le hubiesen venido nada mal. Pero, en fin, lo que está escrito permanece escrito.]
Chirbes (segundo dato admirativo) habla de sí. La prologuista primera dice que no es cuestión de psicoanalizarlo (tarea que le resultaría harto difícil de hacer, por otra parte) y tiene razón en eso. Pero leerlo es enfrentarse con un hombre que habla de como ve el mundo, como ve a los demás, que muestra una insobornable independencia al juzgar a los vivos y a los muertos al tiempo que se confiesa perteneciente a un credo que fundamenta su realidad y ante el cual suspende toda posibilidad de crítica.
Chirbes centra sus anhelos en escribir una novela perfecta (a veces, solo en escribir) y para ello se gana la vida como puede (no parece que se la gane demasiado mal pese a sus quejas), revisita de vez en cuando su infancia (extraordinario el encuentro del año 2004 con sus condiscípulos) y, más de joven, busca el sexo, come y bebe, como actos fundantes de una individualidad en ciernes.
Todo lo hace con descaro mediterráneo y eso es tan valenciano con las fallas y la sicalíptica levantina. Pero no hay demasiada alegría ni desfachatez gozosa. Deja flotando siempre una especie de halo grisáceo que llama a la insatisfacción.
La historia de su larga y tormentosa relación con François es un eje que puede servir para entender cómo el placer inmediato le es accesible pero lo completo se le escapa entre los dedos.
Y esto lo refleja sin pudor y sin piedad.
No hay mucha gente (escritores malditos incluidos) que se atrevan a plasmar párrafos del siguiente jaez en sus memorias “Le arranqué de un tirón los calzoncillos y, como en las malas películas porno, le volví de espaldas y lo follé sin cariño”. Y lo que sigue a este párrafo acaba explicando magistralmente que es lo que quiere decir “sin cariño”.
Pero Chirbes fundamentalmente lee. Y sus anotaciones y comentarios son chispeantes y tan arbitrarios que deslumbran con la maravillosa subjetividad del que habla para sí. Odia a algunos (Dalí es un ejemplo perfecto) y medio admira a otros. Pero nunca está totalmente satisfecho con la imagen de quien menciona. Un hecho que les puede sonar a arriscada intolerancia, pero también a la insobornable sinceridad en la que caemos cuando hablamos para nosotros mismos.
Según nos informa el segundo prologuista, Fernando Valls, el primer volumen de los diarios (este que comentamos) “se cierra en el 2005 cuando no todavía no habla publicado ‘Crematorio’ y ‘En la orilla’ quizá sus dos mejores novelas”. Es un dato relevante que puede hacer entender la insistencia, casi angustiosa, en la necesidad de escribir la novela definitiva, que se trasluce en muchas de las páginas del intervalo 1984-2005. Es decir, en los penúltimos 21 años de su vida.
Rafael Chirbes falleció en el año 2015. Al parecer hay una segunda entrega que cubriría ese tiempo.
Yo, al menos, la espero con impaciencia.